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En el Pantano

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Serían cerca de las seis de aquella mañana de mayo cuando Dick entraba a caballo por los pantanos, de regreso a su casa. Azul y despejado estaba el cielo; soplaba, alegre y ruidoso, el viento; giraban las aspas de los molinos y los sauces, esparcidos por todo el pantano, ondulaban blanqueando como un campo de trigo. La noche entera había pasado Dick sobre la silla de su caballo y, sin embargo, se sentía sano de cuerpo y con el corazón animoso, por lo que cabalgaba alegremente.

Descendía el camino hasta ir a hundirse en el pantano, y perdió de vista las sierras vecinas, exceptuando el molino de viento de Kettley, en la cima de la colina que a su espalda quedaba, y allí lejos, frente a él, la parte alta del bosque de Tunstall. A derecha e izquierda se extendían grandes y rumorosos cañaverales mezclados con sauces; lagunas cuyas aguas agitaba el viento, y traidoras ciénagas, verdes como esmeraldas, ofreciéndose tentadoras al viajero para perderle. Conducía el sendero, casi en línea recta, a través del pantano. Databa de larga fecha el camino, pues sus cimientos los echaron los ejércitos romanos; mas con el transcurso del tiempo se hundió gran parte del sendero, y, de trecho en trecho, cientos de metros se hallaban sumergidos bajo las estancadas aguas del pantano.

A cosa de una milla de Kettley, Dick tropezó con una de esas lagunas que interceptaban el camino real, en un sitio en que los cañaverales y sauces crecían desparramados cual diminutos islotes, produciendo confusión al viajero. La brecha era sumamente extensa, y en aquel lugar un forastero, desconocedor de aquellos parajes, podía extraviarse, por lo cual Dick recordó, aterrado, al muchacho a quien tan a la ligera había encaminado hacia aquel sitio. En cuanto a él, le bastó dirigir una mirada hacia atrás, sobre las aspas del molino que se movían cual manchas negras sobre el azul del cielo; y otra hacia delante, sobre las elevadas cimas del bosque de Tunstall, para orientarse y continuar en línea recta a través de las aguas que lamían las rodillas de su caballo, que él dirigía con la misma seguridad que si marchara por el camino real.

A mitad de camino de aquel paso difícil, cuando ya vislumbraba el camino seco que se elevaba en la orilla opuesta, sintió a la derecha ruido de chapoteos sobre el agua y pudo ver a un caballo tordo hundido en el barro hasta la cincha y luchando aún, con espasmódicos movimientos, por salir de él. Instantáneamente, como si el noble bruto hubiese adivinado la proximidad del auxilio, comenzó a relinchar de forma conmovedora. Giraban sus ojos inyectados en sangre, locos de terror, y mientras se revolcaba en el cenagal, verdaderas nubes de insectos se elevaban del mismo zumbando sordamente en el aire.

¡Ah! ¿Y el muchacho? -pensó Dick-. ¿Habrá perecido? Éste es su caballo, sin duda. ¡Valeroso animal! No, compañero, si tan lastimosamente clamas, haré cuanto puede hacer un hombre por ti. ¡No has de quedarte ahí, hundiéndote pulgada a pulgada!

Y montando la ballesta, le hundió en la cabeza una certera flecha. Tras este acto de brutal piedad Dick siguió su camino, algo más sereno su ánimo, mirando atentamente en torno, en busca de alguna señal de su menos afortunado predecesor en el camino.

¡Ojalá me hubiera arriesgado a darle más detalles de los que le di -pensó-, pues mucho me temo que se haya quedado hundido en el lodazal!

Pensaba esto cuando una voz le llamó por su nombre desde un lado del camino y, mirando por encima del hombro, vio aparecer el rostro del muchacho entre los cañaverales.

-¡Ah! ¿Estáis ahí? elijo, deteniendo el caballo-. Tan oculto estabais entre las cañas, que pasaba de largo sin veros. A vuestro caballo vi hundido en el fango y puse fin a su agonía, haciendo lo que a vos os correspondía, siquiera fuese por lástima. Pero salid ya de vuestro escondite. Nadie hay aquí que pueda causaros inquietud.

-¡Ah, buen muchacho! ¿Cómo iba a hacerlo, si no tenía armas? Y aunque las tuviese... no sé manejarlas -contestó el otro, saliendo al camino.

