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No estamos solos
Porque él ordenará que sus ángeles te cuiden en todos tus caminos. Con sus propias manos te levantarán para que no tropieces con piedra alguna. ~Salmos 91:11-12
Un Lázaro de nuestros días
El doctor George Rodonaia, un médico, psiquiatra y científico ruso, se encontraba en graves apuros. Sin sospecharlo, había rebasado sus límites. Por lo que él sabía, la Unión Soviética sólo conocía su labor como profesor de cursos doctorales en la Universidad de Georgia. Pero el doctor Rodonaia se equivocaba. El KGB seguía su pista como disidente político y estaba al corriente de sus actividades secretas con el movimiento clandestino. Su principal misión dentro de éste consistía en el traslado a escondidas de disidentes desde Rusia hacia Estados Unidos y otras naciones democráticas. El grupo imprimía hojas informativas, se relacionaba con otros grupos de ideología similar y se apresuraba a movilizar gente a favor de una revolución pacífica. El comunismo resultaba inaceptable para el doctor Rodonaia, que estaba entregado a ideales de libertad.
El Kremlin sabía que el estimado profesor era el enemigo, y llevaba muchos meses planeando su asesinato. Irónicamente, el doctor Rodonaia se sentía en lugar seguro; había logrado conseguir una visa de salida y había sido invitado a los Estados Unidos, debido en alto grado a sus trabajos en el campo de la ciencia, la medicina y la enseñanza universitaria.
En Rusia también había alcanzado una reconocida posición. Se había doctorado en psicología, teología, ciencias y lenguas orientales. Se encontraba de buen humor cuando llegó al aeropuerto para reunirse con los miembros de su familia que le esperaban para marcharse con él a Estados Unidos. Al fin iba a dejar atrás a Rusia para llevar una vida libre de las limitaciones y la opresión del comunismo. No vio el automóvil que se hallaba detenido a menos de una cuadra, ni vio tampoco a los vigilantes oficiales del KGB que seguían sus movimientos.
Cuando el doctor se bajó de la acera para cruzar la avenida de cuatro carriles que llevaba a la terminal del aeropuerto, un agente del KGB arrancó de pronto su abollado cuatro puertas y bajó a toda velocidad por la avenida para alcanzarlo. El doctor sólo tuvo tiempo para ver el automóvil que se acercaba. Quedó paralizado. El automóvil lo embistió a cuarenta y cinco millas por hora, lanzándolo sobre la calle, fracturando su cráneo y partiéndole el cuello y la columna vertebral. Los agentes del KGB huyeron a toda velocidad tras el asesinato. Acudieron espectadores curiosos. Cuando llegó la ambulancia, el doctor Rodonaia había muerto.
Los auxiliares médicos cargaron su cuerpo en la ambulancia y lo llevaron al depósito de cadáveres de la ciudad. La autopsia debía realizarse al cabo de unos días. Éste hubiera sido el final habitual de la historia del doctor Rodonaia, pero a los tres días volvió en sí inexplicablemente y reveló que había vivido experiencias extraordinarias en el mundo de los muertos.
El alma del doctor Rodonaia observó cómo retiraban su cuerpo de la calle desde una peculiar posición de ventaja: por encima de esta escena, vio en su totalidad los últimos momentos de su vida y cómo colocaban su cadáver en una cámara frigorífica.
Con extraña indiferencia, dirigió su atención hacia su insólito entorno. Oscuridad. Tinieblas. Negrura.
¿Dónde estoy?, pensó. ¿No estoy muerto? Ni un rastro de ansiedad. Flotando en un mar de satisfacción, el doctor Rodonaia no sentía ni dolor ni angustia.
Un minúsculo punto de luz empezó a asomar en la oscuridad. La luz fue creciendo gradualmente, y él se sintió atraído hacia ella. Al acercarse a esta luz, experimentó una felicidad y una paz inmensas. Después, quedó absorto en el resplandor. Aunque estaba solo, se sentía completamente rodeado de un amor inconmensurable. No veía a nadie; ningún guía, ningún familiar fallecido había acudido a acogerlo.
Se dio cuenta de que la luz no era una persona, sino una inteligencia —viva— más viva que cualquier persona que había conocido hasta entonces. Había mundos dentro de la luz. De pronto vio que ésta se dividía en sectores: otros seres dentro de un Ser mayor. Observó que él también era una «luz» como la esfera en la que se encontraba. Tratando de explorar estos cuerpos radiantes, se vio de inmediato inmerso en unas esferas de luz. Éstas tenían nombre: Sabiduría y Conocimiento. Dos esferas diferenciadas de inteligencia, pero con una fuente común.
Al doctor Rodonaia le maravilló que la Sabiduría y el Conocimiento que estaba experimentando fueran inteligencias que superaban su imaginación: eran las Fuentes de todo aquello que puede aprenderse en el mundo físico. Más tarde pensaría, al despertar, que esas esferas celestes abarcaban el espíritu humano pero eran más grandes, mucho más grandes que cualquier cuerpo o ser terrenal. Al desplazarse por la infinidad de esa luz, tuvo una especie de conocimiento universal. En cuanto formulaba una pregunta en su mente, surgía una respuesta instantánea. El doctor Rodonaia estaba fascinado, porque era un científico y nunca se había detenido a pensar en la supervivencia del alma después de la muerte. Le invadió una alegría más plena que cuantas había sentido en la tierra, y se dejó conducir a esferas más elevadas de comprensión, armonía y paz. Mientras tanto, su cuerpo permanecía silencioso y olvidado en el depósito de cadáveres. Olvidado por su alma, y también por los adversarios que lo habían matado.
Sintiéndose más vivo que en toda su vida en la tierra, el doctor Rodonaia absorbió esa brillante comprensión de la vida en todos sus aspectos. Conoció los misterios antiguos, los enigmas y secretos de todas las épocas. Se impregnó del conocimiento que había dentro de la luz, comprendiendo que el universo es algo vivo, benévolo, omnipotente.
