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Si te reclinabas bastante en la silla y estirabas el cuello como una cigüeña, podías ver el cielo desde la ventana de mi oficina, de un azul como el de la cerámica de Delft, sin nubes y tan brillante que parecía sólido. Era septiembre, el día después de la fiesta internacional de los trabajadores y probablemente en alguna parte el maíz estaba tan alto que se podría esconder un elefante en él. Hacía esa temperatura con la que un borrachín podría dormir en un portal sin pasar frío.

—Señor Spenser, ¿nos está prestando atención?

Volví la cabeza y miré a Roger y Margery Bartlett.

—Sí, señora —respondí—. Decía usted que nunca antes han tratado con un detective privado pero que se encuentran en una situación desesperada y que no creen que les quede otra vía. Casi todo el mundo que viene dice lo mismo.

—Pues es la verdad —apostilló ella.

Probablemente fuera mayor de lo que aparentaba y no tan gorda. Tenía las piernas muy delgadas, de esas que las mujeres admiran pero los hombres no, y hacían que la parte superior de su cuerpo pareciera más gruesa. Su rostro era común y estaba estropeado, pero era guapa e iba muy bien pintada, con sombra de ojos, maquillaje compacto y pestañas postizas. No obstante, daba la impresión de que si se echaba a llorar, se le desfiguraría la cara. El pelo, recién teñido de rubio, lo llevaba cortado a la altura de la barbilla. Seguro que su peluquero lo consideraba propio de una mujerzuela. «Como Mia Farrow», habría dicho. Vestía un caftán estampado con una abertura lateral y unos zapatos negros de plataforma con suela de ocho centímetros, tacones y tiras que ataba al tobillo. Estaba sentada frente a mí con las piernas cruzadas cuidadosamente, de forma que el caftán le resbalaba por la rodilla dejándola a la vista. Me daban ganas de decirle: «No lo hagas, tienes las piernas muy delgadas», pero no me creería. Ella pensaba que eran maravillosas. Justo por debajo de las costillas se adivinaba el lugar en el que empezaba la faja y la carne comprimida se derramaba por encima de ella. Llevaba unas enormes gafas de sol con la montura de color azul lavanda y un collar de cuentas de madera teñidas del mismo color y dispuestas en un cordón de cuero. «Artesanía auténtica, adquirida en Marruecos durante el último puente. Su sencillez es encantadora, ¿no le parece?».

—Queremos que encuentre a nuestro hijo.

—De acuerdo.

—Hace una semana que desapareció. Se escapó.

—¿Saben adónde podría haber ido?

—No —respondió el marido—. Indagué por todos los sitios que pude: amigos, familiares..., por los lugares que solía frecuentar. He preguntado a todo el mundo que lo conoce. Ha desaparecido.

—¿Se lo han notificado a la policía?

Ambos asintieron con la cabeza.

—He hablado con el jefe de policía —dijo el señor Bartlett—, y dice que harán lo que puedan pero que, claro, dispone de una fuerza muy pequeña y que no...

Su voz fue apagándose y se quedó mirándome desde la silla, muy quieto, incómodo. Daba la impresión de que no estuviera a gusto en camisa y corbata. Iba vestido con lo que, a mi entender, debía de creer su esposa que estaba de moda. Normalmente, es fácil darse cuenta de cuándo es la mujer la que compra la ropa. Llevaba unos pantalones de campana blancos y anchos, una camisa rojo pasión con las puntas del cuello alargadas, una corbata ancha de color rosa y una chaqueta de lino a cuadros rojos y blancos con amplias solapas, pero de talle corto. Del bolsillo del pecho sobresalía un pañuelo a juego con la corbata. Calzaba unos zapatos de lengüeta blancos y negros, y daba la impresión de que se sintiera tan cómodo como lo estaría un sabueso con un jerseycito para perros diminutos. Bien podría haber llevado un mono y botas con punta de acero, porque tenía las manos fuertes y callosas, y las uñas rotas y con mugre de esa que no se quita ni duchándose.

