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Introducción Viernes 1 de octubre de 1920

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El cadáver del «poeta cohete» se abría camino a través del centro de Santiago. El cortejo fúnebre se extendía a lo largo de quince cuadras y alcanzaba las decenas de miles, un número bastante grande para cualquier funeral. Pero, ¿para un poeta de veinticuatro años, estudiante universitario y funcionario municipal?1

La procesión había comenzado a la entrada de la sede de la Federación de Estudiantes de Chile (FECh), donde lo despidió Pedro León Ugalde, amigo y defensor de José Domingo Gómez Rojas. Los residentes de las elegantes casas del Paseo Ahumada miraban desde las ventanas y balcones el paso del cortejo hacia el sur de la Alameda, la principal avenida de Santiago, que pronto resonaba con la música que acompañaba la procesión. En una típica y ocupada tarde de viernes, el centro de Santiago se había detenido. Los automóviles circulaban, cada vez más comunes en las calles de la ciudad desde hacía pocos años, pero los tranvías, el medio de transporte más usado y accesible de la ciudad, permanecían en sus estaciones. No volverían a operar hasta la mañana siguiente. Los trabajadores del tranvía, al conocer la noticia de la muerte de Gómez Rojas, habían llamado a un paro con la intención de asistir al funeral2. Se sumaron a otros trabajadores, impresores y tipógrafos, carpinteros y pintores, zapateros y vidrieros, miembros de la Federación Obrera de Chile (FOCh), el Partido Obrero Socialista (POS), y, clandestinamente, los Trabajadores Industriales del Mundo (IWW, también conocidos como wobblies), entre otros, para marchar hombro a hombro, como habían hecho reiteradas veces en los meses y años anteriores, junto a estudiantes de la FECh. Los wobblies que no pudieron asistir porque estaban presos en la cárcel de Valparaíso enviaron un ramo de flores para decorar el ataúd de Gómez Rojas, mientras que sus contrapartes en la penitenciaría de Santiago recolectaron fondos para la familia del poeta. El ánimo entre los estudiantes de la FECh, quienes normalmente se hubiesen estado preparando para el festival de poesía, teatro y arte que se realizaba cada primavera en Santiago, era melancólico.


Figura I.1.

Despedida al «poeta cohete»: el cortejo fúnebre de José Domingo Gómez Rojas en Santiago Centro,

1 de octubre de 1920. Sucesos (7 de octubre de 1920).

Desde la Alameda, la procesión se dirigió al norte y pasó frente al Palacio de La Moneda. Sólo meses antes, en la víspera del que sería un golpe represivo de tres meses contra supuestos subversivos y que culminaría con la muerte de Gómez Rojas, un senador había atizado las pasiones patrióticas de una multitud, arrojando invectivas y amontonando acusaciones contra la FECh. Sus líderes eran anarquistas y subversivos, afirmaba el senador. Era un hervidero de sentimientos pro-peruanos; buscaba la destrucción del orden social; sus líderes habían sido lo suficientemente insolentes y temerarios como para cuestionar las políticas nacionales. La multitud en aquel entonces, de casi tres mil personas, se dirigió a la sede de la FECh y causó destrozos al interior, destruyendo la cantina y las mesas de billar, saqueando la biblioteca e incendiando sus archivos y colecciones literarias. En otras palabras, la ruta de la procesión fúnebre era una sucesión de espacios simbólicos, cuyo significado era evidente para todos los participantes y sobre todo para los nerviosos soldados a cargo de las dos ametralladoras montadas que apuntaban a los manifestantes desde el piso del palacio presidencial3.

Desde La Moneda, la procesión continuó hacia la Plaza de Armas, la plaza central de Santiago, donde el hijo de un conocido político conservador había sido asesinado de un balazo sólo horas antes del asalto contra la FECh. Los anarquistas serían culpados por el asesinato y el intendente de Santiago, cuyas oficinas miraban a la plaza, ayudaría a supervisar la respuesta del Estado. Más hacia el norte, la masa de asistentes al funeral se acercaba al río Mapocho, avanzando cuatro cuadras hacia el este de la cárcel pública donde Gómez Rojas, uno de los cientos de individuos que serían detenidos y acusados de subversión, había permanecido en aislamiento, malnutrido, maltratado y torturado.

Después de cruzar el río, el cortejo avanzó por Avenida Independencia y sus incontables residenciales para estudiantes, hacia la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile y más allá del manicomio donde Gómez Rojas pasó sus últimos días, en un delirio inducido por la meningitis, antes de llegar al cementerio de la ciudad. Ya en el cementerio, numerosos oradores dieron un paso adelante para elogiar al poeta. Estos incluían a Alfredo Demaría, presidente de la FECh; Rigoberto Soto Rengifo, otro estudiante, arrestado en julio y liberado de prisión sólo horas antes del funeral; Carlos Vicuña Fuentes, abogado de muchos de los que habían sido detenidos y quien era abiertamente crítico de la república parlamentaria de Chile; y Roberto Meza Fuentes, director de la publicación literaria y sociológica Juventud, cuyo archivo había sido incendiado en su totalidad en los ataques de julio. Otros oradores incluían a conocidos líderes sindicales y miembros del Congreso.


Figura I.2.

Pasaje final: la ruta fúnebre de José Domingo Gómez Rojas. Mapa de David Ethridge.

Igualmente notable era la ausencia de una serie de poetas, estudiantes y trabajadores que consideraban a Gómez Rojas como su amigo y compañero. Estos incluían al estudiante de medicina y conocido agitador Juan Gandulfo y al tipógrafo Julio Valiente, quienes permanecían recluidos en la penitenciaría, junto con docenas de otros detenidos en las últimas semanas de julio. Valiente había sido una de las primeras bajas, atrapado el 19 de julio, mientras que Gandulfo había logrado ocultarse y había sido capturado recientemente. Otros, como la futura lumbrera literaria José Santos González Vera, permanecían prófugos. González Vera había dejado la capital durante la ola represiva, dirigiéndose a Temuco en el sur, donde se encontraría con un aspirante a poeta y corresponsal de la FECh llamado Pablo Neruda, quien difícilmente olvidaría el asesinato de un camarada poeta. Otros se hallaban en un exilio aún más lejano: hombres como Casimiro Barrios, que había sido expulsado del país bajo una ley de residencia aprobada hacía poco y quien, para la fecha del funeral, se dedicaba a organizar obreros en el puerto peruano de El Callao. Y finalmente, Adolfo Hernández y Evaristo Lagos, dos jóvenes cuyas vidas parecían condenadas a seguir el destino de Gómez Rojas. Detenidos indefinidamente en el manicomio de Santiago, sus estados psicológicos se deterioraban mientras a unas pocas cuadras el cadáver de un poeta y compañero era sepultado4.

¿Por qué y cómo fue que José Domingo Gómez Rojas, de veinticuatro años, «aún un niño» como dijo su amigo y futura lumbrera literaria Manuel Rojas, y la joven esperanza de la poesía chilena, como recordaría Pablo Neruda, terminó en una prisión, un manicomio y un cementerio?5 Este libro es un intento por responder esa pregunta. No es una biografía de José Domingo Gómez Rojas, aunque este tiene un rol protagónico en sus páginas. Es, más bien, un libro sobre el contexto en el que se dio su arresto, encarcelamiento y muerte, y sobre las experiencias de un número de hombres que consideraba sus amigos y compañeros. El libro recorre cuatro meses del año 1920, en Santiago, y se trata de anarquistas y aristócratas, estudiantes y profesores, poetas y fiscales, policías y wobblies.

Santiago subversivo 1920

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