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SER LAICO, SER SAL DE LA TIERRA
Un domingo tras otro se repite la plegaria en la eucaristía: «Por el papa, por nuestro obispo, por los sacerdotes, por los religiosos y religiosas y por todos los que forman parte del pueblo de Dios».
Algo hay en el lenguaje eclesial que sigue manteniendo a los laicos en la base de una estructura piramidal. Esta disposición jerárquica se traslada a la escuela católica. Así, los trabajadores de los centros –utilizo el término «trabajador» para incluir en la reflexión a profesorado y PAS y para dejar constancia del vínculo objetivable que nos une a la escuela– sostenemos una estructura en la que la gestión, las directrices y la toma de decisiones corresponden a una minoría constituida por religiosos –hombres o mujeres– o personal de los centros elegidos por estos y, por tanto, afines a las instituciones que ostentan la titularidad de los centros.
No recorremos los pasillos de las escuelas con tocas, ni llevamos cruces colgadas al pecho, ni celebramos misa; la gran mayoría ni tan siquiera damos clase de Religión. No hemos estudiado teología ni rezamos Laudes en comunidad cada mañana. No tenemos tandas de ejercicios en verano ni votos que nos liguen al compromiso diario. No gozamos de la autoridad implícita que da pertenecer a la congregación titular de nuestro centro. No participamos en tomas de decisiones estratégicas. Somos laicos. Sostenemos el día a día de nuestros colegios. Vivimos diluidos. Anónimos de puertas afuera de nuestras aulas y pasillos. Coloreamos, endulzamos, damos aroma y sabor a nuestros proyectos educativos. Somos laicos. Discípulos de Jesús de Nazaret, un laico.
Somos sal de la tierra. Presencia constante, disuelta, imperceptible en la distancia o el desapego, esencial y rotunda cuando dejo que la realidad penetre en mí, no por la vista, ni siquiera por el tacto, sino por la boca. Cuando permito que la realidad penetre en mi misma realidad orgánica es cuando la sal cobra protagonismo.
Esa es la sal que estamos llamados a ser.
Diluidos en la realidad social en la que nos movemos. Como un ingrediente más, un aderezo, sin necesidad de ser presencia llamativa e impactante, con el reto de no faltar nunca en el plato y conscientes del valor de la pluralidad para hacer un guiso lleno de matices.
Ser sal, ahondar en la esencia de ser sal, conectar desde la hondura con el mundo que se nos regala, con la humanidad con la que compartimos camino, con la propuesta esperanzada del Evangelio de Jesús, con el abismo íntimo del Dios que nos acompaña.
Ser sal en la escuela es una invitación a llevar sabor a todos los rincones. Viviendo la fe como una realidad integradora, capaz de dar respuesta a todo lo que somos y no como un discurso al servicio de nuestra tarea. Una fe respetuosa con la diferencia y convencida de la riqueza de la diversidad. Una fe con vocación de llegar a los límites para acompañar al alumnado y a las familias que sufren el efecto centrifugador de nuestras estructuras sociales y económicas.
Ser sal en la escuela es una invitación al punto justo, a la moderación, a saber diluir nuestro ego, nuestras ganas de significarnos, en pos de un proyecto colectivo compartido con las personas con las que convivimos. A evitar actitudes proselitistas y apostar por el acompañamiento. A no querer convencer a nadie de nada. A potenciar la libertad de pensamiento, de opción, de estilo de vida. A sabernos al servicio de las familias, verdaderas responsables y educadoras de nuestros alumnos.
Ser sal, en ocasiones, también es aparecer de manera rotunda, como un terrón duro e inesperado, a veces molesto, que tenemos que ronchar entre los dientes y proclama un sabor distinto que realza el sabor del resto.
Ser sal en la escuela es una invitación a realzar virtudes y no a cambiar naturalezas. A ver la riqueza de compañeros y alumnos, saberla valorar, saberla disfrutar. Entender la diferencia como una oportunidad y no como una amenaza.
Ser sal en la escuela es una invitación a dejar hacer a Dios. Al Dios de la vida que fluye, que sopla, al Dios que nos soñó como cristales de sal llenos de sabor. Sin obsesionarnos por tenerlo todo atado. Sin obsesionarnos por influir en todo, por condicionarlo todo. Para dejar a Dios que haga. Abiertos a su creatividad. Viviendo en la esperanza más allá de nuestras voluntades e intenciones.
Vivir disueltos, invisibles, potenciando el sabor, llegando hasta los límites.