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Sanguinario como el cazador

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Los muchachos permanecieron inmóviles hasta que el ruido de los últimos pasos se hubo desvanecido. Se levantaron maltrechos y doloridos por lo forzado de la postura, treparon por las ruinas y, valiéndose de la viga caída, cruzaron el antiguo foso. Matcham había recogido del suelo el gancho de hierro y marchaba el primero, seguido de Dick, rígido y con la ballesta bajo el brazo.

-Ahora -dijo Matcham-, adelante, hacia Holywood.

-¡A Holywood! -exclamó Dick-. ¿Cuando buenos compañeros están en peligro de ser alcanzados por los tiros de esa gente? ¡No! ¡Antes te dejaría ahorcar, Jack!

-¿De modo que me abandonarías? -preguntó Matcham.

-¡Sí! -repuso Dick-. Y si no llego a tiempo de poner en guardia a esos muchachos, moriré con ellos. ¡Cómo! ¿Pretenderías tú que abandonara a mis propios compañeros, entre los cuales he vivido? Supongo que no. Dame el gancho.

Nada más lejos de la imaginación de Matcham.

-Dick -le dijo-, tú juraste por los santos del cielo que me dejarías a salvo en Holywood. ¿Renegarías de tu juramento? ¿Serías capaz de abandonarme... para ser un perjuro?

-No -replicó Dick-. Cuando lo juré pensaba cumplirlo; ése era mi propósito... Pero ahora... Hazte cargo, Jack, y ponte en mi lugar. Déjame avisar a esos hombres, y, si es necesario, que corra con ellos el peligro. Después, partiré de nuevo para Holywood a cumplir mi juramento.

-Te estás burlando de mí -repuso Matcham-. Esos hombres a quienes quieres socorrer son los que me persiguen para perderme.

Dick se rascó la cabeza.

-No tengo más remedio, Jack -contestó-. ¿Qué le voy a hacer? Tú no corres ningún peligro, muchacho; pero ellos van camino de la muerte. ¡La muerte! -añadió-. ¡Piénsalo! ¿Por qué demonios te empeñas en retenerme aquí? Dame el gancho. ¡Por san Jorge! ¿Han de morir todos ellos?

-Richard Shelton -dijo Matcham mirándole de hito en hito-: ¿Serías capaz de unirte al partido de sir Daniel? ¿No tienes orejas? ¿No has oído lo que dijo Ellis? ¿O es que nada te dice el corazón cuando se trata de los de tu sangre y del padre que esos hombres asesinaron? «Harry Shelton», dijo, y sir Harry Shelton era tu padre, tan cierto como ese sol que nos alumbra.

-¿Y qué pretendes? ¿Que yo dé crédito a esa pandilla de ladrones?

-No. No es ésta la primera vez que lo oigo -replicó Matcham-. Todo el mundo sabe que fue sir Daniel quien lo mató. Y lo mató faltando a su juramento de respetarle la vida; en su propia casa fue derramada su sangre inocente. ¡El cielo clama venganza, y tú, el hijo de aquel hombre, pretendes auxiliar y defender al asesino!

Jack -exclamó el muchacho-, no lo sé. Acaso sea cierto, pero ¿cómo puedo yo saberlo? Escucha: ese hombre me ha criado y educado; con los suyos compartí caza y juegos, y abandonarlos en la hora del peligro... ¡Oh!, si tal cosa hiciera, muchacho, sería prueba de que no tengo ni pizca de honor. No, Jack, tú no me pedirías hacer tal cosa; no puedes querer que yo sea tan villano.

-Pero ¿y tu padre, Dick? -dijo Matcham, indeciso-. Tu padre... ¿y el juramento que me hiciste? Al cielo pusiste por testigo.

