Читать книгу Las leyes de la naturaleza humana - Robert Greene - Страница 8

Оглавление

4

DETERMINA LA FUERZA DE CARÁCTER

DE LAS PERSONAS

LA LEY DEL COMPORTAMIENTO COMPULSIVO

Cuando selecciones a personas con las cuales trabajar o asociarte, no te dejes hechizar por su buena reputación ni engatusar por la imagen superficial que proyectan. Aprende en cambio a adentrarte en ellas y ver su carácter. La gente forma su carácter en sus primeros años, sobre la base de sus hábitos diarios. Es lo que la impulsa a repetir en su vida ciertas acciones y caer en patrones negativos. Analiza esos patrones y recuerda que la gente nunca hace algo una sola vez; repetirá su conducta de forma inevitable. Evalúa la relativa fuerza de su carácter por lo bien que maneja la adversidad, su capacidad para adaptarse y trabajar con los demás, su paciencia y aptitud para aprender. Gravita siempre hacia las personas que den señas de fuerza y evita a los muchos tipos tóxicos que existen. Conoce bien tu carácter para que puedas romper tus patrones compulsivos y asumir el control de tu destino.

EL PATRÓN

Para sus tíos y abuelos que lo vieron crecer en Houston, Texas, Howard Hughes Jr. (1905-1976) era un chico tímido y torpe. Su madre estuvo a punto de morir cuando lo dio a luz y no pudo tener más hijos, así que lo adoraba. Preocupada siempre de que contrajera una enfermedad, vigilaba cada uno de sus actos y hacía cuanto podía por protegerlo. El chico parecía temer a su padre, Howard Sr., quien en 1909 había iniciado la Sharp-Hughes Tool Company, empresa que pronto rindió una gran fortuna a la familia. El padre no solía estar en casa, debido a los constantes viajes de negocios, así que Howard pasaba mucho tiempo con su madre. Aunque sus parientes lo creían nervioso e hipersensible, cuando creció se convirtió en un joven sumamente cortés, de suave voz, consagrado a sus padres.

Su madre murió repentinamente en 1922, a los treinta y nueve años de edad. El padre nunca se recuperó del todo de esa muerte prematura y falleció dos años más tarde. A los diecinueve, el joven Howard estaba solo en el mundo; había perdido a sus dos seres queridos más cercanos, quienes habían dirigido cada fase de su vida. Sus parientes decidieron llenar ese vacío y darle al muchacho la orientación que precisaba. Pero en los meses posteriores a la muerte de su padre, enfrentaron de súbito a un Howard Hughes Jr. que hasta entonces no habían visto ni sospechado. El joven de dulces palabras se volvió de pronto muy grosero. El chico obediente era ahora un rebelde declarado. No ingresó a la universidad, como ellos le aconsejaron ni siguió ninguna de sus recomendaciones. Entre más insistían, más belicoso se mostraba.

Tras heredar la riqueza de su familia, el joven Howard podría independizarse por completo, y tenía la intención de llevar eso lo más lejos posible. Se empeñó de inmediato en adquirir todas las acciones de la Sharp-Hughes Tool Company en poder de sus parientes, para así obtener el total control de la empresa, tan altamente lucrativa. Conforme a la ley de Texas, podía solicitar a un tribunal que lo declarara adulto si era capaz de demostrar que poseía la aptitud suficiente para asumir ese papel. Se hizo amigo de un juez local y obtuvo pronto el certificado que necesitaba. En adelante podría dirigir su vida y la compañía de herramientas sin interferencia alguna.

Todo esto escandalizó a sus parientes y poco después ambas partes interrumpieron casi todo contacto por el resto de sus vidas. ¿Qué había convertido al dulce chico que ellos conocían en un joven rebelde e hiperagresivo? Éste fue un misterio que nunca resolverían.

Tiempo después de declarar su independencia, Howard se estableció en Los Ángeles, donde decidió que seguiría sus dos pasiones más recientes: la realización de películas y la conducción de aviones. Tenía dinero para entregarse a esos dos intereses y en 1927 resolvió combinarlos en la producción de una película épica de alto presupuesto sobre aviadores en la Primera Guerra Mundial, Los ángeles del infierno. Contrató a un director y un equipo de guionistas para que hicieran el libreto, pero se peleó con el director y lo despidió. Contrató a otro, Luther Reed, también aficionado a la aviación y quien se identificaba más con el proyecto, pero él lo dejó pronto, harto de la constante interferencia de Hughes. Lo último que le dijo fue: “Si sabes tanto, ¿por qué no la diriges tú mismo?”. Hughes siguió su consejo y se nombró director.

El presupuesto comenzó a aumentar y dispararse mientras él perseguía el realismo más extremo. Transcurrieron varios meses, y luego años, durante los cuales Hughes atropellaba uno tras otro a cientos de miembros del equipo técnico y dobles de pilotos, tres de los cuales murieron en terribles accidentes. Después de incalculables batallas, acabó por despedir a casi todos los jefes de departamento y por dirigir todo él mismo. Cuidaba cada toma, cada ángulo, cada cuadro. Los ángeles del infierno se estrenó por fin en 1930 y fue un gran éxito. Aunque la trama era un caos, las secuencias de vuelo y acción emocionaron al público. Había nacido la leyenda de Howard Hughes. Él era el joven brioso y rebelde que había sacudido al sistema y producido un éxito, el tosco individualista que lo hacía todo por sí mismo.

La cinta había costado nada menos que 3. 8 millones de dólares y perdido cerca de dos millones, pero nadie prestó atención a eso. El propio Hughes se mostró humilde y afirmó que había aprendido su lección de producción: “Haber hecho solo Los ángeles del infierno fue mi más grave error. […] Pretender realizar el trabajo de doce hombres fue mera estupidez de mi parte. Aprendí por experiencia que nadie puede saberlo todo”.

Durante la década de 1930, la leyenda de Hughes no hizo más que crecer mientras rompía varios récords mundiales de velocidad en la conducción de aviones, en varios de los cuales cortejó a la muerte. De la compañía de su padre había desprendido Hughes Aircraft, que esperaba transformar en el principal fabricante de aeroplanos del mundo. En ese entonces, esto requería conseguir grandes contratos militares, de manera que cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, Hughes persiguió afanosamente uno de ellos.

En 1942, varios oficiales del Departamento de Defensa, impresionados por sus hazañas de aviación, la meticulosa atención a los detalles que revelaba en sus entrevistas y sus incansables esfuerzos de cabildeo, decidieron conceder a Hughes Aircraft una subvención de dieciocho millones de dólares para que produjera tres enormes aviones de transporte, llamados Hércules, que se usarían para trasladar soldados y provisiones a varios frente de guerra. Llamados “barcos voladores”, esos aparatos debían tener una envergadura de alas más grande que una cancha de futbol americano y sostener tres pisos sobre el casco. Si la compañía hacía un buen trabajo y entregaba los aeroplanos a tiempo y dentro del presupuesto, recibiría un nuevo pedido y Hughes podría acaparar el mercado de aviones de transporte.

Menos de un año después llegaron otras buenas noticias. Asombrada por el bello y esbelto diseño del pequeño avión D-2 de Hughes, la fuerza aérea realizó un pedido de cien aviones de reconocimiento fotográfico, por cuarenta y tres millones de dólares, para su reconfiguración conforme al estilo del D-2. Sin embargo, pronto corrió la voz de que había problemas en Hughes Aircraft. Esta compañía se había iniciado como una especie de pasatiempo para Hughes, quien colocó a varios amigos de Hollywood y colegas de aviación en puestos de alto nivel. Cuando la compañía creció, ocurrió lo mismo con el número de departamentos, pese a lo cual había poca comunicación entre ellos. Todo tenía que pasar por las manos de Hughes; se le debía consultar hasta la menor decisión. Frustrados por tanta interferencia en su trabajo, varios ingenieros de primera habían renunciado.

Hughes advirtió el problema y contrató a un gerente general para que le ayudara con el proyecto de Hércules y enderezara la compañía, pero se marchó dos meses después. A pesar de que Hughes le había prometido carta blanca en la reestructuración de la compañía, apenas días después de que asumiera el puesto vetaba ya sus decisiones y minaba su autoridad. A fines del verano de 1943, seis de los nueve millones de dólares reservados para la producción del primer Hércules se habían gastado ya, pero éste distaba mucho de estar terminado. Quienes habían respaldado a Hughes en el Departamento de Defensa empezaron a alarmarse. El pedido de reconocimiento fotográfico era crucial para el esfuerzo bélico. ¿El caos interno y las demoras del Hércules anunciaban dificultades con el muy importante pedido de aviones de reconocimiento? ¿Hughes los había engañado con su carisma y su campaña publicitaria?

A principios de 1944, el pedido de los aviones de reconocimiento resentía ya un retraso irremediable. El ejército insistió entonces en que Hughes contratara un nuevo gerente general para que salvara al menos una parte del pedido. Por fortuna, uno de los mejores hombres para el puesto estaba disponible en ese momento: Charles Perelle, el “joven maravilla” de la producción aeronaval. Perelle no quería el puesto. Como todos los demás en esa industria, estaba al tanto del caos en Hughes Aircraft. Desesperado, Hughes lanzó una ofensiva de seducción. Insistió en que se había dado cuenta de sus errores. Necesitaba la destreza de Perelle. Él no era lo que Perelle había esperado, sino un sujeto humilde que al parecer había sido víctima de ejecutivos inescrupulosos en la compañía. Conocía todos los detalles técnicos de producir un avión, lo que impresionó a Perelle, a quien prometió concederle toda la autoridad que requiriera. Contra su mejor juicio, el joven aceptó el puesto.

