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6. SANCIÓN REGIA

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En las monarquías moderadas o constitucionales, la sanción regia es el acto solemne por el que el Rey autoriza o confirma una ley, perfeccionando, de esta forma, el procedimiento legislativo, y dando paso a su publicación oficial. La regulación de la sanción regia es enteramente constitucional, comenzando con el art. 142 CE 1812, en el que se establecía que “El Rey tiene la sanción de las leyes”. Ya en el Discurso preliminar, se dejaron sentadas las bases que conformaban la sanción recogida en el texto constitucional89. En primer lugar, la sanción se configuraba como el acto legislativo por excelencia del monarca (“La parte que se ha dado al Rey en la autoridad legislativa, concediéndole la sanción…”), entendiendo que la iniciativa legislativa en manos del Rey era una facultad marginal. En segundo lugar, se fija como principal objetivo de la sanción el

“corregir y depurar cuanto sea posible el carácter impetuoso que necesariamente domina, en un cuerpo numeroso que delibera sobre materias las más veces muy propias para empañar al mismo tiempo las virtudes y los defectos del ánimo”.

Es más, para ellos “la potestad de hacer leyes corresponde esencialmente a las Cortes”, mientras que “el acto de la sanción debe considerarse solo como un correctivo, que exige la utilidad particular de circunstancias accidentales”.

Tal y como afirma Marcuello Benedicto, “el modelo por el que apostó la Constitución de 1812 no fue una sanción libre con facultad de veto absoluto, sino simplemente de una sanción necesaria con una determinada capacidad de veto suspensivo; un sistema muy directamente vinculado a la Constitución francesa de 1791”90. Ciertamente, sin la aprobación del monarca no podía existir la ley y, en consecuencia, hasta ese momento el proyecto aprobado por las Cortes no tenía ningún tipo de fuerza vinculante. No obstante, el veto en manos del Rey era de carácter meramente dilatorio, puesto que no podía paralizar indefinidamente la entrada en vigor de una ley que no le agradase, sino que la Constitución preveía una serie de mecanismos para que, en el caso de que las Cortes insistieran en aprobarlo, finalmente, con el tiempo, lo pudieran hacer.

Los Reglamentos parlamentarios apenas hacen referencias a la sanción, porque no era una competencia propia, salvo en lo relativo a la presentación del proyecto al Rey. La fórmula que debía preceder al texto era la siguiente: Las Cortes, después de haber observado todas las formalidades prescritas por la Constitución, han decretado lo siguiente (aquí se pondrán los artículos aprobados), lo cual presentan las Cortes a S. M. para que tenga a bien dar su sanción (aquí la fecha y las firmas del Presidente y de dos de los Secretarios)91. En cuanto al acto de presentación al Rey de “algún decreto de las Cortes extendido en forma de ley para su sanción”92, estaba rodeado de muchas formalidades, que, a pesar de que se pueda pensar que se trataban de cuestiones meramente protocolarias, nos aportan mucha información sobre la dinámica entre ambos poderes93. Para este acto, el Presidente de las Cortes debía nombrar una diputación, compuesta por 16 miembros, entre los cuales siempre debían estar dos Secretarios de las Cortes. Tras esto, los Secretarios de las Cortes pasarían un oficio al Secretario del Despacho de Gracia y Justicia, para que el Rey tuviese a bien señalar la hora. En la fecha y hora indicada, la diputación debería trasladarse al Palacio de S. M. “con el decoro y la dignidad que permitan las circunstancias”. Durante su estancia en el Palacio, desde la entrada a la salida, se debían hacer a la diputación honores de Infante. Al presentarse al Rey lo harían con el debido acatamiento, y el diputado más antiguo según su nombramiento hablaría en nombre del grupo, poniendo en manos del Rey el decreto de las Cortes. Hay dos novedades en el RGIC 1821 respecto al de 1813, que ponen de manifiesto la preponderancia de las Cortes y su desconfianza hacia el Ejecutivo durante el Trienio Liberal.

En primer lugar, a diferencia de en el RGIC 1813, nada se dice sobre pedir al Rey que señalase la hora para recibir a la diputación parlamentaria que fuese a presentarle un proyecto de ley para su sanción, aunque esta deferencia sí que se preveía en otros supuestos, como en las ocasiones en las que se cumplimentaba al Rey.

Y, en segundo lugar, se regula de forma exhaustiva cómo debía comportarse el Rey cuando recibiera a una diputación parlamentaria, lo que puede considerarse una intromisión en las facultades del Rey, al imponer el protocolo que había de seguirse en Palacio.