Tras lo que le parecieron siglos dentro de la luz, el doctor Rodonaia advirtió que descendía. Volviendo su atención hacia ese descenso, vio la tierra y la gente que había conocido durante su vida mortal. Deseó saber qué les ocurría a sus amigos y familiares, y se dejó llevar hasta el hogar de su mejor amigo, Maurice. Suspendido en las alturas sobre una escena que se desplegaba como una representación teatral, el doctor se sentía dichoso y sereno. De pronto, sus sentimientos de paz y armonía dieron paso a pensamientos sombríos. Vio a su mejor amigo contemplar desamparado una cuna en la que un bebé lloraba de dolor. El doctor Rodonaia, que seguía en ese inusual estado de conciencia en que la respuesta a cualquier pregunta surgía con tan sólo desearlo, comprendió al instante lo que ocurría. Aunque su mejor amigo no sabía por qué su hijo llevaba todo el día llorando de forma despiadada, el doctor Rodonaia supo de inmediato que tenía rota la cadera. Una niñera descuidada lo había dejado caer y no había informado del accidente. Cuando los padres llegaron a casa, se encontraron con los gritos del niño, inconscientes de la tragedia.
El doctor Rodonaia sintió el deseo de decirle al bebé que dejara de llorar, porque nadie entendía lo que estaba tratando de expresar. En cuanto este deseo cruzó los pensamientos de su psique, el niño dejó de llorar de inmediato y levantó los ojos hacia él. De todos los que estaban en la sala, el bebé fue el único en sentir la presencia del médico. Los amigos del doctor Rodonaia estaban estupefactos. ¡El niño llevaba todo el día llorando! ¿Por qué habían cesado sus llantos?
Rodonaia sintió que tiraban de él hacia arriba, y que dejaba el hogar de su amigo para retornar a los campos celestiales de la Sabiduría y el Conocimiento. Pero la escena que acababa de presenciar lo había llenado de desconcierto. Deseaba poder hacer algo en ayuda del niño. Nada más concebir este pensamiento, sintió que era apartado de la luz para regresar a la oscuridad en la que se hallaba inmediatamente después de su asesinato.
El doctor experimentó una fuerte ansiedad al sentir cómo se alejaba de la luz. Pronto se encontró observando otra escena terrenal: el hospital al que habían llevado su cadáver.
¡La sala de autopsias! Los patólogos habían transportado su frío y rígido cuerpo desde el depósito de cadáveres hasta la mesa de autopsias. Cuando el equipo médico comenzó su trabajo póstumo, practicando cortes en la cavidad torácica y abdominal, el doctor Rodonaia empezó a perder su conciencia expandida y a deslizarse hacia abajo, en dirección a su cuerpo. De repente se sintió frío. Helado. Entonces sintió la pesadez de su cuerpo. El frío era insoportable. Trató de gritar, pero sus cuerdas vocales estaban congeladas. No podía mover ninguna parte del cuerpo con excepción de los párpados. Se puso a parpadear rápidamente, con la esperanza de que alguien percibiera que estaba consciente.
«¡Está vivo!», exclamó el patólogo. Se produjo un alboroto. Las bandejas y los instrumentos médicos cayeron de golpe al suelo mientras los auxiliares sanitarios, horrorizados, daban un salto hacia atrás.
«Súbanlo a cuidados intensivos», gritó uno de los médicos. «¡Inmediatamente!» El doctor Rodonaia había vuelto a respirar. Lo condujeron a la sala de urgencias y le inyectaron líquidos intravenosos. Le conectaron a un aparato de respiración asistida.
¡El doctor Rodonaia había regresado de entre los muertos al cabo de tres días en el depósito de cadáveres!
«Esto es imposible», murmuró el patólogo. «¡Imposible!»
Cuando recuperó todo el conocimiento casi una semana más tarde, el doctor Rodonaia vio a su mejor amigo junto a su cabecera, con la mirada perdida y conmocionado.
«Tu niño», dijo con voz ronca el doctor Rodonaia, hablando por vez primera. «La cadera de tu niño… está rota… ¡necesita un médico inmediatamente!».
Su amigo lo miró con asombro. «Pero George… ¿cómo puedes saber tú lo que le pasa a mi hijo?».
Con toda la urgencia que era capaz de transmitir, el doctor Rodonaia suplicó a su amigo que llevara al niño al hospital. «La niñera dejó caer a tu hijo… está herido… malherido. ¡Vamos! ¡Date prisa!»
El dolor aumentó y Rodonaia cayó inconsciente. Su amigo pasó por la sala de enfermería, telefoneó a su esposa y le pidió que llevara al niño de inmediato al hospital para unas radiografías.
El niño llegó al hospital casi al borde de la muerte. Las radiografías mostraron una rotura del hueso de la cadera. Llamaron a un especialista. «El niño se recuperará», les dijo el médico a los angustiados padres.
El amigo del doctor Rodonaia se acercó llorando a la cabecera de George. Agarró la mano de su milagroso amigo. «Has salvado a mi hijo… has salvado a mi niñito…».
Rodonaia experimentó una prodigiosa y total recuperación, que no le dejó lesión cerebral alguna. Se soldaron la columna vertebral y los huesos rotos. Más adelante, desertó con éxito de la Unión Soviética antes de la caída del comunismo, y hoy en día es pastor metodista en Estados Unidos. Recuerda con minucioso detalle su excursión de tres días al mundo de los muertos. Como resultado de la misma, ha dedicado su vida y su obra al servicio de la humanidad.
