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La última parábola Octavio Hernández
ОглавлениеNo sólo he imaginado esos sueños;
también he imaginado esa casa.
Jorge Luis Borges
Acaso así son los sueños.
Octavio Hernández
Aquel hombre de mirada desorbitada y triste sabía de los sueños de los hombres, dijo que en un principio el sueño precedió al verbo y que ningún sueño es nuevo.
Me habló sobre la invención de la lengua y la mentira, me dijo de un hombre que nació del polvo molido de todas las muertes y de la inexplicable física primitiva, el cual predicaba que la inmortalidad se encontraba en el alma; aquel sujeto sombrío y parsimonioso hablaba con gran agudeza y elocuencia.
Después lo miré dibujando en el aire la silueta perfecta de un hombre atado al hilo de una oscura mujer. Ella lo recogía, lo envolvía para que no temiera al futuro, ese futuro que en sus manos de arena sólo corroboraba el gran invento de la muerte, mientras susurraba: «Gregorio al final del sueño cae como cascada de un violento violín».
El sonido al despertar era como el de un tren que, al estrellarse con la mañana, desecha el último sueño, «sólo se escuchaba el último grito que deshoja el espejo de la jaula de Alejandra». El corría dejando a la deriva los hexágonos del silencio que abarcaba su desesperada voz, era el verbo que anulaba toda posibilidad de creer en algo que se ha dicho.
Alguna vez lo vi cargando la representación del mundo, en ese instante me sentí tan indefenso (aquí la realidad nos volvió intangibles y clandestinos), era como vislumbrar la verdad que le está vedada a los hombres.
Entre sus posesiones había un artefacto que proyectaba y abastecía de sueños a los hombres que carecían de tan dichosa actividad. Lo escuché claramente hablando en extrañas y confusas lenguas, presagiando oscuros e inciertos tiempos, en su rostro había un atardecer pálido e infinito, como si esperara el desenlace de su vida presagiada.
En cierta ocasión lo encontré detrás del espejo proyectando su sombra contra la pared, una sombra nueva, afirmando que la oscuridad existe. A su costado se encontraban algunos pergaminos en donde se veían ecuaciones matemáticas de un intelecto admirable, fijé la mirada en uno que hablaba del origen del universo, la teoría era espeluznante y ridículamente aceptable, entre otras cosas había ciertas afirmaciones sobre la evolución del hombre en simio, y en uno de ellos resaltaba la imagen de un paquidermo que podía adivinar el futuro —me llegó una risa de marfil—; en ese momento se disipó la duda: su cuerpo era un enjambre más, el grito sordo de una vieja canción desteñida por los años y su equivalencia «la del olvido».
Entonces surgió el verbo, flotaba en el aire como desde aquel momento tan concurrido por el silencio y el hambre de no saber a ciencia cierta si el barro es carne o si la conciencia es el epicentro de nuestra ceguera. En el aire existía un cierto olvido, su silueta me dio la espalda, su llanto era lo insondable que habita en la nada, su eco era el origen de la ignorancia, sólo quedó el último torrente de su muerte y de su sueño, el último esbozo de su risa y de su nada, el último hemisferio del sueño que navega entre los hombres con su mar clandestino y su fantasma hecho niebla. Quedó abatido y en silencio, inmóvil, y una vez más perdió el aliento y se deshizo.
Aquella tarde languidecí en el sueño. Al llegar la media noche, su silencio no era más que una rosa para un cerdo: dormía, soñaba el sueño de otro hombre. La metamorfosis era inevitable, su sombra se difuminó y nació el infierno mientras decía: «perdónalos porque no saben lo que sueñan».
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