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3. Pescadores de la Manigua

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Humberto Acosta, nacido en el barrio de la Manigua, apodado el Negro, era un hombre moreno de pelo oscuro que pisaba los cuarenta y cinco años, de baja estatura y anchas espaldas, al que le faltaba un brazo que perdió en el mar en los años en que era pescador, gracias a la mordedura de un tiburón. Esa fatalidad lo hizo buscar los medios para hacerse locatario en el mercado 16 de Julio, donde tenía un puesto de pescados y mariscos. Sus amigos pescadores lo ayudaban suministrándole el producto a un precio razonable para que pudiera mantener a su familia. Su mujer se llamaba Romelia Soto, era una morena de presentación agradable, risueña, de baja estatura y de pelo corto, de complexión delgada y muy trabajadora. Tenían un hijo llamado Nazario, que aún no cumplía la mayoría de edad.

En el mercado, los puestos de pescados y mariscos estaban situados frente al mar, donde había unos atracaderos de palos y de grandes piedras para amarrar las lanchas de los pescadores que surtían el producto sin intermediarios.

Ahí mismo había la sección de fondas y cocinas económicas, además de abarrotes, carnicerías y puestos de frutas y verduras. El personal que laboraba era muy madrugador, desde las cinco de la mañana empezaba el movimiento y por lo regular el cierre del mercado se hacía a las tres de la tarde, por lo que a esa hora era muy común ver una nube blanca de gaviotas que se abalanzaban sobre los desperdicios que tiraban los locatarios al mar; pero para lograr esa comida tenían que competir con los comodinos y pacientes pelícanos, que sin pedir permiso se subían a las lanchas de los pescadores encalladas frente al mercado. En cierta forma, las glotonas aves se sentían las dueñas del lugar. Cuando en ocasiones eran espantadas por los dueños, las muy calmudas simplemente volaban y se posesionaban de otra embarcación con una sorna sin igual y sin vergüenza alguna. Eran aves muy mansas y la gente acostumbraba a convivir con ellas. Cuando los pelícanos llegaban a sus territorios, las gaviotas tenían que emplear la astucia y el engaño para disputarles la comida y no era fácil. Debido a ello, seguido había peleas entre ambos bandos y casi siempre ganaban los pelícanos; armaban gran alboroto para disfrute sobre todo de los niños, cuando sus padres los llevaban al mercado. Algunas veces iban solamente a disfrutar aquel espectáculo: aventaban pedazos de carne a las gaviotas, que eran pescados en el aire con una habilidad impresionante. Así era el diario vivir en aquella bendita isla que semejaba un edén, un paraíso bajo el cielo.

★★★

Una calurosa tarde del mes de abril, Humberto y su esposa Romelia dejaron encargado el local a su hijo Nazario, porque al Negro se le antojó un caldo de cherna y ese solo lo preparaban en la fonda de doña Lupe, llamada La Cherna Bocona. Al mediodía, el mercado era un hervidero de gente en el área de fondas y cocinas económicas, y por los puestos pululaban las marchantas, esas afanosas amas de casa, buscando la carne, las frutas y las verduras y lo necesario para el sustento diario de su familia; ahí iban, apretujadas y apremiadas por ese mar de gente que se aglomeraba en ese concurrido lugar, entre las palabrotas de los cargadores que, sin camisa, empujaban los carritos de dos ruedas llamados diablitos, llenos de mercancía, y entre los gritos de algunos puesteros que ofrecían sus productos pregonando las ofertas del día, sin faltar los borrachitos pedigüeños de pies hinchados, que despedían un fuerte olor etílico.

Cuando el Negro y su mujer llegaron a la pequeña fonda encontraron todas las mesas ocupadas y la barra donde tenía unos altos bancos, llena de fuereños. La dueña, que a veces solo cobraba, en esa ocasión ayudaba a servir comida y destapaba los refrescos, por el exceso de comensales. Romelia y el Negro estuvieron esperando un buen rato, debido a que había otros clientes por delante, hasta que por fin les tocó el turno y se sentaron:

—Oye, Lupita, ¿y ahora por qué tanta gente? —preguntó Romelia.

—Pues son trabajadores que están arreglando el cine Regis —dijo al tiempo que limpiaba los sobrantes de comida de unos platos.

—¿De dónde vendrán? —preguntó con ingenuidad pelando los ojos con curiosidad—. Porque se ve que no son de aquí.

—Pues yo platico poco con ellos, porque ya ves cómo se me llena de gente. Pero se sabe que son de las rancherías, del rumbo de Frontera. Por ejemplo, los de aquella mesa no pagan la comida porque los trae a comer el ingeniero que le está construyendo la otra empacadora de camarón a los Lliteras, yo solo le paso la lista del consumo de sus trabajadores, me la firma y me paga el sábado, que es día de raya. ¿Cómo ves?

—Pues a puro hacer plata —contestó Romelia haciéndole una seña con la mano de signo de pesos.

—¡Y eso que no soy camaronera! —sonrió, franca, Lupita.

Frente al mercado, un mar azul se asomaba desde lejos a través de unas palmeras verdes, que movían las cabezas despeinadas para sacudirse el sudor por el inclemente calor de aquel mes de abril.

—¿Y qué novedades tienes por la Manigua? —quiso saber la fondera mientras servía un suculento caldo de cherna para llevar.

—Pues que van a inaugurar una cantina —en broma, Romelia lanzó una mirada poco amigable a su esposo— y dicen que hasta pista de baile va a tener para los borrachos. También van a poner un molino de nixtamal ahí, a dos cuadras de la casa; como que se están abriendo varios negocios de unos días para acá, ¿no crees?

—Pues claro, el camarón deja billete, ¿o no, Lupita? —dijo Humberto al tiempo de despedirse y se perdió entre la muchedumbre del pequeño mercado.

El movimiento de clientes y marchantes producía un ruido similar al bisbiseo que hacen las abejas cuando giran alrededor de un panal.

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