Después de unas cuantas semanas, sin embargo, lamentó su decisión. Los aviones estaban más atrasados de lo que se le había hecho creer y todo lo que veía apestaba a falta de profesionalismo, hasta los pésimos planos de los aviones. Se puso a trabajar, redujo el dispendio y simplificó los departamentos, pero nadie respetaba su autoridad. Todos sabían quién dirigía en verdad la compañía, pues Hughes no cesaba de socavar las reformas de Perelle. Cuando el pedido se retrasó aún más y la presión aumentó, Hughes desapareció de la escena, supuestamente a causa de un colapso nervioso. Al fin de la guerra no se había producido un solo avión de reconocimiento y la fuerza aérea canceló el contrato. Trastornado por la experiencia, Perelle abandonó su puesto en diciembre de ese mismo año.

Con la intención de recuperar algo de los años de la guerra, Hughes pudo terminar uno de los barcos voladores, después conocido como el Ganso Elegante. Era una maravilla, afirmó, una brillante pieza de ingeniería a muy grande escala. Para desmentir a los escépticos, decidió hacer él mismo una prueba de vuelo. Mientras cruzaba el océano, sin embargo, resultó penosamente claro que la aeronave no tenía ni de cerca la fuerza suficiente para su enorme peso, y kilómetro y medio después tuvo que descender suavemente en el agua y hacer que la remolcaran de regreso. Ese avión no volvió a volar nunca y quedó varado en un hangar a un costo de un millón de dólares al año; Hughes se negó a desmantelarlo y venderlo como chatarra.

En 1948 el dueño de RKO Pictures, Floyd Odlum, deseaba vender su compañía. RKO era uno de los estudios más rentables y prestigiosos de Hollywood, y Hughes ansiaba volver a los reflectores y establecerse en el cine. Compró las acciones de Odlum, adquirió una participación mayoritaria y RKO cayó presa del pánico. Los ejecutivos conocían la reputación de Hughes por sus constantes intromisiones. La empresa acababa de adoptar un nuevo régimen, instaurado por Dore Schary, que la transformaría en el estudio ideal para los directores jóvenes. Schary optó por renunciar antes de ser humillado, pero aceptó conocer a Hughes, guiado por la curiosidad.

Éste se mostró encantador. Estrechó la mano de Schary, lo miró a los ojos y le dijo: “No quiero intervenir en la conducción del estudio. Lo dejaré en paz”. Schary cedió, sorprendido por la sinceridad de Hughes y su aceptación de la propuesta de transformación del estudio, y durante las primeras semanas todo fue como él había prometido. Pero entonces comenzaron las llamadas telefónicas. Hughes quería que Schary reemplazara a una actriz en el filme que se producía en ese momento. Éste comprendió su error y renunció de inmediato, llevándose a buena parte de su equipo.

Hughes llenó los puestos vacantes con personas que seguían sus órdenes y contrataban justo a los actores de su agrado. Adquirió un guion titulado Jet Pilot y planeó hacer de él la versión de 1949 de Los ángeles del infierno. Sería protagonizada por John Wayne y el gran director Josef von Sternberg la dirigiría. Semanas más tarde, Sternberg no soportó una llamada más y renunció. Hughes se hizo cargo; en una repetición absoluta de la producción de Los ángeles del infierno, tardó casi tres años en terminar la cinta, debido sobre todo a la fotografía aérea, y el presupuesto se elevó a cuatro millones de dólares. Hughes había filmado tantas secuencias que no sabía cómo editarlas. Pasaron seis años antes de que el filme estuviera listo, y para entonces las escenas de jets eran por completo anacrónicas y Wayne lucía considerablemente mayor. La película cayó en el olvido. El antes bullicioso estudio pronto comenzó a perder sumas sustanciales y en 1955, frente a la furia de los accionistas por sus malos manejos, Hughes lo vendió a la General Tire Company.

En la década de 1950 y principios de la de 1960, el ejército estadunidense decidió poner al día su filosofía de combate. Para librar una guerra en sitios como Vietnam, se precisaba de helicópteros, entre ellos uno ligero de observación para labores de reconocimiento. El ejército buscó a posibles fabricantes y en 1961 seleccionó a los dos que habían presentado las mejores propuestas, ninguno de los cuales era la segunda compañía de aviación de Hughes, también desprendida de Hughes Tool (la Hughes Aircraft original marchaba ya con total independencia de aquél). Hughes se negó a aceptar este descalabro. Su equipo de publicidad lanzó una enorme campaña de cabildeo, durante la cual Hughes se ganó, a fuerza de cenas, a los altos mandos del ejército, tal como había hecho veinte años antes con los aviones de reconocimiento fotográfico, gastando dinero a manos llenas. La campaña fue un éxito y Hughes entró en la carrera con los otros dos. El ejército determinó que la compañía que ofreciera el mejor precio se llevaría el contrato.

El precio que Hughes presentó sorprendió a la milicia: era tan bajo que parecía imposible que la compañía ganara dinero con la fabricación de los helicópteros. Todo indicaba que la estrategia consistía en perder dinero en la producción inicial con objeto de ganar la licitación, obtener el contrato y aumentar el precio en pedidos subsecuentes. En 1965 el ejército otorgó el contrato a Hughes, un golpe increíble para una compañía que había tenido tan poco éxito en la producción de aeroplanos. Si hacía los helicópteros bien y a tiempo, el ejército podría ordenar miles más, y Hughes podría utilizar eso como trampolín para la producción de helicópteros comerciales, un ramo en expansión.

Como la guerra de Vietnam se intensificaba, el ejército tenía la seguridad de que incrementaría su pedido y de que Hughes cosecharía los beneficios, pero mientras esperaban la entrega de los primeros helicópteros, los oficiales que le habían otorgado el contrato a Hughes comenzaron a inquietarse: la compañía estaba tan retrasada que tuvieron que hacer una investigación para saber qué pasaba. Para su horror, no había una línea de producción organizada. La planta era demasiado pequeña para manejar un pedido de esa magnitud. Todos los detalles presentaban inconvenientes: los planos eran poco profesionales, las herramientas inadecuadas y había muy pocos obreros calificados. Era como si la compañía careciera de experiencia en el diseño de aviones y pretendiera deducirlo sobre la marcha. Ése era justo el mismo predicamento que había surgido con los aviones de reconocimiento fotográfico, que sólo unos cuantos en el ejército recordaban. Obviamente, Hughes no había aprendido la lección de su fracaso previo.

En esas condiciones, era de suponer que los helicópteros llegarían con cuentagotas. Alarmado, el alto mando del ejército decidió licitar un nuevo contrato, por los dos mil doscientos helicópteros que ahora necesitaba, con la esperanza de que una compañía más experimentada presentara un precio menor y desplazara a Hughes. Éste cayó presa de pánico: perder esta licitación complementaria significaría su ruina. La compañía contaba con aumentar el precio en este nuevo pedido para recuperar las grandes pérdidas en que había incurrido en la producción inicial; a eso le había apostado Hughes. Si ahora ofrecía un precio bajo por los helicópteros adicionales, se arriesgaba a no obtener ganancias, pero si su oferta no era lo bastante baja, alguien lo rebasaría, que fue lo que al final sucedió. Hughes perdió en los helicópteros que produjo una suma astronómica: noventa millones de dólares. Esto tuvo un efecto devastador en la compañía.

Howard Hughes murió en 1976 en un avión que hacía la ruta de Acapulco a Houston. Cuando se le practicó la autopsia, la opinión pública se enteró por fin de lo que había sido de él en su última década de vida. Fue adicto a analgésicos y narcóticos durante años. Vivía en cuartos de hotel herméticamente sellados, temeroso hasta de la menor contaminación posible de gérmenes. Al momento de su muerte, pesaba apenas cuarenta y dos kilos. Vivía en un aislamiento casi total, atendido por unos cuantos asistentes, algo que se obstinaba en mantener alejado del escrutinio público. Como última ironía, un hombre que temía más que nada la más leve pérdida de control acabó en sus últimos años a merced de un puñado de asistentes y ejecutivos, quienes vigilaron su agónica muerte a causa de las drogas y le arrebataron el control esencial de su compañía.

Interpretación

El patrón de la vida de Howard Hughes quedó marcado desde el principio. Su madre tenía una naturaleza ansiosa y tras enterarse de que no podría tener más hijos, dirigió al único gran parte de esa ansiedad. Lo ahogaba con su constante atención, lo acompañaba sin cesar, no lo perdía de vista casi nunca. El padre depositó grandes esperanzas en el chico como portador del apellido de la familia. Sus padres determinaban todo lo que hacía: cómo vestía, qué comía y quiénes eran sus amigos (muy escasos de todas formas). Lo arrastraron de una escuela a otra en busca del medio perfecto para él, que era hipersensible y poco fácil de tratar. Dependía de ellos para todo, y a causa de su inmenso temor a defraudarlos se volvió educado y obediente.