El doctor Rodonaia, quien relató este episodio durante una entrevista realizada en 1993, así como en un corto documental titulado Life After Life (producido por Cascom International en 1992), no olvidó nunca su visita a los mundos celestiales de la Sabiduría y el Conocimiento. Según un antiguo texto, El Libro de Enoc, que en el pasado formó parte de la Biblia, la Sabiduría es una inteligencia divina —un ángel— cuya influencia se enseña en las escuelas místicas, mientras que la fuente real de sabiduría reside en las esferas invisibles: «La sabiduría ha salido para habitar entre los hijos de los hombres y no ha encontrado habitación. La sabiduría ha vuelto a su residencia y se ha fijado en medio de los ángeles» (El Libro de Enoc 42:2).
El doctor Rodonaia comprendió que toda la educación académica de su vida emanaba de esas esferas, y que durante su muerte de tres días había tenido la bienaventuranza de aprender desde la fuente misma de la sabiduría. Sentía que, en esos tres días, había aprendido más que en sus treinta y seis años en la tierra. Nunca se había cuestionado la realidad de los ángeles antes de esta experiencia, y sin embargo supo, en cuanto despertó, que ellos le habían guiado a través de las múltiples esferas del mundo invisible. Esta visión de la Sabiduría y el Conocimiento desde una perspectiva angélica difiere bastante del concepto tradicional de mensajeros divinos, pero los ángeles se definen como mensajeros que transmiten sabiduría, inspiración y orientación a los seres humanos. La experiencia post-mortem del doctor Rodonaia es un recordatorio convincente para los vivos de que todavía existen mundos por descubrir, mundos en los que pervive el alma.
En la actualidad, Rodonaia afirma que su muerte temporal fue «la mayor enseñanza sobre la vida que cabe esperar».
Un auxilio angélico
A lo largo del último siglo, se ha incrementado de forma espectacular el número de personas que han tenido experiencias milagrosas con ángeles. Cualquier estudioso del fenómeno concluirá rápidamente que existen fuerzas invisibles que guían y dirigen sin cesar la trayectoria de la humanidad. Esto resulta paradójico para la mente racional. Para muchos, si algo no puede verse, es que no existe. Aunque la gente se burla con frecuencia de la existencia de las fuerzas invisibles y de los fenómenos psíquicos, esta forma de pensar está dando paso a un sinnúmero de encuentros inexplicables que sugieren que algo divino está realmente ocurriendo en el mundo de hoy. La siguiente anécdota es un buen ejemplo de uno de tales encuentros angélicos:
«¡Ahora no, Dios mío!», exclamó Marie en voz alta. «Ahora no, por favor».
El Dodge 1972 de Marie Utterman dio señas de que su motor se ahogaba en la autopista interestatal 95, en las afueras de Richmond, Virginia. El automóvil seguía perdiendo velocidad cuando ella lo llevó al arcén. Se apagó en una muerte callada, sin humo ni vapores, ni sonidos estridentes del motor. Pero Marie sabía que estaba seriamente averiado. La transmisión llevaba meses sin funcionar bien.
Se dirigía hacia Washington, D.C., desde Norfolk, Virginia. Su hija iba a dar a luz dentro de escasas semanas, después de un embarazo difícil. Marie había experimentado una sensación de urgencia con respecto a su hija durante toda la mañana. Cuando pensaba en ella, la invadía un sentimiento de inquietud. Su preocupación se convirtió en una ansiedad que no la dejaba en paz.
Ve a su lado. Ve con Jenny. Date prisa.
Obedeció finalmente su intuición después de marcar el teléfono de Jenny y comprobar que saltaba el contestador. Jenny tendría que haber contestado al teléfono, pensó Marie. A esta hora siempre está en casa.
«Jenny, soy mamá», dijo Marie después de la señal. «Cariño, salgo para D.C. Ya sé que vas a decir que no tengo por qué hacerlo, pero voy. Espero que estés bien. Nos vemos pronto».
Me va a tomar por loca, pensó Marie. No solía inmiscuirse en los asuntos de su hija, pero este sentimiento le exigía ir a verla de inmediato. «Intuición de madre», murmuró mientras preparaba una maleta pequeña. «Dios mío, espero estar loca».
Marie descansó la cabeza sobre el volante, reviviendo los acontecimientos de la mañana que la habían conducido hasta ese dilema desesperado junto a la carretera. Estaba a varias millas al este o al oeste de la salida más cercana. También estaba a dos horas de distancia de la casa donde vivía su hija en las afueras de Alexandria, Virginia.
«Dios, ayúdame por favor», dijo Marie. «Tengo que llegar hasta Jenny. Por favor».
Marie no entendía nada de automóviles, pero decidió levantar la cubierta del motor de todos modos. «Puede que sólo sea un cable que está suelto».
Los vehículos zumbaban junto a ella cuando se bajó del Dodge. Era casi la hora punta en la autopista interestatal 95; dudaba que nadie fuera a detenerse. Levantó la cubierta del motor y la mantuvo abierta. Ningún cable suelto. Sin duda el motor estaba averiado. Volvió a subir al Dodge tras cerrar la cubierta del motor. Con los ojos cerrados y toda la esperanza de la que pudo hacer acopio, giró la llave, visualizando que el automóvil funcionaba de nuevo. El motor de arranque giró pero no prendió el motor principal. Marie se sintió completamente desamparada. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras miraba la atiborrada autopista. «Por favor», susurró a los automóviles que pasaban a su lado a toda velocidad. «Por favor… ¡Tengo que llegar hasta Jenny!»
Mientras sus labios suplicaban, un microbús blanco se detuvo en el arcén delante de Marie. El conductor había prendido las luces de emergencia y estaba retrocediendo su vehículo para acercarse al automóvil de Marie.
Marie no daba crédito pero se sentía enormemente aliviada. «¡Gracias a Dios!», exclamó.
