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La lluvia había parado cuando dejé a Susan Silverman y me dirigí a casa de los Bartlett. Quería ver qué podían contarme acerca de las amistades de su hijo. Si andaba con personas así, era muy probable que estuviera con ellas. Smithfield no parecía el típico sitio en el que florecen comunas. Aunque, en realidad, tampoco tenía claro cómo eran los lugares en donde sí lo hacían.

Cuando pisé el camino de entrada de la casa, el coche del jefe volvía a estar allí estacionado junto a otros tres. Uno era un Thunderbird de color crema con el techo de vinilo negro; otro, un furgón Ford azul en cuya puerta se leía «Policía de Smithfield» en letras negras y con el número de emergencias en el capó; y el tercero, un coche patrulla bicolor, celeste y azul oscuro, de la policía estatal de Massachusetts. Apoyado en este último, y con los brazos cruzados, había un policía del Estado con el uniforme a juego con los colores del coche y un sombrero de campaña gris. Vestía una camisa azul de manga corta, planchada al estilo militar y zapatos, negros, relucientes. El sombrero de campaña le caía sobre la nariz, al más puro estilo de los sargentos instructores de Parris Island, y llevaba una Magnum 357 de culata grande en una pistolera tan negra y reluciente como sus zapatos. Cuando bajé del coche, me miró sin dejar entrever expresión alguna en aquella cara bronceada y saludable que tenía.

—Señor, ¿le importaría decirme su nombre?

—Spenser. Trabajo para los Bartlett. ¿Qué sucede?

—¿Le importaría mostrarme alguna identificación, señor?

Abrí la chaqueta que llevaba bajo la trinchera en busca de la cartera y, cuando empecé a sacarla, me encontré con la Magnum 357 clavada en el cuello.

—Ponga ambas manos sobre el capó del coche, hijo de puta —dijo el policía en un tono de voz muy serio.

Lo hice, con la cartera aún en la mano izquierda, y me incliné.

—¿Qué sucede? ¿Acaso no le ha gustado mi nombre?

Buscó bajo la chaqueta con la mano izquierda y me quitó la pistola.

—Muy hábil. No ha podido quedar a la vista más que un instante mientras buscaba la cartera, ¿eh?

—Deme la cartera, señor.

Se la tendí sin incorporarme.

—Tengo licencia de armas.

—Ya lo veo —dijo sin dejar de presionarme el cuello con el cañón de su revólver—. Y también la tiene para ejercer de detective privado. Quédese donde está. —Se acercó dos pasos hacia el coche patrulla, se inclinó a través de la ventanilla y pegó dos bocinazos. Me apuntaba imperturbable al estómago.

Un policía de Smithfield salió por la puerta de atrás.

—Oye, Paul, pregúntale al señor Bartlett si conoce a este tipo.

Paul entró en la casa y salió poco después con Roger Bartlett.

—Sí, sí, no pasa nada. Es detective privado. Lo hemos contratado para que encontrara a Kevin. Está bien. Déjelo entrar.

El policía estatal guardó su arma con un movimiento elegante, me tendió la mía y apuntó con la cabeza en dirección a la casa. Me encaminé hacia la puerta trasera.

De nuevo me encontraba en aquella cocina. Allí estaban Margery Bartlett —con la cara descompuesta por el llanto—, su marido, Trask, el policía local y dos hombres a los que no conocía.

—Han secuestrado a Kevin —me informó Margery Bartlett.

—Hemos recibido una nota de rescate esta mañana —añadió el marido.

Uno de los hombres que no conocía dijo:

—Spenser, soy Earl Maguire. —Me tendió la mano—. El abogado de Rog. Y este es el teniente Healy, de la policía estatal. Creo que ya conoce al jefe Trask.

Asentí.

Maguire era bajito. Su apretón de manos resultó fuerte y vigoroso. Tenía la piel oscura y el pelo, negro y más largo de lo habitual, cuidadosamente cortado a capas con navaja. No creo que el corte fuera barato. Seguro que el barbero llevaba corbata negra de seda. Vestía un traje de tela vaquera azul claro cortado a medida y con las solapas pespuntadas de hilo negro, zapatos chatos y oscuros con la suela gruesa y tacón de cinco centímetros, además de una camisa negra y una pajarita de color azul claro. El Thunderbird de afuera debía de ser suyo. Seguro que había estudiado en la Escuela de Derecho, pero no en Harvard; puede que en la Universidad de Boston, aunque más probablemente en la Escuela de Derecho.