-¿Mi padre? -exclamó Shelton-. ¡Mi padre me dejaría ir! Si es cierto que sir Daniel le mató, cuando llegue la hora esta mano dará muerte a sir Daniel; pero ni a él ni a los suyos los abandonaré en el momento del peligro. Y en cuanto a mi juramento, mi buen Jack, tú vas a relevarme de él ahora mismo. Por las muchas vidas que ahora peligran, de pobres hombres que ningún mal te hicieron, y, además, por mi propio honor, tú vas a dejarme ahora libre de ese peso.

-¿Yo, Dick? ¡Jamás! -repuso Matcham-. Y si me abandonas serás un perjuro, y así lo pregonaré por todas partes.

-¡Me hierve la sangre! ¡Dame ese gancho! ¡Dámelo!

-¡No quiero dártelo! -le contestó Matcham-. ¡He de salvarte a pesar tuyo!

-¿No? -gritó Dick-. ¡Pues te obligaré a ello!

-¡Inténtalo! -replicó el otro.

Quedaron mirándose frente a frente, dispuestos ambos a saltar. Brincó entonces Dick, y aunque Matcham giró rápidamente y emprendió la huida, le ganó la delantera. Dick, con otro par de saltos, le quitó el gancho, retorciéndole la mano en que lo empuñaba, le arrojó violentamente al suelo y quedó frente a él, amenazándole con los puños. Matcham quedó tendido en el lugar donde había caído, con la cara sobre la hierba, sin ofrecer resistencia. Dick aprestó entonces su arco.

-¡Ya te enseñaré!... -gritó furioso-. ¡Con juramento o sin él, lo que es por mí, pueden ahorcarte! Girando sobre sus talones, echó a correr. Instantáneamente Matcham se levantó y corrió tras él.

-¿Qué quieres? -gritó Dick parándose-. ¿Por qué me sigues? ¡No te acerques!

-Te seguiré si se me antoja -repuso Matcham-. El bosque es de todo el mundo.

-¡Atrás! -rugió Dick, apuntándole con el arco.

-¡Ah! ¡Qué valiente! -replicó Matcham-. ¡Dispara!

Algo confundido Dick bajó su arma.

-Escucha -dijo-: ya me has hecho bastante daño. Sigue tu camino en paz, porque, de lo contrario, lo quieras o no, te obligaré a hacerlo.

-Bien -dijo Matcham tercamente-. Tú eres el más fuerte de los dos. Haz lo que quieras. Yo no dejaré de seguirte, Dick, a menos que me obligues.

Dick estaba casi fuera de sí ante tal insistencia. No tenía valor para golpear a una pobre criatura tan incapaz de defenderse; pero en verdad que no conocía otro medio para librarse de aquel molesto y acaso -como ya comenzaba a pensarlo- infiel compañero.

-Estás loco -gritó-. Pero, ¡imbécil! ¿No ves que corro en busca de tus enemigos, tan deprisa como los pies puedan llevarme?

-No me importa, Dick -repuso el otro-. Si tú vas a que te maten, yo moriré contigo. Mejor quisiera que me encarcelasen contigo que estar libre y sin ti.

-Bien -respondió el otro-. No puedo detenerme más discutiendo. Sígueme, si es preciso; pero si me traicionas, poco ganarás con ello, fíjate bien. Te meteré una flecha en el cuerpo, muchacho.

Así diciendo, Dick emprendió de nuevo veloz carrera, manteniéndose siempre en el borde del bosque y mirando atentamente en torno suyo mientras corría. Sin aflojar el paso, salió de la hondonada y volvió a los sitios más abiertos y despejados. A la izquierda surgía una eminencia, salpicada de doradas retamas y coronada por un negro penacho de abetos. Desde allí podré ver mejor, pensó, y se lanzó hacia aquel sitio, atravesando un claro cubierto de brezos.