—¿Y por qué ha huido?

—No lo sé —respondió ella—. No es un chico alegre. Creo que se debe a la adolescencia. Pasa la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación y sus notas están empeorando; antes las sacaba muy buenas. Es muy inteligente, ¿sabe?

—¿Por qué están convencidos de que se ha escapado? —No me gustaba tener que hacerles aquella pregunta.

—Se ha llevado su cobaya —respondió el padre—. Por lo visto, volvió a casa del instituto solo para recogerla.

—¿Alguien lo vio marcharse?

—No.

—¿Había alguien en casa cuando llegó?

—No. Yo estaba trabajando y ella, en clase de interpretación.

—Voy un par de veces a la semana. Por las tardes. Es el único momento que tengo para ir. Soy una persona muy creativa, ¿sabe? Necesito expresarme.

El marido emitió una especie de gruñido que sonó a «hum».

—Pero eso, ¿qué tiene que ver? —continuó—. ¿Insinúa que si hubiera estado en casa no se habría escapado? Porque no es así. Roger no es precisamente perfecto, ¿sabe?

—Lo preguntaba para saber si entró y salió a hurtadillas o no. Eso podría indicar que quizás intentara fugarse al llegar a casa.

—Por si no me he expresado bien, yo no podría ser mejor madre y esposa. Casi todo lo que hago es por mi familia.

Me pareció que el señor Bartlett se mordía la lengua.

—De acuerdo —respondí.

—Es que la gente creativa necesita crear. Las personas que no son creativas no lo entenderían.

—Lo sé, yo tengo el mismo puñetero problema. Por ejemplo ahora, estoy intentando «crear» información y, ¡santo cielo!, no hay manera de llegar a ningún lado.

—Sí, Marge, por Dios, ¿puedes dejar de hablar de ti?

Se quedó un poco desconcertada y se calló.

—¿Se llevó el chico algo más, aparte de la cobaya?

—No.

—¿Había huido con anterioridad?

Se miraron el uno al otro y hubo un largo silencio. Luego, como si estuvieran sincronizados, ella respondió que sí y él, que no.

—Bueno, eso cubre la mayor parte de las posibilidades —comenté.

—No es que se escapara —dijo él—, más bien se quedó a dormir en casa de un amigo sin avisarnos. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez a esa edad?

—No fue así: se escapó —respondió ella tan ofendida que se olvidó de mostrar las piernas cuando se adelantó para contestar, de modo que la falda se le corrió tapándolas por completo—. Al día siguiente llamamos a todos lados y la madre de Jimmy Houser nos dijo que había pasado allí la noche. Si no hubieras ido al colegio a por él, no sé si habría vuelto.

—Ay, Marge... haces que todo parezca un puto drama.

—Roger, a ese chico le pasa algo, solo que no quieres admitirlo. Si me hubieras hecho caso cuando te dije que lo lleváramos a que lo viera alguien... ¡pero no!, a ti solo te preocupaba el dinero. Que si: «Marge, ¿de dónde voy a sacar el dinero?»; que si «¿acaso piensas que el dinero crece en los árboles?». Si me hubieras dejado que lo llevara a alguna parte... ahora estaría con nosotros.

La imitación había resultado muy creíble. La cara bronceada de él se tornó más oscura.

—Serás zorra. Te dije que dejaras las putas clases de interpretación, las putas clases de alfarería y las putas clases de escultura y que dejases de comprar ropa, joder. De tu armario cuelga dinero suficiente como para pagar veinte años de tratamiento psicológico.

Estaba a punto de comprobar si mi teoría sobre la desfiguración del rostro era cierta. Los ojos empezaron a llenársele de lágrimas y, de pronto, me di cuenta de que no quería descubrir si mi teoría era acertada o no, ni tampoco si se le descompondría la cara. Me metí los dedos en los oídos y aguardé.

