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VE MÁS ALLÁ DE LA MÁSCARA DE LA GENTE

LA LEY DEL JUEGO DE ROLES

La gente se pone la máscara que la haga verse mejor: de diligencia, seguridad, humildad. Dice las cosas correctas, sonríe y se muestra interesada en nuestras ideas. Aprende a ocultar su envidia e inseguridades. Si confundimos esta apariencia con la realidad, jamás conoceremos sus sentimientos verdaderos y en ocasiones su repentina resistencia, hostilidad y manipulaciones nos tomarán desprevenidos. Por fortuna, esas máscaras tienen grietas. Las personas dejan ver sin cesar sus verdaderos sentimientos y deseos inconscientes en señales no verbales, que no pueden controlar por completo: expresiones faciales, inflexiones de voz, tensión corporal y gestos nerviosos. Tú debes dominar este lenguaje y transformarte en un intérprete superior de hombres y mujeres. Armado de este conocimiento, tomarás las medidas defensivas apropiadas. Por otro lado, como la gente te juzga por tu apariencia, aprende a presentar tu mejor fachada y a desempeñar tu papel con gran efecto.

EL SEGUNDO LENGUAJE

Al despertar una mañana de agosto de 1919, Milton Erickson, el futuro pionero de la hipnoterapia y uno de los psicólogos más influyentes del siglo XX, quien tenía entonces diecisiete años de edad, descubrió que algunas partes de su cuerpo estaban paralizadas. En los días siguientes, la parálisis se extendió. Pronto se le diagnosticó polio, casi una epidemia en esa época. Acostado en su cama, oyó que su madre hablaba de su caso en otra habitación con dos especialistas que la familia había llamado. Bajo el supuesto de que Erickson dormía, uno de los médicos le dijo: “Su hijo no llegará a mañana”. La madre entró en la habitación e intentó disfrazar su dolor, sin saber que él había escuchado la conversación. Erickson le estuvo pidiendo que moviera el armario junto a su cama a un lado, luego al otro. Ella pensó que deliraba, pero él tenía sus razones: quería librarla de su angustia y que el espejo del armario quedara justo donde debía. Si él empezaba a perder la conciencia, podría concentrarse en el atardecer que se reflejaba en el espejo y conservar esta imagen lo más posible. El sol retornaba siempre; quizás él también lo haría y desmentiría a los médicos. Horas después cayó en coma.

Recuperó el conocimiento tres días más tarde. Aunque había burlado a la muerte, la parálisis cubría ya todo su cuerpo. Incluso sus labios permanecían inertes. No podía moverse ni gesticular, ni comunicarse con los demás por ningún otro medio. Las únicas partes de su cuerpo que podía mover eran los ojos, lo que le permitía examinar el reducido espacio de su recámara. Confinado en la granja de Wisconsin donde creció, su compañía se reducía a sus siete hermanas, su único hermano, sus padres y una enfermera privada. Para alguien con una mente tan activa, el tedio era insoportable. Un día escuchó a dos de sus hermanas conversar entre ellas y tomó conciencia de algo que no había notado antes. Mientras hablaban, sus rostros hacían toda suerte de movimientos y el tono de su voz parecía tener vida propia. Una le dijo a la otra: “Sí, ésa es una buena idea”, pero lo dijo con un tono uniforme y una sonrisita que al parecer significaban: “No creo que sea en absoluto una buena idea”. Un sí podía querer decir no.

Prestó atención entonces a ese juego estimulante. En el curso del día siguiente contó dieciséis formas distintas de no, que indicaban varios grados de severidad y se acompañaban en todos los casos por expresiones faciales diferentes. Una hermana respondió sí a algo mientras agitaba la cabeza en señal de no; esto fue muy sutil, pero él lo vio. Si la gente decía sí cuando en realidad quería decir no, parecía hacerse evidente en sus gestos y lenguaje corporal. En otra ocasión vio de reojo que una hermana le ofrecía una manzana a otra, cuando la tensión en su rostro y rigidez de sus brazos señalaban que ese acto se reducía a mera cortesía y que en realidad deseaba conservarla para sí. Pese a que la otra hermana no captó esa insinuación, fue muy clara para él.

Incapaz de participar en conversaciones, Erickson se descubrió absorto en los gestos de las manos de los demás, sus cejas elevadas, el timbre de su voz y su súbito cruzar de brazos. Notaba, por ejemplo, qué tan a menudo se hinchaban las venas del cuello de sus hermanas cuando se acercaban a él, lo que delataba el nerviosismo que sentían en su presencia. Sus patrones de respiración mientras hablaban le intrigaban y halló que ciertos ritmos indicaban hastío y eran seguidos con frecuencia por un bostezo. El cabello parecía cumplir una función especial en sus hermanas. Un movimiento muy deliberado para echar los mechones atrás señalaba impaciencia: “Ya oí suficiente, ahora cállate, por favor”. En cambio, un lance más rápido e inconsciente indicaba que estaban absortas.

Atrapado en su lecho, su oído se volvió más agudo. Ahora captaba conversaciones enteras de la otra habitación, donde la gente no intentaba montar un espectáculo agradable ante él. Pronto advirtió un patrón peculiar: rara vez los demás eran directos al hablar. Una hermana podía dedicar varios minutos a dar rodeos, insinuando a otra lo que en realidad quería, como pedirle prestada una prenda o que se le ofreciera una disculpa. Su deseo oculto era indicado claramente por su tono de voz, que hacía énfasis en ciertas palabras. Esperaba que la otra la entendiera y le proporcionara lo que quería, pero a menudo sus insinuaciones eran ignoradas y ella se veía forzada a decir expresamente lo que deseaba. Una conversación tras otra adoptaban este patrón recurrente. Muy pronto, se convirtió en un juego para él adivinar, en el menor tiempo posible, qué era lo que su hermana quería decir.

Era como si, en medio de su parálisis, hubiera cobrado repentina conciencia de un segundo canal de comunicación humana, un segundo lenguaje en el que las personas expresaban algo de lo que escondían en su interior, a veces sin darse cuenta. ¿Qué ocurriría si él pudiera dominar las complejidades de ese lenguaje? ¿Cómo modificaría eso su percepción de los demás? ¿Podría extender sus facultades de interpretación a los gestos casi invisibles que las personas hacían con los labios, la respiración y el nivel de tensión en sus manos?

Meses después, un día en que estaba sentado junto a la ventana en un sillón reclinable especial que su familia había diseñado para él, oyó que sus hermanos jugaban afuera. (Aunque había recuperado el movimiento de sus labios y ya podía hablar, su cuerpo seguía paralizado.) Sintió el vivo deseo de acompañarlos. Como si hubiera olvidado momentáneamente su parálisis, hizo el esfuerzo mental de levantarse y por un breve segundo experimentó una punzada muscular en la pierna; era la primera vez en mucho tiempo que sentía un movimiento en su cuerpo. Los médicos le habían dicho a su madre que nunca volvería a caminar, pero ya se habían equivocado antes. Con base en esa simple punzada, decidió hacer un experimento. Se concentraba en un músculo particular de la pierna, recordaba la sensación que había experimentado ahí antes de su parálisis, e intentaba moverlo con todas sus fuerzas mientras imaginaba que funcionaba otra vez. Su enfermera le masajeaba esa área y poco a poco, con éxito intermitente, comenzó a sentir nuevas punzadas y, luego, un ligero movimiento retornaba al músculo. Mediante este lento proceso reaprendió a pararse, después a dar unos pasos, luego a caminar por su habitación y más tarde a salir, cada vez a mayores distancias.

Gracias a su fuerza de voluntad e imaginación, fue capaz de alterar su condición física y recuperar por completo el movimiento. Reparó en que la mente y el cuerpo operan juntos, en formas que apenas conocemos. Deseoso de explorar más esto, decidió seguir la carrera de medicina y psicología, y a fines de la década de 1920 empezó a practicar la psiquiatría en varios hospitales. Pronto desarrolló un método propio diametralmente opuesto al de otros especialistas. Casi todos los psiquiatras en funciones se concentraban en las palabras. Hacían hablar a sus pacientes, y repasar su niñez en particular, con lo que esperaban tener acceso a su inconsciente. Erickson se centraba, en cambio, en la presencia física de la gente como vía de acceso a su inconsciente y su vida mental. Las palabras solían usarse para encubrir, eran una forma de ocultar lo que sucedía. Él hacía sentir cómodos a sus pacientes y detectaba signos de tensiones escondidas y deseos insatisfechos que escapaban de su rostro, voz y postura. Entretanto, exploraba a fondo el mundo de la comunicación no verbal.

Su lema era “Observa, observa, observa”. Con este fin llevaba consigo siempre una libreta, en la que anotaba todas sus observaciones. Un elemento que le fascinaba en particular era el modo de andar de la gente, quizá como un reflejo de la dificultad que había atravesado cuando reaprendió a usar sus piernas. Veía caminar a la gente en cada parte de la ciudad. Prestaba atención a la pesadez del paso: ahí estaba el andar enfático de quienes eran persistentes y resueltos; el paso ligero de los indecisos; la sueltas zancadas de los perezosos; el andar sin rumbo fijo de quien se perdía en sus pensamientos. Observaba de cerca la oscilación extra de las caderas o al altivo que elevaba la cabeza, en muestra de su gran seguridad en sí mismo. Estaba el andar que la gente asumía para esconder alguna debilidad o inseguridad: la exagerada zancada masculina, el despreocupado arrastrar de pies del adolescente rebelde. Tomaba nota de los inesperados cambios en el andar cuando una persona se emocionaba o se ponía nerviosa. Todo esto le proporcionaba abundante información sobre el estado de ánimo y la seguridad de la gente.

