Читать книгу Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles - Robert J. Grant - Страница 12

Оглавление

2

Elegido por un ángel

Estas señales acompañarán a los que crean: en mi nombre […]; hablarán en nuevas lenguas […]; pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos recobrarán la salud. ~Marcos 16:17-18

El profeta durmiente

No existe mayor fuente de información sobre los ángeles que la que procede de un impresionante conjunto de conocimientos que vio la luz de un modo muy excepcional.

Durante la primera mitad de este siglo, un hombre extraordinario, Edgar Cayce, utilizó su extraordinario talento psíquico para ayudar a quienes acudían a él en busca de consejo. Se le llegó a conocer como «el profeta durmiente» y «un hombre capaz de ver a través del tiempo y del espacio». Cuando alguien solicitaba su ayuda, Edgar Cayce se acostaba, meditaba y oraba, entrando en un estado de sueño parecido al trance. Mientras estaba inconsciente, las personas que habían acudido a él recibían una información sumamente exacta de una fuente que estaba más allá de la conciencia de Cayce en estado de sueño. Recibían una información de la que Cayce no tenía conocimiento estando despierto.

La historia de las facultades psíquicas de este asombroso hombre y sus propias experiencias extraordinarias con ángeles constituyen un paso importante para comprender el sentido que las experiencias angélicas revisten para nuestra vida y para la evolución de la humanidad en su conjunto.

Un extraño en la tierra

Si el joven e inculto Cayce hubiera tenido suficiente vocabulario para describirse a sí mismo, habría afirmado: «soy un extraño en la tierra». Incluso cuando quería adaptarse a sus amigos y familiares, sentía a menudo una distancia insuperable. En 1888, durante su infancia, Edgar ya era capaz de (en sus propias palabras) «ver cosas» ocultas a los demás. En ocasiones sentía que estaba viendo realmente lo que la gente pensaba. Cayce, que estaba llamado a convertirse en el vidente de quien más documentos se tiene de cuantos han existido, no leía necesariamente la mente de las personas. Leía una configuración de energía vital que vibra en torno a nuestro cuerpo físico en distintos tonos y colores. En Oriente, los místicos definieron esos colores como esencia vital o aura. Edgar había observado tales auras durante toda su vida, y sabía que cuando veía una configuración de color rojo en torno a una persona, ésta estaba de mal humor. Si veía matices grises o negros alrededor de alguien, veía que esa persona sentía rencor y resentimiento. Si Edgar miraba esos colores durante un tiempo suficiente, lograba ver los pensamientos reales de las personas. Para él, esto era como leer libros.

De niño, Edgar pensaba que todo el mundo veía esas configuraciones de color que distinguen los pensamientos y sentimientos de otras personas. Sus compañeros de clase se reían de él cuando hablaba de los colores vivos u oscuros que rodeaban a sus amigos.

«¡Estás loco, Viejo!», solían decirle riendo. «Viejo» era el sobrenombre que le había puesto su abuelo. Tal vez le había puesto ese apodo porque, para quienes podían apreciarlo, Edgar parecía un «viejo» sabio.

Finalmente, le contó a su madre las extrañas cosas que veía. Su madre siempre supo que su hijo era especial.

«Es un don que tienes, hijo mío», le dijo. «No debe importarte lo que la gente diga de ello. Simplemente, trata de no ver dema siado; te sentaría mal».

Edgar sabía que su madre tenía razón. A veces los adultos pensaban cosas que no tenían mucho sentido, y tampoco podía comprender muchas conversaciones de los adultos. Él veía configuraciones de color, sombras y pensamientos de adultos, y estaba bastante confundido. Así que trató de ver y comprender únicamente el lado bueno de los pensamientos de la gente. Su madre lo animó a leer la Biblia para encontrar en ella el porqué de sus habilidades.

«Dios tiene un proyecto especial para ti, Edgar», le dijo su madre. «Limítate a orar por ese proyecto».