—¿A qué universidad fue? —le pregunté.

—A la Escuela de Derecho, ¿por?

«Spenser, chaval, ¡eres la leche!».

—No, por nada. Mera curiosidad.

A Healy lo conocía. Era el detective jefe de la oficina del fiscal del condado de Essex. Había al menos dos mafiosos de primer orden que no actuaban en el condado de Essex por la mera presencia de aquel tipo.

—¿No trabajó usted en una ocasión para la oficina del fiscal de condado de Suffolk?

—Sí —respondí.

—¿Y no prescindieron de usted por «chupón»?

—Prefiero considerar que tengo un estilo propio.

—No me cabe duda.

Era un hombre de estatura media —un metro setenta y siete, aproximadamente—, esbelto y con los hombros cuadrados. Llevaba el pelo —gris ya— cortado casi al cero y con las patillas rapadas. La piel de la cara parecía tersa y tenía venitas en los pómulos; aunque iba afeitado, a aquella hora asomaba en sus mejillas esa leve sombra azulada típica de las barbas pobladas. Vestía un traje de sarga marrón, con camisa blanca y corbata a rayas amarillas. Delante de él, sobre la mesa, descansaba un sombrero de tipo jipijapa con una banda floreada. Tenía las manos perfectamente entrecruzadas sobre el regazo y estaba sentado con la silla ligeramente inclinada hacia atrás. En la mano izquierda llevaba una sencilla alianza de oro.

—¿Qué es eso de «chupón»? —preguntó Marge Bartlett.

—Digamos que no se le da muy bien jugar en equipo y que no se atiene a las reglas —respondió Healy.

—Señor Spenser, ¿puede encontrar a mi hijo? —preguntó la mujer. Estaba inclinada hacia delante y se mordía el labio inferior. Tenía los ojos abiertos como platos y me miraba directamente. Su mano derecha descansaba sobre el pecho, aproximadamente a la altura del corazón, y le corrían lágrimas por las mejillas. Donna Reed en Rescate, MGM, 1956—. El dinero es lo de menos, lo que quiero es que mi niño vuelva.

Trask se adelantó, le dio unas palmaditas en la mano y le dijo:

—No te preocupes, Marge, lo encontraremos. Te doy mi palabra —John Wayne en Centauros del desierto, Warner Bros., 1956.

Miré a Healy. Examinaba el envés de sus manos con los labios fruncidos y silbando para sí. El policía local llamado Paul miraba atentamente el adorno de cobre del interruptor que había junto a la puerta trasera.

—¿Qué tienen? —le pregunté a Healy.

Me tendió una hoja de papel metida en una carpeta de plástico transparente. Era la nota de rescate y tenía forma de tira cómica. Las figuras estaban dibujadas con un bolígrafo rojo y no estaban mal del todo, como una de esas pintadas callejeras aceptables. En la historia aparecía una mujer voluptuosa con una minifalda que estaba sentada en un taburete y apoyada en la barra de un bar y hablaba mediante bocadillos. «Tenemos a su hijo y si no nos dan 50.000 dólares nunca volverán a verlo», decía en la primera viñeta. En la segunda le daba un trago a una bebida y no hablaba. En la tercera soltaba: «Sigan las instrucciones de la página siguiente punto por punto o se acabó». En la viñeta que venía a continuación encendía un cigarro y en la quinta miraba directamente al lector como diciendo: «Ándate con ojo». En la sexta viñeta, la última, se había girado hacia la barra y daba la espalda al lector. Le devolví el cómic a Healy, que me entregó la segunda página, guardada igualmente en una carpeta de plástico transparente. Estaba escrita a máquina con un interlineado sencillo por alguien que carecía de experiencia mecanografiando.

—¿Por qué habrán hecho un dibujo? —preguntó extrañado Roger Bartlett—. ¿¡Por qué han tenido que hacer un dibujo!? No tiene sentido.

—Tranquilízate, Rog —le pidió Earl Maguire.