-¿Y por qué me llamáis «buen muchacho»? No sois, me parece, el mayor de nosotros dos.

-Perdonadme, master Shelton -repuso el otro-. No tuve la menor intención de ofenderos. Más bien quería implorar vuestra nobleza y favor, pues me encuentro más angustiado que nunca, perdido el camino, la capa y mi pobre corcel. ¡Látigo y espuelas tengo, pero no caballo que montar! ¡Y sobre todo -agregó, mirando con tristeza su propio traje-; ¡sobre todo... estoy tan sucio y lleno de lodo!

-¡Queréis callar! -exclamó Dick-. ¿Os importa tanto un chapuzón más o menos? Sangre de una herida o polvo o barro del camino... ¿qué son sino adornos del hombre?

-Pues yo prefiero no verme tan adornado -objetó el muchacho-. Pero, por Dios os ruego, ¿qué he de hacer? Buen master Shelton, aconsejadme, os lo suplico. Si no llego sano y salvo a Holywood, estoy perdido.

-¡Vamos! -exclamó Dick, echando pie a tierra-. Algo más que consejos voy a daros. Tomad mi caballo, que yo iré corriendo un rato. Cuando esté cansado, cambiaremos; así, cabalgando y corriendo, los dos podemos ir más deprisa.

Hicieron el cambio y siguieron adelante con toda la rapidez que les permitía la desigualdad del camino, conservando Dick su mano sobre la rodilla de su compañero.

-¿Cómo os llamáis? -preguntó Dick. -Llamadme John Matcham -contestó el muchacho.

-¿Y qué vais a hacer en Holywood?

-Buscar un lugar seguro para librarme de la tiranía de un hombre. El buen abad de Holywood es un fuerte apoyo para los débiles.

-¿Y cómo es que estabais con sir Daniel? -continuó Dick.

-¡Ah! -exclamó el otro ¡Por un abuso de fuerza! ¡Me sacó violentamente de mi propia casa, me vistió con estas ropas, cabalgó a mi lado hasta que desfallecí de fatiga, hizo continua burla de mí hasta hacerme llorar, y cuando algunos de mis amigos salieron en su persecución creyendo que podrían rescatarme, me colocó en la retaguardia para que yo recibiera los propios disparos de los míos! Uno de los dardos me hirió en el pie derecho, y, aunque puedo andar, cojeo un poco. ¡Ah, día vendrá en que ajustemos las cuentas pendientes; entonces pagará caro todo lo que me ha hecho!

-¿No veis que lo que decís es como ladrarle a la luna? -replicó Dick-. Sabed que el caballero es valiente y tiene mano de hierro, y si sospechase que yo intervine en vuestra fuga, malos vientos soplarían para mí.

-¡Pobre muchacho! -exclamó el otro-. Ya sé que sois su pupilo. Por lo visto, yo también lo soy, según dice, o si no, que ha comprado el derecho de casarme a su gusto, con quien él quiera... No sé de qué se trata, pero sí que le sirve de pretexto para tenerme esclavizado.

-¡Otra vez me llamáis «muchacho»! -exclamó Dick.

-¿He de llamaros «muchacha», amigo Richard? -replicó Matcham.

-¡No, eso sí que no! -repuso Dick-. Reniego de ellas.

-Habláis como un niño -replicó el otro-. Y pensáis más en ellas de lo que os figuráis.

-Claro que no -repuso Dick con aire resuelto-. Ni siquiera pasan por mi imaginación. ¡Para mí son la mayor calamidad que puede darse! A mí dadme cacerías, batallas y fiestas y la alegre vida de los habitantes de los bosques. Jamás oí hablar de muchacha alguna que sirviese para nada; sólo de una supe, y aun esa, pobre miserable, fue quemada por bruja por llevar ropas de hombre, contra las leyes naturales.

Se santiguó con el mayor fervor master Matcham al oír tales palabras, y pareció murmurar una oración.

-¿Por qué hacéis eso? -preguntó Dick.

-Rezo por su alma -respondió el otro con voz algo trémula.

-¡Por el alma de una hechicera! -exclamó Dick-. Rezad, si ello os place. Después de todo, esa Juana de Arco era la mejor moza de toda Europa. El viejo Appleyard, el arquero, tuvo que huir de ella como del demonio. Sí, era una muchacha valiente.

