Читать книгу Con ellos aprendí a caminar - Ramón Sierra Córcoles - Страница 9
ОглавлениеTranvías de Granada. 1960.
DOS PESETAS PARA EL TRANVÍA
Por aquellos años me encontraba en Granada, había terminado mi carrera de Medicina en la Facultad de aquella ciudad y desde pocos meses atrás, me habían nombrado médico de guardia con una nómina algo exigua pero que me permitía hacer prácticas, ver enfermos y entrar de lleno en contacto con la Medicina.
No importaba el poco sueldo, ya que me sentía como Capitán General y orgulloso de formar parte de aquel grupo de médicos que trabajaban en el Hospital Clínico, donde hacía pocos meses era solo un estudiante. Unido a esto, el trabajo era abrumador y no se consideraba nada peyorativo sino como una gran suerte, ya que me permitía aprender mucho junto a otros compañeros que con más antigüedad me daban clase e impartían docencia. Fue un tiempo agotador pero hermoso y al caer en la cama tenía la impresión de que antes de tocar las sábanas ya estaba dormido.
La Granada de aquel entonces no se parecía demasiado a esta ciudad moderna que hoy contemplamos, y las comunicaciones eran bastante defectuosas, dentro de la misma Granada y más aún entre Granada y sus pueblos de la vega. Para desplazarse desde la capital a determinados pueblos se utilizaba el tranvía, que si no era muy cómodo, si que permitía cierta rapidez y un precio bastante económico.
Para hacernos una idea aproximada, expondré que desde Granada a Pinos Puente y/o viceversa, cuya distancia es de unos quince kilómetros, se utilizaba el tranvía que por un precio bastante económico, creo recordar que poco más de una peseta, te permitía cubrir la distancia en un tiempo corto y evitaba el tránsito por una carretera estrecha, con curvas y baches algo más que discretos, se podría decir que muy mala. Por tanto, sumada la ida y la vuelta, unas dos pesetas o dos con cincuenta céntimos.
En el servicio de Urgencia, las guardias las hacíamos de dos en dos con un jefe responsable de todo. Hubo un tiempo en que los jefes de guardia eran tres y se turnaban, como es lógico, cada tres día y, posteriormente, cuando se disolvió este equipo y las guardias pasaron directamente a la cátedra de Patología Quirúrgica, el Catedrático ordenó que el jefe de la guardia fuese el más antiguo de los tres que formábamos cada turno. Entre nosotros solventábamos todos los problemas de la guardia, aunque en alguna ocasión, cuando este era muy serio, se avisaba al Adjunto de Cátedra, que podría venir, si era necesario; por ejemplo, un accidente muy grave donde estuviesen implicados varias personas o una cirugía de excesiva envergadura.
Era domingo y la guardia estaba bastante tranquila cuando llegó una pareja de personas de edad avanzada. La señora vestida a la usanza de ciertos pueblos de Granada, con vestido hasta muy por debajo de las rodillas íntegramente negro, con un delantal también negro con un enorme bolsillo delantero y una toquilla de lana que ella misma había tejido sobre los hombros, que se adivinaban huesudos y poco musculosos. El marido, como lo hizo notar, con unos pantalones de pana parda bastante ajados, una camisa a cuadros rojos, semejante a la que en algunas películas exhiben los leñadores, una gorra también a cuadros haciendo juego con sus pantalones en cuanto a su antigüedad y excesivo uso.
Se notaba que era un matrimonio bastante humilde y que mostraba en todo momento una cortesía y educación exquisita.
El enfermo era el marido y manifestaba un dolor severo que comenzaba en la espalda y se irradiaba a fosa ilíaca derecha. Lo exploramos con detenimiento y clínicamente nos pareció, por todos los síntomas que acompañaban al dolor, un cólico nefrítico. Ese tipo de patologías los tratábamos en Urgencia, donde disponíamos de dos habitaciones con dos camas cada una, y allí pasamos a José para canalizar una vía y colocar un suero con sus analgésicos y espasmolíticos. El tratamiento de rutina utilizado en aquel entonces.
Una vez concluido el tratamiento, se enviaba a su domicilio, si se encontraba mejor, con una carta para su médico de cabecera con el diagnóstico, el tratamiento de urgencia que se había utilizado y nuestra opinión sobre la continuidad del tratamiento, si él lo consideraba adecuado.
No puedo recordar con exactitud el tiempo que estuvo ingresado en Urgencia, aunque calculo que unas cuatro o cinco horas, ya que llegó por la mañana y le dimos el alta aproximadamente sobre las cuatro. Durante todo el tiempo, la señora no se apartó de su lado mientras apretaba entre sus manos la del paciente que tenía más próxima. Una vez terminado el tratamiento, consideramos la conveniencia de dar de alta al paciente, por lo que nos dirigimos a su señora:
—¿Cómo es su nombre?
—Angustias.
—Bien, según pensamos su marido ha mejorado mucho, parece que no le duele y consideramos que se pueden marchar a su pueblo sin problemas. Aquí le doy una carta para su médico de cabecera y si desde ahora hasta mañana vieran que vuelve el dolor o tuviera dificultades para orinar, lo trae de nuevo y entonces, tal vez, lo ingresaríamos.
—Muchas gracias, muchas gracias.
Y mientras decía esto, con una de sus manos apretaba fuertemente la mía y la otra la introdujo en el bolsillo del delantal, de donde extrajo cinco pesetas que me extendió para dármelas.
—Esto es para que tome Ud. un café con su compañero.
—Muchas gracias, pero no necesitamos nada, es más, lo tenemos prohibido −para dar más fuerza a mi argumento−. De verdad, muchas gracias, pero no podemos.
—Mire Ud. es que no tenemos más, pero deseamos que tomen un café… a nuestra salud. Y sonrió.
—Nos miramos mi compañero y yo ante la insistencia de Angustias, y nos pareció que era casi irreverente rechazar la propina de aquella señora y aceptamos las cinco pesetas.
Se marcharon y, mientras, nosotros continuamos atendiendo otras urgencias.
De nuevo la memoria vuelve a pasar factura y no me permite recordar qué tiempo pasaría hasta casi media tarde en que mi compañero me propuso tomar un café. En aquellos hospitales no existía cafetería ni cosas por el estilo, pero frente a la Urgencia se encontraba un bar donde solíamos acudir todos los médicos, en uno u otro momento, a tomar café. “El Ramírez”, que posiblemente subsista. Dejamos la Urgencia un rato, previo aviso al celador de que estábamos en “El Ramírez”, tomando un café, y descendimos los cinco o seis escalones de la entrada que nos separaban de la calle, cuando pudimos ver a unos veinte o treinta metros a los dos abuelos pidiendo limosna.
—¿Pero qué hacen aquí todavía?
Angustias se puso colorada y su respuesta fue el motivo por el que aún hoy recuerdo esta historia.
—Es que nos faltaban tres pesetas para el tranvía y esperábamos juntarlas, porque somos de Pinos. ¿Sabe Ud.? Y está muy lejos.
¡Dios! En agradecimiento nos habían dado el dinero del billete del tranvía para que nosotros tomásemos café.
Nos miramos los dos. Sacamos “un” dinero del bolsillo y se lo dimos para que pudieran regresar. Una cantidad suficiente para que no pudieran sentirse ridiculizados o molestos, y después nos volvimos al hospital sin tomar el café.
La generosidad no es patrimonio de nadie, pero es curioso que en la gente humilde la hemos observado con harta frecuencia. Hay momentos en que, sin esperarlo, se nota un cierto dolor agudo en el estómago y no por la presencia de anomalías físicas.