Empecé a leer el mensaje.

—Para ocultar su identidad —comentó Trask—, por eso hacen dibujitos. ¿Verdad, Healy?

—Es muy pronto para pronunciarse —respondió este.

Hacía calor y la humedad se concentraba en la cocina. Afuera, había empezado a llover nuevamente. Empecé a leer las instrucciones otra vez:

hay una escuela de equitación en la ruta I. Enfrente está la autopista. Que Margery Bartlett esté de pie en la curva que hay a la derecha de la autopista a mediodía, el 10 de septiembre. Que lleve el dinero en una mochila verde. Que lo sujete delante de ella. Que lo sostenga hasta que venga alguien y se lo lleve. Si hay alguien más o algún policía o algo sale mal e intentáis alguna cosa rara. Entonces golpearemos con una hacha en la cabeza a vuestro hijo y va en serio. le cortaremos la cabeza y os la enviaremos, así que No la caguéis. Cuando tengamos el dinero os diremos adónde tenéis que ir a recoger a vuestro hijo. Por tanto. haced lo que decimos y esperad más instrucciones.

Le devolví el papel a Healy y enarqué las cejas.

—Sí, lo sé —comentó el policía del estado.

—¿Qué sabe? ¿Qué quieren decir con eso? —preguntó Marge Bartlett.

—Que es una nota muy extraña, al igual que las instrucciones —respondí—. ¿Pueden reunir los cincuenta mil?

El señor Bartlett asintió.

—Murray Raymond, del banco, me dará la pasta. Puedo poner el negocio como aval. Ya he hablado con él y le ha pedido el dinero a Boston.

—¿Qué tienen de raro esas instrucciones? —insistió Marge Bartlett—. ¿Por qué tengo que ir yo?

—No sé por qué tiene que estar usted allí —respondió Healy—, excepto, quizá, para evitar que alguien encuentre la mochila y se la lleve a casa. Las instrucciones son complicadas en ciertos aspectos. Por ejemplo, es evidente que quieren que el dinero esté en un lugar donde puedan recogerlo de camino, pero ¿por qué allí exactamente? ¿Por qué no dicen nada de cómo quieren el dinero? ¿Por qué nos dan dos días de tiempo, a sabiendas de que eso nos va a permitir montar la operación?

—Hombre, tienen que darle tiempo a Rog para que reúna el dinero —dijo Trask.

—Sí, pero no tenían por qué avisarnos de dónde querían recogerlo —comenté yo.

—Así es —convino Healy—. Con que llamaran cinco minutos antes hubiera sido suficiente y no habríamos podido hacer nada más que mantenernos de brazos cruzados, a la espera.

—¿Y por qué han enviado la nota por correo? —inquirí.

—¿Qué hay de malo en usar el correo? —preguntó Roger Bartlett.

—Esa es una de las razones por las que tenían que darle tiempo —explicó Healy—; no podían estar seguros de cuándo iban ustedes a recibir la carta, así que han tenido que darse unos días.

—¿A qué se refiere con «la operación»? —preguntó Marge Bartlett.

—A la operación de vigilancia —respondió Trask—. Nos esconderemos en la zona adyacente, de manera que estemos en situación de aprehender a los secuestradores en cuanto aparezcan a recoger el rescate.

—«Aprehender» —dijo Healy y silbó con admiración irónica.

—«Adyacente» tampoco está nada mal, teniente —bromeé yo.

—Y a vosotros, qué os pasa, ¿eh? —nos increpó Trask.

—Que habla usted muy bien —le expliqué—, pero no estoy muy seguro de que lo mejor sea «aprehender» a los culpables en la zona «adyacente». Quizá fuera preferible seguirlos de cerca para que nos lleven hasta la víctima. ¿Entiende?

—No, no, eso no —dijo Margery Bartlett mientras negaba con la cabeza—. Eso no. Si les ven a ustedes podrían enfadarse... y no olviden lo que pone acerca de la cabeza... No podría soportar algo así.

—No, a mí tampoco me parece bien —la apoyó Roger Bartlett—. A ver, solo es dinero, ¿saben? Quiero hacer exactamente lo que dicen y cuando haya acabado todo ya tendrán tiempo para detenerlos. Es que, en realidad, solo es dinero, ¿saben?