Edgar siempre se sentía mejor después de hablar con su madre. Ella no se reía de él ni lo llamaba loco cuando le contaba sus visiones. Muchos decían que Edgar tenía compañeros de juego imaginarios. Pero la madre de Edgar también podía ver a los «elementales». Los llamaba sus «compañeros de juego de la naturaleza». Los días en que Edgar se sentía bajo de ánimos o reservado, su madre solía mirar por la ventana para ver a los espíritus de la naturaleza que le estaban aguardando. «Ahí están tus compañeros de juego», decía. Edgar salía corriendo a encontrarse con ellos. Lo curioso es que parecían niños o niñas pequeños. Se preguntaba por qué nadie más que él y su madre los veía. Años más tarde, Edgar leería libros y artículos sobre hadas y gnomos, los guardianes de los reinos vegetal y animal. Escucharía en un estado de serena diversión, mientras sus amigos debatían apasionadamente si tales seres elementales eran o no reales. Edgar no participó en el debate. Los elementales habían sido amigos suyos durante toda su infancia.

De niño, Edgar aprendió a guardar para sí sus comentarios acerca de sus amigos secretos —salvo para compartirlos con su madre—. Ella le contaba acerca de su abuelo, Thomas Jefferson Cayce, quien también había tenido visiones y experiencias psíquicas.

«Él poseía la segunda visión», le dijo su madre. «Era el mejor zahorí del condado de Christian. En cualquier lugar que apuntaba su horquilla de hamamelis, encontraban agua». Edgar quería mucho a su abuelo y se mostró desconsolado cuando éste murió en un extraño accidente en un lugar rural del estado de Kentucky. Le preguntó llorando a su madre por qué había muerto su abuelito. La madre de Edgar explicó que había llegado la hora de que el abuelo Cayce regresara al cielo para estar con los ángeles. Edgar no entendía el propósito de que su abuelito estuviera allá arriba con los ángeles cuando se le necesitaba aquí abajo en la tierra. Compartió su dolor con la sirvienta de la familia, Patsy, quien lo consoló diciéndole que volvería a ver a su abuelito. «Tú tienes la segunda visión, Edgar». No sería la última vez que el joven Edgar Cayce oiría estas palabras. En ese momento, sin embargo, no parecía interesarle mucho qué tipo de visión tenía: simplemente echaba de menos a su abuelo.

Cayce apenas pensó en lo que la gente llamaba su «segunda visión» hasta que, hallándose un día en el granero, se le apareció el abuelo Cayce. Esta visión no asustó a Edgar, ya que su abuelo tenía el mismo aspecto que aquellos espíritus de la naturaleza que se le habían aparecido: casi como si uno pudiera ver a través suyo. El abuelo no parecía haber cambiado, e incluso sonrió a Edgar. Cuando dejó el granero, Edgar se lo contó enseguida a su abuela. Ella escuchó con atención, asintiendo con la cabeza. «Te pareces mucho a tu abuelito», dijo la abuela Cayce.

Se detuvo y miró gravemente al joven Edgar: «No debe asustarte ese poder que tienes. Limítate a no hacer mal uso de él». Advirtió a Edgar que siempre debía mantenerse en el camino recto y que Dios le enseñaría la mejor forma de utilizar sus dones psíquicos.

Edgar vio al difunto abuelo Cayce en varias ocasiones, e incluso mantuvo conversaciones con él. Comprendió que la gente tiene ideas extrañas acerca de lo que llamamos muerte, y que ésta sólo significa dejar atrás el cuerpo. Su abuelo, después de muerto, tenía incluso mejor aspecto que el día en que murió: parecía más joven.

Un encuentro angélico

Cuando Edgar Cayce contaba diez años, su familia empezó a llevarlo a la iglesia Liberty Christian de la ciudad de Hopkinsville en Kentucky, para los servicios del domingo. Edgar se sintió de inmediato como en casa. Le encantaban los sermones del pastor, especialmente las historias de Jesús, y quería saber más de la Biblia. El padre de Edgar, Leslie, estaba tan impresionado con el interés de su hijo por la religión que fue a la ciudad para comprarle una Biblia. En junio de 1887, seis meses después de que le regalaran su Biblia, Edgar ya la había leído de principio a fin. No entendió todo lo que figuraba en el Libro, pero se juró a sí mismo que algún día se convertiría en un experto de las Sagradas Escrituras.

