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Eva sin manzana Alfredo Cortés

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Los detalles no aparecieron en la nota policíaca ni nadie reclamó el cuerpo. Sólo escuetas líneas náufragas en el mar convulso de asaltos, suicidios y crímenes pasionales; crímenes de esos que tanto excitan y alimentan el morbo de los lectores domesticados que leen sin leer y que, con imperceptibles parpadeos, omiten puntos y comas, engullendo golosamente párrafos sin respirar.

Un «nn» femenino más a la fosa común, dijo el forense garabateando mecánicamente la hoja de servicio.

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El largo y silbante bostezo se amortiguó entre los pliegues de la sábana. Eva pestañeó repetidamente con pereza. Desechó la idea de tragarse un sedante, sólo se hundiría en un sopor estúpido que le impediría soñar. Optó por contar ovejas para convocar al sueño y dormir; pero sólo números danzaban en cuanto cerraba los ojos. Sonrió divertida, la noche anterior tampoco pudo contar ovejas, apareciendo en su lugar ladrillos; ahora números, ¿en qué pensaría la siguiente vez? Pensando en números y ladrillos se quedó profundamente dormida. Empezó a soñar.

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La yugular mostraba un corte perfecto, simétrico, tan exacto que haría palidecer de envidia al mejor cirujano. No había en el cuerpo rastros de violencia innecesaria, estaba limpio, ni siquiera los senos abundantes y redondos o las piernas largas y blancas mostraban un mínimo rasguño o un ligero hematoma. Estaba limpia, tal vez el o los asesinos eran conocidos de la víctima y existía confianza entre ellos, concluirían los investigadores más tarde; sólo una sonrisa obtusa y congelada florecía en los labios amoratados. Lástima de cuerpo, tan buena que estaba, dijo el camillero, cubriendo el bello rostro mortecino con una manta percudida.

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Estoy desnuda y eso hasta un ciego lo notaría, pensó Eva al sentir la fresca humedad de la brisa chocar en su cuerpo y endurecerle los pezones. La fría sensación del césped mojado provocaba cosquillas en las plantas de los pies y sentía el barro pegarse entre los dedos, pero caminaba sin dificultad, hasta podría decirse que disfrutaba de pasear entre el fango y las briznas verdes que se pegaban en los empeines. Le sedujo la idea de metaforizar la palabra libertad y se dijo que sería ella misma, caminando desnuda en ese parque inmenso y silencioso —¿era un parque?—, al menos tenía la apariencia de serlo, no parecía otra cosa; además no le importaba, era un sueño y nada más. ¿Es de noche o de día?, se preguntó hurgando en las entrañas de ese tiempo difuso, era esa hora en que la luz se vuelve estéril, en que se difumina la noche con el día, cuando el silencio es abrumador y todas las cosas y las luces y los animales y los rostros y todo se confunde, se mezclan entre sí, y quien lo vive y quien lo siente experimenta en los sentidos un aturdimiento angelicalmente demoníaco.

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Encontraron el cuerpo tirado bocabajo en un solar, junto a un montón de basura descompuesta y periódicos amarillentos, duros y quebradizos. No lo encontró el clásico borrachín que, tambaleante regresa a casa después de una noche de ron barato y putas aún más baratas, pensando todavía en medio de los sopores de la embriaguez en las excusas con que librará la ira de la esposa tradicionalmente gorda y piernas varicosas. No, quien lo halló fue una beata madrugadora a misa de siete que sintió la irrefrenable necesidad de evacuar y corrió al baldío a desahogar el vientre, cagándose en los calzones apenas los bajaba cuando descubrió el bulto inerme junto a ella. La rezadora matinal juró que la muerta la veía con reproche, teniendo apenas tiempo de exclamar un «¡virgen santa!» y salir huyendo.

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Eva sintió clavarse en sus pechos la mirada lasciva bajando despacio hasta el pubis desnudo. Insolente y retadora, devolvió la mirada. Él era un hombre alto, de complexión estándar, nada que ver con los cuerpos de figura atlética, esos que enloquecen a algunas mujeres, era sólo un tipo común que, desnudo también, blandía en sus manos —unas manos pequeñas para la constitución del cuerpo, observó Eva— un miembro de regulares dimensiones que apuntaba hacia ella. Se miraron, midiéndose sin prisa, escrutándose los cuerpos. Ella estaba tranquila y respiraba pausada; todo lo contrario ocurría con él, la ansiedad asomaba de los ojos y en las muecas silenciosas, invitándola sin recato a un encuentro lúbrico. Eva aceptó el reto y moviendo insinuante las caderas, se plantó frente a él, hiriendo a la nariz un aliento agrio, rústico, pero no importó; pasando con malicia la lengua por los labios, se arrodilló frente a él.

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Una mata de pelo estaba untada en una costra de sangre parda. Más abajo, en el cuello, la línea perfecta del tajo empezaba a obscurecerse y perdía el color cárdeno y hermoso de una herida recién hecha. Estaba desnuda, el forense dijo que no había huellas evidentes de violencia en el cuerpo. Tendría entre veinte y veinticinco años, si tenía menos la muerta no lo reclamaría, por aquello de la manía femenina de quitarse años a la menor provocación. Era un cadáver hermoso, de esos que da gusto recoger, rumió el policía que hizo las primeras valoraciones, pensando en el cuerpo tosco y descuidado de su mujer, ilusionándose por un momento con la idea de que la muerta fuera su esposa y no esa beldad que mataron quién sabe por qué oscuras razones.

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A pesar de la desnudez, no tenía frío, le divertían las miradas de los transeúntes que la observaban codiciosamente y sin recato. Me encanta este sueño, se dijo feliz y siguió caminando sin prisa, limpiándose con el dorso de la mano restos de materia viscosa y blancuzca, retando provocativamente a que la miraran y la desearan.

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Después de las fotografías de rigor, el cuerpo fue almacenado en una de las gavetas del frigorífico, se cumpliría el plazo estipulado por la ley, si nadie lo reclamaba se iría a la fosa común o sería destazado en alguna clase de medicina de cualquier universidad privada, para las universidades públicas eran los pordioseros, ella no, ella era un cadáver hermoso que sería vendido en una buena suma y lo demás sería historia.

* * *

Desnuda como estaba, llegó hasta su casa. Qué extraño, soñar que llegaba a su casa y más extraño aún encontrar un periódico cuidadosamente doblado sobre la mesa de centro. Lo hojeó descuidadamente y se entristeció al leer la nota, apenas unas cuantas líneas aludían a los restos mortales femeninos encontrados en un lote baldío. Llamó su atención la belleza del rostro, le recordaba a alguien, pero no precisaba a quién. Dejó el periódico y fue a dormir, fue la última imagen de su sueño.

Eva despertó contenta, bostezó largamente y estiró los brazos. Antes de meterse a la ducha quiso leer el periódico. Lo abrió sin prisas y encontró una nota que le cambió la expresión risueña. Leyó, preguntándose desolada quién sería la infeliz que encontraron muerta de un tajo en la yugular, tirada en un baldío...

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La Jirafa

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