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Conduje hacia el norte de Boston por el puente Mystic River. Iba con la capota bajada. Dejé a la derecha el Old Ironsides, en el atracadero de la Marina, y a la izquierda el puente del monumento a la batalla de Bunker Hill. Entre ambos se extendían edificios de apartamentos de tres pisos, alternados con otros construidos de acuerdo con planes de saneamiento urbano. Uno de los verdaderos triunfos del diseño prefabricado consistía en crear una sensación de nostalgia en los barrios bajos. En lo alto del puente pagué el peaje a un hombre orgulloso de su trabajo. Cogió mis veinticinco centavos desplegando una floritura estudiada y me devolvió los diez del cambio con la misma mano y de igual manera.

A la derecha quedaban el puerto, las islas y los muelles, que se alzaban en una zona larga y curva. El campanario de la Old North Church sobresalía entre almacenes y buhardillas. En la zona este del puerto se encontraba el aeropuerto Logan y, más allá, al noroeste, el perfil de la costa. Los ladrillos, el asfalto y el neón quedaban difuminados por la distancia y el resplandor del sol y, de pronto, sentí cómo debía de haber sido aquel lugar hacía mucho tiempo. Con el zumbido silencioso del verano y unos hombres de color cobrizo medio desnudos recorriendo un sendero estrecho.

El puente te dejaba en Chelsea y en la autopista del Noreste. Más allá de la otra calzada, junto a un campo de fútbol americano, estaba el restaurante de comida rápida del Coronel Sanders. Los ladrillos, el asfalto y el neón ya no se veían difuminados y la sensación de cómo sería antaño aquella tierra había desaparecido. La autopista enlazaba en Saugus con la Ruta 1 y durante los siguientes quince kilómetros se convertía en un desfiladero de plástico formado por restaurantes de bocadillos, tiendas con descuentos, gasolineras, supermercados, comercios de muebles neocoloniales (con revestimientos de vinilo y cortinas de cretona), pollo frito, bocadillos enormes de ternera, perritos calientes cocidos en cerveza, hamburguesas de ciento cincuenta gramos, pizzas, contrapuertas, Sears-Roebuck y Cía., tiendas de rosquillas, vallas de estacas ensambladas, restaurantes que parecían cabañas alargadas, restaurantes que parecían barcos, restaurantes que parecían pueblos árabes, restaurantes que parecían túneles de lavado, túneles de lavado, centros comerciales, una lonja de pescado, una tienda de motos de nieve, un negocio de accesorios para coches, licorerías, una charcutería con tres colores chillones, un motel con sauna en las habitaciones, un motel con camas vibradoras relajantes, un concesionario de coches, una pista de patinaje construida con atractivo ladrillo y plástico corrugado, un parque de caravanas, otro motel pero de habitaciones individuales, otro concesionario de automóviles edificado también con atractivo ladrillo y plástico corrugado, un asador enorme con vacas de tamaño natural a la sombra de un cactus de neón de seis pisos de altura, una tienda de fundas para asientos de coche, un almacén de ropa con descuento, un restaurante italiano con una torre inclinada. Los pasos elevados salpicaban la Ruta 1 y enlazaban entre sí los pueblecitos de la zona norte, que crecían alineados como alcantarillas en una cloaca de comercios a las afueras de la ciudad. Puede que Squanto hubiera cometido un error.

Una señal rezaba «Bienvenido a Smithfield» y la tierra reapareció. Había hierba a lo largo de la autopista, arces más allá y el reflejo del lago entre ellos. Tomé la salida a Smithfield y conduje hacia el centro bajo un túnel de olmos tan viejos como el propio pueblo. Bordeaban la ancha calle y se entrelazaban a nueve metros de altura, de forma que, al filtrarse el sol a través de ellos, dejaba en el suelo solamente un moteado de luz. La calle estaba delimitada por viejas casas espaciosas hechas de planchas o listones de madera, normalmente con el tejado de pizarra y, en ocasiones, con graneros reconvertidos en garaje, pero todas ellas erigidas sobre grandes extensiones de césped parapetadas tras arbustos floridos. Paredes de piedra, rosales, puertas rojas con ventanas redondas, montones de monovolúmenes, la mayoría de ellos con los laterales de falsa madera. Aquello me hizo pensar en la gran abolladura que tenía mi coche a uno de los lados y en la raja de la tapicería que había cubierto con cinta adhesiva de tela gris.