Se abrieron a la vez la puerta del conductor, la del pasajero y las laterales, y se apearon tres jóvenes con aspecto de estudiantes. Aparentaban unos veinticuatro o veinticinco años, la edad de Jenny. Marie se sintió cómoda de inmediato al ver a los tres jóvenes. Eran muy guapos, bien aseados y sonrientes. Pensó que debían dirigirse a la reunión de algún club, ya que los tres llevaban camisetas blancas, chaquetas deportivas blancas y pantalones sueltos, también de color blanco. Tal vez sean internos de un hospital, pensó Marie mientras bajaba la ventanilla.
El joven rubio sonrió a Marie de modo tranquilizador. «Señora, si es tan amable de bajar de su automóvil, trataremos de ponerlo en marcha de nuevo». Marie no vaciló.
«No sé cómo darles las gracias», dijo, saliendo del vehículo. «Tengo que reunirme con mi hija. Va a tener un niño, y…».
Marie contó su historia mientras los tres jóvenes sacaban la caja de herramientas y el gato hidráulico de la parte trasera del microbús. Éste estaba reluciente y sin estrenar. Los jóvenes sonreían a Marie y asentían con la cabeza mientras ella les explicaba su dilema. No dudaron en ponerse manos a la obra.
Viendo que se disponían a arreglar el automóvil, Marie balbuceó una objeción. «Jóvenes, están vestidos para alguna ocasión. Por favor, sólo llévenme hasta un teléfono, y yo le pediré a algún amigo o amiga de mi hija que venga a mi encuentro, o le diré a su esposo que me ayude. No tienen por qué…».
«No se preocupe, señora», dijo el joven rubio mientras se metía debajo del automóvil de Marie. «Usted estará de nuevo en la carretera en cuestión de minutos».
«Pásame esa herramienta, Mitch». Marie observó que Mitch se parecía a su yerno, el esposo de Jenny. El joven se disculpó y rodeó a Marie, buscando en la caja de herramientas.
«De acuerdo», dijo el rubio al otro joven, «ahora pásame las tenazas».
Durante los cinco minutos siguientes, el joven rubio fue pidiendo herramientas, como lo haría un cirujano durante una operación. Mitch se agachó a la derecha del automóvil para ayudar a su amigo. El tercer caballero trabajaba en el motor bajo la cubierta.
Dios mío, van a llenarse la ropa de grasa, pensó Marie. Su corazón se desbordaba aprecio y agradecimiento. Observó que su ansiedad se había desvanecido por completo. Se sentía muy contenta, en realidad, exultante. Qué extraño resultaba que pudiera sentirse tan tranquila en circunstancias tan difíciles. Los tres hombres tardaron apenas diez minutos en arreglar el automóvil de Marie. Mitch salió de debajo del vehículo y se instaló en el asiento del conductor. Giró la llave. El Dodge tosió, y a continuación arrancó, funcionando a la perfección. Marie no daba crédito. En cuanto arrancó el motor, Mitch salió del automóvil y se acercó a ella. «Parece que todo va a ir bien», dijo. «Ya puede usted volver a sus asuntos».
Marie se sentía abrumada de gratitud. «No puedo expresarles mi agradecimiento. Por favor, déjenme compensarles por la molestia». Buscó en su monedero y se disponía a entregarles el billete de cincuenta dólares que llevaba consigo para alguna emergencia.
Los tres jóvenes empezaron a guardar las herramientas y el gato hidráulico en el maletero del microbús, ignorando la mano que les tendía Marie. Mitch se detuvo tras guardar el gato y le sonrió. «No es necesario», dijo. «Para eso estamos». Los tres intercambiaron una mirada de complicidad, asintiendo con la cabeza. Marie pasó un momento de desconcierto —no porque no hubieran aceptado el dinero, sino por su aspecto—. Observó por vez primera que los jóvenes no tenían una sola mancha de polvo o de grasa, ni sobre la ropa ni en las manos. Su blanca vestimenta estaba igual de limpia que cuando se apearon del microbús.
Marie se sentía como en un sueño. «Cómo han podido… quiero decir… han estado arrastrándose por el suelo… deberían estar…».
«Tiene que irse, señora», dijo el joven de cabello moreno. «Su hija la necesita».
Este recuerdo sacó a Marie de su asombro. «¡Es verdad! Me voy, pues. Pero ¿cómo puedo darles las gracias?» Empezó a caminar hacia los tres hombres, sintiéndose tan atraída hacia ellos como si los conociera de algún otro lugar.
«Ya lo ha hecho usted», dijo el rubio con un saludo casual. «Cuídese».
Retrocediendo, Marie tuvo que agarrarse al guardafango delantero de su automóvil en busca de apoyo. Se sentía algo mareada. ¿Los enviaría alguien en mi ayuda?, pensó. Por primera vez en su vida, creyó en los ángeles. No cabía otra explicación para lo que acababa de ocurrir: por lo que le había explicado su vecino mecánico, cuando la transmisión se avería, sólo se arregla reemplazándola.
Sobrecogida, Marie vio cómo el microbús subía la cuesta de la interestatal 95 hacia el este, para desvanecerse antes de alcanzar el horizonte. Aunque se encontraba algo inquieta, se apresuró a tomar la autopista en dirección a la casa de su hija en Alexandria. Sólo había perdido quince minutos de la duración de su viaje.
Cuando llegó a casa de Jenny, Marie aparcó el vehículo y corrió enseguida a tocar la puerta. Nadie contestó. Comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave.
«¡Jenny! ¡Jenny!», gritó Marie mientras entraba en la casa. «¡Soy mamá! ¿Dónde te has…?»
Marie se detuvo súbitamente, con los ojos en el suelo de la cocina. Jenny estaba ahí tumbada, con un charco de sangre alrededor del abdomen y las caderas. Sin perder un minuto, se agachó junto a su hija, comprobando su respiración y su pulso. Presentaba un color ceniciento, pero respiraba. Marie marcó rápidamente el número de emergencias. A pesar del pánico que la invadía, la visión de los tres hombres dominaba sus pensamientos. Dio con toda tranquilidad la dirección de su hija al operador de la línea de urgencias y le explicó la situación. Marie se sentía parcialmente distante, como si estuviera observando la escena. Mi hija vivirá, dijo su parte distante. Vivirá. En su nítido recuerdo, los tres jóvenes de la carretera le sonrieron.