Ponía su mesa al fondo del consultorio para que sus pacientes caminaran hacia él. Reparaba en los cambios en su modo de andar entre antes y después de la sesión. Escudriñaba la forma en que se sentaban, el nivel de tensión en sus manos cuando se agarraban de los brazos del sillón y el grado en que lo miraban de frente mientras hablaban, y en cuestión de segundos, sin necesidad de un previo intercambio de palabras, tenía una detallada interpretación de sus inseguridades y rigideces, claramente indicadas por su lenguaje corporal.

En algún momento de su carrera, trabajó en una unidad psiquiátrica en la que, en cierta ocasión, los psicólogos se encontraban perplejos con un hombre de negocios que había amasado una fortuna y perdido todo a causa de la Gran Depresión. Lo único que este señor podía hacer era llorar y mover continuamente las manos de ida y vuelta, desde su pecho. Nadie entendía la fuente de este tic y no sabían cómo ayudar al paciente. Hacerlo hablar no era fácil ni fructífero. Pero tan pronto como Erickson lo vio, comprendió la naturaleza de su problema: con su gesto expresaba literalmente los fútiles esfuerzos que había hecho para salir adelante y la desesperación que esto le producía. Erickson se acercó a él, le dijo: “Su vida ha tenido muchos altibajos”, y alteró el movimiento de sus brazos para que los desplazara de arriba abajo. El hombre se mostró interesado en este nuevo movimiento y lo adoptó como su nuevo tic.

En colaboración con un terapeuta ocupacional, Erickson puso lijas en cada mano del paciente y colocó ante él una tosca pieza de madera. El hombre se entusiasmó pronto con el pulido de la madera y el olor que despedía mientras la lijaba. Dejó de llorar, tomó clases de carpintería y tiempo después comenzó a vender los elaborados tableros de ajedrez que él mismo tallaba. Cuando Erickson se concentró en su lenguaje corporal y alteró sus movimientos físicos, pudo destrabar su mente y curarlo.

Una categoría que le fascinaba era la diferencia en la comunicación no verbal de hombres y mujeres y el hecho de que esto reflejaba una manera distinta de pensar. Era sensible en particular a las peculiaridades de las mujeres, quizás en respuesta a los meses que había dedicado a observar con atención a sus hermanas. Podía diseccionar cada matiz de su lenguaje corporal. Una vez llegó a verlo una hermosa joven, quien le dijo que ya había consultado a varios psiquiatras pero que ninguno de ellos la había convencido. ¿Él sería el indicado? Mientras ella seguía hablando, sin aludir a la naturaleza de su problema, Erickson vio que se quitaba una pelusa de la manga. Tras escucharla y asentir, le hizo un par de preguntas triviales.

Luego, de forma inesperada, afirmó con gran seguridad que él era no sólo el psiquiatra indicado, sino también el único para ella. Desconcertada por esa actitud tan engreída, ella le preguntó por qué lo creía así, a lo que él replicó que debía hacerle una pregunta más para demostrárselo.

—¿Desde hace cuánto —inquirió— se viste de mujer?

—¿Cómo lo supo? —preguntó asombrado el hombre.

Erickson le explicó que lo había observado cuando se quitó la pelusa y no apartó el brazo del área de los senos. Él había visto demasiadas veces ese movimiento como para ser engañado. Además, la firmeza con que dijo que primero lo pondría a prueba y cómo lo había expresado con un ritmo entrecortado, eran decididamente rasgos masculinos. Los demás psiquiatras se habían dejado confundir por la apariencia femenina de ese joven y su voz, que él había trabajado con cuidado, pero el cuerpo no miente.

En otra ocasión, Erickson se encontró con una nueva paciente en su consultorio. Ella le explicó que tenía fobia a volar en avión, pero él la interrumpió y, sin explicar el motivo, le pidió que saliera y volviera a entrar en el consultorio. Aunque de mala gana, ella lo hizo y Erickson estudió atentamente su modo de caminar y la postura que adoptaba después de acomodarse en la silla. Entonces le pidió que le explicara su problema.

—En septiembre viajaré con mi esposo al extranjero y siento un miedo mortal de subirme a un avión.

—Señora —repuso él—, cuando un paciente consulta a un psiquiatra, no puede retener información. Sé algo acerca de usted y debo hacerle una pregunta desagradable… ¿Su esposo está al tanto de su aventura amorosa?

—No —contestó ella, asombrada—, pero ¿usted cómo lo supo?

—Me lo dijo su lenguaje corporal.

Le explicó entonces que había cruzado las piernas en una posición muy tensa, con el pie completamente metido alrededor del tobillo, y que él sabía por experiencia que una mujer casada que sostiene una aventura se sienta de esa forma. Además, ella había dicho “ex-tranjero”, en lugar de “extranjero”, con tono vacilante, como si se avergonzara de sí misma. Y su andar indicaba que era una mujer atrapada en relaciones complejas.

En sesiones subsecuentes, ella llevó a su amante, que también estaba casado. Erickson le pidió ver a su esposa, quien se sentó en la misma forma tensa que la paciente original, con el pie detrás del tobillo.

—Así que usted sostiene una aventura amorosa —le dijo.

—¿Mi esposo se lo reveló?

—No, lo supe por su lenguaje corporal. Ahora sé por qué su esposo sufre dolores de cabeza crónicos.

Pronto trataba a todos, y les ayudó a abandonar sus posturas tensas y dolorosas.

Al paso de los años, las facultades de observación de Erickson se extendieron a elementos de la comunicación no verbal casi imperceptibles. Podía determinar el estado de ánimo de las personas mediante sus patrones de respiración, y al reflejar esos patrones llevaba al paciente a un trance hipnótico y creaba una sensación de gran afinidad. Captaba el habla subliminal y subvocal cuando la gente balbuceaba una palabra de un modo apenas detectable; así era como los adivinos, psíquicos y magos se ganaban la vida. Sabía que su secretaria estaba menstruando por la fuerza con que tecleaba. Adivinaba la profesión de una persona por la condición de sus manos, la pesadez de su andar, la manera en que inclinaba la cabeza y sus inflexiones de voz. A pacientes y amigos les daba la impresión de que Erickson poseía poderes psíquicos, porque no sabían cuánto tiempo y esfuerzo había invertido en estudiar todo aquello hasta dominar ese segundo lenguaje.

Interpretación

Su súbita parálisis le abrió a Milton Erickson los ojos no sólo a una forma diferente de comunicación, sino también a un modo totalmente distinto de relacionarse con los demás. Cuando escuchaba a sus hermanas y recogía información adicional de sus rostros y voces, registraba esto no sólo con sus sentidos, también sentía algo de lo que estaba sucediendo en la mente de ellas. Tenía que imaginar por qué decían sí cuando en realidad querían decir no, y esto lo llevaba a sentir por un momento algunos de sus deseos encontrados. Debía ver la tensión en su cuello y registrarla físicamente como una tensión en él para comprender por qué se sentían incómodas en su presencia. Descubrió de esta manera que la comunicación no verbal no puede experimentarse a través del pensamiento y la traducción de los pensamientos a palabras, sino que debe sentirse físicamente cuando uno se involucra con las expresiones faciales o las posiciones cerradas de los demás. Es una forma de conocimiento distinta, enlazada con la parte animal de nuestra naturaleza y que implica a las neuronas espejo.

Para dominar este lenguaje, Erickson tenía que relajarse y refrenar su necesidad de clasificar lo que veía o interpretarlo con palabras. Debía acallar su ego: pensar menos en lo que él quería decir y dirigir su atención afuera, al otro, para ponerse en sintonía con sus variables estados de ánimo, indicados por su lenguaje corporal. Como él mismo lo descubriría después, esa atención lo cambió. Lo volvió más alerta a las señales que la gente emite sin cesar y lo transformó en un actor social superior, capaz de vincularse con la vida interior ajena y de desarrollar más afinidad con los demás.

A medida que progresaba en su transformación, notó que la mayoría sigue la dirección opuesta: cada vez está más ensimismada y es poco observadora. Le agradaba acumular anécdotas laborales que lo demostraban. Por ejemplo, una vez pidió a un grupo de pasantes en el hospital donde trabajaba que observaran a una anciana hasta que descubrieran cuál era la enfermedad que la tenía postrada en cama. La miraron en vano durante tres horas; ninguno reparó en el hecho de que le habían amputado las dos piernas. Igualmente, muchas de las personas que asistían a sus conferencias se preguntaban por qué jamás usaba el extraño apuntador que llevaba en la mano como parte de su presentación; no observaban su notable cojera y su necesidad de un bastón. En opinión de Erickson, la hostilidad de la vida hace que la mayoría de la gente se vuelque en su interior; así, no le queda espacio mental para observar y el segundo lenguaje pasa inadvertido.

Comprende: somos el animal social más eminente del planeta y nuestro éxito y supervivencia dependen de nuestra capacidad para comunicarnos con los demás. Se calcula que más de sesenta y cinco por ciento de la comunicación humana es no verbal, pero la gente capta e interioriza apenas cinco por ciento de esa información. En cambio, casi toda nuestra atención social está concentrada en lo que la gente dice, lo cual suele servir para esconder lo que en realidad se piensa y siente. Las señales no verbales nos dicen lo que la gente trata de enfatizar con sus palabras y el subtexto de su mensaje, los matices de la comunicación. Revelan lo que oculta, sus deseos verdaderos. Reflejan de inmediato su estado de ánimo y emociones. Pasar por alto esta información es operar a ciegas, invitar el malentendido y perder incontables oportunidades de influir en los demás por no notar los signos de lo que en verdad desean o necesitan.