En el centro del pueblo había una plaza con jardín y una casa de reuniones de dos plantas en medio. En la placa del edificio se decía que databa de 1681. Al otro lado de la calle se alzaba una iglesia blanca con una torre y un gran salón parroquial adosado y, junto a ella, una biblioteca nueva hecha de listones de madera y diseñada para que mantuviera la armonía con los otros dos edificios principales. Sentados justo enfrente en un muro de piedra, cuatro chicos y dos chicas fumaban con las piernas colgando y los pies descalzos. Tenían el pelo largo, iban en camiseta y estaban morenos. Al final de la plaza giré a mano derecha, hacia la calle principal, y a la izquierda más adelante. Una señal blanca y discreta con letras negras, colocada en una pared de ladrillo curva, decía: «Loma Apple».

Era una urbanización. Aparente, moderna y a cien mil dólares la casa, sí, pero una urbanización en definitiva. Habían respetado algunos árboles, de modo que las calles giraban en amplias curvas. Los jardines estaban bien diseñados, pero todas las casas tenían la misma edad y se adivinaba en ellas la mano de un mismo pensador. Eran mansiones coloniales grandes, algunas de ellas acuarteladas, otras con un pasadizo cubierto, o con el tejado a dos aguas o el techo abuhardillado, pero se trataba, básicamente, de la misma casa: de entre ocho y diez habitaciones y erigidas en un terreno de casi cinco mil metros cuadrados. Detrás de las viviendas, a mi derecha, el terreno descendía hasta un lago que resplandecía aquí y allí entre los árboles y en donde la carretera más se le acercaba.

La casa de los Bartlett era amarilla con las contraventanas de color verde oscuro y tenía un tejado piramidal cubierto de tejas de pizarra del que salían unas buhardillas con forma de «A» para sugerir que el tercer piso era algo más que un ático, sin duda, para los sirvientes. Al fin y al cabo, a ellos no les molesta el calor de los aleros, están acostumbrados.

El camino de entrada, de ladrillo, avanzaba en paralelo a la casa y giraba a la derecha hasta la amplia puerta frontal —pintada del mismo verde que las contraventanas y con lámparas a ambos lados—; pero no acababa ahí, ya que seguía hasta torcer nuevamente a la derecha frente a un pequeño granero convertido en garaje y diseñado como la casa, con sus mismos colores. La camioneta azul de la mañana estaba allí y también había un Ford Country Squire, un Mustang rojo descapotable con el techo blanco y un sedán Chevrolet negro con la antena de látigo y sin letras a los lados.

Las puertas del granero permanecían abiertas y las golondrinas entraban y salían de él realizando barridos gráciles y certeros. Detrás de la casa había una piscina cuadrada rodeada por un patio de ladrillo. El revestimiento azul de la piscina hacía que el agua pareciera artificial. Más allá una chica pasaba el cortacésped. Aparqué junto al Chevrolet negro, pegado a las hortensias que bordeaban el camino y lo ocultaban de la calle. Abejorros a rayas negras y amarillas zumbaban con delirio furioso sobre las flores. Mientras me acercaba a la casa, un labrador retriever que había tumbado en el porche me miró sin levantar la cabeza de entre las patas, y tuve que rodearlo camino de la puerta trasera. Aunque no veía el aparato de aire acondicionado, oía su zumbido y eso me hizo consciente de que el sudor me pegaba la camisa a la espalda. Llevaba puesta una chaqueta deportiva de lino blanca en honor a mi viajecito a los barrios residenciales, y aunque deseaba quitármela, me había acostumbrado a ir con pistola tras haber enfadado a unas personas «peligrosas». Tampoco Smithfield parecía el típico lugar en el que no llamase la atención portar una arma.

Además de la chaqueta de lino blanca, vestía una camisa deportiva a cuadros rojos, pantalón azul oscuro y mocasines blancos. Betsy Ross y yo. Iba pulcro, limpio y estaba alerta cuando había alcanzado la puerta trasera. Llamé al timbre. «Ding, dong, aquí llega el detective privado».