Edgar quería leer la Biblia entera una vez al año durante toda su vida. Las historias cobraban vida para él, desde la caída de Babilonia hasta la Resurrección y el Apocalipsis; las leyó una y otra vez. Le gustaba sobre todo el Nuevo Testamento. Le encantaban las historias de Jesús y sus milagros.

Un luminoso día de verano cuando contaba trece años, Edgar se llevó su Biblia a un lugar recluido del bosque que era su refugio favorito. Mientras se disponía a leer otra vez el Génesis después de terminar el Nuevo Testamento, Edgar observó que la luz del sol se había oscurecido notablemente en el bosque, como si alguien se hubiera interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, vio de que de hecho había una figura parada delante de él. Primero pensó que se trataba de su madre. Sin embargo, cuando sus ojos se adaptaron a la nueva luz, vio que la figura era la más bella de cuantas había visto hasta entonces. Tras los hombros de la mujer había unas formas redondeadas, que llegaban casi hasta el suelo.

Son alas, pensó Edgar. Son las alas de un ángel.

Mientras este pensamiento cruzaba su mente, la mujer que estaba ante él sonrió. «Tus oraciones han sido escuchadas», dijo. «Dime cuál es tu mayor deseo, para que yo pueda ofrecértelo».

Edgar estaba paralizado de miedo y sorpresa. Hay un ángel delante de mí. No podía moverse. Ni hablar. Ni hacer nada. Al cabo de lo que le pareció una eternidad, Edgar oyó su propia voz como si estuviera hablando desde muy lejos.

«Me gustaría ayudar a la gente, sobre todo a los niños cuando están enfermos».

Jesús había dedicado su vida a ayudar a las personas, a sanarlas, y Él adoraba los niños. Edgar también quería ser útil. Quería ser un seguidor suyo, igual que un pastor de la iglesia. Edgar se preguntó si la dama había venido porque él deseaba con tantas ganas comprender la Biblia.

No es sólo una dama, pensó Edgar. ¿Será mi ángel de la guarda? Tan deprisa como había aparecido, la dama se desvaneció ante sus ojos.

Edgar corrió a su casa para contarle a su madre lo ocurrido. Le preocupaba estar perdiendo la mente; tal vez estaba leyendo demasiado la Biblia.

«Dijiste que querías ayudar a las personas», dijo su madre. «Eso no es estar loco. Para eso estamos aquí. ¿Y por qué no? ¿Por qué no se te iba a aparecer un ángel? Eres un buen chico».

Edgar se sintió agradecido y algo intimidado. No estaba acostumbrado a los elogios. La madre de Edgar estaba conjeturando que él podría ser destinado a algún fin superior. Tal vez llegaría a ser médico o pastor de iglesia.

«Llegarás a ser alguien. De eso estoy segura, Edgar».

Al día siguiente se sintió cansado, desganado, aburrido. En la escuela, no consiguió concentrarse. Su mente y sus pensamientos vagaban. El maestro se exasperó cuando Edgar no supo deletrear la palabra «cabaña». Era una palabra fácil para un niño de trece años. El maestro castigó a Edgar a quedarse después de clase y escribir la palabra «cabaña» 500 veces en la pizarra. Después de la tediosa tarea, Edgar se fue a casa sintiéndose más cansado que nunca.

Leslie Cayce estaba esperando que su hijo regresara de la escuela. El maestro había hablado con él, contándole lo mal que se había portado Edgar ese día en la escuela. Leslie regañó al chico en cuanto llegó a casa.

«Siéntate en esa silla», ordenó. «Vamos a repasar esas clases de ortografía hasta que te las aprendas. ¡Esto es un escándalo!» Durante las tres horas siguientes, Edgar trató y volvió a tratar de deletrear las palabras que su padre le decía; no pareció servir de mucho. Tenía la mente nublada. Era incapaz de recordar las lecciones más básicas de la escuela. Ello enfureció a Leslie, quien regañó a su hijo, gritándole, incluso tirándolo de la silla con un golpe.