Pararon.

—Bien —dije—. A continuación, vamos a establecer unas reglas. Primero: no formo parte del comité de elección del padre del año y, por tanto, no me interesa lo más mínimo evaluar su comportamiento. Grítense cuanto quieran, pero cuando yo no esté delante. Segundo: soy una persona sencilla. Si tengo que encontrar a un chico perdido, eso es exactamente lo que quiero hacer. No arbitro matrimonios y no soy el productor creativo del programa de Rog y Margie. Me voy a dedicar, únicamente, a buscar al chico hasta que lo encuentre. Tercero: cobro cien dólares al día más los gastos que surjan. Y cuarto: solicito quinientos dólares por adelantado.

Estaban callados, avergonzados por el comportamiento que habían adoptado delante de mí.

—Bien, no hay problema —dijo él finalmente—. A ver, solo es dinero, ¿no? Le voy a extender un cheque ahora mismo. He traído el talonario por si acaso.

Inclinó la silla hacia delante y rellenó un cheque apoyado en el borde del escritorio con un bolígrafo translúcido. La parte superior izquierda del cheque llevaba impresa el logotipo de Constructora Bartlett. Me iba a convertir en gastos empresariales. Deducible. Un barril de clavos de seis centímetros, ciento cincuenta metros de cable, un detective, trescientos cincuenta litros de creosota. Cogí el cheque sin mirarlo, lo doblé y lo guardé en el bolsillo de la camisa con naturalidad, como si lo hiciera a menudo y, dentro de un rato, fuera a entregárselo a mi agente de bolsa. O quizá comprara orquídeas con él.

—¿Cuál va a ser su primer paso? —preguntó la señora Bartlett.

—Conducir hasta Smithfield después de comer e inspeccionar su casa y la habitación del chico. Luego, hablaré con los profesores, con la pasma y todo eso.

—Pero eso ya lo ha hecho la policía. ¿Qué puede hacer usted que ellos no hayan podido hacer?

—Nada que ellos no puedan hacer —respondí mientras me preguntaba si le habría fastidiado sus clases de danza moderna—, pero puedo hacerlo a tiempo completo. La poli tiene que arrestar a borrachos, dar el alto a infractores de velocidad, disolver peleas en los institutos e impedir que los chavales planten maría junto a los abrevaderos de las fincas. Yo no. Lo único que tengo que hacer es buscar a su hijo. Por otro lado, quizá sea más inteligente que ellos.

—Pero ¿puede encontrarlo?

—Puedo, porque en algún sitio estará. Y no voy a parar hasta que dé con él.

No parecía que mis palabras los hubieran tranquilizado. Quizá se debiera a mi despacho. Si tan bueno era encontrando cosas, ¿cómo no poseía un despacho mejor? Quizá no fuera tan bueno, ¿no? Quizá nadie lo sea. Me puse en pie.

—Nos veremos esta tarde —les dije.

Convinieron en que así fuera y se marcharon. Los observé desde la ventana del despacho mientras salían del edificio y se encaminaban por la calle Stuart hacia el aparcamiento que había junto al Jake Wirth. Un viejo borracho con una gabardina abotonada hasta la barbilla les dijo algo. Lo dejaron atrás incómodos y sin responderle y desaparecieron en el estacionamiento. «Bueno, el alquiler es bajo», pensé. El viejo se dirigió a la esquina de Tremont tambaleándose. Una vez allí, se detuvo a charlar con dos prostitutas vestidas con pantaloncito corto y sombrero a la moda. Una de ellas le dio algo y el hombre se puso en marcha nuevamente arrastrando los pies. Una camioneta Dodge Club azul salió del aparcamiento y enfiló la calle Stuart en dirección a Kneeland y la autopista. En el lateral ponía «Constructora Bartlett». Mientras se alejaban, pude ver una manga de caftán estampado que asomaba por la ventanilla.

Dios salve al muchacho

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