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1. Familia de pescadores

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Las palmeras sobresalían de entre los verdes manglares que rodeaban la pequeña isla. Arriba, en el cielo, un sol regio desde el cenit inundaba de luz todos los rincones del paradisíaco lugar con sus hermosas playas, fecundas en delfines, mostrando en la lejanía unas nubes que parecían copos de nieve, esparcidas sobre el mar que llegaba de allá, de aquella lejanía donde se confundían ambos azules en un amoroso abrazo, en la inmensidad de un horizonte sin fin.

Una familia de pescadores vivía en unas pequeñas chozas hechas con horcones y techadas con abanicos secos de palmito, situadas en fila a la sombra de unos almendros de fronda acogedora, que se entreveraban con unas jacarandas floreadas de color morado; al fondo, el terreno estaba resguardado por unas esbeltas cocoteras que se asomaban al mar ofreciendo sus racimos de frutos verdes, como un obsequio a los navegantes que les decían adiós desde sus embarcaciones cuando salían a altamar, mientras ellas bailaban en forma lenta y suave, mecidas por la brisa que les traía el murmullo del mar.

En medio de las humildes casuchas estaba un viejo pescador, sentado en la blanca arena con el torso desnudo, bajo la sombra de unos altos árboles de palo de tinte. Sus manos trabajaban con habilidad remendando una vieja red de pescar. José Andrade se llamaba. En su juventud se complacía lanzando anzuelos al mar con carnada de pez diablo. Ahora era un anciano fuerte y sano que pisaba los setenta años. Su piel era cobriza, curtida por el sol del trópico, el pelo blanco alborotado por el vientecillo húmedo que le llegaba de la bahía, con ese olor refrescante que le enviaban las algas marinas libres de toda contaminación.

—¡Don Pepe!, ¡don Pepe!

El anciano volteó a ver a su nuera, que le hacía señas con la mano invitándolo a comer, parada frente a la pequeña puerta de la cocinita.

—Ahorita voy —contestó suspendiendo su labor. Cuando entró a la pequeña choza le molestó aquel humo gris de leña húmeda. Antes de sentarse en un banco hecho con palma seca, observó discretamente sobre la mesa de madera clavada en el piso de arena, un sartén con una mojarra frita, con su sal y limones partidos. No pudo evitar que las papilas gustativas reaccionaran y, como se dice vulgarmente, se le hiciera agua la boca.

—Ya es tarde para que almuerce —dijo la mujer secándose las manos en el delantal para atizar el fogón—. El humito no deja porque la leña se mojó ayer con el aguacero.

—Sí, pues… ayer se me olvidó ponerle la lona encima, lo bueno es que con esta resolana se va a secar pronto —dijo mientras bañaba por un lado la mojarra con un jugoso limón; luego, le puso encima varias rebanadas de chile habanero, del que cultivaba en su pequeño huerto familiar.

La mujer se llamaba Mercedes Fraga y desde que su suegro quedó viudo lo asistía; era una mujer mestiza descendiente de la estirpe maya: morena clara, bajita de estatura, pelo largo; usaba sandalias de hule de las llamadas “patas de gallo” y vestía un huipil de algodón fresco con bordados hechos a mano que ella misma diseñaba. Estaba casada con Otoniel Andrade, de oficio pescador. La humilde mujer rondaba los cuarenta y tenía una niña llamada Anita, de siete años.

—Qué calor está haciendo —comentó mientras sacaba de las brasas otra tortilla “quemadita”, como le gustaban a su suegro, para depositarla en el canastito tejido de hojas de palma seca—. ¿Será que vaya a seguir lloviendo?

—Creo que sí, está muy bochornoso el día —dijo al tiempo que carraspeaba cuando sintió la espina de pescado clavarse en su garganta—. Esas nubes grises que se forman en las tardes por el rumbo de la bocana poco fallan.