Tras la presentación por parte de la diputación parlamentaria, el Rey tenía 30 días para sancionar o vetar el proyecto. Una de las razones para dar este plazo, es que el Rey, antes de comunicar su decisión, debía oír el dictamen del Consejo de Estado94. Si no se pronunciase en el lapso de un mes, se entendía que tácitamente daba dicha sanción95. Podía darse la situación en que antes de que ese plazo de 30 días expirase, las Cortes hubieran de terminar sus sesiones. En estos casos, el Rey daría o negaría la sanción en los ocho días primeros de las sesiones de las siguientes Cortes96. Cualquiera que fuese su decisión, el Rey debía devolver a las Cortes uno de los dos originales que le hubiesen sido presentados, con su firma, incluyendo la fórmula “Publíquese como ley” en el caso de que la sancionase, o “Vuelva a las Cortes” en el caso de que la vetase. Estos documentos debían conservarse, en todo caso, en el Archivo de las Cortes97.

La facultad de veto que se concede al monarca en la CE 1812, como hemos visto, es de carácter suspensivo, no absoluto. Cuando el Rey negaba la sanción, el proyecto de ley debía volver a las Cortes, acompañado de una exposición con las razones por las que había tomado esa decisión98. La consecuencia principal del veto del Rey es que las Cortes no podrían tratar el mismo asunto durante ese año99, salvo que la sanción hubiese llegado en un periodo de sesiones distinto al en que se aprobó el proyecto por las Cortes100.

En los debates constitucionales101, Argüelles argumentó que, tanto cuando las Cortes rechazaban la proposición de algún diputado, como cuando el Rey negaba la sanción, era necesario “dar cierto término para volver a proponer una ley que fue desechada”, puesto que “la urgencia rara vez acompaña a las leyes”. Para la comisión, el veto suspensivo se configura como un correctivo a las pasiones exaltadas de los diputados. José de Espiga añadió que tampoco había que suponer en el Rey un interés especial en oponerse a la formación de una ley concreta, puesto que además su acción tenía tiene dos límites formales: la obligación del oír al Consejo de Estado antes de tomar cualquier decisión, y la necesidad de motivar las razones de su veto. En todo caso, tal y como afirmó Juan Nicasio Gallego, el veto Real no podía ser ilusorio, ni tampoco se debía fomentar la discordia entre el Rey y las Cortes, alimentando entre ellos la desconfianza. El Rey podía ejercer su derecho de veto en dos ocasiones, pero si el proyecto fuere presentado por tercera vez, estaba obligado a la sanción102. Si el proyecto no se volvía a presentar en las tres diputaciones –entendidas como legislaturas– siguientes, incluso aunque se presentase en los mismos términos, se tendrá como un proyecto absolutamente nuevo, es decir, volverá a empezar la cuenta de vetos103 Según Argüelles, la comisión acordó esto porque creyó “que era necesario fijar un término para estimular a las Cortes a que no dejen dormir los asuntos graves”104. En cambio, si fuesen las Cortes las que, la segunda o tercera vez que presentasen el proyecto en el término de esas tres diputaciones y lo desechasen, si éste se volviera a reproducir después, se tendría por un nuevo proyecto105.

Toda la regulación constitucional de la sanción regia se hizo en un momento en el que el Rey “deseado” estaba cautivo, por lo que su pleno desarrollo en la práctica no se produciría hasta el Trienio Liberal. Ese monarca idealizado durante las Cortes de Cádiz no se compadecía para nada con un rey que, a pesar de haber aceptado formalmente la reinstauración del régimen constitucional gaditano, conspiraba continuamente a todos los niveles para volver a implantar el absolutismo en España, utilizando incluso herramientas del propio sistema, como el veto suspensivo. Mediante este mecanismo, según Varela Suanzes, “el Rey podía entorpecer e incluso colapsar temporalmente la dirección política de las Cortes sin salirse del orden constitucional, en el supuesto de que decidiese utilizar sistemáticamente el veto suspensivo a las leyes aprobadas por el Parlamento”106. Ya en septiembre de 1820 Fernando VII trató de frenar la Ley de Monacales, relacionada con la supresión o reforma de las órdenes religiosas, si bien la intervención de Argüelles hizo que finalmente diese su sanción. Más problemática fue la tramitación del proyecto de ley sobre señoríos, que el Rey se negaría a sancionar en dos ocasiones107.

Trienio liberal, vintismo, rivoluzione: 1820‐1823. España, Portugal e Italia

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