Читать книгу Con ellos aprendí a caminar - Ramón Sierra Córcoles - Страница 10
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UN MANTECADO EN MAYO
El Hospital Clínico de Granada disponía de dos tipos de habitaciones por cátedra, unas comunes, estancias corridas donde se ingresaban un número de dieciséis pacientes en dos módulos distintos, uno para hombres y otro para mujeres y después cuatro habitaciones individuales por cada módulo, donde se ingresaban pacientes que lo solicitaban o eran remitidos por compañías de seguros, bien por accidentes de tráfico y laborales o simplemente eran considerados como privados, aunque estos últimos se podrían contar con las manos, ya que el hospital era considerado de beneficencia y este último caso no era habitual.
En las dependencias comunes las camas se alineaban unas al lado de otras, con un espacio intermedio para colocar una mesita de noche donde los pacientes depositaban ciertas pertenencias, y un banquillo. Así pues, desde la puerta se podía divisar perfectamente toda la sala y a todos los pacientes que estuviesen ingresados en ese momento.
Como entonces no existía el sistema docente denominado MIR, todos los médicos del hospital desarrollábamos tareas que posiblemente no eran de nuestra especialidad, pero que sin ningún género de dudas contribuían a nuestra formación. Aquella mañana acababa de ingresar un paciente en la cama número cinco y me fue asignado. Tal vez, sea conveniente explicar algo del funcionamiento interno de los servicios que poco a poco iré desgranando conforme avance mi relato. Una vez terminado el horario de hospital, todos los problemas de cualquier paciente eran atendidos por los médicos de guardia, pero durante el horario habitual, cada uno de nosotros era responsable de las camas asignadas por el Catedrático y supervisado por el médico adjunto.
Este paciente era algo mayor, o a mí me lo parecía en aquel entonces, con solo veinticuatro años. Tenía sesenta años y aunque se encontraba muy deteriorado por la enfermedad, tampoco estaba exenta en dicho deterioro, una vida dura con un trabajo de sol a sol, cuando lo tenía, y continuamente expuesto a las inclemencias del tiempo en campos poco productivos, sin aperos de labranza comúnmente conocidos y en una época en que la nutrición incorrecta e insuficiente era el pan nuestro de cada día. Vamos, el PAN.
Enjuto, con bastante pelo a pesar de su edad, aunque totalmente blanco, llamaba la atención por sus pómulos afilados y ojos grandes que sobresalían en una faz hundida consecuencia de su extrema delgadez.
Durante unos días fue sometido a estudio y terminado este, el diagnóstico no fue muy favorable: Sarcoma.
A lo largo de mi vida profesional, la forma de dar las noticias, tanto a pacientes como a sus familiares ha variado sensiblemente, pero sobre todo valorando muy mucho, qué se le decía al paciente según la evolución de su patología, la edad e incluso la proximidad de un desenlace aciago, con la sana intencionalidad de no aumentar especialmente su sufrimiento.
En este caso, como médico encargado de su control, decidí dar la noticia a su esposa en primer lugar y consultar con ella, cómo deseaba que se lo dijésemos a él. Hice llamar a su esposa, Carmen, al despachito del cual disponíamos en las proximidades de la sala y que nos servía para todo, tomar café cuando había, descansar o, como en este caso, para hablar con los familiares.
Al pasar y tras sentarse, le comenté que ya teníamos los resultados de las pruebas realizadas a su marido y comenzamos a hablar:
—Carmen, se han recibido los resultados de anatomía patológica, de la muestra que se le extrajo a su marido. Ya se le explicó en su momento el proceso que íbamos a seguir y ahora estamos más seguros del diagnóstico.
Sin esperar demasiado me soltó:
—¿Se va a morir? —Y se puso a llorar—. Estamos solos los dos. Hemos estado siempre unidos y nunca nos separamos. ¡Qué sola me voy a quedar!
—¿Tienen hijos?
—No hemos tenido. Dios no lo quiso.
—Lo siento, Carmen, lo siento de verdad, y lleva Ud. razón, lo que tiene su marido no es bueno, aunque nosotros haremos todo lo posible para que no sufra. Es un tumor y tendremos que intervenirlo. ¿Sabe? Operarlo e intentar quitarlo todo.
—¿Cree Ud. qué tendrá curación?
—No lo sabemos, pero la curación parece difícil, aunque no le quepa la menor duda de que haremos todo lo que esté en nuestras manos.
—Eso lo sé, he visto como se están portando con él y los cuidados que le dan.
—Todos somos uno y nos corresponde a todos su cuidado. No le quepa la menor duda de que haremos lo mejor para él, lo que más le convenga, según vaya su enfermedad.
Unos días después fue intervenido, aunque a pesar de la cirugía no se podía esperar un buen resultado, así que volví a citar a Carmen para hablar con ella de todo esto y darle la desagradable noticia, que era necesario dar, aunque no fuera nunca plato de buen gusto.
La atención que recibían todos los enfermos era muy buena, porque todos nos desvivíamos por atenderlos y llevarlos con la mayor dignidad, pero en este caso parecía como si lo sintiese con mayor intensidad, le dedicaba todo el tiempo que podía, hablaba con él y en algún que otro momento le conté chistes o le gasté bromas que provocaron alguna que otra sonrisa. Aunque mi visita era a diario, alguna vez cuando estaba de guardia también me pasaba por la sala al caer la tarde y le hacía un comentario casi siempre jocoso, lo cual agradecía especialmente con una sonrisa.
En cierta ocasión, al terminar mi jornada en el hospital sobre las tres de la tarde, marché a casa para comer y dedicar el resto del día a otras funciones, cuando me encontré con Carmen, que me esperaba sentada en el portal. Me alarmé por la sorpresa, ya que hacía solo unas dos o tres horas que había estado con su marido y se encontraba bien. Como siempre, con su vestido negro, su chal de lana, el pañuelo negro sobre su cabeza cana y un moño anudado en la parte posterior, portando, en esta ocasión, un cesto pequeño de mimbre enganchado al brazo.
—Buenas tardes, Dr. Sierra. Estaba esperándolo.
—¡Hola Carmen! ¿Pasa algo? Vengo del hospital y todo estaba bien, al menos no tengo noticias de suceso alguno.
Y con este último comentario hacía referencia, sin nombrarlo, a su marido.
—¡No!, no es por Juan. Es que me he permitido traerle un pequeño regalo. Sé que es poca cosa y deseo que no se ofenda, pero es que nosotros no somos ricos. No he querido dárselo en el hospital y por eso se lo he traído a su casa.
—Pero mujer, no es necesario nada. Y además, por qué no ha llamado a casa y me hubiese esperado dentro.
—Verá Ud., es que me ha dado vergüenza y he preferido esperar en las escaleras a que llegara.
Abrió seguidamente la cestilla de mimbre y extrajo del interior un “algo” envuelto en papel de periódico. Lo desplegó y apareció el contenido que ocultaba: tres mantecados.
—Dr. Sierra, espero que le gusten. A Juan y a mí nos haría mucha ilusión.
Me emocioné como creo que lo podría haber hecho cualquiera y le pedí que nos sentáramos en uno de los escalones.
—Carmen, no se puede hacer idea de cómo me gustan los mantecados. No se lo diga a nadie, pero es que soy muy goloso y en casa casi no me permiten tomar de estas cosas para no engordar y cuando lo hago siempre es a escondidas. Lo que no sé es como ha podido conseguirlos en el mes de mayo.
Nos sentamos los dos en la escalera y le ofrecí uno a ella que rechazó, yo me comí el segundo y guardé los otros dos. El mejor mantecado de mi vida. Cosas difíciles de olvidar.