«Vas a escribir correctamente estas palabras aunque tengas que quedarte aquí toda la noche», rugió Leslie. Edgar se sentía triste y decaído; no se comprendía a sí mismo. Mientras su padre se disponía a tomar de nuevo el manual de ortografía, Edgar oyó una voz; era una voz muy clara:

«Edgar, duérmete sobre el libro y te ayudaremos». Era la voz de la dama, del ángel que había visto el día anterior.

Edgar suplicó a su padre que le dejara descansar unos minutos para repasar el manual de ortografía. Le prometió ser más aplicado.

«Por favor. Dame sólo unos minutos».

Leslie accedió de mala gana a la petición de su hijo, le entregó el manual y salió de la sala. Edgar colocó el libro sobre la mesa y apoyó la cabeza sobre él. Quedó dormido al instante.

Al cabo de lo que a él le pareció un momento, sintió que su

padre lo sacudía. «Volvamos a empezar», dijo Leslie. Edgar se

frotó los ojos para despertarse y se sentó.

«Cabaña»:

«C-A-B-A-Ñ-A». Para su asombro, Edgar podía realmente ver la palabra, perfectamente dibujada en su mente. También podía ver las palabras que contenían las demás páginas. Como en una fotografía.

Leslie Cayce observó, cada vez más desconcertado, que su hijo deletreaba con exactitud cada palabra que él le dictaba. Recurrió en última instancia a las palabras más difíciles del manual.

«Síntesis»:

«S-I-N-T-E-S-I-S».

El desconcierto de Leslie dio paso al enfado. «¿A qué se debe esto? Llevamos toda la noche repasando este manual y tú no sabías deletrear una sola palabra. ¡Ahora resulta que las deletreas todas! ¿Por qué?».

«No sé», dijo Edgar. «Me quedé dormido encima del manual y ahora puedo ver perfectamente todas las palabras. Como en una foto». No sólo era Edgar capaz de deletrear todas las palabras del libro, sino que sabía en qué páginas aparecían.

«Vete a la cama», gruñó su padre, meneando la cabeza. «No entiendo en absoluto lo que está ocurriendo». Edgar obedeció a su padre y agradeció calladamente a la dama del bosque la ayuda que le había prestado. Tiene que ser un ángel, pensó.

A partir de ese día, Edgar dejó de ser un estudiante mediocre para convertirse en uno excepcional. Su extraña habilidad, que le permitía aprender de los libros mientras dormía con la cabeza apoyada en ellos, dio sus frutos en todas las materias del colegio: aritmética, historia, incluso geografía. Edgar retuvo en su mente una reproducción del mapa del mundo que figuraba en el libro. Identificaba todos los continentes y países, y designaba con exactitud las longitudes y latitudes, aunque no supiera qué eran exactamente.

Leslie Cayce pasó fácilmente de ser un padre desquiciado a uno muy orgulloso de su hijo. Contaba por todo el condado de Christian que a su hijo le bastaba dormirse sobre los libros para aprenderse las lecciones. Cuando se burlaban de él sin piedad sus compañeros de clase, Edgar anhelaba que su padre aprendiera algún día a guardar el secreto.

La madre de Edgar se limitaba a sonreír y asentir con la cabeza cuando él le narraba anécdotas relacionadas con sus peculiares aptitudes. No dejaba de recordarle que había sido elegido para un propósito especial.

Un místico de nuestros días

El caso de Edgar Cayce recuerda esas historias de la Biblia en las que Dios elige a alguna persona especial para convertirla en profeta o mensajero. Tan sólo la madre de Edgar presintió las extraordinarias habilidades que su hijo manifestaría años después, a raíz de su encuentro con un ángel mientras leía la Biblia. Cuando aún era bastante joven, Edgar vivió una experiencia insólita que creó el marco para lo que se convertiría en la relevante labor de toda una vida.

