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En sus marcas…

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Teología es la esperanza de que la injusticia que atraviesa

este mundo no sea lo último, que no tenga la última palabra

[…]

Teología es la expresión de un anhelo,

del anhelo de que el verdugo no triunfe sobre la víctima inocente.

MAX HORKHEIMER

Un sábado en la mañana, mi amigo Nelson, quien era párroco en una de las zonas más conflictivas del sur de Barranquilla, me invitó a dar una vuelta para que conociera geográficamente su parroquia; de dónde a dónde iba, cuáles eran sus linderos y límites, y también cuáles eran sus lugares más peligrosos. Recuerdo que en el recorrido me habló de Las Gardenias. Yo estaba recién llegado a la ciudad, quería servir en lo que más pudiera y Nelson era vital para ese propósito. “¡Hasta luego, doña Carminia! Negra hermosa”, me decía mientras seguía conduciendo. “¡Adiós, doña Rocío! Esta es de las que más me ayuda con la pastoral social y el mercado de los pobres”, me comentaba mientras le sonreía. Es realmente mágico imaginar a dos boyacenses paseando por un barrio icónico de Barranquilla, con el calor intenso del medio día y los gritos de este amigo mío saludando a la gente de su comunidad. En fin, “y lo que falta por ver”, dirían los más viejos.

Casi finalizando el recorrido, Nelson volvió a referirse a Las Gardenias: “Mira, Ricardo, estas son las famosas Gardenias”. Yo, tan solo miraba; lo escuchaba hablar de lo peligroso que era ese lugar y de la realidad social. “¿Qué estás haciendo tú ahí?”, le pregunté enfáticamente. “No mucho —me respondió—. Vengo todos los domingos a celebrar la eucaristía, tenemos un grupo con la pastoral social para atender a los más enfermos, ayudamos con mercados a algunas familias, las que sé que están más necesitadas. En realidad, no mucho”, insistía. Mientras pasaba el tiempo y conversaba días y noches con Nelson, fui entendiendo que para un hombre de su carácter nunca sería suficiente hacer algo por alguien que realmente lo necesitara. Nelson es un sacerdote joven, de un carácter muy recio, de un genio que uno lo tiene que pensar dos veces para contradecirlo, pero, por dentro, un hombre muy sensible, generoso, honesto, transparente y, cuando amanecía por las buenas, hasta cariñoso.

Después del relato y el paseo, el nombre de Las Gardenias empezó a retumbar en mi cabeza. ¿Quiénes vivían ahí? ¿Cómo subsistían? ¿Cuántos eran? ¿Qué podría hacer para ayudar? Tamaña frustración anticipada, máxime cuando no puedo negar que en aquel tiempo me daba miedo volver a ese lugar, porque no sabía con qué me encontraría, sobre todo después de haber escuchado a Nelson. Aprovechaba los momentos de reuniones con la comunidad en Barranquilla para preguntar siempre por Las Gardenias; me despertaba un particular interés y, aunque sentía algo de miedo, ese lugar me llamaba. ¿Qué impresiones tenían? ¿Qué sabían? ¿Conocían a alguien de allí? Diariamente leía el periódico de la ciudad; siempre había una noticia referente a Las Gardenias: “tantos muertos anoche en Las Gardenias”, “violan a una mujer en Las Gardenias”, “disputas territoriales en Las Gardenias”, entre otros, eran los titulares con los que uno se encontraba. Había motivos suficientes para sentir miedo.

Antes de llegar a “El Caribe”, ese nombrado lugar merodeaba por los rincones de mi alma. Como ya lo hemos dicho, no es un lugar cualquiera; sin embargo, como este hay muchos en el país. Como las historias se cuentan desde el lugar de quien las escribe y toman fuerza en el lugar de quien las lee, mi contexto corresponde al de una particular generación: nieto de los que vivieron la Guerra de los Mil Días. Nieto de los de la época de La Violencia; esos que se mataban por los colores de sus partidos, esos que presenciaron la angustiada marcha de los campesinos e indígenas indignados que luego se organizarían en guerrillas. Soy de esos que ya no les cree a esas guerrillas por haber y haberse traicionado; soy nieto de los que vieron a sus mujeres votar por primera vez, esos que quisieron olvidar el dolor del pueblo con una pantalla de televisión que les transmitió los primeros reinados y partidos de fútbol; soy heredero de la nefasta costumbre de ver televisión. Soy hijo de una generación de empleados, que vieron en las instituciones y empresas del Estado el mejor lugar para surgir. Soy hijo de los que lograron llegar a ser bachilleres, porque ir a la universidad, como hoy, era un lujo que pocos se podían dar. Soy hijo de quienes vieron el desarme del M-19, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Quintín Lame y la Corriente de Renovación Socialista (CRS), que nos trajo una nueva constitución y que hoy, 30 años después, aún seguimos persiguiendo bajo el lema de la paz.