Tu tarea es sencilla: primero debes reconocer tu ensimismamiento y lo poco observador que eres; esta admisión te motivará a desarrollar las habilidades de la observación. Segundo, debes comprender, como Erickson, la naturaleza distinta de esta forma de comunicación; esto requiere que abras tus sentidos y te relaciones más con los demás en el nivel físico, que absorbas su energía física y no sólo sus palabras. No te limites a observar su expresión facial, regístrala por dentro, para que la impresión permanezca en ti y se comunique. Conforme enriquezcas tu vocabulario de este lenguaje, serás más capaz de correlacionar un gesto con una emoción. Conforme tu sensibilidad aumente, notarás cada vez más lo que antes pasabas por alto. Descubrirás además una nueva y más profunda manera de relacionarte con la gente, gracias a tus reforzadas facultades sociales.

Serás siempre presa o juguete de los demonios y los necios de este mundo si esperas verlos aproximarse con cuernos o tintineando sus campanas. Ten en mente que, en su trato con los demás, las personas son como la luna: sólo muestran una de sus caras. Cada hombre posee un talento innato para […] elaborar una máscara con su fisonomía, a fin de lucir siempre como si fuera lo que pretende ser, […] y el efecto es sumamente engañoso. Se pone la máscara cada vez que su propósito es vanagloriarse de la buena opinión de otro; tú debes prestar a ella tanta atención como si estuviera hecha de cartón o de cera.

—ARTHUR SCHOPENHAUER

CLAVES DE LA NATURALEZA HUMANA

Los seres humanos somos actores consumados. Aprendemos desde temprana edad cómo obtener de nuestros padres lo que deseamos adoptando ciertas miradas que susciten afecto o compasión. Aprendemos a ocultar de nuestros padres o hermanos lo que pensamos o sentimos, para protegernos en momentos vulnerables. Nos volvemos buenos para halagar a aquellos a quienes es importante que conquistemos, sean amigos populares o maestros. Aprendemos a encajar en un grupo a través de vestir como sus miembros y hablar su mismo idioma. Cuando crecemos y pugnamos por forjar una carrera, aprendemos a crear la fachada apropiada para que nos contraten y a encajar en la cultura del grupo. Si nos volvemos ejecutivos, profesores o cantineros, debemos desempeñar nuestro papel.

Imagina a alguien que no desarrolla esas habilidades actorales, que hace muecas instantáneas cuando le desagrada lo que dices o no puede reprimir un bostezo cuando no lo entretienes, que siempre dice lo que piensa, que va por su lado en su estilo e ideas, que actúa igual con su jefe que con un niño: has imaginado a una persona que sería rechazada, ridiculizada y despreciada.

Somos tan buenos actores que ni siquiera estamos conscientes de que es así. Creemos ser sinceros casi siempre en nuestros encuentros sociales, lo cual para muchos actores es el secreto detrás de una actuación creíble. Damos por hecho tales habilidades, pero para verlas en acción intenta examinarte cuando interactúas con diferentes miembros de tu familia y con tu jefe y colegas en el trabajo. Descubrirás que alteras sutilmente lo que dices, tu tono de voz, tus gestos y todo tu lenguaje corporal para adecuarte a cada individuo y situación. Con las personas a las que deseas impresionar empleas un rostro muy distinto que con aquellas a las que ya conoces y puedes bajar la guardia. Haces esto casi sin pensar.

A lo largo de los siglos, a varios escritores y pensadores que han estudiado a los seres humanos desde fuera les ha impresionado la teatralidad de la vida social. La cita más famosa a este respecto es de Shakespeare: “Todo el mundo es un escenario, / y todos, hombres y mujeres, son meros actores. / Todos tienen sus entradas y sus salidas / y cada hombre en su vida representa muchos papeles”. En el teatro tradicional, los actores representaban sus papeles con el uso de máscaras, y por eso escritores como Shakespeare dan a entender que todos usamos máscaras constantemente. Algunos somos mejores actores que otros. Villanos como Yago, en Otelo, son capaces de encubrir sus intenciones hostiles detrás de una sonrisa benigna y amigable. Otros son capaces de actuar con seguridad y fanfarronería, y a menudo se convierten en líderes. Las personas con habilidades actorales consumadas pueden sortear mejor los complejos entornos sociales y salir adelante.

Aunque todos somos actores avezados, en secreto experimentamos como una carga esa necesidad de actuar y ejecutar un papel. Somos el animal social más exitoso del planeta. Durante cientos de miles de años, nuestros antepasados cazadores-recolectores sobrevivieron comunicándose únicamente a través de señales no verbales. Desarrollada a lo largo de un extenso periodo, antes de la invención del lenguaje, ésa fue la forma en que el rostro humano se volvió tan expresivo, y sus gestos tan elaborados, y la llevamos en lo más profundo de nosotros. Tenemos un continuo deseo de comunicar lo que sentimos, pero también la necesidad de ocultarlo, en bien del apropiado funcionamiento social. Dada esa batalla interna entre fuerzas opuestas, no podemos controlar por entero lo que comunicamos. Nuestros verdaderos sentimientos salen en todo momento a la luz bajo la forma de gestos, tonos de voz, expresiones faciales y posturas. Sin embargo, no fuimos preparados para prestar atención a las señales no verbales de los demás. Por mero hábito, nos fijamos en sus palabras mientras pensamos en lo que diremos después. Esto significa que usamos solamente un reducido porcentaje de las habilidades sociales potenciales que poseemos.

Recuerda, por ejemplo, conversaciones con personas a las que hayas conocido recientemente. Si hubieras puesto atención en sus claves no verbales, habrías podido captar su estado de ánimo y reflejarlo como un espejo en respuesta, con lo que de manera inconsciente habrías logrado que se relajaran en tu presencia. Cuando la conversación hubiera avanzado, habrías podido captar signos de que la otra persona respondía a tus gestos y reflejos, lo que te habría permitido ahondar tu hechizo. De este modo, puedes forjar afinidades y obtener valiosos aliados. A la inversa, imagina a personas que revelan casi de inmediato signos de hostilidad en tu contra. Tu detección de esas señales no verbales te volverá capaz de ver más allá de sus falsas y tensas sonrisas y de captar los destellos de irritación en su rostro y sus signos de sutil incomodidad en tu presencia. Si registras todo esto cuando ocurre, podrás distanciarte cortésmente de esa interacción y mostrar cautela, en busca de más signos de intenciones hostiles. Probablemente te salvarás así de una batalla innecesaria o un irritante acto de sabotaje.

Tu tarea como estudioso de la naturaleza humana es doble: primero, debes entender y aceptar la teatralidad de la vida. No moralices ni protestes por el juego de roles y el uso de máscaras, esenciales para suavizar el trato humano. De hecho, tu meta debe ser interpretar con habilidad consumada tu papel en el escenario de la vida, atraer atención, dominar los reflectores y convertirte en un héroe simpático. Segundo, no seas ingenuo y confundas las apariencias con la realidad. No te dejes cegar por las habilidades actorales de los otros. Descifra con maestría sus sentimientos verdaderos, trabaja en tus habilidades de observación y practica lo más que puedas en la vida diaria.

Para tales propósitos, son tres los aspectos de esta ley particular: saber cómo observar a la gente; aprender claves básicas para descifrar la comunicación no verbal y dominar el arte de lo que se conoce como manejo de las impresiones, para lo cual debes sacar el máximo provecho del desempeño de tu papel.

Habilidades de observación

Casi todos éramos de niños muy buenos observadores de los demás. Como éramos débiles y pequeños, nuestra supervivencia dependía de decodificar las sonrisas y tonos de voz de quienes nos rodeaban. Con frecuencia nos impresionaban el peculiar modo de andar de los adultos, sus sonrisas exageradas y afectados ademanes. Los imitábamos en son de burla. Sentíamos que un individuo era amenazador con base en una expresión de su lenguaje corporal. Por eso los niños son la perdición de los inveterados mentirosos, estafadores, magos y quienes fingen ser lo que no son: no se dejan engañar por su fachada. Perdemos poco a poco esta sensibilidad desde los cinco años, cuando nos volvemos más introspectivos y nos preocupa más cómo nos ven los otros.

Date cuenta de que no es cuestión de que adquieras habilidades, sino de que redescubras las que tenías en tus primeros años. Esto quiere decir que debes revertir lentamente el proceso del ensimismamiento y recuperar la visión dirigida al exterior y la curiosidad que poseías de niño.

Como en el caso de cualquier otra habilidad, esto requerirá paciencia. Lo que haces es reprogramar poco a poco tu cerebro mediante la práctica, lo que resulta en el establecimiento de nuevas conexiones neuronales. No te sobrecargues de información en un principio; da pequeños pasos, para que veas progresos diarios. En una conversación informal, proponte detectar una o dos expresiones faciales contrarias a lo que dice la otra persona o que aportan información adicional. Pon atención en las microexpresiones, los destellos de tensión en el rostro o las sonrisas forzadas (véase la sección siguiente para más información sobre este tema). Una vez que tengas éxito en este simple ejercicio, haz la prueba con una persona más y concéntrate en su cara. En cuanto se te facilite notar las señales del rostro, intenta observar de modo similar la voz de un individuo y percibir cambios en su timbre o ritmo de hablar. La voz dice mucho sobre el nivel de seguridad y satisfacción de una persona. Pasa después a otros elementos del lenguaje corporal, como postura, gestos de las manos y posición de las piernas. No compliques estos ejercicios, sigue fijándote metas sencillas. Escribe tus observaciones, sobre todo los patrones que notes.