Roger Bartlett abrió la puerta. Se le notaba más cómodo, pero no más contento que por la mañana: zapatillas deportivas azules, bermudas y una camiseta interior blanca y sin mangas. Sostenía un vaso de lo que parecía una tónica con ginebra, aunque, por el olor de su aliento, debía de llevar muchas más en el estómago.

—Pase, pase. ¿Le apetece algo para combatir el calor? ¿Una cerveza helada? ¿Un licor? ¿Qué me dice? —Hizo un gesto como midiendo unos cinco centímetros con el pulgar y el índice mientras se encaminaba a la cocina.

Lo seguí. Era una cocina enorme con una gran mesa de madera de arce teñido y patas de caballete emplazada junto a las ventanas traseras. Al lado de Margery Bartlett, un policía bebía una lata de cerveza Narragansett de medio litro sentado a la mesa. Lucía galones dorados en los hombros, en las mangas y en la gorra con visera que tenía junto a sí. Llevaba una cuarenta y cinco con cachas de nácar en un cinturón Sam Browne. La correa trazaba un surco en su gran estómago y la camisa de color azul oscuro del uniforme le tiraba mucho de los hombros. El sudor le dibujaba surcos en los sobacos y en la espalda. Apenas lucía pelo en los brazos bronceados, y la cara, grande y redonda, era de color rojo brillante, pero tenía dos círculos blancos alrededor de los ojos —pequeños y de color azul pálido— allí donde le protegían las gafas de sol. Hacía poco que se había cortado el pelo, de ahí que una línea blanca le rodeara las orejas. Era cuellicorto y parecía que la cabeza emergiera directamente de los hombros. Le dio un trago largo a la cerveza y eructó suavemente.

—Me tomaría una lata de cerveza —dije.

Bartlett sacó una de la enorme nevera de color amapola y me preguntó:

—¿Quiere un vaso?

—No, gracias.

La cocina estaba panelada con madera gris y la encimera, de unos siete centímetros de grosor, parecía más bien una tabla de picar. Los armarios y los electrodomésticos eran de color rojo, y estos últimos se hallaban empotrados en la pared de ladrillo que había frente al mirador. Una gran campana de cobre descansaba sobre los fuegos de la cocina y en la pared de ladrillo colgaban sartenes de cobre que parecían aún por estrenar. El suelo era de baldosas cuadradas, grises y rojas, y una alfombra oval trenzada a mano de color azul y rojo cubría gran parte del mismo. Las sillas que rodeaban la mesa eran de madera, con brazos y el respaldo bajo, y había unos taburetes rojizos de arce junto a la encimera. Me senté en uno de ellos y abrí la cerveza con un chasquido.

—Señor Spenser, le presento al comisario de la policía local, el jefe Trask —dijo la señora Bartlett—. Trabaja en el caso.

Hablaba demasiado alto y, mientras se dirigía a mí, señaló con el vaso a su marido. Trask inclinó la cabeza a modo de saludo. El señor Bartlett le rellenó el vaso a su esposa con una botella de ginebra Beefeater de dos litros que había sobre la encimera, le añadió una rebanada de lima, un poco de hielo y tónica Schweppes y se lo dejó sobre la mesa, frente a ella.

—Spenser, me gustaría dejar algunas cosas bien claras cuanto antes —soltó Trask.

—Franqueza —respondí—, ante todo, franqueza. No puede ser de otra manera.

Me observó durante un largo rato sin decir nada. Luego, preguntó:

—¿Me estás dando un consejo, chico?

Con treinta y siete años, no estaba acostumbrado a que me llamasen «chico».

—No, señor —respondí—. Todo el que me conoce le dirá que me encanta la franqueza. Pero no vuelva a mirarme de esa forma, porque se me atraganta la cerveza.

—Sigue así y verás lo complicado que se te pone todo. ¿Me has entendido?

Bebí un poco más de cerveza. Es de lo que mejor se me da.

—A ver, ¿cuáles son esas cosas que quiere dejar bien claras cuanto antes?

Me lanzó una mirada de esas que matan.

—En cuanto Rog me ha dicho que te había contratado, he llamado a algunas personas que conozco en la oficina del fiscal... y me han contado ciertas historias que no me han gustado.

—Seguro.

—Entre ellas, que te crees muy chulo y que actúas como si partieras la pana. Que no siempre cooperas con las autoridades locales.

—¡Dios, esperaba que eso no saliera a la luz!