—Haremos lo que tú quieras, Marge —dijo el jefe Trask mientras le cogía de la mano—; lo que tú quieras.

—Cometen un error —comentó Healy mientras negaba con la cabeza—. Tienen ustedes más posibilidades de recuperar al chaval si nos dejan actuar.

—¿Qué quiere decir? —me preguntó Margery Bartlett.

Respiré profundamente y le respondí:

—Quiere decir que la mejor opción de volver a ver a Kevin con vida es que nos deje buscarlo. Quiere decir que podrían coger el rescate y matarlo igualmente. O no. No se sabe. Las estadísticas están ligeramente a favor de la policía. Está comprobado que sobreviven más víctimas a los secuestros si son rescatadas por la policía que si se deja a los delincuentes que las liberen. Aunque no hay gran diferencia, la verdad. Un cincuenta y cinco por ciento frente a un cuarenta y cinco.

—Quizás un poco menos incluso —comentó Healy—, pero no les queda otra opción.

—No quiero que le pase nada —dijo Roger Bartlett.

Su esposa hundió la cara entre las manos y empezó a sollozar. El marido le pasó un brazo por el hombro, pero se lo sacudió y empezó a llorar más fuerte.

—Marge, por Dios... Marge, tenemos que hacer algo. Spenser, ¿qué debemos hacer? —Los ojos se le llenaron de lágrimas que no tardaron en desbordarse y en empezar a correrle por el rostro.

—Hay que organizar una operación de vigilancia.

—Pero...

—Nada de peros. Hay que organizar una operación de vigilancia —repetí—. Tendremos cuidado. Disponemos de dos días para prepararnos.

—Espera un momento, Spenser. Este es mi pueblo y soy yo quien decide si se lleva a cabo una operación de vigilancia o no.

Healy dejó caer las patas delanteras de la silla poco a poco, puso las manos, aún cruzadas, sobre la mesa, se inclinó ligeramente hacia delante y, sin inflexión en el tono, dijo:

—George, por favor, mantén la bocaza cerrada hasta que hayamos acabado de hablar.

Trask se ruborizó, abrió la boca... la cerró y le lanzó una mirada asesina a Healy durante un buen rato, antes de retirar la vista.

—A ver, George —prosiguió Healy—, ve al ayuntamiento, consigue mapas de la zona en la oficina del topógrafo y tráelos. Los analizaremos juntos. —Se giró hacia el policía local llamado Paul—. Marsh, quiero que lleve estas dos pruebas al 1010 de Commonwealth y se las entregue a los del laboratorio criminal para que las analicen. ¿Conoce a alguien allí?

—Sí, señor —respondió el policía—, ya he ido otras veces.

Healy le tendió las dos carpetas de plástico transparente. Paul hizo ademán de marcharse y miró primero a Trask y después a Healy. Este último asintió con la cabeza. El policía se marchó con las dos carpetas bajo la gabardina. El comisario seguía sentado y se miraba los nudillos. Tenía los músculos de la mandíbula apretados fuertemente y le había empezado un tic en el ojo.

—George, los mapas —insistió Healy.

Volvieron a mirarse pero, aquella vez, solo unos instantes. El jefe local se levantó, se puso el impermeable amarillo y se marchó dando un portazo. La cocina permanecía en silencio excepto por los sollozos de Margery Bartlett. Su marido se hallaba a pocos centímetros, con los brazos colgando como si no supiera qué hacer con ellos.

—Será mejor que llamemos a un médico —dijo Earl Maguire—; él le dará algo. Rog, ¿quién es vuestro médico de cabecera? Yo me encargo de llamarlo.

—El número está junto al teléfono —respondió el hombre—. Se apellida Croft, doctor Croft. Dile que venga. Cuéntale lo que ha sucedido. Dile que necesita tomar algo. Es buena idea. Dile que venga y que le dé algo.

Healy se levantó, se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de la silla, se aflojó la corbata y volvió a sentarse. Me miró y apuntó con la cabeza en dirección a la silla donde había estado sentado Trask.

—Siéntese, Spenser, tenemos trabajo —me dijo.

Dios salve al muchacho

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