Читать книгу Ciudad del Carmen - Ramiro Castillo Mancilla - Страница 5

2. La veta de camarón

Оглавление

En aquellos años, en la paradisiaca isla vivía un hombre llamado Lauro Bolón, pescador de oficio de unos sesenta y cinco años, de piel blanca, alto y fuerte, de pelo entrecano, mirada franca y sostenida; tenía unos ojos azules que brillaban. Tal vez por pasar la mayor parte de su vida en el mar habían adquirido un azul intenso. Descendiente de los primeros franceses que llegaron a ese lugar, cuando algunos lugareños vivían de la exportación del palo de tinte, que se enviaba, vía marítima, a las naciones europeas.

En ese tiempo, la mayoría de los isleños eran pescadores de anzuelo o de red y había personas que se dedicaban a la pesca de camarón, realizada en pequeños barcos conocidos en el medio como “patrones de barco” o “camaronero”. Pues bien, don Lauro Bolón era uno de ellos. Pero este señor no era un camaronero del montón, pues era un hombre culto, aficionado a la lectura y además tenía amplios conocimientos marinos y sobresalía entre sus compañeros por la amplia experiencia que le avalaba toda su vida en el mar. Gracias a ello, era conocedor de sus caprichos en cuestión de mareas, corrientes y vientos e intuía, sin necesidad de aparatos sofisticados, las condiciones meteorológicas antes de que ocurrieran, ya fueran propicias o adversas. En otras palabras, era un viejo lobo de mar muy respetado por sus compañeros.

Pues ese hombre fue nada menos que el descubridor de la veta más grande de camarón de la que se tenga memoria Ese banco de camarón se encontraba situado a unas 45 millas náuticas, a sea, alrededor de 80 kilómetros mar adentro. Pero tal descubrimiento no fue anunciado con bombos y platillos, como para que todo mundo se enterara, sino que se guardó el secreto, pues don Lauro Bolón conocía el dicho que decía: “calladito te ves más bonito” y esa revelación se mantuvo en secreto por algún tiempo.

Sus colegas solo divisaban aquel barquito llamado El Invencible cuando salía de la isla, antes de la alborada, y lo veían regresar al tercer día con las hieleras repletas de crustáceo seleccionado, conocido como “16-20”, que quiere decir que había entre dieciséis y veinte camarones descabezados en una libra, un tamaño muy codiciado por los conocedores. Platicaban sus ayudantes que el pacotilla lo tiraba. Ese lujo solo se lo podía dar aquel hombre.

Después de cargar su barco a su máxima capacidad, a su regreso la embarcación navegaba despacio, muy despacio, ya que la proa casi besaba el agua, por el sobrepeso. La empacadora del lugar le daba cierta preferencia debido a la calidad de su producto, lo recibían de inmediato, sin un horario establecido. Pero nunca faltan las envidias y algunos camaroneros que no corrían con la misma suerte preguntaban extendiendo las manos con evidente enojo: “¿Por qué el viejo tiene tanta suerte?”. Hasta que se resolvieron a seguirlo y a tirar la red en las cercanías de donde lo hacía él y así se dieron cuenta de la magnitud de esa veta de camarón. Y se corrió la voz como reguero de pólvora, un secreto a voces y que llenó de júbilo a todos los camaroneros.

Al poco tiempo esa bonanza se convirtió en un detonante para la economía local, lo que marcó un progreso sin precedentes entre la reducida población, que era bendecida por el cuerno de la abundancia.

★★★

Qué hermoso era pasear por el centro de la isla donde se respiraba un ambiente netamente provinciano, sin cansarse de observar aquellas altas casas de madera techadas con tejas rojas importadas de Europa, vigiladas por las palmeras verdes, que se veían desde las calles cubiertas de arena blanca como la nieve, mientras eran arrulladas por la suave melodía de las olas de aquel tranquilo mar color turquesa.

