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A las ocho de la mañana siguiente, estaba corriendo a lo largo del río Charles. Desde la carpa de conciertos en la explanada hasta el puente de la Universidad de Boston había tres kilómetros y siempre intentaba hacer la ida y la vuelta en unos cuarenta minutos. Nunca resultaba divertido, pero aquella mañana fue especialmente duro porque llovía a cántaros. Por lo general suelen acompañarme otros deportistas pero, esa mañana, corría yo solo. Vestía un pantalón de chándal y una sudadera de nylon con capucha, pero estaba calado hasta los calzoncillos y las gotas de lluvia me aguijoneaban la cara. Cuando volvía a mi apartamento de Marlborough por la calle Arlington me di cuenta de que el sudor se me había concentrado a la altura de la rabadilla porque la parka que llevaba era impermeable.

Antes de salir a correr había dejado preparándose el café, que estaba listo a mi regreso, pero no me serví una taza todavía. Primero me dirigí a la ducha. Estuve mucho rato bajo el agua, me di mucho jabón y mucho champú. Me afeité a conciencia en la propia ducha —había colgado un espejo dentro para poder hacerlo— y me aclaré la cara. Luego me puse unos pantalones deportivos de color gris claro y unas botas negras con la caña por encima del tobillo, y me encaminé a la cocina.

Una vez allí, corté dos tomates a rodajas y los espolvoreé con pimienta y romero, los rebocé en harina y los coloqué en una sartén sobre un lecho de aceite para que se frieran. Puse un bistec pequeño en la parrilla y saqué de la nevera un pan ácimo de pita. Mientras cocinaba el bistec y los tomates, bebí la primera taza de café —con crema y dos azucarillos— y comí un bol de moras que había comprado en una granja a mi regreso del Cabo con una chica que había conocido. Cuando estuvieron listos, desayuné, metí los platos en el lavavajillas, me lavé la cara y las manos, guardé la pistola en el bolsillo derecho trasero, me puse una camisa vaquera limpia de manga corta y me la dejé por fuera para que cubriera el arma. Estaba listo. Había hecho ejercicio, me había aseado, había comido y estaba armado, ¡alerta incluso por si aparecía un dragón! Cogí una trinchera blanca que me había regalado una amiga y que, según ella, me hacía más alto. Me la puse y me fui a por el coche.

Llovía a raudales mientras me internaba por el paseo Storrow camino de Smithfield. Los limpiaparabrisas apenas si eran capaces de deshacerse de toda el agua y algunas alcantarillas estaban inundadas y empezaban a anegar los pasos subterráneos.

Me detuve en una licorería de estilo colonial pintada de blanco que había en el centro de Smithfield y pregunté cómo llegar al instituto. El lugar estaba alejado del centro del pueblo, ubicado en un barrio de casas amplias. Tenía un campo de fútbol americano detrás y unas canchas de tenis aún más allá. Seguí una señal que decía «Estacionamiento de visitantes» y aparqué entre un Volvo naranja y un monovolumen Pinto de color azul. Me subí el cuello de la trinchera, salí del coche y eché a correr hasta la entrada principal.

En las paredes del gran vestíbulo varias vitrinas exponían material gráfico hecho por los alumnos. A la izquierda había una habitación acristalada en cuya puerta se leía «Administración» y un poco más abajo, y en letras más pequeñas, «Recepción». Entré y hablé con una señora regordeta de mediana edad con una permanente de rizos muy cerrados. Le comenté que quería hablar con el director.

—Esta mañana está en una conferencia. Quizás el subdirector, el señor Moriarty, pueda ayudarlo.

Le dije que me parecía bien, me preguntó el nombre y desapareció en un despacho. Volvió al cabo de un rato y me hizo un gesto para que entrase.

El señor Moriarty era un irlandés con la cara roja, la tripa descolgada y el cuello de toro. Vestía un traje azul oscuro de sarga sin hombreras y con las solapas estrechas, una camisa blanca abotonada hasta arriba y una corbata negra y estrecha de punto.

«Zapatos con cordones —pensé—. Pero no de corte inglés, sino de punta recta y calcetines blancos». Deseé que hubiera alguien con quien apostar. Cuando me vio entrar, se levantó y me tendió la mano.

—Soy el señor Moriarty, el subdirector. —Nos estrechamos la mano.

Tenía el pelo castaño y sorprendentemente largo, con el flequillo recto —como uno de esos cortes afrancesados— y le caía hasta los hombros por encima de las orejas. A la moda. Le di mi tarjeta. La leyó y enarcó las cejas.