Marie escuchó con atención las instrucciones que el operador le daba con respecto a Jenny. Colgó el teléfono, comprobó la hemorragia, que parecía peor de lo que en realidad era. Tomó una manta del sofá del salón y abrigó con ella a su hija, colocando una almohada bajo su cabeza. Una parte de Marie no podía creerse que estuviera tan tranquila y confiada.
El equipo de emergencia llegó a la casa, irrumpió por la puerta principal y se arrodilló junto a la hija inconsciente de Marie. La presión arterial de Jenny estaba peligrosamente baja. Le inyectaron líquidos intravenosos, mientras la llevaban hasta la ambulancia.
Uno de los auxiliares le dijo a Marie que Jenny sobreviviría. «Su presión está baja, pero controlada. Su pulso es firme. Gracias a Dios, usted llegó a tiempo hasta ella».
«Sí, gracias a Dios», asintió Marie. Como únicamente había sitio para Jenny y el equipo de emergencia, Marie siguió la ambulancia con su automóvil hasta el hospital, que estaba a tan sólo quince minutos. La imagen de los tres jóvenes la mantenía sosegada y segura.
«Tiene que irse, señora. Su hija la necesita». El eco de sus voces la consolaba.
El bebé de Jenny nació mediante una cesárea de emergencia. Jenny recibió transfusiones y se estabilizó. El nieto de Marie, Michael, nació tres semanas antes del término del embarazo. Los médicos estaban asombrados de lo pronto que se recuperaron la madre y el hijo. En menos de un mes, ambos estaban en casa.
Marie le contó a muy poca gente su insólita aventura en la autopista. Era una persona sensata y pragmática. Sin embargo, la experiencia le abrió las puertas de una nueva percepción de la vida. Después del parto de Jenny, Marie tuvo una serie de sueños en los que vio a los jóvenes ayudándola, envueltos por una blanca luz. Se hallaban en lo que parecía el gran palco blanco de un teatro. Marie estaba bajo ellos, en el escenario. Tras reflexionar durante unas semanas, llegó a la conclusión de que estos sueños trataban de transmitirle que nunca estaba realmente sola, que siempre había alguien velando por ella. Interpretó el escenario que le mostraban sus sueños como «el escenario de la vida donde se representan los dramas». Sabía que los ángeles que se encontraban en el palco la estaban observando y cuidando. Después de esta experiencia, Marie no sólo creyó en los ángeles de la guarda, sino que los consideró como un hecho más de la vida.
Ángeles confortadores
En ocasiones, recibimos un consuelo milagroso, no sólo de nuestros seres queridos, sino también de seres invisibles que nos tranquilizan en momentos de dolor. El relato siguiente demuestra la existencia de presencias divinas que nos acompañan en nuestras horas más difíciles:
Darrell Cook estaba sumido en la pena. Su madre había muerto de repente a los sesenta años. El joven sabía que la diabetes estaba afectando a la salud de su madre, pero la familia lo había tranquilizado diciéndole que la breve estancia de ésta en el hospital cumplía el único propósito de hacerle unas pruebas antes de someterla a un tratamiento sin importancia para bajarle el azúcar en sangre.
Se encontraba en el exterior de la casa donde había crecido en Indiana, admirando el jardín que su madre adoraba, reviviendo la llamada telefónica del día anterior:
«Darrell, soy Diane», había dicho su hermana. «Mamá ha fallecido a las dos y media de la tarde. Papá fue a verla al hospital y acababa de dejarnos…».
Durante su viaje de Florida hasta Indiana para asistir al funeral de su madre, no había sentido más que aturdimiento. El viaje era un recuerdo borroso. No puede habernos dejado, pensó. Papá dijo que estaba bien…
La muerte era para Darrell un misterioso extraño. Nunca había perdido a ningún ser querido. Miró el jardín de flores que su madre había cuidado durante más de treinta años, y se preguntó quién se ocuparía ahora del jardín.
Este fallecimiento resultaba tanto más difícil para Darrell cuanto que su madre y él no habían estado nunca muy unidos, si bien compartían su afición por la belleza de la naturaleza. Los jardines de ella solían ser un lugar de sosiego. Ahora, sin embargo, la visión del jardín y de los pájaros sólo era, para Darrell, una fuente de dolor. No se había despedido de su madre —ninguna palabra final, ningún adiós—. Había venido al jardín para despedirse de ella, pero notó que no era capaz de hacerlo en este lugar. Estaba demasiado… vivo.
Subió al Mustang 1969 convertible de la familia y se dirigió al pequeño cementerio donde estaba enterrada su madre. Mamá, a lo mejor me puedo despedir de ti allí, pensó durante el breve trayecto al cementerio. La puesta de sol era especialmente espectacular. Detuvo bruscamente el automóvil frente a la tumba de su madre. Lo que estaba viendo no podía ser real.
Un petirrojo, el pájaro favorito de su madre, había construido un nido en lo alto del centro de flores que había en la lápida, y estaba posado sobre el nido con aspecto vigilante. Para mayor asombro, Darrell observó que la hembra de petirrojo estaba incubando cuatro huevos. Se quedó atónito. ¿Por qué había construido aquí su nido, y no en los solitarios árboles cercanos a la tumba?
«Mamá…», dijo Darrell en voz alta. «Ay, Mamá…». Permaneció un largo rato sentado y meditó sobre tan extraño suceso. Supo que ya podía volver al jardín que su madre adoraba y decirle adiós; la experiencia no iba a ser dolorosa. La pena de Darrell se había evaporado, como si se tratara de algo físico. Inexplicablemente, se sentía ahora lleno de paz.