Cuando hagas estos ejercicios, relájate y ábrete a lo que ves, no te impacientes en interpretar con palabras tus hallazgos. Tu participación en la conversación consiste en que hables menos y el otro hable más. Refleja lo que dice, haz comentarios a partir de los suyos que revelen que lo escuchas. Esto tendrá el efecto de relajarlo y que quiera hablar más, lo que hará que emita más señales no verbales. No obstante, la gente no debe darse cuenta de que la observas. Si se siente escudriñada, se tensará y controlará sus expresiones. Demasiado contacto visual te delatará. Debes parecer atento y espontáneo, y servirte sólo de miradas rápidas y periféricas para advertir cambios en su rostro, voz o cuerpo.

Tras observar varias veces a un individuo, determina cuáles son su expresión y sus estados de ánimo básicos. Algunos tienden a ser silenciosos y reservados, y su expresión facial lo revela; otros son animados y enérgicos, y otros más muestran siempre una apariencia ansiosa. Al estar consciente de la actitud frecuente de una persona, podrás prestar más atención a cualquier variante, como una súbita animación en alguien que suele ser reservado o una mirada relajada en el habitualmente nervioso. Una vez que conozcas los rasgos básicos de una persona, te será más fácil captar signos de disimulo o angustia en ella. En la Roma antigua, Marco Antonio era jovial por naturaleza, siempre estaba sonriente y les hacía bromas a los demás. Cuando se volvió de trato huraño y silencioso, tras el asesinato de Julio César, su rival Octavio (más tarde Augusto) comprendió que tramaba algo y tenía intenciones hostiles.

Respecto a la expresión básica, observa a la misma persona en circunstancias diferentes y advierte cómo cambian sus señales no verbales si habla con su cónyuge, su jefe o un empleado.

Otro ejercicio consiste en que observes a personas que están a punto de hacer algo emocionante: realizar un viaje a un lugar atractivo, celebrar una cita con alguien que han perseguido desde tiempo atrás o participar en un evento en el que tienen muchas esperanzas. Distingue sus miradas de expectación, cómo abren mucho los ojos durante un largo rato, la cara se les anima y enrojece, y mantienen una ligera sonrisa mientras piensan en lo que está por suceder. Contrasta esto con la tensión que exhibirían antes de presentar un examen o acudir a una entrevista de trabajo. Amplías tu vocabulario cuando se trata de correlacionar emociones y expresiones faciales.

Presta mucha atención a las señales contradictorias que percibas: cuando una persona declara que le encanta tu idea pero su rostro muestra tensión y su tono de voz es forzado, o cuando te felicita por un ascenso pero su sonrisa es falsa y su expresión triste. Estas señales contradictorias son muy comunes y pueden involucrar diferentes partes del cuerpo. En la novela Los embajadores, de Henry James, el narrador advierte que una mujer que ha llegado a visitarlo le sonríe durante gran parte de la conversación pero sostiene con rigidez su sombrilla. Gracias a que percibe esto, puede detectar su verdadero humor: incomodidad. En relación con este tipo de señales, ten en cuenta que la comunicación no verbal implica en gran medida la transmisión de emociones negativas, a las que debes conceder más peso como indicativas de los sentimientos verdaderos de una persona. Después podrás preguntarte por qué siente tristeza o antipatía.

Para llevar más lejos tu práctica, prueba otro ejercicio. Toma asiento en una cafetería o lugar público y, sin la carga de participar en una conversación, observa a quienes te rodean. Busca señales auditivas en sus conversaciones. Repara en su forma de andar y su lenguaje corporal general. Si es posible, toma apuntes. Cuando mejores en esto, intenta adivinar la profesión de la gente a partir de los signos que recopiles, o algo acerca de su personalidad a partir de su lenguaje corporal. Éste será sin duda un juego agradable.

A medida que progreses, serás capaz de dividir más fácilmente tu atención: escucharás a la gente y tomarás detallada nota de sus señales no verbales, en algunas de las cuales quizá no habías reparado antes, lo que enriquecerá tu vocabulario. Recuerda que todo lo que hacemos es un signo: no existe un gesto que no comunique un significado. Prestarás atención a los silencios, la ropa que visten los demás, la disposición de los objetos en su escritorio, sus patrones de respiración, la tensión de ciertos músculos (en particular, los del cuello), el subtexto de su conversación: lo que no dicen o dan a entender. Todos estos hallazgos te emocionarán y te impulsarán a llegar más lejos.

En la práctica de esta habilidad, no pierdas de vista los errores más comunes que podrías cometer. Las palabras expresan información directa; podemos debatir qué quiso decir una persona cuando manifestó algo, pero estas posibles interpretaciones serán muy limitadas. Las señales no verbales son ambiguas e indirectas. No existe un diccionario que te indique el significado de esto o aquello; depende del individuo y el contexto. Si no tienes cuidado, interpretarás los signos que recojas de acuerdo con tus sesgos emocionales hacia la gente, lo que volverá tus observaciones no sólo inútiles, sino también peligrosas. Si te fijas en alguien que te desagrada o que te recuerda a alguien molesto en tu pasado, verás casi todas sus señales como poco amistosas u hostiles. Harás lo contrario con quienes te agradan. Deja fuera de estos ejercicios tus preferencias personales y tus prejuicios acerca de los demás.

En relación con lo anterior está lo que se conoce como el error de Otelo. En Otelo, de Shakespeare, el protagonista del mismo nombre supone que su esposa, Desdémona, es culpable de adulterio, con base en su nerviosa respuesta cuando la cuestiona sobre cierta evidencia. Desdémona es inocente, pero la agresividad y paranoia de Otelo, así como sus intimidatorias interrogantes, la ponen nerviosa, lo cual él interpreta como culpa. Lo que sucede en estos casos es que, luego de captar ciertas señales emocionales de otra persona —nerviosismo, por ejemplo—, damos por supuesto que proceden de cierta fuente. Nos arrojamos a la primera explicación que se ajusta a lo que queremos ver, cuando ese nerviosismo podría tener varias causas y ser una reacción temporal a un interrogatorio o a las circunstancias. El error no está en la observación, sino en la decodificación.

En 1894, el oficial francés Alfred Dreyfus fue arrestado por el presunto cargo de haber transmitido secretos a los alemanes. Dreyfus era judío, y muchos franceses de la época tenían sentimientos antisemitas. Cuando apareció por primera vez en público para ser interrogado, contestó con el tono eficiente y tranquilo propio de un burócrata como él, y también resultado de su intento por contener su nerviosismo. La mayor parte de la audiencia asumió que un inocente protestaría con vehemencia, de modo que la actitud de Dreyfus fue vista como una declaración de culpa.

Ten en mente que personas de culturas diferentes considerarán aceptables distintas formas de conducta. Esto se conoce como reglas de trato. En algunas culturas se condiciona a la gente a sonreír menos, a tocar más o a que su lenguaje implique mayor énfasis en su tono de voz. Toma siempre en cuenta el contexto cultural de la gente, e interpreta sus señales en consecuencia.

Como parte de tu práctica, obsérvate a ti mismo también. Nota con qué frecuencia y en qué condiciones tiendes a mostrar una sonrisa falsa, o la manera en que tu cuerpo registra el nerviosismo: en tu voz, agitando los dedos, mesándote el cabello, con un temblor de labios, etcétera. Tomar conciencia de tu comportamiento no verbal te volverá más sensible y alerta a las señales ajenas. Serás más capaz de imaginar con precisión las emociones que se asocian con cierto signo. Y conseguirás un mayor control de tu conducta no verbal, algo que te será muy valioso para que ejecutes el rol social correcto (véase la última sección de este capítulo).

Por último, al desarrollar estas habilidades de observación, notarás un cambio físico en ti y en tu relación con los demás. Serás más sensible a sus cambios de ánimo e incluso los preverás a medida que sientas lo que ellos sienten. Si las llevas lejos, estas facultades te harán parecer casi un psíquico, como le ocurría a Milton Erickson.

Claves para la decodificación

Recuerda que la gente trata de presentar siempre la mejor fachada posible. Esto significa que esconde sus sentimientos antagónicos, deseos de poder o superioridad, intentos de congraciarse contigo e inseguridades. Se servirá de las palabras para ocultar sus sentimientos y no dejarte ver la realidad, aprovechando tu fijación verbal. Usará asimismo ciertas expresiones faciales fáciles de adoptar y que suele creerse que significan amabilidad. Tu tarea es ver más allá de esas distracciones y detectar los signos que se escapan automáticamente y que revelan la emoción genuina detrás de la máscara. Las tres categorías más importantes de las señales por observar e identificar son agrado/desagrado, dominación/sumisión y engaño.

Claves de agrado/desagrado: imagina el escenario siguiente: alguien en un grupo no te soporta, sea por envidia o desconfianza, pero no puede expresarlo abiertamente en el entorno grupal, porque no es propio de un buen miembro del equipo. Así, te sonríe, conversa contigo y hasta parece apoyar tus ideas. Quizás a veces sientas que algo no marcha bien, pero esos signos son sutiles y los olvidas mientras prestas atención a la fachada de esa persona. De pronto, de forma imprevista, ella te obstruye o muestra una actitud negativa ante ti. La máscara ha caído. El precio que pagas no sólo implica enfrentar las dificultades en tu trabajo o vida personal, sino también un costo emocional, que podría tener un efecto duradero.