—Detective privado, ¡vaya! Yo fui policía militar, ¿sabe? En Alemania, después de la guerra. Estuve destacado en Stuttgart.

—Estoy investigando la desaparición de uno de sus alumnos: Kevin Bartlett. Me preguntaba si podría contarme algo de él que me sirviera de ayuda.

Frunció el ceño.

—Todo eso ya lo hemos hablado con el jefe Trask. No sé qué más añadir a lo ya dicho.

—Cuénteme qué le dijo. A veces, una aproximación diferente puede ser útil.

—¿Sabe el jefe Trask que está usted por aquí? Es decir... no me gustaría incurrir en algún conflicto ético ni nada por el estilo. Al fin y al cabo, el jefe Trask es... bueno... el jefe.

—No solo sabe que estoy aquí, sino que no tengo intención de ponerlo en ningún compromiso ético. Únicamente quiero que me hable del chico.

—Pues es un estudiante bastante brillante, la verdad. Viene de buena familia. Su padre dirige una empresa de construcción. Una buena familia, sí. Llevan mucho tiempo en el pueblo. La casa que poseen en Loma Apple es muy bonita.

—Lo sé, he estado allí, pero me interesa que me hable del chico. ¿Cómo es? ¿Tiene algún problema de conducta? ¿Cuenta con muchos amigos? ¿Quiénes son? ¿Cómo son? ¿Toma drogas? ¿Bebe? ¿Tiene novia? ¿Hay algún profesor a quien esté más apegado? ¿Por qué cree que ha escapado? Ese tipo de cosas. Me alegro de que sea de buena familia pero, ahora mismo, se trata de conseguir que vuelva con ella.

—Eso es mucho pedir y, además, yo no tengo muy claro que esté autorizado a compartir esa información con usted.

—Ese «yo» sobra.

—¿Disculpe?

—El verbo ya marca el sujeto.

Perdió un poco las formas.

—Mire, no necesito que un maldito detective privado corrija mi gramática. No estoy obligado a contarle nada. Si piensa que puedo estar todo el día de cháchara con usted y que no tengo mejores cosas que hacer, se equivoca.

—En realidad, se expresa usted muy bien, pero no he venido a discutir, sino a buscar ayuda. ¿Se mete el chico en problemas?

—A veces se pone un poco insolente, especialmente con las profesoras. Pero solo lleva aquí un año. Este es el inicio de su segundo año de instituto y no lo conocemos muy bien. Quizá sea mejor que hable con el señor Lee, el director del colegio del que vino. —Consultó su reloj—. O quizá, ya que está aquí, quiera hablar con la señora Silverman, del Departamento de Orientación. Tal vez ella sepa algo más.

«La has hecho buena, Spenser. Te ríes de su gramática y, ahora, el tipo se ha cerrado en banda y no quiere hablar». Puede que tuviera que aprender a mantener la boca cerrada; al fin y al cabo, me lo decía mucha gente. Moriarty se levantó y me acompañó a la puerta. Miré hacia abajo. ¡Bingo! Zapatos con cordones de punta recta. Sin brillo. Y calcetines blancos. Perfecto.

—El despacho de la señora Silverman es la tercera puerta que hay a la derecha de este mismo pasillo. Pone «Orientación», no tiene pérdida.

Le di las gracias y me dirigí adonde me había indicado. A la izquierda había taquillas y a la derecha, puertas con cristal esmerilado. En la tercera se leía «Orientación». Entré. Aquello era como la sala de estar de un médico: una mesita baja en el centro, una especie de revistero en una de las paredes, una recepcionista enfrente y tres puertas en la pared de la izquierda que parecía que dieran paso a salas de reconocimiento. El revistero estaba lleno de panfletos de universidades y encima de la mesita los había sobre salidas profesionales y salud. La recepcionista estaba mucho mejor que Moriarty. Era pelirroja, muy morena y tenía un buen par de razones bajo la blusa sin mangas de color verde lima. Le dije que me enviaba el subdirector para hablar con la señora Silverman.

—Ahora mismo está con un estudiante. ¿Le importa esperar un momento, por favor?

Cogí algunos de los folletos sobre perspectivas profesionales: Enfermería, Fuerzas Aéreas, técnicos electricistas. ¿Tendrían alguno de detectives privados? Los miré todos. No, ninguno. Se abrió la puerta del despacho de la orientadora y salió un chico delgado con el pelo por los hombros y la cara llena de acné.