Conduciendo de nuevo hacia su casa, Darrell se encontró hablando en voz alta con su madre, diciendo todas las cosas que le hubiera querido expresar cuando ella estaba viva. Se sintió rebosante de alivio. Aparcó el automóvil a la entrada y se acercó al jardín del patio trasero. Podía sentir físicamente la presencia de su madre. No la veía, pero la sentía muy cerca.
Junto a un arco formado por rosas trepadoras, Darrell observó un grupo de plantas que nunca había visto antes. Eran flores parecidas a la peonía, pero con un corazón similar al de las rosas. El color de estas flores era más vivo que el del resto; tenían un tono burdeos, con pétalos granate y un pistilo amarillo en el centro.
¿De qué tipo de plantas se trataba? Mamá nunca había tenido flores así. Estaban plenamente abiertas, como el dondiego de día, pero la configuración de los pétalos recordaba las peonías.
Darrell llevó a su padre al jardín para enseñarle tan insólito fenómeno. «No», dijo su padre, «ella no habría plantado nunca nada en esa parte del jardín, junto a las rosas». Él también estaba atónito. «Llevo treinta y cinco años observando este jardín y nunca había visto cosa igual». Las extrañas flores incluso se comportaban como dondiegos de día: durante los tres días siguientes, se abrieron por la mañana y se cerraron por la noche. Después murieron, dejando tras ellas un follaje verde brillante. Darrell y su padre interpretaron el aspecto de las flores como una señal. Un mensaje especial del más allá.
—¿Crees en los ángeles, papá? —preguntó Darrell.
—Ahora sí que creo —respondió.
Es difícil determinar si la experiencia de Darrell procedía de su madre o de un ángel. En cualquier caso alguien envió, a él y a su familia, un consuelo milagroso que transformó su concepto de la muerte y de cómo se muere. Darrell sabía, después de esta experiencia, que su madre seguía viviendo.
Un ángel visita a un moribundo
Doreen llevaba semanas angustiada. El cáncer de su marido no remitía. La quimioterapia ni siquiera había aminorado su progreso. David se estaba apagando lentamente ante sus ojos. Le costaba trabajo caminar. El cáncer se había extendido desde el hígado hasta la columna vertebral, y ahora estaba afectando a los miembros. Tenía mucha fiebre la noche en que Doreen lo llevó al hospital.
Permaneció junto a su esposo hasta que lo vio conciliar un sueño inducido por fármacos. Últimamente, padecía dolores cada vez más terribles, y estaba empezando a depender de forma creciente del alivio de la morfina.
Cuando Doreen acudió al día siguiente al hospital para visitar a David, éste no se encontraba en su habitación. Preguntó a los enfermeros, quienes le contestaron que sí que estaba en el cuarto la última vez que fueron a comprobar cómo seguía.
«No me entienden», dijo Doreen, «tiene problemas para caminar. Alguien tuvo que ayudarlo a salir de la cama».
Un par de enfermeros fueron con Doreen a buscar a David. No estaba en la sala de visitas, ni tampoco en el cuarto de baño. Finalmente, Doreen caminó hasta el final del pasillo y abrió la puerta de la capilla. Allí encontró a David sentado con un adolescente de cabello rubio.
—David, te he estado buscando por todas partes —dijo Doreen consternada—. ¿Qué estás…?
—Estoy bien —respondió David, sin mirar a su esposa—. No tardaré en salir de aquí.
Doreen se preguntó con quién hablaba David. De pronto, el chico se volvió y la miró. Al instante, ella se sintió inundada de paz y tranquilidad.
«El chico tenía unos ojos de ensueño», afirmó Doreen más adelante. «Nunca he visto a nadie con esos ojos. Cuando él volvió hacia mí su mirada, me invadió una maravillosa serenidad. Supe que David estaba bien y necesitaba más tiempo con el joven. Supe que yo tenía que dejarlos de inmediato».
Doreen dejó a David en la capilla y esperó. Al cabo de treinta minutos, David salió caminando con facilidad. Doreen trató de ocultar su sorpresa. Sin embargo, cuando lo miró, comprendió que él acababa de vivir una experiencia extraordinaria. Una luz parecía emanar de él y lo rodeaba como un aura.
—¿Quién era, David? —le preguntó.
—No me vas a creer —contestó él.
—Inténtalo.
—Era mi ángel de la guarda.
Doreen, que nunca había hablado de esos temas con su marido, lo creyó al instante. David, quien la víspera estaba enfermizo y demacrado, parecía radiante, sin dolor y en paz. Ella se apresuró por el pasillo hacia la capilla para echarle otro vistazo al joven que había visto con él.
—No está ahí, —exclamó David, casi riendo—. Pero si vas a sentirte mejor comprobándolo, adelante.
Doreen se encontró con la capilla vacía y miró atónita a su esposo.
—¿Qué te dijo, David? —preguntó en voz baja.
David procedió a contarle a su esposa que su ángel de la guarda le había preguntado si había cometido algún acto por el que deseaba perdón. Él había enumerado algunos conflictos e incidentes que seguían sin resolver, a lo que el ángel contestó que tales episodios ya habían sido perdonados. El ángel tranquilizó entonces a David y le aseguró que todo estaba bien.
El aspecto más dramático de esta historia está en sus secuelas. Tras su encuentro con el ángel, David se convirtió en una fuente de consuelo para muchas personas del hospital. En lugar de pasar mucho tiempo en su habitación, recorría el hospital visitando a pacientes y hablando con ellos. Según Doreen, su marido no mostró miedo a la muerte en sus últimos días. Sin embargo, antes de la visita del ángel, le aterrorizaba pensar que iba a morir.
Doreen creyó erróneamente que el encuentro de David con el ángel significaba que iba a sobrevivir al cáncer. No fue así. A las dos semanas de su encuentro angélico, David dejó este mundo sin dolor.