—Te voy a decir una cosa ahora mismo, chico: aquí, en Smithfield, vas a colaborar. Vas a estar en comunicación continua con mi departamento y tu labor la va a supervisar mi gente o te daré una patada en el culo... disculpa, Marge... y te enviaré a Boston de vuelta. ¿Lo has entendido?

—¿Cuánto tiempo lleva ensayando esa mirada? —le respondí.

—¿Eh?

—Me refiero a si practica cada día delante del espejo. ¿O es algo que, una vez lo aprendes, ya nunca se olvida, como montar en bici?

El comisario pegó un manotazo en la mesa. Los cubitos de hielo del vaso de Margery tintinearon.

—George, por favor —dijo la mujer.

—Esto no nos lleva a ningún lado... a ningún lado —comentó Roger Bartlett.

Afuera aún se oía el murmullo de la cortadora de césped eléctrica mientras pelaba la parte más alejada de la parcela de cinco mil metros cuadrados. Trask cogió aire profundamente con gesto de paciencia y dijo:

—Rog, dame otra cerveza.

Bartlett sacó dos cervezas de la nevera y le acercó una a él y otra a mí, a pesar de que yo no había bebido todavía ni la mitad de la primera.

—¿Qué es lo que tiene, jefe?

—Todo lo humanamente posible. Hemos cubierto todas las opciones. El chico ha escapado y no hay forma de dar con él. Yo diría que, a estas alturas, podría estar tanto en Nueva York como en California.

—¿En qué se basa para hacer esa suposición?

—En que no se halla por la zona. Si lo estuviera, ya habríamos dado con él. —Trask le dio un trago a la lata.

—¿Qué se llevó cuando se fue?

—Su mascota llamada no sé qué —respondió la mujer—. Una cobaya.

—Sí, una cobaya —repitió Trask—. Solo se llevó eso y lo puesto. ¿Acaso no te lo han contado ya los Bartlett?

—¿Cómo iba vestido?

—Camisa azul de manga corta, pantalones caqui y zapatillas blancas.

—¿Se llevó comida para la cobaya?

—¿Comida? —Trask me miraba como si estuviese loco.

—Sí, comida. ¿Se llevó comida para la cobaya?

Trask miró a Margery Bartlett.

—No lo sé —respondió ella—. Yo no me encargo de ese animal. —E hizo un gesto de desagrado—. Qué bichos tan sucios. ¡Los odio!

Miré al marido, que negó con la cabeza.

—No lo sé.

—¿Y qué más da? Ese bicho no nos importa lo más mínimo, estamos buscando al chico. Me da igual si el ratón ese come mejor o peor.

—Bueno, si al chico le importa tanto como para venir a recogerla antes de marcharse, no se iría sin comida, ¿no? ¿Saben si llevaba una mochila, una caja o algo así?

Los tres se quedaron en blanco.

—La camisa que llevaba, ¿tenía un bolsillo grande, lo suficientemente grande como para que cupiera el animal?

—No —respondió Roger Bartlett—. La metí en la lavadora el día antes de que se fuera y me fijé en que no tenía bolsillos. Siempre miro en los bolsillos antes de meter la ropa en la lavadora, ¿sabe?, porque los chicos siempre olvidan cosas en ellos que, luego, se estropean con el agua. Por eso estoy seguro, ¿sabe?

—De acuerdo —respondí—. A ver si descubrimos si cogió comida para la cobaya o algo para llevarla. Si te marchas a Nueva York o a California, no es muy probable que quieras ir con una cobaya en la mano todo el rato. No la puedes llevar en el bolsillo del pantalón ni tampoco le vas a comprar una hamburguesa con queso en un local de comida rápida.

—Vamos —dijo el padre mientras asentía.

De la cocina pasamos a un vestíbulo central desde el que arrancaba la escalera principal. Era tan ancha como para subir con un todoterreno por ella. En el rellano, donde giraba, un ventanal se alzaba del suelo al techo, y por él se veía la piscina de color azul brillante. Bordeando el ventanal había una planta trepadora cuyas enormes flores azules en forma de trompeta oscurecían algunas de las luces con que se iluminaba dicho ventanal.

