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LA VIDA LAICAL EN LA IGLESIA

Nací en 1972 y fui bautizado a las pocas semanas de vida. Desde muy pequeño fui chico de parroquia. Viví mi juventud deslumbrado en los noventa por los coletazos tardíos de la teología de la liberación y la experiencia en parroquias de barrios periféricos de Madrid. Ahora estoy casado, con dos hijos y soy profesor de Secundaria en un colegio católico desde hace más de diecinueve años. Me he dedicado a tareas de gestión y dirección durante más de diez cursos. A lo largo de este tiempo he convivido con cinco papas en Roma y cinco leyes educativas en España.


A estas alturas me resulta ineludible la pregunta sobre el sentido de la presencia de un laico en la realidad confesional en la que desarrollo mi actividad profesional. ¿Cómo afronta un laico posconciliar ser empleado de una institución católica dedicada a la docencia?

Son muchas las líneas de reflexión que se me abren: la realidad del laico en la Iglesia, la relación con las instituciones católicas que sostienen los centros, la relación con la Administración y sus normativas, la convivencia con alumnado y familias dentro de la escuela, el sentido real de transformación de nuestra tarea, nuestra relación con la sociedad, el nivel de hondura espiritual desde el que desarrollamos nuestra tarea, el vínculo entre compañeros de trabajo o las propuestas pastorales por las que estamos apostando.

Cabe, pues, pararme a dar algunas pinceladas breves sobre lo que entiendo que debería ser la vida laical en la Iglesia de hoy.

Aún resuena en el lenguaje eclesial la idea de laico como «seglar», como «siervo», como «miembro de un rebaño guiado por pastores». Pero no solo en el lenguaje: muchos de los fieles aceptamos la actitud «cómoda» de dejarnos llevar por el clero, que, a su vez, manifiesta cierta dificultad para desprenderse de tareas y estadios de poder que no tienen por qué ser exclusivamente suyos. Seguimos auspiciados por las palabras de Graciano en el siglo XII, «tenemos dos clases de cristianos», los que se dedican al oficio divino, a la contemplación y la oración, y los laicos. Pero no tenemos que alejarnos tanto: León XIII, a finales del siglo XIX, seguía distinguiendo «entre pastores y rebaño, entre los jefes y el pueblo» (Sapientiae christianae). Pío XII insiste, mediado el siglo XX, en que «el [sacramento del] orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no consagrados» (Mystici Corporis Christi).

Atrás debería haber quedado esta concepción de la vida laical, pues el Vaticano II afirma que «cuanto se ha dicho del pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos» y que «se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y la acción común de todos los fieles». O cuando en Lumen gentium se afirma que «los laicos, incorporados por Cristo en el bautismo, participan de la triple función de Cristo, es decir, son sacerdotes, profetas y reyes». Aún más, el mismo san Pablo, en su primera epístola a los Corintios, afirma que «en un solo Espíritu hemos sido bautizados, y todos hemos bebido de un solo Espíritu»; o san Juan, cuando certifica en el Apocalipsis que Cristo «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre».

Creo, por tanto, en el valor del laico dentro de la Iglesia y en su compromiso con la sociedad desde su sencilla pretensión de ser un buen cristiano, seguidor de Jesús, vinculado al Padre, inspirado por el Espíritu. Sin embargo, aunque el Código de derecho canónico afirma que «se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción» (can. 208), en Christifideles laici, Juan Pablo II da un paso atrás proponiendo que la vida de los laicos «se expresa particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas». No niego la importancia de dicha inserción, es más, la afirmo, pero parece como si los laicos estuviéramos excluidos de otro tipo de pretensiones reservadas a la clase sacerdotal, reafirmando así la dinámica de pastores y rebaño. Esta propuesta me retrotrae de nuevo a Graciano, en el siglo XII, cuando afirmaba que a los laicos «se les permite tener cosas temporales […] les está permitido casarse, cultivar la tierra, juzgar entre los hombres, colocar las oblaciones sobre el altar, pagar tasas, y así podrán salvarse y, haciendo el bien, evitar vicios».

Comenta José Antonio Pagola en su reflexión La hora de los laicos: «Una buena parte de estos laicos, aun sin participar en organizaciones de ningún tipo, se preocupan de verdad por la comunidad cristiana, van tomando conciencia de su responsabilidad, tratan de vivir su vida familiar, profesional, social, con madurez y coherencia cristiana». Esto no es poco, y se parece bastante a la imagen que, como hombre «no sacerdotal», nos dejó Jesús de Nazaret. Pero, además, somos muchos los laicos que concebimos nuestra vida desde el compromiso con los cambios necesarios que está reclamando nuestro mundo. Insertos en la cotidianidad de la vida familiar y laboral, sentimos que el Evangelio nos invita a una transformación personal que haga de nosotros mismos un elemento transformador. Nos sentimos, pues, protagonistas de la vida de la Iglesia. No solo por el sentimiento de comunión con el resto de miembros, sino por compartir la misión de hacer presente en el mundo la mirada tierna de Dios Padre desde una realidad encarnada, inserta en la realidad cotidiana de nuestras sociedades. Por tanto, creo que los laicos dentro de la Iglesia estamos en el punto de poder exigir unos niveles de participación y corresponsabilidad de los que no disponemos. En mi experiencia concreta de laico comprometido con un colegio católico, sigo percibiendo en muchos casos estructuras piramidales organizadas desde el clero y sus representantes, donde estos nos siguen percibiendo como beneficiarios de su labor y pueblo al que hay que marcar directrices. A lo más, se nos percibe como colaboradores de un proyecto que ellos gobiernan. A la vez que gran parte de los trabajadores de estas organizaciones asumimos la comodidad de dejarnos llevar por las directrices marcadas, huyendo de protagonismos que nos comprometan.

Si la escuela católica es un contexto de Iglesia, es una apuesta de Iglesia y, por tanto, imagen visible de Dios en el mundo (máxime en nuestro país, donde la escuela católica ha tenido un papel muy relevante en la realidad social durante los dos últimos siglos), deberemos buscar formas de ordenar la realidad laical en nuestros centros.

Las escuelas católicas fueron impulsadas por Órdenes, congregaciones y diócesis, pero actualmente están mantenidas por un cuerpo de trabajadores –hombres y mujeres– «no consagrados» que desarrollan y siguen desarrollando su actividad sujetos a condicionantes, generalmente no propios, sino marcados por las entidades titulares.

El mundo y la realidad en la que estamos insertos no nos deberían resultar indiferentes. Ya nos lanzó Pablo VI su invitación al decir que la tarea primera e inmediata de los laicos es «poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo». Y ahondaba el Concilio en esta línea cuando afirmaba que «los seglares han de procurar, en la medida de sus fuerzas, sanear las estructuras y los ambientes del mundo».

En este contexto, ¿qué relectura sobre la realidad del laicado conviene hacer? ¿Qué pueden aportar los laicos que trabajan en la escuela católica? ¿Qué espacios han de abrirse en una realidad de Iglesia dirigida por sacerdotes, religiosos y religiosas? ¿Qué tensiones cabe resolver en la relación de un trabajador de un colegio católico con la realidad social, la Administración, las entidades titulares de los centros, los propios compañeros, las familias y los alumnos?

A los que trabajamos en ella, la escuela católica no nos debería resultar indiferente. Deberíamos preocuparnos por la calidad del «saber» que aporta y del «sabor» que deja en la vida de todos los que en ella vivimos y convivimos a diario durante un período significativo de tiempo…

La escuela desconcertada

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