Soy compañero de los que hemos visto el agotamiento del Estado y el debilitamiento de sus instituciones. Hijo de una generación corrupta que se acostumbró a sobornar, a ofrecer puestos por votos, a vincular a sus gobernantes con el narcotráfico y el crimen organizado. Soy de esta sociedad que, para defenderse, busca agredirse verbalmente, porque la violencia física ya es trivial. Vivo en el siglo en que a los colombianos las novelas nos narran la historia, porque hablar de los hechos ocurridos representaba sellar una condena. Soy de esos colombianos que hoy, aún después de tantos años, llora la muerte de Jaime Garzón; soy heredero de la impunidad y el olvido.

Pertenezco al selecto grupo que ha visto la imagen de Pablo Escobar exaltada y equiparada a la de un gran líder social, político o religioso. Soy de una generación que ya no valora el territorio, que no se indigna, que desea mirar siempre hacia afuera, porque lo de adentro le avergüenza y por lo mismo siente que la ignorancia mantiene a salvo la propia consciencia; una generación que se conmueve con el dolor extranjero y se hace indiferente ante el dolor nacional. Somos la generación de la desesperanza y la indiferencia, la generación que camina sobre las innumerables fosas que este conflicto nos ha dejado. Soy de los que ha visto a los campesinos llorar con un cartel en un semáforo; soy heredero de los intentos fallidos de una paz. Soy de aquellos a los que la palabra paz ya no genera ninguna emoción. Soy de esos que ha visto a unos procurar terminar el conflicto y a otros perpetuarlo. Soy solo uno más que desea estrechar la mano de un excombatiente, tomar un café y, por qué no, ver un partido de la Selección con la misma camiseta. Soy un joven que desde un rincón de la academia quiere levantar la voz de quienes por cuenta de la soberbia burocrática han callado por décadas.

Finalmente, soy de los colombianos que hoy observan las ruinas, pero no ingenuamente. Soy de esos que se cansaron de esta cultura “traqueta” de querer todo rápido, abundante y fácil. De esos que ven los medios de información con un lente de desconfianza. Soy uno más de esos que miran con esperanza el horizonte, para que las próximas generaciones encuentren un lugar mejor dispuesto para construir algo nuevo. Mi generación está llamada a levantar los escombros, recuperar lo que aún sirva y disponer el territorio para que otros lo puedan reparar, recuperar y, quizá, habitarlo de una mejor manera, más ambientalmente sostenible. Entonces, no soy de una generación cualquiera.

Estas conversaciones que a continuación se presentan no son sobre mí, más allá de que a través de ellas siento que también hablo yo, me identifico. Casi cuatro años después de haber estado en Las Gardenias, quise recuperar parte de la memoria que fui escribiendo mientras la conversación fluía, mientras la generosidad del diálogo permaneció; mientras el contacto con las personas me permitía hacerme a la historia, a las historias reales de este país; historias de inocentes, culpables, victimarios y víctimas; historias de dolor, de angustia, de sangre, de muerte, de desplazamiento; la historia de una Colombia que, por décadas, ha estado inmersa en un absurdo conflicto armado que nos ha dejado el dolor de un país, la pobreza, el exterminio de nuestros líderes sociales, las muchas violencias instaladas en una cultura de indiferencia para con su propio dolor.

Este libro tiene un común denominador: el miedo. Siempre que la conversación avanza, las palabras parecieran calcarse persona a persona:

No siempre las cosas tienen un inicio y un final. Antes de que todo pasara, ya se oía en el pueblo del rumor de su llegada; unos, inclusive, los habían visto. Ya estaban; todos sabíamos que existían; todos entendíamos que esto nos podía pasar. La guerra es como el reloj, no para, y para hacer que pare hay que quitarle la batería.1

El conflicto armado en Colombia nos sigue dejando profundas heridas. Luego del Proceso de Paz, la crudeza del conflicto se sigue ensañando con los más débiles. Hay momentos en que los colombianos nos sentimos cansados. Ya ni los periódicos y menos los noticieros nos conmueven. Es triste, pero después de muchos intentos por buscar la paz aún las balas y el odio están en nuestro territorio. La indiferencia ante nuestros problemas y la apatía por ejercer un liderazgo nos hacen igualmente responsables de nuestra propia desgracia: líderes sociales asesinados, mujeres violadas, indígenas que han visto cómo su territorio sagrado ha sido usado para fines delictivos, pueblos desplazados y familias que siguen viendo cómo sus miembros mueren por cuenta de intereses ajenos a los suyos.

Frente a esta situación, los colombianos no podemos dejar de construir nuestros relatos y relatarnos; no podemos dejar de narrar y narrarnos; no podemos dejar que se nos apague la voz. Todo lo contrario: más bien, hacerla oír, como vox clamantis. De eso se trata, de narrar la vida de las personas más sencillas a las que una sociedad indiferente les ha quitado la voz. No es propiamente una crónica. Se trata de conversaciones que tienen como premisa fundamental la verdad, porque todo esto sucedió y, como a veces en el mundo del cine, podemos decir que la realidad ha superado la ficción. Pero son conversaciones, porque son fruto de la interacción con algunas de las personas más generosas que fueron mis interlocutores y mis verdaderos vivenciales maestros en Las Gardenias.

Conversaciones desde Las Gardenias

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