Entiende: los actos de hostilidad o resistencia de los demás no salen nunca de la nada, siempre son signos de que emprenderán alguna acción. Reprimir esas fuertes emociones implicaría un gran esfuerzo. El problema no es sólo que no prestamos atención, sino también que tenemos un rechazo inherente a pensar en un conflicto o desacuerdo. Preferimos no hacerlo y suponer que la gente está de nuestro lado o al menos es neutral. Muy a menudo, sentimos que algo no marcha bien con alguien pero ignoramos esa idea. Tenemos que aprender a confiar en nuestras reacciones intuitivas y buscar signos que nos induzcan a examinar más a fondo las evidencias.

La gente da claros indicios de hostilidad o desagrado en su lenguaje corporal. Entre ellos están un parpadeo súbito cuando dices algo, una mirada fulminante, labios tan torcidos que apenas se ven, un cuello rígido, torso o pies que se alejan de ti en el curso de la conversación, brazos cruzados en tanto tratas de explicar algo y tensión general en el cuerpo. El problema es que no verás usualmente tales signos a menos que el desagrado del otro sea demasiado fuerte para ocultarlo. Así, debes aprender a buscar microexpresiones y otros signos sutiles en las personas.

La microexpresión es un hallazgo psicológico reciente, documentado con filmaciones, que dura menos de un segundo. Existen dos variedades. La primera ocurre cuando las personas están conscientes de un sentimiento negativo de su parte e intentan reprimirlo, pero se les escapa durante una fracción de segundo. La otra ocurre cuando no estamos conscientes de la hostilidad de esas personas, pero ésta se manifiesta mediante destellos en el rostro o el cuerpo. Estas expresiones son una mirada momentánea, tensión en los músculos faciales, labios retorcidos, un ceño fruncido o desdeñoso o una mirada de desprecio en dirección al piso. Una vez que tomamos conciencia de este fenómeno, podemos buscar esas expresiones. Te sorprenderá lo seguido que ocurren, porque es imposible controlar por completo los músculos faciales y suprimir a tiempo esos signos. Relájate y pon atención en ellos; no los persigas de forma obvia, atrápalos de reojo. En cuanto empieces a percibirlos, te será más fácil descubrirlos.

Igual de elocuentes son los signos sutiles que duran varios segundos y revelan tensión y frialdad. Por ejemplo, si sorprendes a alguien que no piensa bien de ti, al acercarte de lado notarás en él símbolos de desagrado antes de que pueda ponerse su máscara de afabilidad. No le da mucho gusto verte y eso se dejará ver por un par de segundos. O bien, entornará los ojos cuando expreses con firmeza tu opinión, lo que intentará encubrir rápidamente con una sonrisa.

Un silencio repentino dice mucho. Alguien guarda irremediable silencio en cuanto tú dices algo que le provoca una punzada de envidia o disgusto; tal vez intente esconderlo detrás de una sonrisa mientras la sangre le hierve por dentro. En contraste con la simple timidez o con no tener nada que decir, en este caso distinguirás signos inequívocos de irritación. Pero no te apresures a concluir nada sin antes haber notado esto en varias ocasiones.

Las personas suelen emitir señales contradictorias: un comentario positivo para distraer combinado con un lenguaje corporal visiblemente negativo. Esto alivia la tensión de tener que complacer en todo momento. Apuestan a que te concentrarás en sus palabras y pasarás por alto su mueca o sonrisa torcida. Presta también atención a la configuración contraria: la de alguien que dice algo sarcástico dirigido a ti en compañía de una sonrisa y un tono de voz travieso, como para indicar que todo eso se hace sin mala intención; sería descortés de tu parte no aceptar esa vena. Sin embargo, si esto ocurre varias veces, fíjate en este caso en las palabras, no en el lenguaje corporal; es la forma reprimida en que tal persona expresa su hostilidad. Repara en quienes te elogian o halagan sin brillo en la mirada, esto podría ser un indicio de envidia encubierta.

En La cartuja de Parma, de Stendhal, el conde Mosca recibe una carta anónima concebida para causarle celos de su amante, de la que está locamente enamorado. Al reflexionar en quién podría haberla enviado, recuerda que ese mismo día sostuvo una conversación con el príncipe de Parma, quien le dijo que los placeres del poder palidecen frente a los que el amor concede. Mientras decía esto, el conde detectó en él una mirada particularmente maliciosa, acompañada por una sonrisa ambigua. Pese a que sus palabras aludían al amor en general, esa mirada estaba dirigida a él. Con base en ello, acierta al deducir que fue el príncipe quien le envió esa carta; incapaz de contener la viciosa satisfacción de lo que había hecho, la dejó ver. Ésta es una variante de la señal contradictoria: alguien dice algo relativamente categórico sobre un tema general, pero sus miradas sutiles apuntan a ti.

Un recurso excelente para descifrar el antagonismo es comparar el lenguaje corporal que las personas emplean contigo y el que usan con los demás. Quizá descubras que son más cordiales y amables con otros y que después se ponen frente a ti una máscara de cortesía. En una conversación será ineludible que muestren breves destellos de impaciencia e irritación en la mirada cuando tú hablas. Ten en mente que los demás tienden a ser más sinceros respecto a sus sentimientos auténticos, entre ellos los hostiles, cuando están ebrios, somnolientos, desesperados, molestos o bajo estrés. Más tarde se disculparán por esto, como si no hubieran sido ellos mismos en ese momento, cuando en realidad lo fueron más que nunca.

En la búsqueda de estos signos, uno de los mejores métodos es ponerle pruebas y hasta trampas a la gente. El rey Luis XIV era un maestro en esto. Ocupaba el lugar más alto en la corte de Versalles, repleta de nobles que bullían de hostilidad y rencor en contra de él y de la autoridad absoluta que pretendía imponer. Pero en el civilizado ámbito de Versalles, todos debían ser actores consumados y ocultar sus sentimientos, en particular hacia el rey. Luis XIV tenía sus maneras, sin embargo, de ponerlos a prueba. Aparecía sin previo aviso junto a ellos y observaba de inmediato la expresión de su rostro. Le pedía a un noble que se mudara con su familia al palacio, a sabiendas de que esto resultaba costoso e incómodo, y acechaba con cuidado para descubrir cualquier signo de fastidio en su cara o su voz. Decía algo negativo sobre un cortesano aliado de su interlocutor y notaba su reacción instantánea. Signos suficientes de disgusto indicaban una hostilidad secreta.

Si sospechas que alguien te envidia, comunícale una buena noticia tuya sin que parezca que te ufanas y busca microexpresiones de desconcierto en su rostro. Utiliza pruebas similares para sondear un enojo o resentimiento oculto y suscitar reacciones que la gente no puede impedir. En general, querrá saber más de ti, querrá saber menos o se mostrará indiferente. Aunque podría fluctuar entre esos tres estados, tenderá en mayor grado a uno de ellos. Esto se revelará en lo rápido que la persona responde a tus mensajes electrónicos o de texto, en su lenguaje corporal cuando te ve y en el tono general que asume en tu presencia.

Lo valioso de detectar pronto una posible hostilidad o sentimientos negativos es que amplía tus opciones estratégicas y margen de maniobra. Puedes tenderles una trampa a los demás y provocar intencionalmente su hostilidad o inducirlos a una acción agresiva de la que se avergonzarán después. O puedes redoblar tus esfuerzos para neutralizar su rechazo hacia ti y ganártelos incluso a través de una ofensiva de simpatía. O bien, puedes simplemente marcar distancia: no herirlos, despedirlos, rehusarte a interactuar con ellos. Al final, harás tu camino mucho más placentero, porque evitarás batallas sorpresivas y actos de sabotaje.

Del otro lado de la moneda, es común que tengamos menos necesidad de ocultar nuestras emociones positivas, pese a lo cual nos resistimos a emitir muestras obvias de regocijo y atracción, en especial en situaciones de trabajo o incluso en el cortejo. La gente prefiere mostrar una fachada social fría. Así, resulta muy valioso que seas capaz de detectar signos de que ha caído bajo tu hechizo.

De acuerdo con estudios sobre las señales faciales realizados por psicólogos como Paul Ekman, E. H. Hess y otros, quienes sienten emociones positivas hacia los demás muestran notables signos de relajación en los músculos faciales, en particular en las líneas de la frente y alrededor de la boca; sus labios dan la apariencia de estar más expuestos y el área entera en torno a sus ojos se ensancha. Todas éstas son expresiones involuntarias de confort y apertura. Si los sentimientos son más intensos, como en el caso del enamoramiento, el rostro se enrojece y todas las facciones se animan. Como parte de este estado alterado, las pupilas se dilatan, una reacción automática en la que los ojos dejan entrar más luz. Éste es un signo infalible de que una persona se siente a gusto y le agrada lo que ve. Aparte de la dilatación de las pupilas, las cejas se elevan, lo que hace que los ojos se vean más grandes. Por lo general no reparamos en las pupilas de otros, porque mirarlos fijamente a los ojos tiene una franca connotación sexual, así que debemos aprender a mirar rápido las pupilas cuando notamos que los ojos se ensanchan.

