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Prólogo

En Occidente hemos llegado a depender de la evidencia científica para respaldar nuestras teorías sobre el mundo y los misterios que nos siguen desconcertando. Dada esta orientación empírica tan pertinaz, me sorprende que tanta gente siga creyendo en Dios, en una época en la que Dios nos parece tan inalcanzable. ¿Cómo se mantiene la fe? Si arañamos la superficie de la fe, solemos descubrir que los creyentes disponen de pruebas experienciales sorprendentemente ricas y variadas de la presencia de Dios en su vida. Por lo general, han tenido sueños, visiones y vivencias inexplicables que constituyen el fundamento personal de su fe en lo Invisible.

La religión organizada no siempre ha visto con buenos ojos este tipo de experiencias. Desde la Reforma, los protestantes en particular miran con recelo cualquier cosa, por sublime que sea, que se interponga entre el individuo y su Dios. Cuando la jerarquía sacerdotal quedó eliminada en el intento de Martín Lutero por acabar con lo que entonces se percibía como barreras entre nosotros y Dios, también se rechazó la jerarquía espiritual de los ángeles y de los santos. La distancia que los protestantes debían salvar para relacionarse con Dios quedó súbitamente desprovista de mediadores humanos o divinos.

Como era de esperar, esta situación no pudo mantenerse. Porque, siempre que se reprimen anhelos espirituales legítimos —o que se consideran irrelevantes o «irreales»—, éstos acaban resurgiendo por doquier en experiencias privadas individuales. Lo estamos presenciando de forma espectacular, en libros como Ángeles, arcángeles y fuerzas invisibles de Robert J. Grant. Las apariciones de María, los encuentros con Cristo y la manifestación de los ángeles son pruebas convincentes de que Dios nos tiende la mano a través de esa estéril línea divisoria.

He descrito en otro contexto los encuentros con Cristo que se producen en nuestros días (I Am with You Always, publicado por Bantam Books en 1995). Por tanto, he reflexionado a menudo sobre la relación existente entre los ángeles y Cristo, no tanto desde un punto de vista teológico como desde una perspectiva psicológica, es decir, desde el punto de vista de la necesidad humana. ¿Por qué necesitan ángeles las personas, y en qué difiere esta necesidad de su necesidad de un Maestro o Redentor más humano?

Se me ocurre que los ángeles siempre han sido la voz personal, aunque no humana, de Dios. Son, esencialmente, emanaciones de la Realidad superior que, no obstante, no llegan a encarnarse plenamente. En comparación con los maestros y ministros humanos, se mantienen para siempre inmaculados y sin mancillar por la vida ordinaria. Los ángeles confieren a Dios una especie de dimensionalidad enrarecida, como las facetas de una gema que reflejan y revelan su belleza intrínseca. Son como rayos coloridos de una única Luz, que otorgan un matiz particular a algo que, de por sí, lo abarca todo y carece de concreción. Yo pienso que necesitamos esta dimensionalidad para concebir un plan de vida. Porque no suele resultar suficientemente satisfactorio contemplar una totalidad nebulosa cuando aquí en la tierra estamos luchando con problemas muy concretos.

Los ángeles tienen un gran significado psicológico porque acercan lo Divino a la esfera de lo humano. Pero, si los ángeles tienen que ver con las emanaciones de Dios, Cristo tiene que ver con la encarnación de Dios, un paso más allá en el proceso de la expresión de Dios de forma personal.

Inspirándose en varias fuentes, Robert J. Grant demuestra que un ángel en particular, el arcángel Miguel, intervino para encauzar la encarnación de Cristo. Asimismo, Miguel parece estar terciando en los asuntos de la humanidad mientras se vislumbra un nuevo rumbo. Da la impresión de que este ángel supervisa las manifestaciones de Dios al mundo. Es, por decirlo de algún modo, el ángel de la encarnación.

Para los lectores no cristianos, es interesante apuntar que la relación existente entre Dios, los ángeles y la encarnación de Dios se describe de forma similar en otras religiones. En el budismo Mahayana, por ejemplo, el universo se representa mediante el mandala sagrado, un diseño circular que describe la relación entre lo Divino y el mundo de los fenómenos. En el centro del mandala reside Vairocana, el Buda primordial. Representado por una luz blanca, Vairocana se parece mucho a nuestra deidad trascendental que lo abarca todo y carece de concreción. Ahora bien, en torno a él están los cuatro Budas dyani que, como los ángeles, nunca se han encarnado. Cada uno de ellos expresa un atributo particular de la unidad divina, tal como la sabiduría de la observación profunda o la sabiduría de la igualdad. Un Buda dyani en particular—Amoghasiddhi—representa la sabiduría que todo lo logra, el impulso que induce a la expresión material de lo Divino. Al igual que Miguel, este Buda se mantiene en cierto modo apartado del resto, ya que supervisa el proceso de la encarnación.

No debe sorprendernos la importancia que esta entidad angélica reviste para el budismo Mahayana. Porque, a diferencia de otras formas de budismo, el Mahayana subraya que el logro más elevado para cualquier alma es el regreso a la tierra en forma de ser iluminado, encarnarse para iluminar el mundo. No es, por tanto, de extrañar que los seguidores del Mahayana observen la práctica de desplazar a Vairocana del centro a la periferia del mandala, para sustituirlo en el centro por Amoghasiddhi. Al meditar sobre esta nueva configuración, se afirma la importancia de la encarnación con respecto a la emancipación: una vida de servicio, incluso por encima de la libertad que aportaría la superación del ciclo de renacimiento.

De este modo, podemos estar en comunión con ángeles, Budas dyani y otros seres arquetípicos que expresan la dimensionalidad de Dios. También podemos comulgar con esa fuerza angélica cuyo impulso es traer a Dios entre nosotros, para que viva como expresión completa de lo infinito en lo finito.

En este edificante y bien documentado libro, Robert J. Grant describe con acierto a los ángeles desde una variedad de perspectivas, sin dar a estos seres un nivel excesivo de concreción. Ampliando el alcance de los fenómenos angélicos e incluyendo campos que no suelen vincularse con los ángeles en sí, el autor nos recuerda que nuestro principal tema de atención es una intervención espiritual que puede adoptar una diversidad de formas. Ofrece así la posibilidad de que cada uno perciba esta intervención conforme a su propio sistema de creencias.

En uno de los encuentros con Cristo que describo en mi obra I Am with You Always, una mujer ve un Ser de Luz en el bosque y pregunta: «¿Quién eres?» El Ser contesta: «Algunos me llaman Buda y otros me llaman Cristo». Ella replica: «No conozco a Buda». El Ser responde: «Entonces soy Cristo». Esta experiencia sugiere que a Dios no le preocupa nuestra necesidad de experimentarlo conforme a nuestros orígenes y creencias: el Espíritu es grata y amorosamente complaciente. Tal vez deberíamos sentirnos libres para permitirnos y permitir a los demás entablar una relación con lo Divino a través de la rica diversidad de formas vitales que están a nuestro alcance. Para muchos de nosotros hoy en día, escuchar a los ángeles puede ser una de las mejores vías para alcanzar una comunión con nuestra naturaleza espiritual más profunda capaz de cambiar nuestra vida.

G. Scott Sparrow, Ed.D.

Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles

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