★★★

La tripulación del camaronero del señor Bolón la formaban seis personas, incluyéndose él, que era el patrón de barco: un timonel, un mecánico y tres marineros. Por la mañana se levantaba temprano y arreglaba su pequeño camarote, tenía especial cuidado con sus libros, que nunca le faltaban. En seguida hablaba con el timonel, que ocupaba el puente de mando, para informarse de las condiciones climatológicas y con base en ello le indicaba en qué coordenadas mantenerse.

Aquella mañana pasó a la pequeña cocineta y se preparó unos huevos y un café, se dirigió a la popa de su barco y observó la red de pescar. Su intuición de pescador le aconsejó que era el momento de levantar las redes de la pesca nocturna y ordenó las maniobras de rigor. Los malacates pujaron y las bien aceitadas carruchas rodaron afanosas, jalando una pesada red que se negaba a subir. Mientras tanto, una parvada de gaviotas blancas surcaba un cielo plomizo antes de la salida del sol, desviando la atención del hombre que daba órdenes, pero las observó con beneplácito, se sentía feliz en medio de aquel mar en el que había pasado toda su vida. Por fin, al extender la pesada red sobre su barca se dio cuenta de la abundante pesca y se sintió satisfecho. Con la ayuda de sus trabajadores, hizo la selección preliminar y colocó la báscula junto a las hieleras para su almacenamiento; observó con satisfacción la calidad y cantidad del producto neto y alabó la destreza de uno de sus ayudantes en el “descabeceo” del crustáceo con una pequeña broma. En el cielo, el sol parecía hacerle un pequeño guiño.

★★★

Una noche de tantas, la embarcación sufrió un desperfecto y quedó a la deriva con los motores fuera de servicio, en medio de un mar en calma; el viento cesó de correr y las olas indiscretas se quedaron mudas. El vaivén marítimo disminuyó de tal forma que no era perceptible, como si de pronto el mar, cansado, hubiese querido tener un momento de reposo, tal vez tenía sueño y se puso a dormir. Allá, hacia el poniente, una hermosa luna llena se asomó por encima de unas elevadas nubes negras para dispersar las tinieblas, que velaban aquel mar tranquilo echado en los brazos de Morfeo. Esta quietud es aterradora, pensó el hombre, que desde su frágil embarcación observaba enajenado ese mar iluminado que dormía como si el tiempo se hubiese detenido.

¡Pero de pronto todo su ser se estremeció! Escucharon un sonido estrepitoso producido por un borboteo de agua descomunal que escupió una gigantesca orca de color plata brillante con manchas negras como la noche. Cuando emergió sobre el nivel del mar, solo dio una voltereta en el aire como si tuviese alas, para saludar a la luna, que en esos momentos sonreía, y luego volvió a sumergirse en aquel mar callado que dormía. Después el silencio fue total… solo unas pequeñas pompas de espuma que se desvanecieron a pocos metros de distancia de su barca. La luna, en lo alto, pareció hacerse más grande para iluminar claramente el lugar donde desapareció la ballena, ante el asombro del viejo camaronero que, fuera de sí, aún no digería aquella visión, aquel milagro de la naturaleza. Y siguió esperando de pie, apoyado en la proa de su embarcación, otra aparición del cetáceo por el resto de la noche, pues había sido víctima de un encantamiento.

Cuando el alba ya recorría aquel enigmático mar que bostezaba, el hombre fue sacado de su ensimismamiento al escuchar el ruido de los viejos motores de su barco, cuando comenzaron a carburar aventando gran cantidad de humo negro, que se confundió con la suave brisa mañanera.

Con la luz del nuevo día, supervisó los trabajos de su mecánico y no se le despegó hasta que los motores estuvieron totalmente reparados. Ya más relajado, le comentó a su timonel de la visión de la noche anterior y le platicó que las horcas eran de aguas frías, pero esa experiencia le había enseñado que los animales del mar eran impredecibles. Luego, le ordenó que avisara a Control Marino que la avería de su embarcación había quedado subsanada y anotó personalmente los contratiempos en su bitácora diaria. Unas gaviotas que volaban a gran altura confundieron su frágil embarcación con una cáscara de nuez, perdida en la inmensidad del mar.

Ciudad del Carmen

Подняться наверх