En el desarrollo de tus habilidades en este terreno, aprende a distinguir entre la sonrisa falsa y la genuina. Cuando queremos ocultar nuestros sentimientos negativos, recurrimos a la sonrisa falsa, porque es fácil de adoptar y los demás no suelen prestar atención a las sutilezas de la sonrisa. Como la genuina es menos común, debes saber cómo reconocerla. La sonrisa genuina afecta los músculos alrededor de los ojos y los ensancha, con lo que a menudo deja ver patas de gallo en las comisuras, y también tiende a elevar las mejillas. Toda sonrisa genuina ejerce un cambio muy definido en los ojos y las mejillas. Hay quienes intentan sustituir la variedad genuina por una sonrisa muy amplia, que también altera parcialmente los ojos. Así, además de los signos físicos, analiza el contexto. La sonrisa genuina suele derivarse de una acción o palabras que suscitan esa respuesta, es espontánea. ¿La sonrisa en este caso no tiene mucho que ver con las circunstancias, no se justifica por lo que se dijo? ¿La persona se empeña en impresionar o tiene en mente metas estratégicas? ¿El momento elegido para sonreír está un poco fuera de lugar?

Quizá la indicación más reveladora de las emociones positivas es la que proviene de la voz. Controlamos con mayor facilidad el rostro; podemos mirarnos en un espejo con ese propósito. Pero a menos que seamos actores profesionales, la voz es difícil de modular conscientemente. Cuando una persona te habla con emoción, eleva el timbre de su voz, lo que indica entusiasmo. Aun si está nerviosa, su tono será cordial y natural, en contraste con la calidez simulada de un vendedor; percibirás casi un ronroneo en su voz, que algunos han asociado con una sonrisa vocal. Notarás también falta de tensión y titubeo. En el curso de una conversación hay un nivel uniforme de bromas, que transita a un ritmo más acelerado, lo que delata creciente afinidad. Una voz animada y feliz tiende a contagiarnos y provoca una respuesta similar. Lo sabemos cuando lo sentimos, pero con frecuencia ignoramos esos sentimientos y nos concentramos en palabras amables o un discurso persuasivo.

Por último, monitorear las claves no verbales es esencial si quieres influir y seducir a los demás. Es el mejor medio para medir el grado en que una persona ha caído bajo tu hechizo. Cuando alguien se siente a gusto en tu presencia, se acercará o se inclinará hacia ti sin cruzar los brazos ni revelar tensión. Si das una charla o relatas una historia, frecuentes inclinaciones de cabeza, miradas atentas y sonrisas genuinas indicarán que la gente está de acuerdo con lo que dices y ha relajado su resistencia, motivo por el cual intercambia más miradas. Quizás el mejor y más interesante signo de todos sea la sincronía, que el otro te refleje de forma inconsciente: cruzar las piernas en la misma dirección, ladear la cabeza de modo similar, una sonrisa que induce a la otra. En el nivel de sincronía más hondo, como descubrió Milton Erickson, hallarás patrones de respiración que siguen el mismo ritmo, lo que puede desembocar a veces en la completa sincronía de un beso.

Puedes incluso aprender no sólo a monitorear los cambios que exhiben tu influencia, sino a inducirlos mediante señales positivas. Empiezas acercándote o inclinándote despacio, signos sutiles de apertura. Asientes y sonríes cuando la otra persona habla. Reflejas su comportamiento y patrones de respiración. Buscas de este modo signos de contagio emocional, y llegas más lejos cuando detectas el lento desmoronamiento de la resistencia ajena.

Ante un seductor experimentado que usa todas las señales positivas para fingirse enamorado con el único propósito de controlarte más, ten en mente que casi nadie revela por naturaleza tanta emoción prontamente. Si tu supuesto efecto en esa persona resulta demasiado precipitado y quizás artificial, pídele que se detenga y monitorea su rostro en busca de microexpresiones de frustración.

Señales de dominación/sumisión: en nuestro carácter del animal social más complejo del planeta, los seres humanos formamos elaboradas jerarquías con base en la posición, el dinero y el poder. Aunque estamos al tanto de esas jerarquías, no nos agrada hablar explícitamente de posiciones relativas de poder y nos incomoda que otros hablen de su rango superior. Los símbolos de dominación o debilidad suelen expresarse mediante la comunicación no verbal. Heredamos este estilo de comunicación de otros primates, los chimpancés en particular, que disponen de señales complejas para denotar el lugar de cada uno de ellos dentro de la jerarquía social. Ten en mente que la sensación de ocupar una posición social superior le da a la gente una seguridad que irradia en su lenguaje corporal. Algunos sienten esta seguridad antes incluso de alcanzar una posición de poder, lo que se convierte en una profecía autocumplida cuando otros se sienten atraídos a ellos. Aquellos ambiciosos interesados en simular estas claves deben hacerlo bien; la falsa seguridad es deplorable.

La seguridad suele acompañarse de una sensación de relajación en el rostro y la libertad de movimientos. Los poderosos se sienten autorizados a mirar más a quienes los rodean, optan por hacer contacto visual con quien les place. Entrecierran los ojos más de lo normal, como símbolo de su seriedad y aptitud. Si están aburridos o fastidiados, lo muestran libre y abiertamente. A menudo sonríen menos, pues la sonrisa frecuente es muestra de inseguridad. Se sienten con el derecho de tocar a la gente; por ejemplo, de darle palmadas en la espalda o el brazo. En una reunión, tienden a ocupar más espacio y crear más distancia a su alrededor. Descuellan sobre los otros, con gestos cómodos y relajados. Más todavía, aquéllos se sienten compelidos a imitar su estilo y maneras. En formas muy sutiles, el líder impone en el grupo un modo de comunicación no verbal. Notarás que la gente imita no sólo sus ideas, sino también su calma o energía.

Los varones alfa gustan de señalar su posición superior por varios medios: hablan más rápido que los demás y se sienten en libertad de interrumpir y controlar el flujo de la conversación. Su apretón de manos es demasiado vigoroso, casi agobiante. Cuando llegan a la oficina, verás que se yerguen y asumen una zancada decidida, para que sus subalternos se vean obligados a seguirlos. Si observas a los chimpancés en un zoológico, descubrirás una conducta semejante en el chimpancé alfa.

Las mujeres en puestos de liderazgo consiguen los mejores efectos con una expresión tranquila y segura, cordial pero seria. Quizás el ejemplo más representativo sea la canciller alemana, Angela Merkel. Sonríe aún menos que el político promedio, pero cuando lo hace, su sonrisa es muy significativa; nunca parece falsa. Escucha a los demás totalmente absorta en lo que dicen, con el rostro inmóvil. Es capaz de inducir al otro a encargarse de la mayor parte de la plática sin renunciar por ello al control de la conversación. No tiene que interrumpir para reafirmarse. Si desea agredir a alguien, lo hace con un aspecto de aburrición, frialdad o desprecio, nunca con palabras bruscas. Cuando el presidente ruso Vladímir Putin quiso intimidarla llevando a su perro a una reunión, en conocimiento de que les teme a esos animales porque uno de ellos la mordió en una ocasión, ella se tensó visiblemente, pero recuperó pronto la calma y lo miró a los ojos. Se colocó por encima de Putin al no reaccionar a su estratagema; en comparación con ella, él ofreció un aspecto mezquino e infantil. El estilo de Merkel no incluye ninguna de las poses corporales del varón alfa, pero su serenidad no le resta poder.

Cuando las mujeres alcancen más posiciones de liderazgo, este estilo menos estridente de autoridad podría empezar a cambiar nuestra percepción de algunas de las señales de predominio largamente asociadas con el poder.

Vale la pena que observes a quienes ocupan puestos de poder en tu grupo, en busca de signos de dominación y su ausencia. Los líderes que exhiben tensión y vacilación como señales no verbales generalmente están inseguros de su poder y lo sienten amenazado. Indicios como ansiedad e inseguridad son fáciles de distinguir. Quienes los revelan hablan de forma entrecortada, con largas pausas; su voz subirá de tono y se quedará ahí. Tienden a evitar las miradas ajenas y controlan el movimiento de sus ojos, aunque parpadean más. Exhiben un mayor número de sonrisas forzadas y emiten risas nerviosas. En contraste con el derecho a tocar a los demás, se tocan a sí mismos, lo que se conoce como conducta aplacadora. Se palpan el cabello, el cuello, la frente con la intención de calmar sus nervios. Quienes intentan esconder su inseguridad se imponen ruidosamente en una conversación y alzan la voz. Mientras lo hacen, miran con nerviosismo a su alrededor, y con los ojos muy abiertos. O hablan de forma animada pero sin mover las manos ni el cuerpo, lo que es siempre un signo de ansiedad. Como es inevitable que emitan señales contradictorias, debes prestar más atención a las que delatan una inseguridad subyacente.

Nicolas Sarkozy, presidente de Francia (2007-2012), gustaba de afirmar su presencia por medio del lenguaje corporal. Palmeaba a la gente en la espalda, le instruía dónde colocarse, le daba órdenes con la mirada, la interrumpía cuando hablaba y trataba en general de dominar la sala. En una reunión con él en medio de la crisis del euro, la canciller Merkel presenció su usual acto de predominio, pero también notó que no cesaba de mover los pies. Ese estilo demasiado afirmativo era quizá su manera de distraer a los demás de sus inseguridades. Ésta fue información valiosa que Merkel podría utilizar.