No obstante, la verdad es que resentía esa dependencia absoluta. Una vez que sus padres murieron, su auténtico carácter emergió debajo de las sonrisas y la obediencia. No sentía amor alguno por sus parientes. Prefería enfrentar solo el futuro a tener por encima de él la más mínima autoridad. Debía ejercer un completo control de su destino, aun a sus diecinueve años; cualquier cosa menos que eso removería sus ansiedades de la infancia. Y con el dinero que había heredado, estaba en condiciones de realizar su sueño de total independencia. Su afición a volar reflejaba ese rasgo de su carácter. Únicamente en el aire, solo y al timón, experimentaba la euforia del control y se liberaba de todas sus ansiedades. Se elevaba sobre las masas, que detestaba en secreto. Encaraba a la muerte, lo cual hizo en numerosas ocasiones, porque ésa sería una muerte bajo su poder.

Su carácter se manifestó aún más claramente en el estilo de liderazgo que desarrolló en Hollywood y sus demás empresas. Si guionistas, directores o ejecutivos proponían ideas, él sólo las podía ver como un desafío personal a su autoridad. Esto despertaba sus antiguas ansiedades de impotencia y dependencia. Para combatir esta ansiedad, debía mantener el control de todos los aspectos de la compañía, y supervisar la ortografía y gramática hasta del menor texto publicitario. Tenía que crear una estructura muy laxa en sus empresas, a fin de que todos los ejecutivos se disputaran su atención. Era mejor que hubiera un poco de caos, siempre que todo pasara por él.

La paradoja de esto es que justo cuando trataba de alcanzar ese control total, lo perdía; era imposible que un solo hombre estuviese al tanto de todo, y esto hacía surgir toda clase de imprevistos. Y cuando los proyectos se venían abajo y la presión se intensificaba, él desaparecía de la escena o se enfermaba. Su necesidad de controlar todo lo que lo rodeaba se extendía a las mujeres con que salía: escudriñaba cada uno de sus actos, las hacía seguir por investigadores privados.

El problema que Howard Hughes les planteaba a todos los que decidían trabajar con él era que erigía con cuidado una imagen pública que escondía las flagrantes debilidades de su carácter. En lugar de mostrarse como un micromanager irracional, podía presentarse como el rudo individualista y consumado rebelde estadunidense. Lo más nocivo era su capacidad para hacerse pasar por exitoso hombre de negocios al mando de un imperio multimillonario. Cierto, había heredado de su padre una muy rentable empresa de herramientas. Pero al paso de los años, las únicas partes de su imperio que producían ganancias sustanciales eran esa compañía de herramientas y la primera versión de Hughes Aircrafts que desprendió de ella. Por diversas razones, esas dos empresas se administraban con total independencia de Hughes; él no tenía ninguna participación en sus operaciones. Todas las demás empresas que dirigió personalmente —su posterior división de aviones, sus compañías fílmicas, sus hoteles y propiedades en Las Vegas— perdieron cuantiosas cantidades, que las otras dos cubrieron.

De hecho, Hughes era un terrible hombre de negocios, y el patrón de fracasos que reveló esto era visible para cualquiera. Pero éste es el punto débil de la naturaleza humana: no estamos preparados para calibrar el carácter de los individuos que tratamos. Su imagen pública, la reputación que los precede, nos hipnotizan con facilidad. Las apariencias nos cautivan. Si, como Hughes, ellos se rodean de un mito seductor, queremos creer en él. En vez de determinar el carácter de la gente —su capacidad para trabajar con los demás, cumplir sus promesas, mantenerse firmes en circunstancias adversas—, optamos por trabajar con o contratar a personas sobre la base de su deslumbrante currículum, su inteligencia y su simpatía. Pero incluso un rasgo positivo como la inteligencia es inútil si la persona posee también un carácter endeble o dudoso. Así, debido a nuestro punto débil, sufrimos bajo el líder irresuelto, el jefe micromanager, el socio confabulador. Ésta es la fuente de incontables tragedias en la historia, nuestro patrón como especie.

Debes cambiar a toda costa tu perspectiva. Aprende a ignorar la fachada de la gente, el mito que la rodea, y sumérgete en sus profundidades para buscar signos de su carácter. Éstos pueden encontrarse en los patrones que revela de su pasado, la calidad de sus decisiones, cómo ha resuelto problemas, cómo delega autoridad y trabaja en equipo, y muchos otros factores. Una persona de carácter fuerte es como el oro: rara pero invaluable. Consigue adaptarse, aprender y mejorar. Dado que tu éxito depende de las personas con que trabajas, haz de su carácter el principal objeto de tu atención. Te ahorrarás así la desgracia de descubrir su carácter cuando sea demasiado tarde.

Carácter es destino.

—HERÁCLITO

CLAVES DE LA NATURALEZA HUMANA

Durante miles de años, los seres humanos creímos en el destino: una fuerza de alguna índole —espíritus, dioses o Dios— nos obligaba a actuar de cierta forma. Al nacer, nuestra vida entera quedaba trazada de antemano; estábamos destinados a triunfar o a fracasar. Ahora vemos el mundo de un modo muy diferente. Creemos tener en gran medida el control de lo que nos sucede, que generamos nuestro destino. En ocasiones, sin embargo, tenemos una efímera sensación similar a la que es probable que nuestros ancestros hayan tenido. Quizás una relación personal marcha mal o nuestra carrera profesional se estanca y estas dificultades son asombrosamente parecidas a algo que nos sucedió en el pasado. O nos percatamos de que nuestra manera de trabajar en un proyecto requiere una modificación, porque podríamos hacer mejor las cosas; intentamos alterar nuestros métodos, sólo para sorprendernos haciendo las cosas en la misma forma, con resultados casi iguales. Sentimos por un momento que una especie de fuerza maligna en el mundo, alguna maldición, nos empuja a revivir las mismas situaciones.

Advertimos más claramente este fenómeno en las acciones de otros, en particular de nuestros allegados. Por ejemplo, vemos a amigos enamorarse una y otra vez de la persona equivocada o apartar sin querer a quien no deberían. Nos desconcierta una conducta insensata suya, como una inversión o decisión precipitada, sólo para verlos repetir esa tontería años más tarde, una vez que han olvidado la lección. O conocemos a alguien que invariablemente se las arregla para ofender a la persona equivocada en el momento indebido, y que por tanto crea hostilidad dondequiera que va. O que se desmorona bajo presión, siempre del mismo modo, pero culpa a los demás o a su mala suerte de lo que ocurre. Y desde luego que también conocemos a los adictos que abandonan su vicio sólo para recaer en él o hallar otra forma de adicción. Vemos estos patrones y ellos no, porque a nadie le agrada creer que opera bajo una compulsión más allá de su control. Esta idea es demasiado perturbadora.

Si somos sinceros, admitiremos que hay algo de cierto en el concepto del destino. Tendemos a repetir las mismas decisiones y métodos de enfrentar problemas. Hay un patrón en nuestra vida, particularmente visible en nuestros errores y fracasos. Pero hay un modo distinto de ver este concepto: no son espíritus ni dioses los que nos controlan, sino nuestro carácter. La etimología de carácter, del griego antiguo, alude a un instrumento para grabar o estampar. El carácter es, entonces, algo tan arraigado o estampado en nosotros que nos empuja a actuar de cierta forma, más allá de nuestra conciencia y control. Podemos concebir ese carácter como poseedor de tres componentes esenciales, cada cual encima del anterior, lo que lo dota de profundidad.

La primera capa, la más profunda, procede de la genética, del modo particular en que está programado nuestro cerebro, lo que nos predispone a ciertos estados de ánimo y preferencias. Este componente genético puede hacer que algunas personas sean proclives a la depresión, por ejemplo. A algunas las vuelve introvertidas y a otras extrovertidas. Incluso podría inclinar a alguien a ser codicioso, de atención, privilegios o pertenencias. La psicoanalista Melanie Klein, quien estudió a los niños, creía que el niño avaro y codicioso llegaba a este mundo predispuesto a ese rasgo de carácter. Es probable que también otros factores genéticos nos predispongan a la hostilidad, la ansiedad o la franqueza.

La segunda capa, colocada sobre aquélla, procede de nuestros primeros años y la clase particular de apegos que formamos con nuestra madre y cuidadores. En esos primeros tres o cuatro años, el cerebro es muy maleable. Sentimos más intensamente las emociones, lo que crea huellas mnémicas mucho más hondas que cualquiera de las posteriores. En ese periodo de la vida somos muy susceptibles a la influencia de los demás, y la impronta de esos años es muy profunda.

El antropólogo y psicoanalista John Bowlby estudió los patrones de apego entre madres e hijos, y determinó cuatro esquemas básicos: libre/autónomo, desdeñoso, entrometido-ambivalente y desorganizado. La huella libre/autónoma proviene de madres que dejan a sus hijos en libertad de descubrirse a sí mismos y que son sensibles a sus necesidades, aunque también los protegen. Las madres desdeñosas son distantes, e incluso hostiles y repelentes. Graban en sus hijos una sensación de abandono y la idea de que deben defenderse todo el tiempo. Las madres entrometidas-ambivalentes no son sistemáticas en su atención; a veces resultan sofocantes y se involucran demasiado, y otras se apartan debido a sus propios problemas y ansiedades. Pueden hacer sentir a sus hijos que deben cuidar a quien debería cuidarlos a ellos. Las madres desorganizadas emiten señales muy contradictorias como reflejo de su caos interior y, quizá, tempranos traumas emocionales. Nada de lo que hacen sus hijos está bien, y éstos podrían desarrollar graves problemas emocionales.