La habitación del chico se hallaba en la parte frontal de la primera planta y daba al amplio jardín delantero y a la silenciosa calle curva que había más allá. La cama estaba pegada a la pared más distante. Era una típica cama baja y sin cabecero que las tiendas de muebles se empeñan en llamar «de estilo hollywoodiense». Estaba cubierta por un edredón rojo y negro, mientras que en el suelo había una alfombra trenzada a juego y, en las ventanas, cortinas del mismo material. A la izquierda de la puerta, según se entraba al cuarto, una mesa empotrada cruzaba de lado a lado la pared bajo la cual se encontraban los cajones del escritorio. La mesa estaba llena de libros, papeles y algunos lápices, y contenía una jaula para mascotas hecha de plástico transparente, con la base naranja también de plástico. El bebedero de agua descansaba casi lleno en una ranura y en el comedero aún quedaba alimento. La puerta de metal perforado estaba abierta y la jaula, vacía. Junto a ella había una caja de zapatos de cartón con una tapa. Bartlett la abrió. Dentro encontramos un paquete de pienso para cobayas, otro de chucherías y una caja de cartón azul con una asa y el dibujo en tonos amarillos de una cobaya con cara satisfecha.

—Esa es la caja que te dan en la tienda de animales para que traigas la cobaya a casa. Kevin la usaba para trasladar la cobaya de un lado para otro —comentó el padre.

Los dos paquetes de comida, ambos abiertos, y la cajita de transporte ocupaban todo el interior.

—¿Saben si falta comida?

—No lo parece. Aquí es donde la guardaba y, por lo que veo, ahí sigue.

Miré en derredor. La habitación estaba muy limpia. Un par de mocasines marrones se alineaban ordenados bajo la cama junto a un par de pantuflas azules de tela, ambos escrupulosamente paralelos entre sí. En la mesita de noche había una lámpara de lectura y una pequeña radio roja, nada más. En el lado más alejado de la mesa empotrada descansaba un televisor portátil de color marrón y beis; y encima de este, bien enderezada con una de las esquinas, una guía de programación. Abrí el armario. La ropa estaba colgada ordenadamente, cada prenda en su percha, cada camisa abotonada, cada pantalón bien doblado para que no se arrugara. Lo único que había en el suelo era un par de botas de la marca Frye.

—¿Quién le ordena la habitación?

—Lo hace él mismo —respondió el padre—. Es pulcro, ¿eh? Nunca he visto un chiquillo como él. Ni que estuviera obsesionado con la limpieza, ¿eh?

Asentí y empecé a registrar los cajones. Estaban igual de limpios y ordenados que el resto de la habitación. La ropa interior doblada, los calcetines recogidos en un rollo, seis polos de diferentes colores doblados con las mangas debajo. Dos de los cajones estaban vacíos.

—¿Qué había en estos cajones?

—Creo que nada. Me parece que no guardaba nada en ellos.

—¿Está seguro?

—No. Como le he dicho, era él quien se encargaba de su habitación.

—¿Lo sabrá su esposa?

—No.

—De acuerdo.

Rebusqué por la habitación por si había algún compartimento secreto o alguna nota escrita en clave o rayada en el cristal con una punta de diamante. Pero fue en vano. De hecho, en la habitación no había nada más: ni pósteres, ni fotos de mujeres desnudas, ni marihuana, ni pelotas de béisbol autografiadas por Carl Yastrzemski. Era como un dormitorio de muestra en una tienda de muebles: limpio, simétrico, conjuntado y vacío.

—¿Qué está buscando?

—Cualquier cosa. Pero no lo sé hasta que lo veo.

—¿Ya ha terminado?

—Sí. —Y volvimos a la planta baja.

Cuando entramos en la cocina, Trask se hallaba junto a la encimera, preparándole otra ginebra con tónica a Marge Bartlett. Sobre la mesa, frente a la silla del policía había otras dos latas de cerveza vacías y la mujer cada vez hablaba más alto.

—Lo representamos ante un grupo de chavales de instituto, en Bolton —decía—, y la acogida fue fantástica. Si le das a un chico la oportunidad de ver un drama creativo, responde.

Trask eructó, pero esta vez lo hizo más abiertamente que la anterior.

—Disculpa, Marge —dijo.

—La Narragansett tiene mucho gas —comentó Roger Bartlett—. Es una cerveza con muchísimo gas. No sé por qué la compro. Tiene demasiado gas, ¿sabe?