En 1901, teniendo veinticuatro años, Edgar Cayce perdió la voz. La dolencia se manifestó primero como un catarro, que degeneró en una laringitis de la que no se recuperó. Durante más de un año, sólo pudo emitir roncos susurros. Se llamó a especialistas médicos de todo el Estado de Kentucky para que observaran la enfermedad de Edgar. Tras examinar sus cuerdas vocales, todos los médicos se declararon desconcertados: no había ningún obstáculo ni obstrucción en las cuerdas vocales. Como último recurso, se decidió buscar a un hipnotizador para el desesperado Cayce. Ya que no presentaba ningún problema físico, era posible que algo le estuviera trastornando mentalmente.

Esta idea dejó a Edgar muy preocupado. Él no se sentía particularmente trastornado por ningún motivo. Llegó a la conclusión de que la hipnosis no podía hacerle daño, aunque esta técnica seguía levantando enormes polémicas a principios del siglo veinte. No había sido aceptada por la medicina oficial, y se utilizaba sobre todo a modo de espectáculo: el hipnotizador llamaba a alguien al escenario y, tras hipnotizar a la persona, le hacía realizar actos embarazosos, tales como ladrar como un perro o cantar como un gallo. Verlo resultaba impresionante. Las personas no tenían ni idea de lo que hacían o decían bajo hipnosis.

La familia Cayce contactó a uno de esos hipnotizadores comediantes, que fue incapaz de dar a Edgar una sugestión post-hip-nótica en la que lograra recuperar el uso de su voz. Después de varios intentos infructuosos para conseguir que Edgar entrara en un estado de trance profundo, un osteópata local, que se había enterado de la enfermedad de Cayce, decidió probar un nuevo enfoque. Cuando Edgar empezó a abandonarse al sueño hipnótico, Al Layne formuló una sugestión algo especial: le pidió a Edgar que examinara su propio cuerpo mientras estaba bajo hipnosis y que les contara a los presentes qué problemas tenía.

La prometida de Edgar—Gertrude Evans—, el padre de éste y el médico local siguieron con ansiedad la extraña sesión de hipnosis. Layne repitió tres veces la sugestión. Cuando se disponía a sugerir a Edgar que se despertara, creyendo que la sesión había sido un fracaso, Edgar comenzó a hablar.

«Sí, aquí tenemos el cuerpo», dijo Edgar. Gertrude casi rompió a llorar de alegría. Esas eran las primeras palabras que pronunciaba con claridad en más de un año.

«Hay una constricción en las cuerdas vocales debida al estrés», prosiguió Edgar en un sueño profundo. «La circulación está alterada. Sugiera que la circulación del cuerpo está volviendo a la normalidad, y lo arreglaremos».

Al Layne no salía de su asombro. Nunca había visto nada igual. ¡Me está pidiendo una sugestión post-hipnótica! Sin vacilar, le dio a Edgar la sugestión que pedía:

«La circulación en el cuerpo de Edgar Cayce ya está volviendo completamente a la normalidad».

Para asombro de todos los presentes, la garganta de Edgar adquirió un vivo rojo carmesí, que fue subiendo como un termómetro. En unos segundos, la viveza del color remitió, y Edgar dijo:

«Ahora déle al cuerpo la sugestión de despertar».

Layne habló a Edgar con tono suave y apaciguado, sugiriendo que todos sus órganos internos estaban funcionando con total normalidad; iba a contar desde el diez hasta el uno. Al llegar al uno, Edgar se despertaría.

«… tres… dos… uno. Edgar, ya está usted despierto».

Edgar abrió los ojos y se desperezó. Se sentó bruscamente y tosió, escupiendo un coágulo de sangre y mucosidad.

«¡Diga algo!», reclamó Layne.

«¡Hola!», dijo Edgar con perfecta claridad. «¡Hola a todos! ¡Ya puedo hablar de nuevo!» Gertrude abrazó a su pretendiente. El médico y Al Layne se miraron estupefactos.

El doctor preguntó a Edgar si recordaba algo de su experiencia bajo hipnosis. Cayce se quedó un momento pensativo pero no recordó nada. Entonces preguntó cómo había recuperado la voz.

«Usted recuperó su propia voz», dijo Layne. Todos cuantos se encontraban en la sala miraban a Edgar con asombro.

«Edgar, usted hablaba igual que un médico», dijo Layne excitado. «¡Usaba términos como estrés y circulación alterada, y me indicó la sugestión post-hipnótica que debía darle! Yo no he visto nunca nada igual».