Hay, desde luego, muchas gradaciones dentro de cada clase y combinaciones de ellas, pero en todos los casos la calidad del apego que tuvimos en nuestros primeros años genera arraigadas tendencias en nosotros, particularmente en la forma que usamos las relaciones para manejar o modular el estrés. Por ejemplo, los hijos de madres desdeñosas tienden a rehuir de cualquier situación emocional negativa y a evitar sensaciones de dependencia; así, quizá se les dificulte comprometerse en una relación o rechacen sin querer a los demás. Los hijos de la variedad entrometida experimentan más ansiedad en las relaciones y tienen muchas emociones encontradas. Son ambivalentes con los demás, y esto afianza evidentes patrones en su vida en los que persiguen a la gente para replegarse inconscientemente después.

En general, desde esos primeros años la gente exhibe un tono particular en su carácter: hostil y agresivo, seguro y confiado, ansioso y evasivo, pedigüeño y entrometido. Estas dos capas son tan profundas que las desconocemos, así como la conducta que inducen, a menos que dediquemos un gran esfuerzo a examinarnos.

Sobre ésta se forma una tercera capa, la de nuestros hábitos y experiencias conforme crecemos. Con base en las dos primeras capas, tendemos a apoyarnos en ciertas estrategias para lidiar con el estrés, buscar placer o manejar a las personas. Estas estrategias pasan a ser hábitos que se fijan en nuestra juventud. El estado específico de nuestro carácter sufre modificaciones acordes con las personas que tratamos —amigos, maestros, parejas sentimentales— y la manera en que reaccionan a nosotros. Pero, en general, estas tres capas establecen patrones perceptibles. Tomaremos una decisión particular; esto está neurológicamente grabado en nuestro cerebro. Nos sentimos empujados a repetir eso porque la senda ya está trazada. Esto se convierte en hábito, y nuestro carácter se forma a partir de miles de hábitos; los primeros se fijan mucho antes de que podamos estar conscientes de ellos.

Hay una cuarta capa también. Se desarrolla a menudo en la infancia tardía y la adolescencia, conforme la gente se percata de sus defectos de carácter y hace lo que puede por encubrirlos. Si una persona percibe que en el fondo es ansiosa y tímida, sabrá que ése no es un rasgo socialmente aceptable, por lo que aprenderá a disfrazarlo con una fachada. Lo compensará tratando de parecer extrovertida o despreocupada, e incluso dominante. Esto no hace sino complicarnos más a determinar la naturaleza de su carácter.

Algunos rasgos de carácter pueden ser positivos y reflejar fortaleza interior. Por ejemplo, hay personas propensas a ser generosas y abiertas, empáticas y resilientes bajo presión. Pero estas cualidades fuertes y flexibles suelen requerir conciencia y práctica para convertirse en hábitos en los que se pueda confiar. Cuando crecemos, la vida tiende a debilitarnos. Nuestra empatía es más difícil de sostener (véase el capítulo 2). Si somos reflexivamente generosos y francos con todos los que conocemos, podríamos meternos en muchas dificultades. Sin conciencia ni control, la seguridad en uno mismo se vuelve altivez. Sin un esfuerzo consciente, esas fortalezas se desgastan y se convierten en debilidades. Esto significa que las partes más endebles de nuestro carácter son las que producen hábitos y conducta compulsivos, y para mantenerlos no se requieren práctica ni esfuerzo.

Finalmente, podemos desarrollar rasgos de carácter contradictorios, quizá derivados de una diferencia entre nuestra predisposición genética y nuestras más tempranas influencias, o de que nuestros padres nos hayan inculcado valores diferentes. Tal vez nos sentimos tanto idealistas como materialistas, y estas dos partes están en pugna en nosotros. Esta ley se aplica de todas formas. El carácter contrapuesto, que se desarrolla en los primeros años, revela apenas un patrón distinto, con decisiones que reflejan la ambivalencia de una persona o que oscilan de un lado a otro.

Como estudioso de la naturaleza humana, tu tarea es doble: primero debes conocer tu carácter, analizar lo mejor posible los elementos de tu pasado que intervinieron en su formación, y los patrones, principalmente negativos, que ves repetirse en tu vida. Es imposible que te libres de esta huella que constituye tu carácter, es demasiado honda. Pero mediante la toma de conciencia aprenderás a mitigar o detener ciertos patrones negativos. Te empeñarás en transformar los aspectos débiles y negativos de tu carácter en fortalezas verdaderas. Y con la práctica podrás crear nuevos hábitos, y los patrones consecuentes, a fin de determinar tu carácter y el destino que le corresponde. (Para más información sobre este tema, véase la última sección de este capítulo.)

Segundo, debes desarrollar tu habilidad para descifrar el carácter de la gente que te rodea. Para hacerlo, considera el carácter como un valor primario cuando se trata de elegir a una persona con la cual trabajar o a una pareja íntima. Esto quiere decir que debes concederle más valor que a su simpatía, inteligencia o reputación. La capacidad para observar el carácter de las personas —y percibirlo en sus actos y patrones— es una habilidad social crucial. Te ayudará a evitar justo la clase de decisiones que pueden representar años de desdichas: la elección de un líder incompetente, un socio turbio, un asistente intrigante o un cónyuge incompatible que podría envenenar tu vida. Sin embargo, es una habilidad que debes desarrollar a conciencia, porque los seres humanos somos ineptos para efectuar esas evaluaciones.

La fuente de esa ineptitud es que basamos en las apariencias nuestros juicios sobre los demás. Pero como ya se indicó, la gente suele encubrir sus debilidades a través de presentarlas como algo positivo. Vemos a alguien rebosar seguridad, sólo para descubrir después que es arrogante e incapaz de escuchar. Da la impresión de ser franco y sincero, pero con el tiempo comprobamos que es ordinario e incompetente para considerar los sentimientos ajenos. O parece prudente y atento, cuando en realidad es tímido hasta la médula y teme incluso la menor crítica. La gente es experta en crear esas ilusiones ópticas, y nosotros nos las tragamos. De igual modo, nos hechizará y halagará y, cegados por el deseo de aceptarla, no llegaremos más a fondo ni veremos sus defectos.

En relación con esto, cuando analizamos a los demás sólo vemos su reputación, el mito que los rodea, la posición que ocupan, no al individuo. Acabamos por creer que una persona que tiene éxito es generosa, inteligente y buena por naturaleza, y que merece todo lo que ha logrado. No obstante, las personas de éxito adoptan todas las formas. Algunas son hábiles para usar a otros, ascender y ocultar su incompetencia, y otras son muy manipuladoras. Tienen tantos defectos como cualquiera. Asimismo, creemos que alguien que se adscribe a una religión, sistema de opiniones políticas o código moral particular posee el carácter correspondiente. Pero la gente lleva su carácter al puesto que ocupa o la religión que practica. Un individuo puede ser un liberal progresista o un cristiano bondadoso, y en el fondo ser un tirano intolerante.

El primer paso para estudiar el carácter es, entonces, tomar conciencia de esas ilusiones y fachadas, y aprender a ver más allá de ellas. Debemos escudriñar a todos en busca de signos de su carácter, sea cual fuere la apariencia que adopten o la posición que ocupen. Con esto en mente, podemos trabajar en varios componentes clave de esta habilidad: la percepción de ciertos signos que la gente emite en determinadas situaciones y que revelan claramente su carácter; la comprensión de algunas categorías generales en las que encaja la gente (un carácter fuerte contra uno débil, por ejemplo), y el conocimiento de ciertas clases de carácter que suelen ser las más tóxicas y deberían evitarse si es posible.

Señales del carácter

El indicador más significativo del carácter de una persona son sus acciones a lo largo del tiempo. Pese a lo que la gente diga sobre las lecciones que ha aprendido (véase el caso de Howard Hughes) y sobre cómo ha cambiado con los años, verás que repite las mismas acciones y decisiones en el curso de su vida. En estas decisiones revela su carácter. Toma nota de las formas sobresalientes de su conducta: desaparece cuando hay mucho estrés, no termina una parte importante de un trabajo, se pone repentinamente belicosa si se le desafía o, a la inversa, está a la altura de las circunstancias cuando se le da una responsabilidad. Con esto en mente, investiga su pasado. Examina en retrospectiva otros actos que hayas observado y que encajan en ese patrón. Presta atención a lo que hace en el presente. Ve sus acciones no como incidentes aislados, sino como parte de un patrón compulsivo. Si ignoras ese patrón, será tu culpa.

Ten siempre en mente el principal corolario de esta ley: las personas nunca hacen algo sólo una vez. Podría disculparse, decir que perdió la cabeza, pero puedes estar seguro de que repetirá en otra ocasión la insensatez que cometió, forzada a ello por sus hábitos y su carácter. De hecho, con frecuencia reiterará ciertos actos aun si son contrarios a su interés propio, lo que revelará la índole compulsiva de su debilidad.