—Gracias, señora Silverman —musitó y salió de la oficina a toda prisa.

La secretaria y sus razones se pusieron en pie y entraron en el despacho de la otra mujer. Al rato salieron y la secretaria me dijo:

—Ya puede pasar.

Dejé en la mesita el folleto Oportunidades en la Administración Pública y entré. Susan Silverman no era guapa, pero tenía algo; algo físico que hacía que las razones que había bajo la blusa de color verde lima sin mangas de la secretaria ya no parecieran tan convincentes. Morena y con el pelo por los hombros, con una de esas caras judías afiladas y oscuras de pómulos altos y negros ojos. Era alta, le faltaría muy poco para el metro setenta. Me resultaba complicado estimar su edad, pero presentía en ella una especie de madurez inteligente que la ponía por encima de los treinta, como yo.

—Adelante, señor Spenser. Soy Susan Silverman.

Salió de detrás de su escritorio y nos dimos la mano. Iba vestida con una blusa negra de seda con las mangas acampanadas y pantalón blanco. Llevaba el botón del cuello desabrochado y advertí una fina cadena de plata colgando por dentro. Sus pechos estaban muy bien, pero sus caderas eran de escándalo. Cuando le toqué la mano sentí una especie de «clic» en el plexo solar.

Conseguí responder «Hola» sin balbucear y me senté.

—¿Por qué no se quita el abrigo?

—Bueno, es que se supone que me hace más alto.

—¿Sentado?

—No, imagino que sentado no. —Me levanté y me quité la trinchera. La cogió y la colgó en el perchero que había detrás de ella. Su abrigo también era blanco y el mío cubría el suyo. No era gran cosa, pero era un comienzo.

—No creo que necesite parecer más alto, señor Spenser. —Cuando sonreía, era como si se realzase el color de su rostro—. ¿Cuánto mide?

—Uno ochenta y cinco

—¿De verdad? Sorprendente. He de admitir que tampoco parece tan alto.

—¿Ni siquiera con la trinchera?

—Ni siquiera con ella. Se deberá a su anchura de hombros. ¿Hace usted pesas?

—Sí, a veces. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Acaso su marido también levanta peso?

—Exmarido. Sí, jugaba de placador en Harvard y, después, se puso con las pesas.

¡Exmarido! Sentí el «clic» de nuevo. No llevaba alianza. Tenía las uñas pintadas de rojo y un brazalete de plata en la muñeca izquierda. Los pequeños pendientes en forma de espiral que lucía en las orejas hacían juego con el brazalete y la cadena. Se había puesto sombra de ojos azul y el color del pintalabios también era rojo, como el de la laca de uñas. Sus dientes eran rectos y blancos, ligeramente prominentes. Le brillaba el pelo y llevaba un corte «a lo paje», como decíamos cuando íbamos a la universidad. Alrededor de los labios tenía unas finísimas arrugas de expresión.

—¿En qué puedo ayudarlo?

Me di cuenta de que me había quedado observándola.

—Intento dar con Kevin Bartlett. —Le entregué una de mis tarjetas—. El señor Moriarty me ha dicho que quizás usted pueda contarme algo acerca de él.

—Entonces, ¿ya ha hablado con el señor Moriarty?

—Por llamarlo de alguna manera. Me ha parecido muy cauteloso.

—Sí, lo es. Los administradores de los colegios e institutos públicos tienden a serlo. ¿Qué le ha contado de Kevin?

—Que viene de buena familia y que vive en una casa estupenda.

—¿Nada más?

—Nada. Creo que lo he ofendido.

—¿Ofendido?

—Porque ha hecho pucheros y me ha dado una patada en el culo que me ha traído hasta aquí.

Se rio. Su risa sonaba tal y como siempre había imaginado que sabría el hidromiel. Resonante.

—Ha debido de meterse usted con él.

—Bueno... un poco.

—Arthur no acepta bien que se metan con él. En cuanto a Kevin, ¿prefiere hacerme preguntas o que le vaya contando lo que sé y lo que pienso?

—Lo segundo.

—¿Conoce a sus padres? Seguro que sí.

—Sí.

—¿Qué opinión le merecen?

—Mala. Los papeles que deberían representar el uno y el otro están mezclados y alterados, y se faltan al respeto. No existe comunicación entre ambos. Es posible que haya mucho más por detrás, pero solo los he visto en un par de ocasiones. Tengo la impresión de que beben demasiado.