Bartlett se sirvió otra ginebra con tónica mientras hacía aquel comentario y yo abrí la segunda lata de cerveza y le di un sorbo. «Demasiado gas», pensé.

Marge Bartlett se puso en pie y se golpeó la cadera contra la esquina de la mesa al hacerlo. Cruzó la cocina en mi dirección con un cigarro sin encender en los labios y se acercó demasiado a mí.

—¿Tienes una cerilla? —me preguntó.

—No.

Apoyaba los muslos contra mí, que estaba sentado en uno de los taburetes, y el olor a alcohol de su aliento era muy fuerte. Me preguntaba si la ginebra también sería demasiado gaseosa. Me miró por el rabillo del ojo con los párpados a media asta y se dirigió a su marido.

—Rog, ¿por qué no tienes unos hombros como los del señor Spenser? Seguro que, si se quita la camisa, tiene un torso maravilloso. ¿Es así, señor Spenser? ¿Tiene un torso maravilloso? —El cigarro apagado subía y bajaba al compás de sus palabras.

—Sí, pero no me gusta quitarme la camisa porque la metralleta me raspa la piel.

Durante unos instantes, se quedó estupefacta, hasta que Trask le acercó un Zippo encendido y ella chupó del cigarro para encenderlo. Después, inhaló profundamente y exhaló el humo por la nariz sin quitarse el cigarro de la boca. Me apretó el bíceps con la mano derecha y exclamó:

—Ooooooh...

—¿Ha visto muchas películas de Marlene Dietrich últimamente? —le solté.

De nuevo se quedó atónita. Dio unos pasos atrás y cogió su bebida.

—Tengo que ir a hacer pis —dijo mientras se alejaba en dirección al cuarto de baño con lo que supuse que pretendía ser un contoneo seductor.

Apuré la cerveza.

—¿Has encontrado algo, Sherlock? —me preguntó el jefe Trask.

Negué con la cabeza y me dio la impresión de que le satisfacía la respuesta.

—Lo sabía. No somos una comisaría grande, pero nos han entrenado con técnicas modernas y somos muy, pero que muy disciplinados.

—Pero yo diría que el chico está aún por la zona —le dije—. O que se ha ido con alguien.

—Porque tú lo digas.

—No creo que tuviera pensado hacer un viaje largo con una cobaya en la mano, sin comida ni tampoco la caja donde acostumbraba a llevarla... sin bolsillos siquiera. Puede que bajara de un coche que se quedó esperando a que recogiera la cobaya y que se marchara después. Puede que haya hecho un viaje corto con la cobaya, pero no uno largo. Es un chico muy pulcro; su habitación está ordenada al milímetro. No tiene sentido que se olvidase la comida y el transporte de la mascota.

—Tiene razón —dijo el señor Bartlett—, nunca lo haría. No es un comportamiento típico de Kevin. A menos que sea como usted dice, Spenser. Nunca lo haría, no.

Más allá de la cocina se oyó la cisterna de un inodoro, una puerta que se abría y, poco después, Marge Bartlett entró en la cocina.

—Spenser piensa que Kevin no está muy lejos —le comentó el marido—. Dice que no es lógico que se haya ido muy lejos sin algo de ropa, sin comida ni transporte para la cobaya.

La mujer apuró el resto de la bebida de un trago y empezó a hacer gestos con el vaso vacío de forma indiscriminada. Trask se levantó como si tuviera un resorte.

—Yo me encargo, Marge —dijo—. Rog, siéntate, yo me encargo.

—¿Qué opina, señora Bartlett? —pregunté—. ¿Le parece que su hijo se marcharía sin haber hecho algún tipo de preparativo?

—Marge —soltó—. Llámame Marge.

Trask le acercó otra bebida y tomó otra lata de cerveza de la nevera.

—Dios, será mejor que corte algo más de lima —dijo el marido—, un gin-tonic sin lima es como un beso sin achuchón, ¿eh? Es decir que si no lleva la maldita lima es como un beso sin achuchón, ¿no?

Marge Bartlett cogió otro cigarro y se lo llevó a la boca. Tenía unos diseños florales y Trask se agachó, Zippo en mano, para encendérselo. El mechero llevaba grabado el planeta con el ancla, el emblema del Cuerpo de Marines. Seguro que no tenía aquella tripa treinta años atrás, en Parris Island.

—¿Lo cree así, Marge?