Casio Severo fue un infame abogado-orador que floreció en la época del emperador romano Augusto. Llamó la atención con sus encendidos discursos contra los romanos de alto rango, por su extravagante estilo de vida. Esto le ganó seguidores. Su estilo era grandilocuente pero lleno de humor, y complacía al público. Alentado por la atención que recibía, comenzó a insultar también a otros funcionarios y el tono de sus ataques se elevó. Las autoridades le advirtieron que se detuviera. La novedad se agotó y las muchedumbres se redujeron, pero Severo persistió.

Al final las autoridades se cansaron; en 7 d. C. ordenaron que los libros de Severo fueran quemados y lo desterraron a la isla de Creta. Para su consternación, Severo continuó ahí su campaña repulsiva y enviaba a Roma copias de sus diatribas más recientes. Se le amonestó una vez más. No sólo ignoró esto, sino que además empezó a interpelar y ofender a funcionarios cretenses, quienes querían que se le condenara a muerte. En 24 d. C. el senado lo desterró al despoblado peñón de Serifos, en el mar Egeo. Ahí pasaría los ocho últimos años de su vida, y es de suponer que nunca dejó de fraguar nuevos discursos ofensivos que nadie oyó.

Como nos resulta difícil creer que la gente no puede controlar tendencias tan autodestructivas, le damos el beneficio de la duda, como hicieron los romanos. Pero hay que recordar las sabias palabras de la Biblia: “Como un perro que regresa a su vómito, así es el necio que repite su necedad”.

Verás elocuentes signos del carácter de los demás en cómo manejan sus asuntos diarios. Si no terminan a tiempo tareas simples, se atrasarán en grandes proyectos. Si pequeños inconvenientes los irritan, se desmoronarán bajo los grandes. Si son olvidadizos en cuestiones menudas y no ponen atención a los detalles, serán así en cosas más importantes. Ve cómo tratan a sus empleados en condiciones normales y si hay discrepancias entre la personalidad que fingen y su actitud con sus subalternos.

Jeb Magruder se presentó en 1969 en San Clemente para sostener una entrevista de trabajo en el gobierno de Nixon. Su entrevistador fue Bob Haldeman, jefe del gabinete. Haldeman era muy serio, estaba totalmente consagrado a la causa de Nixon e impresionó a Magruder con su sinceridad, agudeza e inteligencia. Sin embargo, cuando salieron de la entrevista para abordar un carrito de golf y pasear por San Clemente, Haldeman se puso frenético porque no había carritos disponibles. Despotricó contra los encargados y asumió una actitud ofensiva y violenta. Estaba casi histérico. Magruder debió haber visto este incidente como un signo de que Haldeman no era lo que parecía, que perdía el control y tenía una vena cruel, pero fascinado por el aura de poder de San Clemente e interesado en el puesto, decidió ignorarlo, para su posterior consternación.

La gente consigue disfrazar sus defectos en la vida diaria, pero en momentos de crisis o estrés esos defectos suelen volverse obvios súbitamente. Bajo estrés, las personas pierden el control. Revelan las inseguridades acerca de su reputación, su temor al fracaso y su falta de resistencia interna. Otras, en cambio, se ponen a la altura de las circunstancias y revelan fortaleza bajo fuego. Aunque es imposible saber esto hasta que se inician las hostilidades, presta mucha atención a esos momentos.

Asimismo, el modo en que la gente maneja el poder y la responsabilidad te dirá mucho sobre ella. Como dijo Lincoln: “Si quieres probar el carácter de un hombre, dale poder”. En su camino al poder, los individuos tienden a volverse cortesanos, mostrar deferencia y seguir la línea del partido; harán todo lo que sea necesario para llegar a la cima. Una vez ahí, tienen menos restricciones y a menudo revelarán algo que no habías notado antes. Algunos permanecen fieles a los valores que tenían antes de alcanzar un alto puesto; siguen siendo empáticos y respetuosos. Muchos otros se sienten con el derecho de tratar a los demás de otra manera cuando detentan poder.

Esto fue lo que le sucedió a Lyndon Johnson una vez que alcanzó un alto puesto en el senado estadunidense, como líder de la mayoría. Cansado de haber dedicado años enteros a pasar por el cortesano perfecto, aprovechó su nuevo poder para molestar o humillar a quienes lo habían contrariado en el pasado. Se acercaba a un senador y se dirigía únicamente a su asistente. O abandonaba la sala de debates cuando un senador que no estimaba pronunciaba un discurso importante, y hacía que otros senadores lo siguieran. En general, en el pasado siempre hay signos de este rasgo de carácter si examinas con detenimiento (Johnson había dejado ver esos desagradables indicios al principio de su carrera), pero lo principal es que tomes nota de lo que la gente revela una vez que está en el poder. Con demasiada frecuencia creemos que el poder cambia a la gente, cuando en realidad la muestra tal como es.

La selección de cónyuge o pareja dice mucho acerca de una persona. Algunas buscan una pareja a la que puedan dominar y controlar, quizás alguien más joven, menos inteligente o exitoso. Otras eligen como pareja a alguien que puedan rescatar de una situación negativa, para desempeñar el papel de salvador y controlarlo de esa manera. Otras más buscan a alguien que llene el papel de papá o mamá; quieren más mimos. Es raro que estas decisiones sean bien pensadas dado que reflejan los primeros años y los esquemas de apego de la gente. A veces son asombrosas, como cuando se selecciona a alguien que parece incompatible, pero siempre hay una lógica detrás de esas decisiones. Por ejemplo, si una persona teme ser abandonada por su pareja, en reflejo de ansiedades de su infancia, seleccionará como tal a alguien notablemente inferior en apariencia o inteligencia, porque supone que se aferrará a ella a toda costa.

Otra área por examinar es cómo se comporta la gente fuera del trabajo. En un juego o deporte podría revelar una vena competitiva que no puede desactivar. Teme ser rebasada, aun al manejar; debe ir siempre al frente. Esto puede canalizarse funcionalmente en el trabajo, pero en el tiempo libre revela hondas capas de inseguridad. Analiza cómo pierden los demás cuando juegan. ¿Pueden hacerlo con afabilidad? Su lenguaje corporal dirá mucho en ese frente. ¿Hacen lo posible por eludir las reglas o torcerlas? ¿Buscan un escape y poder relajarse del trabajo en esos momentos, o reafirmarse incluso en ellos?

Los individuos tienden a dividirse en introvertidos y extrovertidos, y esto desempeñará un papel relevante en el carácter que desarrollen. Los extrovertidos suelen regirse con criterios externos. La pregunta que más les importa es: “¿Qué piensan de mí los demás?”. Les gusta lo que les agrada a los otros y los grupos a los que pertenecen definen con frecuencia sus opiniones. Se muestran abiertos a sugerencias y nuevas ideas, aunque sólo si éstas son populares o están avaladas por una autoridad que respetan. Valoran las cosas externas: la buena ropa, grandes comidas, una diversión concreta compartida con otros. Buscan sensaciones novedosas y tienen buen olfato para las tendencias. El ruido y el bullicio no sólo les agradan, los persiguen. Si son audaces, les encanta la aventura; si no, aman las comodidades. En cualquier caso, ansían la atención y estimulación de quienes los rodean.

Los introvertidos son más sensibles y se fatigan fácilmente con demasiada actividad externa. Les gusta conservar su energía y pasar tiempo solos o con uno o dos amigos íntimos. En contraste con los extrovertidos, a quienes les fascinan los datos y las estadísticas, los introvertidos se interesan en sus propias opiniones y sentimientos. Les agrada teorizar y generar ideas propias. Si producen algo, no les gusta promoverlo; consideran de mal gusto ese esfuerzo: lo que hacen debería venderse solo. Les agrada mantener parte de su vida separada de los demás, tener secretos. No toman sus opiniones de lo que otros piensan ni de ninguna autoridad, sino de sus criterios interiores, o al menos eso creen. Cuanta mayor sea una multitud, más perdidos y solitarios se sienten; pueden parecer torpes y desconfiados, incómodos con la atención. Tienden a ser más pesimistas y mostrarse más preocupados que el extrovertido promedio. Expresan audacia en su creatividad y novedosas ideas.

Pese a que hay individuos que presentan tendencias en esas dos direcciones, lo habitual es que la gente siga una u otra. Es importante evaluar esto en otros por una simple razón: introvertidos y extrovertidos no se entienden. Para el extrovertido, el introvertido es aburrido, necio e incluso antisocial; para el introvertido, el extrovertido es superficial, voluble y demasiado susceptible a lo que los demás piensan. Ser de un tipo u otro suele deberse a factores genéticos y hará que dos personas vean lo mismo bajo una luz completamente distinta. Una vez que deduzcas que tratas con alguien de una variedad diferente a la tuya, reevalúa su carácter y no impongas tus preferencias. Asimismo, a veces introvertidos y extrovertidos trabajan satisfactoriamente en común, en particular si combinan ambas cualidades y se complementan entre sí, pero lo más frecuente es que no se lleven bien y tengan constantes malentendidos. Ten en mente que en el mundo hay más extrovertidos que introvertidos.