Edgar miró a Layne y rió, como si le estuviera haciendo una broma. «No tengo la menor idea de lo que me está diciendo», dijo.

«Ya veo que no la tiene», replicó Layne. «Por eso resulta todavía más asombroso».

Gertrude y Edgar salieron de la sala, mientras los médicos se quedaron comentando la insólita sesión de hipnosis. Layne se cuestionaba si podría utilizarla para diagnosticar los problemas médicos de otras personas. Sabía que acababa de dar con algo importante. Esa misma tarde, le preguntó a Edgar si no le molestaba someterse de nuevo a la hipnosis.

«Tan sólo como experimento», dijo Layne.

«No sé», respondió Edgar con recelo. «Me resulta bastante extraño no saber lo que digo». Estaba pensativo y algo preocupado. «Supongo que no hará ningún daño», dijo al fin, aunque se sentía extrañamente fuera de control. ¿Qué si digo alguna locura?, pensó. Peor aún, ¿qué si estoy loco?

Antes de la segunda sesión hipnótica, Edgar le contó a Layne que, en estado de hipnosis, experimentaba una sensación peculiar, igual que le había ocurrido de niño, cuando dormía con la cabeza sobre los libros. Edgar se acostó en el sofá, y Layne inició la sesión. Cuando Layne consideró que Edgar había alcanzado un nivel adecuado de sueño hipnótico, le transmitió esta sugestión:

«Edgar, tendrá ante usted a Al Layne. Observe por favor el cuerpo de Al Layne y díganos qué encuentra».

Tras un breve silencio, Edgar Cayce, el apenas educado joven del condado de Christian, pareció convertirse en un médico docto. Fue describiendo los principales sistemas corporales del señor Layne: el sistema nervioso autónomo, el digestivo… Incluso describió una antigua lesión que Layne había sufrido años atrás, indicando la fecha exacta de la misma. Utilizó palabras que Layne sólo había leído en libros de medicina: «plexo neumogástrico», «subluxaciones espinales», «adherencias en el conducto biliar». Después de emitir un diagnóstico en profundidad, Edgar recomendó para Layne ajustes quiroprácticos de la columna vertebral. Incluso indicó las vértebras específicas que requerían un ajuste. Edgar también aconsejó un cambio de dieta y más ejercicio. Con la misma voz monótona, dijo: «Hemos terminado por el momento». Layne dio entonces a Edgar la sugestión de despertarse. Esta vez también, se desperezó como despertando de un sueño profundo.

A Layne le sorprendió oír que, de nuevo, Edgar no recordaba ni una sola palabra de su trance hipnótico. Edgar sintió asombro y un considerable desconcierto al enterarse de que había descrito con exactitud los problemas físicos de Layne, e incluso recomendado un tratamiento médico concreto.

«Pero si no sé nada de medicina…», protestó Edgar.

«Está claro que sí sabe cuando está bajo trance», afirmó Layne. «Usted es igual que un médico durante el sueño hipnótico».

El médico durmiente

Los mensajes transmitidos por Edgar Cayce en estado de trance pasaron a conocerse como «lecturas». Aunque le incomodaba esa parte misteriosa de su psique, Cayce se encontró muy solicitado por los médicos locales, que le llevaban a casa a sus pacientes más difíciles. Los médicos solían ponerse en contacto con Al Layne, acudiendo después a Edgar en busca de una «consulta psíquica». Como ya venía haciendo, Layne relajaba a Cayce por medio de la sugestión hipnótica y, a continuación, le pedía que examinara físicamente al paciente que había traído el médico. Los diagnósticos de Cayce eran asombrosamente exactos. Incluso ofrecía prescripciones de remedios a base de hierbas. Si el remedio no se podía comprar en la farmacia, Cayce indicaba dormido a Layne cómo preparar la prescripción, expresando las dosis requeridas en unidades farmacéuticas, onzas y miligramos. Explicaba a los estupefactos doctores dónde se encontraban los establecimientos farmacéuticos más recónditos, llegando a mencionar en ocasiones los nombres y direcciones postales de compañías situadas en otras ciudades y en lugares más remotos.