Cuando don Pepe terminó de comer desanudó su paliacate colorado, que por lo regular llevaba atado al cuello, para limpiarse la cara y sonarse la nariz de forma escandalosa.

—A ver si no se le hace más grande el agujero a la lancha de Otoniel —dijo la mujer, preocupada.

—No se apure, ayer se calafateó la rajadura que tenía en el piso, con brea y algunos lienzos.

—Pero ya ve cómo es de ansioso. Yo le decía que por el día de hoy la dejara asolear, pero mal amaneció y ya tenía su sonadera.

—Bueno, eso sí, pero como el parche está por dentro no es muy peligroso, aunque con el golpeteo al correr sobre las olas sí le hizo falta un poco más de sol —el anciano tomó una pequeña escoba que estaba a un lado de la entrada para hacerse de un palillo que puso en su boca, dio las gracias y salió agachado de la choza, por la pequeñez de la puerta.

Afuera, un sol hermoso hacía ver el mar más azul y la verde vegetación radiante, como si fuese un pequeño paraíso terrenal. El anciano se encaminó a otra pequeña choza, donde guardaba algunas agujas de palo y diferentes rollos de cáñamo, que usaba para tejer los agujeros de las desgastadas redes de pescar, que sus amigos ocasionalmente le llevaban a arreglar.

★★★

Al medio día Mercedes fue a recoger a Anita a la escuela primaria a la que la mayoría de los hijos de los pescadores del barrio de la Manigua asistían a clases. La edificación era austera: una larga fila de salones, construidos por los mismos isleños, de block sin revocar y con pisos de cemento de acabado rústico y los techos de lámina. Pero estaba situada frente al mar y el canto de las olas se confundía con las risas de los niños que jugaban a la hora del recreo. A las puertas de la escuela, Mercedes esperaba a su hija bajo el agobiante sol, pero se cubría la cabeza con una sombrilla color rosa chillante, el regalo más reciente que le había hecho su esposo Otoniel al regresar de aquel viaje marítimo a Campeche, cuando acompañó a don Lauro Bolón —un viejo camaronero amigo de su suegro— a entregar un pedido de camarón. Ante tales recuerdos, la mujer suspiró con nostalgia. Tan abstraída estaba en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando su hija Anita le tiró del vestido.

—¡Ya estoy aquí! —veía a su madre con cara de alegría creyendo que la había tomado por sorpresa.

—Ah, bueno, mija —Mercedes se abrió paso entre las demás mujeres que iban por sus niños y los clásicos vendedores: el de las manzanas rojas con dulce, el aguador con sus garrafones de agua de coco; a pocos pasos, un paletero que ofrecía su producto —quién falta de paletas— la boca desdentada, y a un lado de la puerta de entrada, la señora que vendía hicacos, nanches y mangos verdes con sal y limón.

—¿Cómo te fue? Vámonos aprisa porque ya es tarde —le comentó a su hija y tomándola de la mano la cubrió con su sombrilla. Caminaron por toda la orilla de la playa con el sol en el cenit. La arena estaba muy caliente y los cangrejitos playeros corrían a esconderse ante el riesgo de ser atrapados por los chiquillos, para llevarlos a casa como pequeñas mascotas.

Cuando llegaron a su choza no encontró a su suegro ni la red de pescar que remendaba. Tal vez ya se la llevó a don Píter, pensó. Antes de entrar a su jacal observó que las olas del mar estaban crecidas y poco a poco se iban tragando unos caparazones de galápago que se estaban asoleando en el patio y que, eventualmente, su suegro vendía en el mercado. Aprovechó para ponerlos a salvo y observó con alegría, al fondo de su amplio solar, unos pájaros bobos patas azules, que brincaban bajo las sombras de las altas palmas cocoteras, donde unos pequeños e inquietos monos araña se asomaban, con el temor de caerse al ser mecidos por el suave vientecillo que llegaba de aquella inmensa lejanía, donde las gaviotas se perdían en un horizonte azul.

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