Por último, es crucial que midas la fortaleza relativa del carácter de una persona. Velo de esta manera: tal fortaleza proviene de lo más profundo de ella. Podría derivarse de una mezcla de ciertos factores: genética, padres confiables, buenos mentores y constante mejora (véase la última sección de este capítulo). Sea cual fuere la causa, esa fortaleza no es algo que se exhiba en forma de fanfarronería o agresividad, sino que se manifiesta como resistencia y adaptabilidad. Un carácter fuerte posee la resistencia a la tracción de una buena pieza de metal: puede ceder y doblarse, pero conserva su forma y no se rompe nunca.

La fortaleza emana de una sensación de seguridad y autoestima. Esto le permite a la gente aceptar críticas y aprender de sus experiencias, lo cual quiere decir que no cederá con facilidad, ya que desea aprender y mejorar. Las personas de carácter fuerte son muy persistentes. Están abiertas a nuevas ideas y maneras de hacer las cosas, sin comprometer por ello sus principios básicos. En la adversidad preservan su presencia de ánimo. Manejan el caos y lo impredecible sin sucumbir a la ansiedad. Cumplen su palabra. Tienen paciencia, son capaces de organizar mucho material y terminan lo que empiezan. Como no están inseguras de su nivel, pueden subordinar sus intereses personales al bien del grupo, porque saben que lo que beneficia al equipo también les facilitará a ellas la existencia.

Las personas de carácter débil parten de la posición contraria. Las circunstancias las abruman pronto, lo que las vuelve poco confiables. Son tramposas y evasivas. Lo peor es que resulta imposible instruirlas, porque el aprendizaje implica crítica. Esto quiere decir que al tratarlas toparás con pared todo el tiempo. Aunque escuchen tus instrucciones, se atendrán a lo que juzgan que es mejor.

Todos poseemos una combinación de cualidades fuertes y débiles, pero algunos siguen claramente una dirección u otra. Trabaja y asóciate lo más posible con personas de carácter fuerte y evita a las de carácter débil. Ésta fue la base de casi todas las decisiones de inversión de Warren Buffett. Él veía más allá de los números, a los directores generales con los que trataba, y calibraba sobre todo su resistencia, confiabilidad y autonomía. ¡Si acaso nosotros empleáramos esas medidas con quienes contratamos, los socios que admitimos e incluso los políticos que elegimos!

A pesar de que en las relaciones íntimas sin duda otros factores guiarán nuestras decisiones, la fuerza de carácter debería considerarse también. Esto fue lo que llevó a Franklin Roosevelt a elegir como esposa a Eleanor. Rico, joven y apuesto, él podría haber elegido a muchas otras jóvenes más bellas, pero admiraba la apertura de Eleanor a nuevas experiencias y su notable determinación. Lanzó la mirada al futuro y vio que el valor de su carácter importaba más que cualquier otra cosa, lo que resultó al final una decisión muy sabia.

Cuando evalúes la fuerza o debilidad de carácter, analiza cómo maneja una persona los momentos estresantes y la responsabilidad. Examina a sus padres: ¿qué lograron o llevaron a cabo? Ponla a prueba; por ejemplo, una broma inofensiva a sus expensas podría ser muy reveladora. ¿Reacciona con afabilidad a ella en lugar de caer presa de sus inseguridades o de que sus ojos indiquen resentimiento o hasta cólera? Para medir su confiabilidad como integrante de un equipo, dale información estratégica o comparte con ella un rumor. ¿Transmite de inmediato a otros esos datos? ¿Se apresura a tomar una idea tuya y presentarla como propia? Critícala de forma directa. ¿Lo toma en serio y trata de mejorar o da francas señales de molestia? Confíale una tarea abierta con menos dirección de la usual y monitorea cómo organiza su tiempo y pensamiento. Rétala con una labor difícil o una manera novedosa de hacer algo y ve cómo responde, cómo maneja su ansiedad.

Recuerda: el carácter débil neutraliza todas las demás cualidades de una persona. Por ejemplo, un sujeto muy inteligente pero de carácter débil podría tener buenas ideas y hacer bien su trabajo, pero se desmoronará bajo presión, no tomará a bien una crítica, pensará primero en su propio interés o apartará a los demás a causa de su arrogancia y otros defectos, en perjuicio del entorno general. Trabajar o contratar a alguien así impone costos ocultos. Alguien menos simpático e inteligente pero de carácter fuerte resultará más confiable y productivo a largo plazo. Las personas de fortaleza genuina son tan raras como el oro, y si las encuentras, reacciona como si hubieras descubierto un tesoro.

Tipos tóxicos

Aunque el carácter de cada persona es tan singular como sus huellas digitales, a lo largo de la historia han aparecido tipos recurrentes cuyo trato puede ser muy pernicioso. En contraste con los individuos de carácter obviamente malo o manipulador detectables a un kilómetro de distancia, estos otros son más complejos. A menudo atraen con una apariencia que presenta sus debilidades como algo positivo. Sólo con el paso del tiempo adviertes la toxicidad detrás de ese aspecto, con frecuencia cuando ya es demasiado tarde. Tu mejor defensa es armarte de conocimiento sobre estos tipos de personas, distinguir rápido las señales y no involucrarte con ellos, o alejarte lo más pronto posible.

El hiperperfeccionista: te sientes atraído a su círculo porque es muy trabajador, por su dedicación para producir cosas óptimas. Invierte en su empleo más tiempo que cualquiera de sus compañeros o empleados. Sí, podría explotar y gritarles a sus subalternos por no hacer bien su trabajo, pero esto se debe a que desea mantener los más altos estándares, lo cual es bueno. Sin embargo, si tienes la desgracia de aceptar trabajar con este tipo de individuos, descubrirás poco a poco la realidad. Son incapaces de delegar tareas; deben supervisarlo todo. Esto tiene que ver menos con altos estándares y la dedicación al grupo que con el poder y el control.

Estas personas suelen tener problemas de dependencia derivados de su pasado familiar, a la manera de Howard Hughes. Toda sensación de que deben depender de alguien abre viejas heridas y ansiedades. No confían en nadie. Tan pronto como se voltean, suponen que los demás aflojan el paso. Su compulsiva necesidad de controlar todo al detalle molesta y provoca resistencias en otros, justo lo que ellas más temen. Notarás que el grupo bajo su control no está bien organizado, ya que todo debe pasar por ellas. Esto produce caos y luchas políticas internas, porque los cortesanos pugnan por estar cerca del rey, quien lo controla todo. Los hiperperfeccionistas tienen a menudo problemas de salud, pues trabajan sin cesar. Culpan a los demás de todo lo que no marcha bien: nadie trabaja tanto como ellos. Sus patrones de éxito inicial son seguidos por agotamiento y fracasos espectaculares. Es mejor reconocer a este tipo de personas antes de enredarse con ellas en cualquier nivel. Nada de lo que hagas las dejará satisfechas y te corroerán lentamente con sus ansiedades, abusos y deseo de control.

El rebelde implacable: a primera vista, este sujeto es muy interesante. Odia la autoridad y está con los desvalidos. Una actitud así nos atrae en secreto a casi todos; apela al adolescente que llevamos dentro, al deseo de desairar al profesor. No admite reglas ni precedentes; seguir las convenciones es para los débiles e insoportables. Tiene a menudo un mordaz sentido del humor, que podría volver contra ti, aunque esto forma parte de su autenticidad, su necesidad de bajarles los humos a todos, o al menos eso es lo que crees. Si por casualidad te asocias con una persona de este tipo, verás que eso es algo que no puede controlar; es una compulsión a sentirse superior, no una calidad moral superior.

En su niñez, uno de sus padres o una figura paterna probablemente lo defraudó, así que desconfía y odia a todos los que están en el poder. No acepta ninguna crítica, porque apesta a autoridad. Ni siquiera se le puede decir qué hacer; todo debe ser a su modo. Si la contrarías de alguna manera, te señalará como opresor y serás blanco de su humor insolente. Llama la atención con su pose rebelde y pronto se vuelve adicto a los reflectores. Desde su perspectiva, todo se reduce al poder; nadie debe estar por encima de ella, y quien se atreva a hacerlo pagará el precio. Indaga su pasado; tiende a separarse de los demás en muy malos términos, lo que agrava con sus insultos. No te dejes seducir por lo llamativo de la pose rebelde de esta persona. Se estancó en la adolescencia y trabajar con ella será tan productivo como reñir con un adolescente insociable.

El personalizador: este individuo da la impresión de ser muy sensible y considerado, rara cualidad. Podría parecer un poco triste, pero las personas sensibles suelen sufrir mucho en la vida. Este aire tira de ti, quieres ayudar. Asimismo, este sujeto parece muy inteligente y reflexivo, lo cual te hace creer que será bueno trabajar con él. Al final comprendes que su sensibilidad sigue una sola dirección: él mismo. Tiende a tomarse personalmente todo lo que los demás dicen o hacen. Rumia las cosas durante días, mucho después de que todos han olvidado un comentario inocuo que él se tomó de manera personal. De niño tenía la persistente sensación de que nunca recibía lo suficiente de sus padres: ni amor, ni atención, ni pertenencias. Cuando crece, todo le recuerda lo que no le dieron. Se pasa la vida resintiendo esto y deseando que se le den cosas sin tener que pedirlas. Siempre está en guardia: ¿le estás haciendo caso, lo respetas, le das aquello por lo que pagó? Como es tan irritable y delicado, aleja a la gente, lo que lo vuelve más sensible. En algún momento adopta una apariencia de desilusión perpetua.