Layne tomaba apuntes sin parar durante las lecturas de Cayce, y entregaba una copia de los mismos a los médicos, quienes prescribían a sus pacientes las recomendaciones de las lecturas. Los primeros médicos que acudieron a Cayce mantuvieron en secreto su relación con él, limitándose a transmitir las instrucciones a sus pacientes sin ninguna explicación. Con el tiempo, sin embargo, se corrió la voz de que era el propio Cayce quien estaba ayudando a restablecerse a la clientela local. La gente no tardó en presentarse en casa de Edgar para agradecerle su curación. Empezó a hablarse del «médico durmiente» que sabía diagnosticar enfermedades y recomendar tratamientos. No parecía importar que los pacientes fueran «incurables», ya que, si seguían el régimen terapéutico prescrito en las lecturas, sanaban en más del noventa por ciento de los casos.

Edgar siguió solicitando los consejos de su madre, que siempre había creído en sus habilidades. «Me pregunto si esto es realmente un don de Dios», dijo Cayce. «Las personas parecen curarse al usar la información, pero no sé de dónde procede esta información».

La madre de Edgar le citó la Biblia: «“Por sus frutos los conocerán”. Edgar, ¿recuerdas el Nuevo Testamento? “Se abrirán entonces los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; saltará el cojo como un ciervo…”. Recuerda simplemente lo que te ocurrió de niño: le dijiste a esa dama que querías ayudar a la gente».

El recuerdo de su visión infantil del ángel seguía clarísimo en su mente, a pesar del tiempo transcurrido. Sus propias palabras volvieron, no para atormentarle, sino para consolarlo; esas palabras que dirigió al ángel que se le había aparecido tantos años atrás: me gustaría ayudar a la gente, sobre todo a los niños.

«Cuando te sientas intranquilo», dijo la madre de Edgar, «acuérdate simplemente de Aime Dietrich».

El recuerdo de esa desesperada niñita planeaba por la inquieta mente de Edgar. Según su padre, Aime se encontraba ahora feliz y completamente repuesta: lo opuesto de cómo la halló Edgar en Hopkinsville cuando fue a verla a su casa. Aime había contraído una gripe grave tres años antes, cuando tenía dos años. Había sufrido fiebres muy altas que luego habían remitido. En ese momento, no sabía hablar, y su mente no había rebasado el nivel de desarrollo propio de una edad de dos años. Aime caminaba y a veces jugaba, pero no respondía a su entorno ni a las personas de su alrededor: su mente estaba ausente. Un año después del ataque de gripe, empezó a tener convulsiones —hasta doce al día—parecidas a las crisis epilépticas. Especialistas de todo el país acudieron al hogar de los Dietrich. Ninguno fue capaz de ayudar a la niña. Como último recurso, sus padres la internaron en un sanatorio, con la esperanza de que una atención de veinticuatro horas la sacara de su extraña enfermedad. Los mejores médicos del país declararon finalmente que no existía cura alguna para Aime. Fue entonces que los Dietrich recurrieron a Cayce.

Al llegar a casa de los Dietrich, Edgar saludó a los desahuciados padres y fue a ver a Aime, que estaba jugando con piezas de madera en su cuarto. Al Layne llevó a Edgar al estudio, donde se acostó y entró en estado de trance.

Cuando Cayce comenzó a parpadear, Layne leyó la siguiente sugestión hipnótica: «Tendrá ante usted a Aime Dietrich, quien se encuentra en esta casa. Hará un cuidadoso diagnóstico de su organismo y recomendará un tratamiento».

Al cabo de un rato, Edgar comenzó a hablar con la extraña y monótona voz del estado hipnótico.