«Transmitía una gran paz al final», afirmó Doreen. «Incluso le emocionaba la perspectiva de una nueva vida fuera de un cuerpo devorado por el cáncer. Aunque no sobrevivió físicamente, sé que experimentó una curación espiritual. Sé que el ángel vino para consolarlo en sus últimos días».
Las secuelas del fallecimiento de David fueron fáciles de llevar para Doreen. Esperaba un largo período de sufrimiento y soledad, pero esto no se produjo. Se sentía en presencia de su marido y de su ángel de la guarda. «Yo estaba en paz», contó Doreen. «Sabía que a David le había llegado la hora de regresar al hogar. Y sé que fue un ángel el que ayudó a David y me ayudó después a mí a superar la pena».
Apoyo angélico en nuestro entorno
Los relatos anteriores confirman que los ángeles son enviados por Dios para ayudarnos y consolarnos en momentos de crisis personal. En cada historia, encontramos una necesidad crítica y una intervención a favor del necesitado que rebasa las explicaciones del mundo físico. El caso del doctor Rodonaia resulta tanto más fascinante por su retorno milagroso de la muerte al cabo de tres días. El mensaje que debemos extraer es que, aunque estemos en un mundo físico, aparentemente limitado, tenemos a la vez una conexión con las esferas espirituales a través de la cual pueden ocurrir milagros. Ello confirma lo que Jesús dijo a sus discípulos antes de su crucifixión: «¿Crees que no puedo acudir a mi Padre, y al instante pondría a mi disposición más de doce batallones de ángeles?» (Mateo 26:53). Se ha dicho que Jesús vino para mostrar a la humanidad lo que es posible cuando sintonizamos con las esferas espirituales. Si Jesús prometió que haríamos todo lo que Él podía hacer, resulta lógico que todos tengamos el poder de convocar a los ángeles en momentos de necesidad. El creciente número de casos documentados de intervención angélica que se están produciendo en todo el mundo sugiere que nuestras posibilidades espirituales superan en alto grado nuestro conocimiento de ellas.
En los últimos años, numerosos libros, artículos, películas y programas de televisión han explorado fenómenos paranormales relacionados con guardianes o guías, visibles o invisibles, que conducen a personas comunes y corrientes a la seguridad física, la paz emocional o la transformación interior. Aunque los cuatro relatos anteriores son diversos entre sí y no parecen guardar relación alguna, existe un hilo conductor común que articula las historias: cuando nos sentimos superados por un dolor inmenso, cuando parece que el desastre o la muerte son inminentes, puede surgir una intervención que evita el desastre o la muerte de modo inexplicable y trae curación y paz, además del conocimiento de que los ángeles velan por nosotros.
Tales experiencias no se corresponden con lo que tradicionalmente se ha llamado encuentros angélicos: ningún ser alado desciende de los cielos para salvar a alguien de sus desventuras. Ahora bien, si aceptamos la idea de que las experiencias angélicas se atribuyen a una fuente divina, podemos concluir que tal fuente encuentra formas infinitas para manifestarse en el mundo material. Desde tiempos remotos, los ángeles y arcángeles se han aparecido a personas que se hallaban en situaciones extremas o sumidas en la desesperación, y necesitaban consuelo o una restauración de su fe. Los encuentros con ángeles han inspirado visiones, sueños proféticos y curaciones milagrosas, y se acompañan a menudo de una manifestación física tal como la que experimentó Marie cuando su hija estaba en peligro, o David cuando habló con su ángel de la guarda.
Los textos sagrados de la mayoría de las religiones nos enseñan que las generaciones que nos precedieron, no sólo recibían la intervención de fuerzas benéficas tales como ángeles y arcángeles, sino que de hecho se apoyaban en esas fuerzas para dirigir sus actividades cotidianas. A lo largo de las Escrituras, los ángeles se aparecieron a hombres y mujeres en sus sueños y en la vigilia. Inspirándose en ellos, los profetas hablaron de acontecimientos venideros que éstos habían proclamado, y sus contemporáneos tuvieron en cuenta tales acontecimientos. Los elegidos recibían continuamente el recordatorio de la existencia de un orden divino. Esta creencia no prevalecía únicamente en pequeños grupos independientes, sino también entre las masas.
Nuestra época actual viene a confirmar que lo Divino nos sigue prestando la misma atención que en los antiguos tiempos de la Biblia. Así como Jesús levantó a Lázaro de entre los muertos hace 2.000 años, el doctor George Rodonaia volvió a la vida después de una muerte de tres días en los años setenta. Una madre, seriamente preocupada por el bienestar de su hija, recibió la ayuda de un misterioso grupo de hombres que se desvanecieron después de arreglarle el automóvil. Un enfermo terminal, tras encontrarse con un ángel en una capilla, recibió consuelo y entereza para afrontar la muerte. Un afligido joven que acababa de perder a su madre recibió, ante su tumba y en su jardín, el consuelo espiritual de que no había muerto realmente. Estas prodigiosas intervenciones angélicas no son sino unos cuantos ejemplos de los miles de casos que se están registrando en estos momentos a lo largo y ancho del planeta.
El 27 de diciembre de 1993, la revista Time informó de que el sesenta y nueve por ciento de la población estadounidense creía en los ángeles. En el reportaje, la periodista Nancy Gibbs escribió: «¿Puede haber una idea más seductora que la noción de unos espíritus luminosos, al margen del tiempo y del espacio y sin debilidades humanas, que se interponen entre nosotros y cualquier tipo de daño? Creer en los ángeles es hacer que el universo resulte a la vez misterioso y benéfico. Incluso quienes rehúsan creer en ellos tal vez anhelen que alguien les demuestre que están equivocados»1.