Verás en su vida un patrón de numerosos disgustos con los demás, aunque él se considera siempre la parte agraviada. No insultes a este sujeto ni por error. Tiene muy buena memoria y podría vengarse de ti años después. Si puedes reconocerlo con anticipación, esquívalo, porque inevitablemente te hará sentir culpable de algo.

El imán del drama: te atraerá con su interesante presencia. Tiene una energía inusual y muchas historias que contar. Posee rasgos animados y es muy ingenioso. Su compañía es agradable hasta que el drama se vuelve gravoso. De niño aprendió que la única forma de recibir amor y atención perdurables era meter a sus padres en problemas, los que debían ser lo bastante grandes para comprometerlos emocionalmente mucho tiempo. Esto se volvió un hábito, su modo de sentirse vivo y deseado. La mayoría de la gente rehúye toda clase de confrontaciones, mientras que él parece vivir para ellas. Cuando lo conoces mejor, terminas por oír numerosos relatos de discusiones y batallas en su vida, pero siempre se las arregla para colocarse como la víctima.

Date cuenta de que su principal necesidad es atraparte por cualquier medio. Te enredará en su drama al punto de que te sentirás culpable si te apartas. Es mejor reconocerlo lo más pronto posible, antes de que te veas envuelto y arrastrado. Busca en su pasado evidencias de su patrón y echa a correr si sospechas que tratas con una persona de este tipo.

El charlatán: te impresionan sus ideas, los proyectos que imagina. Necesita ayuda y partidarios, y tú eres un simpatizante, pero retrocede un momento y busca en su historial indicios de logros o cualquier otra cosa tangible. Quizá trates con un tipo de persona que no es abiertamente peligroso pero que podría resultar exasperante y hacerte perder tiempo valioso. En esencia, este sujeto es ambivalente. Por un lado, teme al esfuerzo y la responsabilidad asociados con traducir sus ideas en actos; por el otro, ansía atención y poder. Esos dos componentes libran una batalla en su interior, pero la parte ansiosa siempre gana y él resbala en el último momento. Inventa alguna razón para librarse, después de que te comprometiste con él. Nunca termina nada. Al final, culpa a los demás de que no haya podido realizar su visión: la sociedad, imprecisas fuerzas antagónicas o la mala suerte. O busca a un incauto que haga el trabajo pesado de dar vida a sus ideas vagas y que asuma la culpa si algo sale mal.

Es común que los padres de estas personas hayan sido incongruentes, que se pusieran en su contra a la menor fechoría. En consecuencia, su meta en la vida es evitar situaciones en las que podrían exponerse a críticas y juicios. Manejan esto aprendiendo a hablar bien e impresionando con anécdotas, aunque huyen cuando se les llama a cuentas, para lo cual siempre tienen un pretexto. Busca en su pasado estos signos, y si parecen pertenecer a este tipo, diviértete con sus anécdotas pero no llegues más allá.

El sexualizador: semeja estar cargado de energía sexual y de estar tan libre de represiones que da gusto. Suele combinar el trabajo con el placer, transgredir los límites acerca de cuál es el momento apropiado para usar esa energía, y podrías pensar que eso es sano y natural. No obstante, la verdad es que tal actitud es compulsiva y tiene motivos oscuros. Es probable que en sus primeros años estas personas hayan sido objeto de alguna clase de abuso sexual. Éste podría haber sido físico o psicológico, expresado por el padre o la madre a través de miradas y contactos sutiles pero inapropiados.

No pueden controlar su arraigado patrón y tienden a ver cada relación como potencialmente sexual. El sexo se convierte en un medio de validación personal; cuando son jóvenes, estos individuos llevan una vida excitante y promiscua, ya que buscan a personas que caigan bajo su hechizo. Cuando crecen, sin embargo, un periodo prolongado sin tal validación podría desembocar en depresión y suicidio, así que se desesperan. Si ocupan posiciones de liderazgo, usarán su poder para obtener lo que desean, bajo el pretexto de que es algo natural y no reprimido. Entre más envejecen, más alarmante y patético es esto. No puedes ayudarlos ni salvarlos de su compulsión, sólo impedir enredarte con ellos en cualquier nivel.

El príncipe/princesa mimados: te atraerán con su aire majestuoso. Son apacibles y están levemente infundidos de una sensación de superioridad. Resulta grato conocer a personas que se muestran seguras de sí mismas y destinadas a portar una corona. Con el tiempo, te verás haciéndoles favores, esmerándote en su beneficio sin recibir nada a cambio, sin saber cómo o por qué. Expresan de algún modo la necesidad de que las cuiden y son expertas en lograr que se les consienta. En la niñez, sus padres cumplieron hasta su menor capricho y las protegieron de toda intrusión del mundo exterior; hay niños que incitan esta conducta en sus padres a través de mostrarse especialmente indefensos. Sea cual fuere la causa, de adultos su mayor deseo es reproducir esos mimos. Aquél es en todo momento su paraíso perdido. Notarás que cuando no consiguen lo que desean, exhiben un comportamiento infantil y hacen mohines o hasta berrinches.

Éste es sin duda el patrón en todas sus relaciones íntimas, y a menos que tengas una marcada necesidad de mimar a otros, juzgarás exasperante la relación, siempre sujeta a sus términos. No están preparados para manejar los aspectos ásperos de la edad adulta y manipulan a una persona para que los consienta o recurren a la bebida o las drogas para apaciguarse. Si te sientes culpable por no ayudarlos, significa que estás atrapado y que, en cambio, debes cuidar de ti mismo.

El complacedor: jamás habías conocido a alguien tan bueno y considerado. Casi no puedes creer que sea tan simpático y halagador. Aunque más tarde empiezas a tener dudas, no puedes apuntar a nada concreto. Quizá no aparezca a la hora convenida o no haga bien su trabajo. Esto es sutil. Entre más avanza esta situación, sin embargo, más parece que te sabotea o habla a tus espaldas. Los individuos de este tipo son cortesanos consumados y han desarrollado su bondad no por afecto genuino a sus semejantes, sino como un mecanismo de defensa. Tal vez sus padres eran bruscos y castigadores y escudriñaban cada uno de sus actos. Sonreír y adoptar una fachada deferente fue su manera de desviar toda hostilidad, y esto pasa a ser su patrón de por vida. También es probable que les mientan a sus padres; son en general maestros embusteros.

Igual que cuando eran niños, detrás de sus sonrisas y halagos resienten el rol que deben desempeñar. Querrían perjudicar o robar a quien sirven o reverencian. Debes estar en guardia con quienes ejercen mucho encanto y cortesía más allá de lo normal. Podrían resultar agresivo-pasivos y atacarte si te descuidas.

El salvador: no puedes creer tu buena suerte: acabas de conocer a alguien que te sacará de todas tus dificultades y problemas. Distinguió por algún motivo tu necesidad de ayuda y he aquí que te ofrece libros, estrategias, los alimentos adecuados. Todo esto es muy seductor en un principio, pero tus dudas comienzan tan pronto como deseas afirmar tu independencia y hacer las cosas por ti mismo.

En su niñez, este tipo de personas tuvieron que cuidar a menudo a su madre, padre o hermanos. La madre, por ejemplo, convirtió sus propias necesidades en la principal preocupación de la familia. Tales hijos compensan la falta de atención con la sensación de poder que se derivan de esa relación inversa. Esto establece un patrón: nada les satisface más que rescatar a otros, ser los cuidadores y salvadores. Tienen buen olfato para identificar a personas necesitadas de salvación. No obstante, detectarás el aspecto compulsivo de esta conducta en la necesidad de controlarte. Si estos individuos permiten que te valgas por ti mismo después de que te prestaron ayuda, en verdad son nobles; de lo contrario, todo se reduce al poder que pueden ejercer. En cualquier caso, siempre es mejor cultivar la autonomía y recomendar a los salvadores que se salven a sí mismos.

El moralizador: transmite una sensación de indignación por tal o cual injusticia y es muy elocuente. Con esa convicción, encuentra seguidores, tú entre ellos. Pero en ocasiones percibes grietas en su vena justiciera. No trata bien a sus empleados; es condescendiente con su cónyuge; quizá tenga una vida o vicio secretos que tú alcanzas a notar. De niño se le hacía sentir culpable por sus fuertes impulsos y deseos de placer; se le castigaba y juzgaba para que reprimiera esos impulsos. Debido a esto, desarrolló desprecio por él mismo y tiende a proyectar sus defectos en los demás o a envidiar a quienes están libres de represiones. No le agrada que otros se diviertan. En lugar de manifestar su envidia, opta por juzgar y condenar. En la versión adulta, advertirás una absoluta ausencia de matices. La gente es buena o mala, no hay punto medio. De hecho, está en guerra con la naturaleza humana, incapaz de aceptar nuestros rasgos menos que perfectos. Su moralidad es tan fácil y compulsiva como el alcohol o el juego y no le impone sacrificios, sólo muchas palabras nobles. Prospera en una cultura de corrección política.