«Sí, aquí tenemos el cuerpo». En ese momento, Cayce se convirtió en un médico extraordinario y pareció incluso desplazarse en el tiempo, identificando con exactitud cuándo habían empezado los problemas de Aime: varios días antes de contraer la gripe, se había caído de un carruaje de caballos, lastimándose la rabadilla. La combinación de la lesión espinal y de la gripe produjo un cortocircuito en su sistema nervioso, que era la fuente de sus ataques. Cayce identificó las vértebras específicas que requerían un reajuste quiropráctico. Layne debía llevar a cabo el tratamiento. El lenguaje utilizado por Cayce resultaba extraño para todos los presentes, con la excepción de Layne. Al final de la lectura, sin embargo, Cayce emitió un pronóstico que hizo llorar a la señora Dietrich:

«Tal como lo vemos, el cuerpo se recuperará si se aplican los tratamientos».

Layne siguió las recomendaciones quiroprácticas de Cayce. No se advirtió ningún cambio perceptible en Aime. Edgar entró de nuevo en estado de sueño, y Layne formuló más preguntas. Edgar indicó que Layne no había efectuado correctamente los ajustes. Dio instrucciones más concretas, que se siguieron con mayor precisión. A los tres meses, Aime se había recuperado completamente. Los ataques no se repitieron, y la niña mostró un rendimiento excepcional en la escuela.

Quedó así concedido el deseo de ayudar a los niños que Edgar había expresado ante el ángel; pero Edgar seguía sintiéndose incómodo. No entendía de dónde procedía la información y le preocupaba realizar lecturas. Advirtió a Layne que no comentara el caso Dietrich a nadie. Edgar quería entregarse con más empeño al negocio de fotografía que tenía en Bowling Green. Además, él y su prometida Gertrude estaban empezando a construir su vida común. Únicamente deseaba formar una familia, dar clases de catequesis los domingos y trabajar en su jardín.

Haría todas esas cosas, e incluso más, pero antes tenía que superar la intranquilidad que le causaban las lecturas. Si bien aún no lo sabía, las necesidades de los enfermos le reclamarían durante el resto de su vida. Y él era incapaz de rechazar a nadie.

Edgar no venció definitivamente su inquietud acerca de las lecturas hasta que su esposa Gertrude enfermó de tuberculosis y estuvo al borde de la muerte.

Cuando Gertrude contrajo tuberculosis en 1910, consultaron a médicos y especialistas, y la ingresaron en el hospital local. Edgar se planteó utilizar las lecturas tan sólo como última instancia. Al final, hubo de recurrir a ese último recurso: los médicos dictaminaron que Gertrude no tenía cura y la enviaron a morir a casa.

Cayce observaba a su doliente esposa toser hasta el agotamiento. La medicina ya no podía hacer nada por ella. «Dios mío», imploró Edgar, «si este poder que yo tengo va a servir para algo, haz que ayude a mi esposa». Edgar convocó a varios médicos locales que se mostraban escépticos, pero al menos comprensivos, con respecto al asesoramiento de las lecturas. Les pidió que tomaran apuntes durante la sesión. Tras entrar en el estado de trance, comenzó una evaluación psíquica del estado físico de Gertrude, y aportó prescripciones detalladas y una línea de tratamiento.

El escepticismo de los médicos alcanzó un grado máximo: Cayce les había recomendado, durante el sueño, un extravagante tratamiento que incluía una fórmula líquida de heroína que debía administrarse a diario, una dieta básica más alcalina que ácida, y un insólito artilugio consistente en una barrica de roble carbonizada por dentro en la que se vertía aguardiente de manzana. Gertrude no tenía que beber la poción, sino inhalar los vapores que se formaran en la parte superior de la barrica. La combinación de vapores de carbón y aguardiente repararía el tejido pulmonar destruido por la tuberculosis y terminaría de paso con el bacilo.

Cuando Cayce despertó tras la lectura, vio que se habían marchado el especialista en tuberculosis y el resto de los médicos, salvo su íntimo amigo el doctor Wesley Ketchum.

«Piensan que eres un curandero», dijo Ketchum. «Ninguno de ellos prescribiría un remedio a base de heroína».

Edgar estaba más angustiado que nunca. ¡Esta lectura era la última esperanza para Gertrude! «¿Dijo la lectura que se recuperaría?», preguntó Edgar.

Ketchum asintió con la cabeza, mirando a ese extraño hombre que sabía más que él de medicina.

«¿Escribirás la receta?», preguntó Edgar.

Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles

Подняться наверх