Muchos creen que la intervención de fuerzas invisibles y benéficas no constituye ningún fenómeno incomprensible, sino que es—como indica la palabra «ángel»— un «mensaje divino» o una llamada de Dios a la humanidad. ¿Una llamada a qué? Desde una perspectiva histórica, los seres y fuerzas angélicos invitan a los seres humanos a reconocer, asumir y recordar que existen inminentes asuntos espirituales que revisten crucial importancia.
Tendemos a creer que experiencias tales como las narradas en este capítulo son escasas y excepcionales. Sin embargo, los miles de encuentros angélicos referidos por personas comunes y corrientes apuntan que la humanidad en su conjunto está siendo llamada hacia una misión especial; un papel especial en este peculiar renacimiento espiritual. Las manifestaciones angélicas en la vida de las personas suelen ser tan diversas como las propias personas. Se producen curaciones espontáneas, la fe es restaurada, hay individuos que regresan de la muerte clínica a los tres días sin lesión cerebral alguna. Se evitan accidentes de carretera inminentes y potencialmente fatales.
Las numerosas experiencias angélicas que se conocen transmiten una línea temática común: no estamos solos, ni lo hemos estado nunca. La ayuda está al alcance de nuestra mano. Es interesante apuntar que los protagonistas de las historias relatadas en este capítulo no se consideraban a sí mismos religiosos devotos. No creían necesariamente en los ángeles. Rodonaia era un filósofo ruso que había dedicado muy pocos pensamientos a un «Dios». Al haber sido formado y educado en la Unión Soviética, sólo creía en la mente. Marie no había ido a la iglesia desde que era adolescente. A Doreen y a su esposo les preocupaban las complicaciones médicas de la enfermedad de David y no tenían tiempo para la comunión espiritual. Darrell tenía una visión antagónica de la iglesia debido a las enseñanzas fundamentalistas que había recibido de niño, las cuales no le habían sido nunca explicadas. No había visitado una iglesia desde que era adolescente.
Ahora bien, lo que sí tenían esas personas era una crisis. En el caso del doctor Rodonaia, la crisis era física: el KGB trató de asesinarlo. En el caso de Marie, la crisis era emocional y física: su hija estaba en grave peligro. En el caso de Darrell, la crisis era espiritual: se cuestionaba los enigmas y angustias fundamentales de la vida y la muerte, y había perdido de repente a su madre sin despedida. En tales casos, un consuelo concreto se había presentado para decir: no estás solo. En cada uno de ellos, así como en los miles de noticias que nos llegan sobre experiencias angélicas y milagrosas, la vida y las actitudes de los implicados quedaron transformadas.
Ayuda para el mundo
Un nuevo despertar está llegando a la humanidad a través de personas que han tenido encuentros milagrosos o angélicos. Si bien tales sucesos paranormales con seres divinos pueden parecer algo nuevo, no hacen sino recordarnos o volver a descubrirnos la idea de que siempre hemos tenido acceso a una forma espiritual de ayuda e intervención. Desde el comienzo de nuestra creación, los seres angélicos se han manifestado para inducirnos a recordar la premisa primordial: nunca estás solo, Dios siempre vela por ti. Pero depende de nosotros aceptar esta idea e iniciar una vida de orientación divina.
Puede costar trabajo creer que los ángeles representan realmente una gran esperanza para nosotros en medio de un mundo en crisis. De hecho, la apariencia del mundo puede resultar engañosa: vemos la devastación de los países en guerra; las plagas y hambrunas son endémicas en todo el planeta; los terremotos y las inundaciones se suceden a un ritmo sin precedentes; la inestabilidad económica es la norma de nuestros días; la criminalidad en el mundo nunca había sido tan alta. Tales condiciones no son nuevas, ya que se daban incluso en tiempos de Cristo. Jesús llegó en medio de una de tales crisis. Proclamó una esperanza que iba más allá de lo que el mundo había conocido hasta entonces: «Pues el padre ama al hijo y le muestra todo lo que hace. Sí, y aun cosas más grandes que éstas le mostrará, que los dejará a ustedes asombrados» (Juan 5:20). Cristo enseñó la importancia de la vida espiritual interior; enseñó que el reino de los cielos se encuentra en el interior del alma y del espíritu. Sus enseñanzas también reflejan que vela por nosotros un Dios que nos ama y conoce nuestras luchas tan bien como nuestras esperanzas. Ahora bien, Jesús también enseñó que el mundo de las apariencias se desbarataba, y que seguiría desbaratándose mientras la humanidad ignorara la esencia espiritual que se esconde tras el mundo material.
Que el mundo sea presa de convulsiones sin comparación es en sí una llamada divina que parece decir: recuerda de dónde procedes: eres en primer lugar un ser espiritual. Si el mundo material no estuviera experimentando enormes cambios y convulsiones, ¿tendría la humanidad algún motivo para buscar un mundo espiritual? ¿No formaríamos un mundo autosatisfecho y contento? Si son ciertos los miles de encuentros con ángeles, resulta lógico que las Fuerzas Creadoras, o Dios, nos estén persiguiendo de forma activa, para «despertarnos» y recordarnos nuestra herencia divina. Los encuentros angélicos nos están diciendo, de muchas maneras, que nos estamos acercando con rapidez a una nueva conciencia espiritual, una espiritualidad consciente y lúcida, sin precedentes en la historial oficial. Lo que profetas y sabios han venido diciendo a través de los siglos encierra esta filosofía: llegará el día en que la humanidad tenga una relación consciente con el Creador, con Dios. Las claves para un maravilloso ascenso a una conciencia espiritual superior están en nosotros. Es realmente asombroso que los ángeles estén llamando a nuestra puerta.
Más asombrosas aún son las posibilidades que aguardan a nuestro planeta cuando empecemos a escuchar esta llamada. Pero ¿cómo empezaremos a escucharla? Veamos el caso de alguien más que, además de oír a los ángeles, también los veía.