—Sí. Yo los he visto muchas más veces y estamos de acuerdo. Pues bien, Kevin es producto de todo eso. Es un chico muy inteligente, pero padece un cambio de roles, está confuso. Y a los quince años, en plena adolescencia, aún no ha resuelto su complejo de Edipo. Me da la sensación de que tiene dificultades con la identificación de género y graves problemas de hostilidad hacia ambos progenitores por diferentes motivos.

—¿Está sugiriendo que es homosexual?

—No, no tiene por qué, pero creo que puede estar experimentando ciertas inclinaciones ante una madre dominante pero ausente la mayor parte del tiempo y un padre exitoso pero esencialmente pasivo. La fuerza está asociada con la feminidad y la sumisión rencorosa, con la masculinidad. El amor, por el contrario, probablemente no se relacione con ninguno de los dos.

—Creo que solamente estoy entendiendo parte de lo que dice. ¿Sería mucho simplificar si me quedase con la idea de que, debido a que sus padres son como son, no está seguro de si prefiere ser como ella o como él, ahora que está convirtiéndose en un adulto?

Me lanzó una sonrisa luminosa.

—Así es, sí. Pero tenga en cuenta una cosa: esto no es más que una opinión que, además, no está fundamentada en muchos datos. Creo que estoy en lo cierto, pero mi especialidad es la orientación, no la psiquiatría.

—De acuerdo. Siga, ¿qué más puede contarme?

—Anda en malas compañías con un grupo de chicos con los que no tiene nada en común.

—¿Problemáticos?

—No, no en ese sentido. «Marginados» sería el término más adecuado. En el instituto tiene pocos amigos. Pasa la mayor parte del tiempo con unos chavales que han abandonado los estudios. La actitud de esa gente es asocial, si no antisocial, y para un chico que aún no ha superado su complejo de Edipo, no me parece la mejor compañía.

—¿Cree que está con alguno de los de ese grupo?

—Sí.

—¿Sabe con quién?

—No, no estoy segura. Kevin no es muy comunicativo. Ha venido a verme en un par de ocasiones. Tiene «dificultades» con las profesoras. No es fácil de explicar, pero muestra una especie de hostilidad irritante con la que es difícil lidiar.

—¿Por ejemplo?

—Oh, pues como decirle a una de sus profesoras más jóvenes que está muy buena. Si le reprende, pues responde: «Vale, pues no lo estás». Situaciones por el estilo. No son cosas por las que le puedas abrir un expediente disciplinario porque quedarías en ridículo. Es muy inteligente.

—De acuerdo. ¿Puede indicarme qué miembros componen ese grupo que ha mencionado?

—Como ya le he dicho, no es muy comunicativo y actúa con inteligencia. Las veces que hemos hablado, le he sacado que tiene amigos entre los... usted los llamaría «disidentes» locales. Por lo visto, mantiene buena relación con un tal Vic Harroway, pero no sé ni quién es, ni dónde vive. No estoy familiarizada con su situación. Kevin es solo uno de los veinte alumnos con los que hablo al día.

—¿Todos ellos vienen con problemas?

—No; al menos, no de tipo emocional. Algunos solo buscan consejo acerca de la universidad a la que ir, saber cuándo son los exámenes de acceso o que les indique qué deben hacer para conseguir un empleo en donde precisan manejar una excavadora. Pero vienen de cuatro a cinco chavales con problemas emocionales a diario y ni hay tiempo para atenderles como es debido, ni dispongo de la formación suficiente para ello. Lo mejor que puedo hacer es recomendarles a otro de los orientadores o a algún psicoterapeuta.

—¿Les sugirió a los padres de Kevin que fueran a ver a alguno?

—Bueno, les pedí que vinieran a hablar conmigo, pero no lo hicieron. Y no quería sugerirles algo así por carta, de modo que no llegué a plantearles ninguna recomendación.

—¿Y cómo les pidió que vinieran? Es decir, ¿les mandó una carta, los abordó en una reunión de la asociación de padres de alumnos o les envió una nota por mediación de Kevin?

—Llamé a la señora Bartlett y le pedí que viniera a verme con su marido. Me dijo que sí y les di hora, pero no aparecieron. ¿Por qué lo quiere saber?

—Porque ahí hay algo y porque, en mi trabajo, es mejor saber que no saber.

Sonrió. Sus dientes resultaban muy blancos enmarcados por su tez morena.

—Yo diría que en todos los trabajos es así.

Me sentía orgulloso de haber dicho algo inteligente.

Dios salve al muchacho

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