-Bien, master Richard -interrumpió Matcham-. Pero si tan poco apreciáis a las mujeres, no sois un hombre como los demás, pues Dios los creó a unos y a otras para que formaran parejas, e hizo brotar el amor en el mundo para esperanza del hombre y consuelo de la mujer.

-¡Vaya, vaya! -exclamó Dick-. ¡Sois un niño de teta cuando así abogáis por las mujeres! Y si os imagináis que no soy un hombre de veras, bajad al camino y con los puños, con el sable o con el arco y la flecha, probaré mi hombría sobre vuestro cuerpo.

-No, yo nada tengo de luchador -replicó Matcham con vehemencia-. No quise ofenderos. Todo fue una broma. Y si hablé de las mujeres es porque oí decir que ibais a casaros.

-¡Casarme yo! -exclamó Dick-. Es la primera vez que oigo hablar de ello. ¿Y sabéis con quién he de casarme?

-Con una muchacha llamada Joan Sedley -contestó Matcham, enrojeciendo-. Obra de sir Daniel, quien de ambas partes iba a sacar dinero. Por cierto que oí a la pobre muchacha lamentarse amargamente de semejante boda. Parece que ella opina como vos, o que no le gusta el novio.

-¡Bien! Al fin y al cabo el matrimonio es como la muerte: para todos llega -murmuró Dick con resignación-. ¿Y decís que se lamentaba? Pues ahí tenéis una prueba del poco seso de esas muchachas! ¡Lamentarse antes de haberme visto! ¿Acaso me lamento yo? ¡En absoluto! Y si tuviera que casarme, lo haría sin derramar una lágrima. Pero si la conocéis, decidme: ¿cómo es ella? ¿Guapa o fea? ¿Simpática o antipática?

-¿Y eso qué os importa? -replicó Matcham-. Si al fin habéis de casaros, ¿qué remedio os queda sino aceptar la boda? ¿Qué más da que sea guapa o fea? Eso son niñerías, y vos no sois ningún niño de pecho, master Richard. Sea como fuere, os casaréis sin derramar una lágrima.

-Decís bien: nada me importa -repuso Shelton. -Veo que vuestra esposa tendrá un agradable marido. -Tendrá el que el cielo le haya deparado -replicó Dick-. Los habrá peores... y mejores también.

-¡Pobre muchacha! -exclamó el otro.

-¿Y por qué pobre? -inquirió Dick.

-¡Qué desgracia tener que casarse con un hombre tan insensible! -respondió su compañero.

-Realmente debo de ser muy insensible -murmuró Dick- desde el momento que ando yo a pie mientras vos cabalgáis en mi caballo.

-Perdonadme, amigo Dick -suplicó Matcham-. Fue una broma lo que dije; sois el hombre más bondadoso de toda Inglaterra.

-Dejaos de alabanzas -repuso Dick, turbado al ver el excesivo calor que ponía en sus expresiones su compañero-. En nada me habéis ofendido. Afortunadamente, no me enojo tan fácilmente.

El viento que soplaba tras ellos trajo en aquel instante el bronco sonido de las trompetas de sir Daniel.

-¡El toque de llamada! -exclamó Dick.

-¡Ay de mí! ¡Han descubierto mi fuga, y no tengo caballo! -gimió Matcham, pálido como un muerto.

-¡Ánimo! -recomendó Dick-. Les lleváis una buena delantera y estamos cerca del embarcadero. ¡Por otra parte, me parece que quien se ha quedado aquí sin caballo soy yo!

-¡Pobre de mí, me cogerán! -exclamó el fugitivo-. ¡Por amor de Dios, buen Dick, ayudadme, aunque sólo sea un poco!

-Pero... ¿qué os pasa? -dijo Dick-. ¡Más de lo que os estoy ayudando! ¡Qué pena me da ver a un muchacho tan acobardado! ¡Escuchad, John Matcham, si es que os llamáis John Matcham; yo, Richard Shelton, pase lo que pase, suceda lo que suceda, os pondré a salvo en Holywood! ¡Que el cielo me confunda si falto a mi palabra! ¡Vamos, ánimo, señor Carapálida! El camino es ya aquí algo mejor. ¡Meted espuelas al caballo! ¡Al trote largo! ¡A escape! No os preocupéis por mí, que yo corro como un gamo.

Marchando al trote largo, en tanto Dick corría sin esfuerzo a su lado, cruzaron el resto del pantano y llegaron a la orilla del río, junto a la choza del barquero.

La flecha negra

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