Los actos de las personas suelen contener señales de dominación y sumisión. Por ejemplo, hay quienes acostumbran llegar tarde, para indicar su superioridad, real o imaginaria; no están obligados a ser puntuales. Asimismo, los patrones de conversación revelan la posición relativa que la gente cree ocupar. Por ejemplo, quienes se sienten dominantes hablan e interrumpen más, como un medio para reafirmarse. Cuando una discusión se vuelve personal, recurren a lo que se conoce como puntualización: descubren un acto de la otra parte que dio origen a esa discusión, pese a que en realidad esté integrado al patrón de la relación. Imponen su interpretación de quién tiene la culpa a través de su tono de voz y miradas penetrantes. Si observas a una pareja, notarás con frecuencia que uno de sus miembros ocupa la posición dominante. Si conversas con él, hará contacto visual contigo pero no con su pareja, y escuchará a medias lo que ésta dice. Las sonrisas pueden ser también una señal sutil de superioridad, en especial lo que llamaremos la sonrisa tirante. Ésta suele aparecer en respuesta a lo que alguien dijo; es una sonrisa que tensa los músculos faciales y que delata sarcasmo y desprecio por quien habló, a quien se considera inferior, pero permite dar una apariencia de amabilidad.

Un último pero muy sutil medio no verbal de reafirmar el predominio en una relación es el síntoma. Un miembro de la pareja desarrolla repentinamente dolores de cabeza o una enfermedad, o empieza a beber, o cae en un patrón de conducta negativo. Esto fuerza a la otra parte a respetar sus reglas, a ceder a sus debilidades. Éste es el uso premeditado de la compasión para obtener poder y es sumamente eficaz.

Por último, usa el conocimiento que extraes de estas señales como un medio valioso para calcular el nivel de seguridad de las personas y actuar en consecuencia. Si un líder expresa por vías no verbales sus muchas inseguridades, explota éstas y gana poder con ello, aunque a menudo es preferible que no te asocies demasiado con él, porque podría acabar mal y arrastrarte consigo. Con quienes no son líderes pero tratan de imponerse como si lo fueran, tu reacción dependerá de su tipo de personalidad. Si son estrellas en ascenso, están llenos de fe en sí mismos y se sienten predestinados, y quizá te convenga ascender con ellos. Los identificarás por la energía positiva que los rodea. Si, por el contrario, son déspotas y arrogantes, ésta es justo la clase de personas que debes empeñarte en evitar, ya que son expertas en hacerse adular por quienes las rodean sin ofrecer nada a cambio.

Señales de engaño: los seres humanos somos crédulos por naturaleza. Nos gusta persuadirnos de ciertas cosas: que podemos obtener algo a cambio de nada; que podemos recuperar nuestra salud o rejuvenecer gracias a un nuevo remedio, e incluso burlar a la muerte; que la mayoría de las personas son esencialmente buenas y confiables. Es de esta propensión de lo que se aprovechan los impostores y manipuladores. Sería muy beneficioso para el futuro de nuestra especie que fuéramos menos crédulos, pero es imposible que cambiemos la naturaleza humana. Lo más que podemos hacer es aprender a reconocer ciertos signos reveladores de un intento de engaño y mantener nuestro escepticismo mientras examinamos las evidencias.

El signo más claro y común es que la gente asuma una fachada demasiado animada. Cuando sonríe mucho, se muestra más que amable y es además muy entretenida, es difícil que no nos atraiga y no cedamos, al menos un poco, a su influjo. Cuando Lyndon Johnson quería embaucar a alguno de sus compañeros senadores, se presentaba físicamente ante él, lo acorralaba en el baño, le contaba chistes subidos de tono, lo tocaba en el brazo, se mostraba muy sincero y le dedicaba sus más amplias sonrisas. De igual forma, si la gente trata de encubrir algo, tiende a ser demasiado vehemente, virtuosa o parlanchina. Explota de este modo el sesgo de convicción (véase el capítulo 1): “Si niego o afirmo algo con mucho brío y aire de víctima, es difícil que duden de mí”. Tendemos a identificar la convicción extrema con la verdad, cuando lo cierto es que si alguien intenta explicar sus ideas con demasiada energía o defenderse con un intenso nivel de negación, debes sacar tus antenas con más celeridad que nunca.

En ambos casos —el encubrimiento y la venta persuasiva—, el impostor se empeña en distraerte de la verdad. Aunque un rostro y gestos animados podrían deberse a mera extravagancia y auténtica amistad, cuando provienen de alguien que no conoces bien o que podría tener algo que ocultar, debes ponerte en guardia y buscar indicios no verbales que confirmen tus sospechas.

Tales impostores suelen valerse de la expresividad de una parte específica del rostro o el cuerpo para llamar tu atención. Esa parte es a menudo el área alrededor de la boca, con grandes sonrisas y expresiones variables. Se trata de la parte del cuerpo que la gente manipula con mayor facilidad para producir un efecto animado. Pero podría recurrir también a exagerados gestos con las manos y los brazos. La clave es que detectarás tensión y ansiedad en otras partes del cuerpo, porque le es imposible controlar todos los músculos. Cuando estos individuos lanzan una gran sonrisa, sus ojos están tensos y apenas se mueven, o el resto de su cuerpo permanece inusualmente quieto; o si intentan confundirte con miradas para atraer tu simpatía, la boca les tiembla ligeramente. Éstos son signos de comportamiento artificial, de que hacen demasiado esfuerzo para controlar otra parte del cuerpo.

A veces, impostores muy listos tratan de causar la impresión opuesta. Si encubren una fechoría, lo harán detrás de un aspecto muy serio y diestro, con el rostro demasiado inmóvil. En lugar de ruidosas negaciones, ofrecerán una explicación muy verosímil de los acontecimientos, hasta llegar a las “evidencias” que la confirman. Su imagen de la realidad es casi perfecta. Si quieren conseguir tu dinero o apoyo, se harán pasar por profesionales altamente competentes, al grado mismo de la aburrición, e incluso te abrumarán con cifras y estadísticas. Los estafadores acostumbran emplear esta fachada. El gran estafador Victor Lustig atraía a sus víctimas arrullándolos con la labia digna de un profesional, haciéndose pasar por un burócrata o un tedioso experto en bonos y valores. Bernie Madoff parecía ser un insípido don nadie del que era imposible sospechar que resultara un audaz jugador.

Esta forma de engaño es más difícil de entrever porque hay menos que notar. Pero también en este caso debes buscar impresiones artificiales; la realidad nunca es fácil y tersa. Los hechos implican intromisiones y accidentes súbitos y aleatorios. La realidad es caótica y sus piezas rara vez embonan a la perfección. Esto fue lo que falló en el encubrimiento de Watergate y despertó sospechas. Cuando la explicación o señuelo es demasiado ingenioso o profesional, tu escepticismo debe activarse. Para ver esto desde el lado contrario, y tal como recomendó un personaje de El idiota, de Dostoievski, “cuando mientes, si introduces con habilidad algo poco ordinario, excéntrico, que nunca ha ocurrido o que lo ha hecho en raras ocasiones, la mentira sonará mucho más probable”.

En general, lo mejor que puedes hacer cuando sospechas que alguien quiere distraerte de la verdad es no confrontarlo al principio, sino alentarlo mediante el hecho de mostrar interés en lo que dice o hace. Deseas que hable más, que revele más signos de dolo y tensión. En el momento preciso, sorpréndelo después con una pregunta o comentario diseñado para que se sienta incómodo, con lo que le harás ver que has descubierto su juego. Pon atención en las microexpresiones y lenguaje corporal que emite entonces. Si en realidad te engaña, responderá fríamente mientras capta eso y luego intentará disfrazar su ansiedad subyacente. Ésta era la estrategia favorita del detective Columbo en la serie de televisión del mismo nombre: frente a criminales que habían procesado la evidencia para inculpar a otros, él se fingía sumamente amable e inofensivo, pero de pronto hacía una pregunta incómoda y prestaba atención extra al rostro y el cuerpo del sujeto.

Una de las mejores formas de desenmascarar incluso a los impostores más avezados es percibir el énfasis que hacen en sus palabras a través de claves no verbales. A los seres humanos nos cuesta mucho trabajo falsear esto. Ese énfasis se presenta como un alto y firme tono de voz, ademanes forzados, cejas levantadas y ojos muy abiertos, y en una inclinación en la que casi nos paramos de puntillas. Nos conducimos de este modo cuando estamos muy emocionados y tratamos de añadir un signo de exclamación a lo que decimos. Es difícil que los impostores imiten esto. El énfasis que hacen con su voz o su cuerpo no guarda una estrecha relación con lo que dicen, no se ajusta del todo al contexto o llega demasiado tarde. Cuando dan un puñetazo sobre la mesa, el momento no es el indicado para experimentar tal emoción; como si respondieran a una señal, se adelantan, su intención es producir cierto efecto. Todas éstas son las grietas en la apariencia de la realidad que desean proyectar.

Ten en mente, por último, que el engaño implica siempre una escala. En su base encontramos las variedades más inocuas, las mentiras piadosas, que incluyen toda suerte de halagos de la vida diaria: “¡Qué bien te ves el día de hoy!”, “Tu guion cinematográfico me encantó”. Incluyen también que no reveles a otros todo lo que hiciste durante el día o que retengas información, porque es enfadoso ser demasiado transparente y sacrificar la privacidad. Estas pequeñas modalidades del engaño pueden detectarse si estamos alerta, como cuando se evalúa la autenticidad de una sonrisa. Pero es preferible ignorar este extremo inferior. Una sociedad cortés y civilizada depende de la capacidad para decir cosas que no siempre son sinceras. Sería muy perjudicial en términos sociales seguir constantemente la pista a esta subcategoría del engaño. Guarda tu atención para las situaciones en las que las apuestas son más altas y la gente apunta a obtener algo valioso de ti.