La verdad es que le atrae lo que condena, y por eso tiene un lado secreto. En algún momento serás sin duda el blanco de su inquisición si te acercas demasiado a él. Advierte pronto su falta de empatía y guarda tu distancia.

(Para más información sobre los tipos tóxicos, véanse los capítulos sobre la envidia, 10; presunción, 11, y agresividad, 16.)

El carácter superior

Esta ley es simple e inexorable: tu carácter es inamovible. Se formó con elementos anteriores a tu conciencia. Desde lo más profundo de ti, te empuja a repetir ciertas acciones, estrategias y decisiones. El cerebro está estructurado para facilitar esto: una vez que piensas y emprendes una acción particular, se forma una vía neural que te lleva a hacer eso una y otra vez. Y en relación con esta ley, puedes seguir una de dos direcciones, cada una de las cuales define en mayor o menor medida el curso de tu vida.

La primera dirección es la ignorancia y la negación. No tomas nota de los patrones en tu vida; no aceptas la idea de que tus primeros años dejaron una huella honda y duradera que te impulsa a comportarte de cierto modo. Imaginas que tu carácter es plástico y que puedes volver a crearte a voluntad. Que puedes seguir el mismo camino al poder y la fama que otro, pese a que procedan de circunstancias distintas. El concepto del carácter inamovible podría parecer una cárcel, y en secreto muchas personas querrían librarse de ella, por medio de las drogas, el alcohol o los videojuegos. El resultado de tal negación es sencillo: la conducta compulsiva y los patrones se afianzan más todavía. No puedes actuar contra la esencia de tu carácter ni hacer que desaparezca a voluntad. Es demasiado potente.

Ése era justo el problema de Howard Hughes. Se imaginaba como un gran hombre de negocios, que fundaría un imperio mayor que el de su padre. Pero por su propia naturaleza, no era un buen gestor de personas. Su fortaleza verdadera era más técnica: tenía un gran don para los aspectos del diseño y la ingeniería de la producción de aviones. Si hubiera sabido y aceptado esto, se habría forjado una brillante carrera como el visionario de su compañía de aviación y cedido las operaciones diarias a alguien capaz. Sin embargo, su concepto de sí no guardaba relación con su carácter. Esto condujo a un patrón de fracasos y una vida desdichada.

Aunque la otra dirección es más difícil de seguir, es el único camino que lleva al poder auténtico y la formación de un carácter superior. Opera de esta forma: te examinas lo más completamente posible. Analizas las capas más profundas de tu carácter, para determinar si eres introvertido o extrovertido, si te gobiernan altos niveles de ansiedad y susceptibilidad, o de hostilidad y enojo, o una necesidad profunda de tratar con la gente. Estudias tus inclinaciones primordiales, los sujetos y actividades que te atraen espontáneamente. Examinas la calidad de los apegos que formaste con tus padres, considerando tus relaciones actuales como el mejor símbolo de esto. Estimas con franqueza absoluta tus errores y los patrones que te refrenan sin cesar. Conoces tus limitaciones, las situaciones en las que no haces lo mejor. Tomas conciencia de las fortalezas naturales de tu carácter que sobrevivieron a tu adolescencia.

Con esta conciencia, ya no eres el cautivo de tu carácter, forzado a repetir sin fin las mismas estrategias y errores. Cuando te descubres en uno de tus patrones habituales, puedes sorprenderte a tiempo y dar marcha atrás. Quizá no puedas eliminar por completo esos patrones, pero con la práctica mitigarás sus efectos. Al conocer tus limitaciones, no probarás cosas para las que no tienes capacidad ni inclinación. En cambio, elegirás la senda profesional que más te acomode y que mejor combine con tu carácter. En general, aceptarás y abrazarás tu carácter. Tu deseo no es ser otro sino ser más tú mismo, realizar tu verdadero potencial. Verás tu carácter como la arcilla con la que trabajas y transformarás poco a poco tus debilidades en fortalezas. No huirás de tus defectos: los verás como una real fuente de poder.

Considera la carrera de la actriz Joan Crawford (1908-1977). A juzgar por sus primeros años, era improbable que triunfara en la vida. No conoció a su padre, quien abandonó a la familia poco después de que ella nació. Creció en la pobreza. Su madre no la quería y continuamente la golpeaba. Siendo niña aún, se enteró de que el señor al que adoraba no era su padre sino su padrastro, y poco después también él dejó a la familia. Su infancia fue una serie inagotable de castigos, traiciones y abandonos, que la marcaron de por vida. Cuando, a una edad muy joven, inició su carrera como actriz de cine, se examinó a sí misma y sus defectos con despiadada objetividad: era frágil e hipersensible; llevaba consigo un profundo dolor y tristeza que no podía liberar ni disfrazar; quería con desesperación ser amada; tenía una necesidad insaciable de una figura paterna.

Esas inseguridades habrían sido fácilmente la muerte para cualquiera en un sitio tan implacable como Hollywood. En cambio, gracias a su intensa introspección y trabajo, Crawford logró transformar esas debilidades en los pilares de su muy exitosa carrera. Decidió, por ejemplo, introducir sus propios sentimientos de traición y tristeza en los diversos personajes que interpretó, con lo que consiguió que mujeres del mundo entero se identificaran con ella; era distinta a muchas otras actrices, falsamente alegres y superficiales. Dirigió a la cámara su ansiedad de ser amada, y el público la sentía. Sus directores fueron figuras paternas a las que adoraba y trataba con sumo respeto. Y en cuanto a su cualidad más pronunciada, su hipersensibilidad, la volcó al exterior, no al interior. Desarrolló finas antenas dirigidas a los gustos y aversiones de los directores con los que trabajaba. Sin mirarlos ni oír nada de lo que decían, podía sentir si estaban a disgusto con su actuación, hacía las preguntas indicadas e incorporaba rápidamente sus críticas. Era el sueño de cualquier director. Combinó todo esto con su feroz fuerza de voluntad, y así forjó una carrera que se prolongó más de cuarenta años, algo inaudito para una actriz de Hollywood.

Ésta es la alquimia que debes usar en ti. Si eres un hiperperfeccionista que gusta de controlarlo todo, redirige esa energía a un trabajo productivo en lugar de usarla en la gente. Tu atención a los detalles y altos estándares es un elemento positivo si lo canalizas en la forma correcta. Si eres un complacedor, has desarrollado habilidades de cortesano y una gran simpatía. Identifica la fuente de este rasgo para que puedas controlar su aspecto compulsivo y defensivo, y utilizarlo como una habilidad social que te confiera gran poder. Si eres muy sensible y propenso a tomarte las cosas personalmente, transforma esto en empatía activa (véase el capítulo 2) y haz de ese defecto una ventaja para usarla en propósitos sociales positivos. Si tienes un carácter rebelde, posees una aversión natural a las convenciones y los modos usuales de hacer las cosas. Canaliza esto en alguna suerte de trabajo innovador en vez de ofender y ahuyentar compulsivamente a la gente. Para cada debilidad hay una fortaleza.

Por último, afina o cultiva los rasgos que intervienen en un carácter fuerte: resistencia bajo presión, atención a los detalles, capacidad para terminar las cosas, trabajar en equipo, ser tolerante con las diferencias de las personas. La única forma de hacerlo es que trabajes en tus hábitos, los cuales participan en la lenta formación de tu carácter. Por ejemplo, aprende a no reaccionar de modo impulsivo y colócate una y otra vez en situaciones estresantes o adversas, a fin de que te acostumbres a ellas. En las aburridas labores cotidianas, cultiva mayor paciencia y atención a los detalles. Asume deliberadamente tareas que estén un poco por encima de tu nivel; tendrás que esforzarte más para llevarlas a cabo y eso te ayudará a establecer más disciplina y mejores hábitos de trabajo. Aprende a pensar todo el tiempo en lo mejor para el equipo. Busca a otros de carácter fuerte y asóciate con ellos, para absorber su energía y sus hábitos. Y con objeto de desarrollar cierta flexibilidad en tu carácter, lo cual es siempre un signo de fortaleza, sacúdete en ocasiones, pon a prueba una nueva estrategia o manera de pensar y haz lo contrario de lo que haces en condiciones normales.

Con toda esta labor, dejarás de ser esclavo del carácter que creaste en tus primeros años y del comportamiento compulsivo al que te lleva. Más todavía, determinarás activamente tu carácter y el destino que le corresponde.

Siempre es un error pensar que uno puede ejecutar una acción o comportarse de cierta manera una vez y no más. (Éste es el error de los que dicen: “Esclavicémonos y ahorremos cada centavo hasta que tengamos treinta años, y entonces nos divertiremos”. A los treinta se habrán aficionado a la avaricia y el trabajo intenso, y nunca se divertirán…) Lo que uno hace lo hará otra vez, como es probable que lo haya hecho ya en el pasado remoto. Lo angustioso en la vida es que son nuestras propias decisiones las que nos lanzan por ese camino, bajo las ruedas que nos aplastan. (Lo cierto es que, antes aun de tomar esas decisiones, íbamos ya en esa dirección.) Una decisión, una acción, son augurios infalibles de lo que haremos en otro momento, no debido a una razón vaga, mística o astrológica, sino porque surgen de una reacción automática que se repetirá.

—CESARE PAVESE

Las leyes de la naturaleza humana

Подняться наверх