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OLD SCHOOL

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Las palabras eternas de Nina Simone, inmortalizadas en la grabación de «To be young, gifted and black» de 1958, y convertidas después en himno de la contracultura norteamericana y las batallas por los derechos civiles durante la década de los sesenta, adquirían una nueva resonancia urgente e interrogativa para los jóvenes afroamericanos a mediados de los setenta. Bien podían tomárselas como un rayo de esperanza y autoafirmación, o como ironía cercana al sarcasmo. Vista su realidad inmediata, seguramente ambas opciones resultaban igual de válidas. Esos jóvenes habían pasado su infancia viendo imágenes de la Guerra de Vietnam en televisión. Sus abuelos habían conocido la segregación y se las habían ingeniado para salir adelante bajo las leyes Jim Crow. Sus padres habían forjado unos vínculos comunitarios de apoyo mutuo y resistencia que seguían vivos pese a que en las zonas urbanas las comunidades negras se habían convertido en guetos asolados por la alienación, las nulas perspectivas de prosperidad, la delincuencia y las drogas. El urbanismo de las grandes ciudades creaba fronteras insalvables, y en las zonas más arrasadas por la miseria la población negra vivía una realidad turbulenta con índices descomunales de desempleo, encarcelamientos, abandono escolar y muertes violentas.

La época segregacionista había terminado hacía tiempo, eso es cierto; la Ley de Derechos Civiles de 1964 y la de Derecho de Voto de 1965 habían terminado oficialmente con la era Jim Crow; la incorporación de la comunidad afroamericana al mundo laboral y al ejército era una realidad, y la segregación escolar llevaba prohibida desde 1954. Sobre el papel, las gigantescas barreras de los años de segregación habían caído gracias a las luchas por los derechos civiles, pero en la segunda mitad de los setenta una gran mayoría de los jóvenes afroamericanos se encontraba con otras barreras, quizás más sutiles que las de antes, pero igual de firmes. Abuelos, padres y nietos habían vivido mundos completamente diferentes, pero todos esos mundos tenían en común un mismo impulso de protesta que los unía con un hilo invisible de resistencia frente a la opresión y la marginalidad generación tras generación. Un hilo que se remontaba a los campos de algodón en los que habían sido esclavizados sus antepasados no muchos años antes. La idea de desarrollo social y económico que manejaba el proyecto neocon tras los convulsos años sesenta dejaba bien claro que el sueño de prosperidad económica que se vislumbraba en el horizonte apuntaba hacia los grandes suburbios de clase media, mayoritariamente blanca. El ideal de progreso gestado durante los setenta y sublimado con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1981 contemplaba una América blanca y conservadora, y excluía de las bondades del nuevo capitalismo a amplios sectores de la población. El desarrollo urbano de las grandes ciudades de Estados Unidos durante las décadas de los sesenta y setenta convirtió en zonas económicamente muertas un montón de barrios que, abandonados de las políticas públicas, poblados mayoritariamente por afroamericanos e hispanos, y sin tejido industrial ni comercial sobre el que sustentarse crecían abocados a la marginalidad y la exclusión.

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