El arte del manejo de las impresiones

El término juego de roles tiene connotaciones negativas. Lo contrastamos con la autenticidad. Una persona auténtica no necesita desempeñar un rol en la vida, pensamos, sino que puede ser ella misma. Este concepto posee valor en la amistad y en las relaciones íntimas, donde es de suponer que podemos quitarnos la máscara y mostrar sin peligro nuestras singulares cualidades. Pero la vida profesional es más complicada. Cuando se trata de un puesto o rol específico que ocupar en la sociedad, tenemos expectativas acerca de la conducta profesional. Nos disgustaría que el piloto del avión en el que viajamos actuara como un vendedor de automóviles, un mecánico como un terapeuta o un profesor como un músico de rock. Si esas personas fueran por completo ellas mismas, se quitaran la máscara y se rehusaran a cumplir su papel, cuestionaríamos sus capacidades.

Un político o personaje público que nos parece más auténtico que otros en realidad suele ser mejor para proyectar esa cualidad. Sabe que ofrecer una apariencia de humildad, hablar de su vida privada o relatar una anécdota que revele alguna vulnerabilidad tendrá un efecto “auténtico”. Sin embargo, no lo vemos tal como es en la privacidad de su hogar. La vida en la esfera pública implica ponerse una máscara, y algunas personas usan la de la “autenticidad”. Aun el hippie o rebelde cumple un rol, con poses y tatuajes prescritos. No está en libertad de vestir un traje formal, porque los demás miembros de su círculo cuestionarían su sinceridad, la cual depende de que exhiba el aspecto correcto. Un individuo tiene más libertad de traer sus cualidades personales en el rol que desempeña una vez que se ha establecido en él y su aptitud ya no está en duda. Pero incluso en este caso, siempre hay ciertos límites.

Consciente o inconscientemente, la mayoría de nosotros nos adherimos a lo que se espera de nuestro papel, porque sabemos que nuestro éxito social depende de eso. Aunque algunos podrían negarse a participar en este juego, al final serían marginados y forzados a desempeñar su papel, con opciones limitadas y libertad decreciente a medida que envejecen. Es mejor aceptar esta dinámica y obtener de ella cierto placer. Tienes que estar consciente no sólo de la apariencia que debes asumir, sino también de cómo determinarla para ejercer el máximo efecto. Te transformarás entonces en un actor superior en el escenario de la vida y disfrutarás de tu momento bajo los reflectores.

Los siguientes son algunos de los elementos básicos del arte de manejar las impresiones.

Domina las señales no verbales. En ciertas circunstancias, cuando la gente quiere saber cómo somos, presta más atención a las claves no verbales que emitimos. Esto podría ocurrir en una entrevista de trabajo, una reunión grupal o una aparición en público. Al tanto de esto, los intérpretes sociales inteligentes saben controlar esas señales para emitir, en cierto grado y de manera consciente, los adecuados signos positivos. Saben cómo presentar una apariencia agradable, dirigir sonrisas genuinas, usar un aceptable lenguaje corporal y servir de reflejo a la gente que tratan. Conocen las señales de dominación y cómo irradiar confianza. Saben que ciertas miradas son más expresivas que las palabras para transmitir desdén o atracción. En general, debes conocer tu estilo no verbal para que puedas cambiar deliberadamente algunos de sus aspectos y conseguir un efecto mejor.

Sé un actor de método. En la actuación de método, aprendes a exhibir las emociones apropiadas a la orden. Te sientes triste cuando tu personaje lo requiere recordando experiencias propias que te produjeron esa emoción, o simplemente imaginándolas. El asunto es que tú tienes el control. En la vida real no es posible aprender eso a tal grado, pero si no tienes el control, si sólo reaccionas emocionalmente a lo que te sucede a cada momento, darás muestras sutiles de debilidad y falta de autodominio. Aprende a adoptar conscientemente el ánimo indicado mediante el hecho de imaginar cómo y por qué debes sentir la emoción ajustada a la ocasión o a la actuación que estás a punto de ejecutar. Abandónate a la sensación del momento para que tu rostro y tu cuerpo cobren vida de forma espontánea. A veces, con sólo sonreír o fruncir el ceño experimentarás algunas emociones que acompañan a esas expresiones. De igual manera, enséñate a recuperar una expresión neutral en un momento natural, para que no lleves demasiado lejos tu emotividad.

Adáptate a tu público. Aunque te ajustes a ciertos parámetros impuestos por el rol que ejerces, debes ser flexible. Un gran ejecutante como Bill Clinton nunca perdía de vista que como presidente tenía que proyectar seguridad y poder; sin embargo, si hablaba con un grupo de obreros automotores, adecuaba sus palabras y acento a esta audiencia, y lo mismo hacía con un grupo de ejecutivos. Conoce a tu público y ajusta tus señales no verbales a su gusto y estilo.

Crea una primera impresión apropiada. Está demostrado que los juicios de las personas se basan en gran medida en su primera impresión y que les cuesta mucho trabajo reevaluar esos juicios. A sabiendas de esto, debes poner atención extra en tu primera aparición ante un individuo o grupo. En general, es mejor que en este caso restes importancia a tus señales no verbales y presentes una fachada más neutral. Demasiada emoción indicará inseguridad y hará desconfiar a la gente. Una sonrisa relajada, en cambio, así como ver a la gente a los ojos en esos primeros encuentros harán maravillas en reducir su resistencia natural.

Emplea efectos dramáticos. Esto implica sobre todo dominar el arte de la presencia/ausencia. Si estás demasiado presente, si los demás te ven con frecuencia o pueden predecir exactamente qué harás después, se aburrirán de ti. Debes saber cómo ausentarte de forma selectiva, regular la frecuencia o momento en que apareces ante los demás, para que deseen verte más, no menos. Envuélvete en un aura de misterio, muestra cualidades sutilmente contradictorias. La gente no necesita saber todo de ti, aprende a retener información. Vuelve menos predecibles tus apariciones y tu comportamiento.

Proyecta cualidades angelicales. Sea cual fuere el periodo histórico en que vivamos, ciertos rasgos serán vistos siempre como positivos y debes saber cómo exhibirlos. Por ejemplo, la apariencia de santidad nunca pasa de moda. Hoy parecer santo es distinto en contenido al siglo XVI, pero la esencia es la misma: encarnas lo que se considera bueno y por encima de todo reproche. En el mundo moderno esto significa que te muestres como una persona progresista, muy tolerante y de amplio criterio. Querrás que se te vea haciendo generosos donativos a ciertas causas y apoyándolas en las redes sociales. Proyectar sinceridad y honestidad siempre da excelentes resultados. Bastará para ello con que hagas algunas confesiones públicas de tus debilidades y vulnerabilidades. Por alguna razón, la gente juzga auténtico cualquier signo de humildad, pese a que sea una mera simulación. Aprende a bajar de vez en cuando la cabeza y parecer humilde. Si ha de hacerse trabajo sucio, consigue que lo hagan otros: tus manos están limpias. Jamás actúes abiertamente como un líder maquiavélico; esto sólo funciona en la televisión. Usa las señales de dominación apropiadas para que la gente crea que eres poderoso aun antes de que llegues a las alturas. Da la impresión de que estás destinado al éxito, un efecto místico que siempre produce dividendos.

El maestro de este juego fue el emperador Augusto (63 a. C. -14 d. C.) de la antigua Roma. Entendía el valor de tener un buen enemigo, un villano contrastante. Con este fin usó a Marco Antonio, su temprano rival por el poder, como el contrapunto perfecto. Se alió personalmente con todo lo tradicional en la sociedad romana, al grado de que ubicó su casa cerca del sitio donde había sido fundada la ciudad. Mientras Antonio estaba en Egipto, donde flirteaba con la reina Cleopatra y se entregaba a una vida de lujos, Augusto pudo señalar una y otra vez sus diferencias y ostentarse como la encarnación de los valores romanos, que Antonio había traicionado. Una vez convertido en el líder supremo de Roma, hizo alarde de humildad públicamente y devolvió el poder al senado y el pueblo. Hablaba el latín de la calle y vivía con sencillez, como un hombre del pueblo. Y por todo esto fue venerado. Todo era una farsa, desde luego. Pasaba la mayor parte de su tiempo en una lujosa villa fuera de Roma. Tenía numerosas amantes, procedentes de lugares tan exóticos como Egipto. Y aunque dio la impresión de que había cedido el poder, sujetaba con firmeza las verdaderas riendas del control, las del ejército. Obsesionado con el teatro, fue un actor consumado, maestro en el uso de máscaras. De seguro lo sabía, porque éstas fueron sus últimas palabras: “¿Desempeñé bien mi papel en la farsa de la vida?”.

Admite esto: el término personalidad viene del latín persona, que significa “máscara”. Todos usamos máscaras en público, y esto tiene una función positiva. Si nos mostráramos tal como somos y dijéramos lo que pensamos, ofenderíamos a casi todos y revelaríamos cualidades que es preferible ocultar. Ajustarse a un personaje, desempeñar bien un papel, nos protege de quienes nos vigilan muy de cerca, con todas las inseguridades que esto puede desatar. De hecho, entre mejor actúes tu papel, más poder acumularás, y gracias a eso estarás en libertad de expresar en mayor grado tus singularidades. Si llevas esto lo bastante lejos, el personaje que exhibas coincidirá con muchas de tus características, aunque acentuadas siempre para obtener mejores efectos.

“Usted detectó mucho de ella que fue invisible para mí.” “No invisible sino inadvertido, Watson. Usted no sabía dónde mirar y, así, pasó por alto todo lo importante. Jamás lograré convencerlo de la importancia de las mangas, lo sugerente de las uñas o las grandes consideraciones que es posible desprender de la agujeta de una bota.”

—SIR ARTHUR CONAN DOYLE, “Un caso de identidad”

Las leyes de la naturaleza humana

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