—¿Que si creo el qué?

—Que si su hijo se marcharía sin haber hecho algún tipo de preparativo.

—Tienes razón. Es como su puto padre. Tan cuidadoso, tan ordenado. Todo tiene que estar alineado. No como yo. Que soy espontánea. ¡Espontánea! ¿Ha leído el poema de Whittier?

—De Whitman —respondí.

—Sí, disculpa, de Whitman, claro está. Sea como fuere, soy espontánea, actúo por impulso, suelto improperios, voy a uno y otro lado, ¡hago de todo! La mayoría de las personas creativas somos así, creo... Pero Kevin, no. Es como un viejo. Como su padre. Como si tuvieran un palo metido por el culo. La cena se sirve a las seis, platos sencillos, carne asada, judías cocidas. Cocinaría si comiesen algo creativo, a lo Julia Child, algo así, pero ellos siempre quieren lo mismo: filete o hamburguesa. ¡Que se vayan a la mierda! ¡Que se lo hagan ellos! Ahora bien, si me pidieran ternera al vino con cerezas...

—¡No me jodas! —le cortó su marido—. ¡De creativa nada, lo que eres es una vaga! ¡No has cocinado nada en los últimos cinco años! ¿¡Ternera al vino!? ¡Mis cojones!

—Oye, Rog, esa no es manera de hablarle —le reprendió Trask—. Además, Marge cocina muy bien para las fiestas y las recepciones.

—Venga, hombre. Todo eso lo traen de un servicio de comida que me cuesta un ojo de la cara.

—Serás cabrón... —dijo ella—. Lo único que te importa es el dinero. Si crees que puedo ir a clases de interpretación, de danza moderna y de escultura todo el día al tiempo que intento mantenerme joven e interesante para ti y agradable para los niños y que, encima, cuando llegue a casa, prepare una fiesta de la que estés orgulloso...

—¡Qué huevos tienes! ¡A ti no te importamos una mierda ni yo ni nadie que no seas tú misma!

—Parad ahora mismo —dijo Trask—. ¡Parad ahora mismo, joder!

Me levanté del taburete y saqué otra lata de cerveza de la nevera. Las neveras de color amapola no son habituales. Me dirigí a la puerta trasera, la abrí y salí. El labrador estaba tumbado con la lengua fuera junto a los escalones. Me senté a su lado y abrí la cerveza. La puerta tenía un muelle así que, mientras este se cerraba lentamente, oí que Marge Bartlett gritaba «¡Mierda!» a voz en cuello.

Le di un sorbo a la lata y le rasqué la oreja al perro, que empezó a golpear el suelo del porche con la cola. El sonido del cortacésped se apagó y un minuto después una chica salía del garaje y avanzaba hacia la casa. No vio que estaba sentado en la escalera de atrás porque se dirigió a la parte de enfrente. Al cabo de nada, oí cómo la puerta delantera se abría y se cerraba.

Bebí un poco más de cerveza. En mitad del jardín de enfrente, más allá de las hortensias, había un enorme manzano en flor. Era tarde para que floreciera, pero las hojas se mostraban de color rojizo tirando a verde, y habían empezado a formarse las primeras manzanitas. Petirrojos y gorriones y una oropéndola de Baltimore revoloteaban entre las ramas del árbol con un parloteo bastante ruidoso. Imaginé que perseguían el fruto verde. No veía una oropéndola de Baltimore desde que era niño.

Nuevamente, oí que la puerta delantera se abría y cerraba; la chica dobló la esquina de la casa en bikini con una toalla en la mano. Debería de tener unos trece o catorce años y ya apuntaba tímidamente formas de mujer. Me aseguré de no observarla con lascivia. Hay una línea que jamás se ha de cruzar y la mía está trazada arbitrariamente en los dieciséis años. Mientras pasaba por delante de mí, miró al suelo y no dijo nada. El labrador se puso en pie y la siguió. La observé mientras se alejaba camino de la piscina. Al rato, doblaron la esquina y desaparecieron de mi vista. Oí dos chapuzones y los sonidos de alguien que nadaba. Terminé la cerveza. Consulté el reloj: eran casi las cuatro y media. Dejé la lata en la barandilla del porche, seguí el camino de ladrillos, subí al coche y conduje de vuelta a Boston.

Dios salve al muchacho

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