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La soledad del martirio

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«Hay vidas que quedan atrapadas como flores secas entre las páginas de un libro», escribe el historiador y antropólogo Greg Dening, en una preciosa meditación sobre la historia, elaborada a partir de la vida y muerte de un joven marinero, William Gooch. «No quisiera que esta vida de William Gooch fuera así, ejemplar, quieta. Ahora que lo he encontrado, le deseo la resurrección por lo que él mismo fue, no sólo por el uso que yo le daría. Pero su vida no tiene otro monumento que este libro, y por ello está atado a mis propósitos, a mis curiosidades artificiales»6. Esta es la bendición y la maldición de la Historia.

A diferencia de Gooch, la breve vida de Gómez Rojas tiene sus memoriales y monumentos. Después de su muerte, estudiantes y trabajadores se aseguraron de que no fuese olvidado. Su personalidad y su poesía condimentan las páginas de los escritos de sus amigos Manuel Rojas y José Santos González Vera, ambos anarquistas y ambos futuros ganadores del premio literario de mayor prestigio en Chile7. Décadas después, Pablo Neruda, que había llegado a Santiago sólo unos meses antes del funeral del poeta, inmortalizó el asesinato de Gómez Rojas en sus Memorias, destacando que «La repercusión de este crimen, dentro de las circunstancias nacionales de un pequeño país, fue tan profunda y vasta como habría de ser el asesinato en Granada de Federico García Lorca»8. En 1983, un movimiento de estudiantes universitarios contra la dictadura de Augusto Pinochet se llamó Grupo José Domingo Gómez Rojas. A lo largo del siglo veinte, el nombre de Gómez Rojas ha aparecido con regularidad en la prensa chilena, en novelas dentro y fuera de Chile, y en sitios web anarquistas9. También ha sido recientemente el tema de una biografía crítica10. Hay, además, literalmente un monumento a su figura: un parque en un extremo del bohemio barrio Bellavista en Santiago (no muy lejos de una de las casas de Pablo Neruda, La Chascona), que lleva su nombre e incluye una pequeña placa dedicada a su memoria.

No hay que hacer mucho para rescatar a Gómez Rojas del olvido. Ha sido recordado. Pero debemos rescatarlo de un destino historiográfico igual de solitario: el martirio. Esto exige no solamente situar a Gómez Rojas en su contexto histórico, sino además extenderse más allá de su biografía para darle lugar a otros cuyas vidas se entrelazaron con la suya, que fueron perseguidos y acosados, o fueron perseguidores y acusadores, para determinar la trayectoria y el carácter de los hechos históricos. Esto incluye a hombres como Casimiro Barrios, un elocuente y vehemente organizador de cuello blanco deportado del país cuando comenzó a desplegarse la represión (tema del capítulo 1); Juan Gandulfo, estudiante universitario, cirujano wobblie, e inspiración de toda una generación de activistas políticos, incluyendo a Pablo Neruda y Salvador Allende (quien será junto con Pedro, su hermano menor, el tema del capítulo 2); y el juez José Astorquiza, designado para supervisar la acusación de los supuestos subversivos y el hombre señalado como responsable de la muerte de Gómez Rojas (y, junto al consagrado agitador e impresor anarquista Julio Valiente, el tema del capítulo 3). Luego tenemos al mismo Gómez Rojas, poeta, estudiante, dramaturgo, místico y wobblie (nuevamente tema del capítulo 4). Sus historias individuales expresan una realidad colectiva de la vida en Santiago a fines de la década de 1910. Llaman la atención sobre las formas cotidianas de la violencia (el hambre, la enfermedad, el desplazamiento, la explotación, la pobreza, las lumas de la policía) que caracterizaron a Santiago (y a otras ciudades) y contra las que estos individuos se plantaron, a menudo arriesgando su vida. Es igual de importante para mis propósitos el hecho de que sean un recordatorio de la labor cotidiana de organizar y el trabajo cotidiano de mediar entre la teoría y la práctica, que se hallan en el corazón de una política emancipadora. Estas son historias de militancia que no se definen por lanzar bombas o llevar a cabo asesinatos, sino por el trabajo duro de organizar, protestar, comunicarse y elaborar la resistencia durante meses y años. Juntas, son sus historias las que inauguran el acontecimiento conocido como «el proceso a los subversivos» y revelan, tras una historia de represión y un relato de tragedia individual, una historia colectiva de lucha, militancia y esperanza11.

Las historias aquí presentes también son un recordatorio de que, en Chile, la experiencia de la represión, la falta de libertades y la violencia no se restringe al infame golpe de Estado de 197312. En el periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, las tensiones sociales y económicas que habían sido controladas poco tiempo antes, al menos parcialmente, amenazaban con estallar, una impresión que se profundiza cuando se observa el ascenso político de una amorfa clase media y la integración política de la clase trabajadora. Dado el contexto, «el país no puede ser ya gobernado como un feudo de unas cuantas familias afortunadas», proclamaba un diputado en el Congreso13. Como en gran parte del mundo en ese entonces, de Barcelona a Pekín, de Sidney a Atlanta, la combinación de recesión de posguerra, crisis política e inspiración revolucionaria creó una embriagadora mezcla de posibilidad para algunos y temor para otros14. Lo que vino fue la violencia. Pese a los reiterados esfuerzos por parte de muchos por criminalizar a las voces opositoras, y de caricaturizar a los anarquistas y otros como progenitores de la violencia, fue la clase dominante de Chile la que escogió la fuerza sobre la ley. También había estado presente por mucho tiempo la violencia estructural de un sistema radicalmente desigual: la violencia del Estado, del capitalismo y del sistema de salarios, desplegado plenamente en los años de posguerra. En el medio de este tumulto, el advenedizo candidato Arturo Alessandri asumió la presidencia, abriendo un tibio periodo de reformas sociales y laborales que fue frenado por un golpe militar y la redacción de una nueva Constitución en 1925. Pese a los esfuerzos colectivos de trabajadores, estudiantes, profesores y empleados de cuello blanco por afirmar su capacidad política como ciudadanos y por modelar el futuro del país, las reformas de Alessandri y la Constitución de 1925 fueron impuestas desde arriba, ahogando las esperanzas de cambio radical en un sistema moribundo15. Medio siglo después, esta misma Constitución sería vista por Augusto Pinochet como el comienzo de la decadencia del país, y él y sus co-conspiradores iniciarían una persecución aún más cruel y duradera de los así llamados subversivos. Al mismo tiempo, estudiantes y trabajadores recuperarían e invocarían el nombre de José Domingo Gómez Rojas, puesto que buscaban escapar de los confines de la dictadura y sus esfuerzos por obliterar la memoria16.

Santiago subversivo 1920

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