No había avanzado más que algunos metros cuando Matcham, tocándole en un brazo, le señaló algo con el dedo. Al este de la cima se iniciaba un declive, como si un valle cruzase al otro lado. No habían desaparecido aún allí los brezos, y la tierra era rojiza como adarga enmohecida, sobriamente punteada de tejos. En aquel lugar percibió Dick, uno tras otro, a diez casacas verdes que escalaban la altura; marchando a la cabeza de ellos, claramente discernible por llevar su jabalina, Ellis Duckworth en persona. De uno en uno fueron ganando la cumbre, se dibujaron un momento contra el cielo y se hundieron en el otro lado, hasta que el último desapareció.

Dick contempló a Matcham con ojos bondadosos.

-¿De modo que me eres fiel, Jack?-preguntó-. Pensé que acaso fueras del otro partido.

Matcham se puso a sollozar.

-Pero ¡vamos! ¡Que los santos nos asistan! ¿Por una palabra vas a lloriquear?

-Es que me hiciste daño -sollozó Matcham-. Me hiciste daño cuando me arrojaste al suelo. Eres un cobarde que abusas de tu fuerza.

-¡No digas tonterías! -exclamó Dick bruscamente-. No tenías derecho a quedarte con mi gancho. Lo que yo debía haber hecho era darte una buena paliza. Si vienes tendrás que obedecerme; anda, vamos.

Casi le entraban ganas a Matcham de quedarse rezagado. Pero al ver que Dick continuaba corriendo cuanto podía hacia la cumbre y ni siquiera volvía la vista atrás, lo pensó mejor y corrió tras él a su vez. El terreno era difícil y escarpado: Dick le había ganado una buena delantera, y lo cierto era que tenía las piernas más ligeras. Por eso hacía ya rato que Dick había llegado a la cima, rastreando entre los abetos y escondiéndose tras unas espesas matas de retamas, antes de que Matcham, jadeante como un ciervo, se reuniera con él y pudiera echarse a su lado.

Abajo, en el fondo del amplio valle, el atajo que partía de la aldea de Tunstall descendía serpenteando hasta el vado. Camino bien trillado, fácilmente podía la vista seguir su curso de punta a punta. Aquí lo bordeaban los claros del bosque, abiertos por completo; quedaba más allá como encerrado entre los árboles; y cada cien metros se extendía junto a un lugar propicio para una emboscada. Muy abajo ya del camino se veían relucir al sol siete celadas de acero, y, de cuando en cuando, donde los árboles clareaban, aparecían en descubierto Selden y sus hombres, cabalgando animosos, dispuestos a cumplir las órdenes de sir Daniel. El viento se había calmado un poco, mas todavía luchaba algo alborotado con los árboles, y si allí hubiese estado Appleyard quizá se hubiera puesto en guardia al observar la agitación de que daban muestras los pájaros.

-Fíjate -murmuró Dick-. Muy adentro del bosque se hallan ya; y en seguir adelante estriba más bien su salvación. Pero ¿ves ese extenso claro que se alarga debajo de nosotros y en medio del cual hay unos cuarenta árboles que parecen formar una isla? Allí es donde pueden salvarse. Si llegan sin tropiezo hasta ese grupo, ya hallaré yo medio de advertirles del peligro. Pero temo que el corazón me engaña: no son más que siete contra tantos... y sin más armas que sus ballestas. El arco de grandes dimensiones será siempre superior a éstas, Jack.

Selden y sus hombres continuaban ascendiendo por la tortuosa senda, ignorantes del peligro que corrían, y por momentos se acercaban. Sin embargo, una vez hicieron alto, se reunieron en un grupo y parecieron señalar hacia determinado sitio y ponerse a escuchar. Pero lo que les había llamado la atención era algo que hasta ellos llegaba a través de los llanos; el sordo rugido del cañón que, de cuando en cuando, traía el viento, y que hablaba de la gran batalla. Valía la pena fijarse en ello, puesto que si desde allí se oía en el bosque de Tunstall, el combate debía de haberse ido corriendo hacia el este y, en consecuencia, era señal de que la jornada no había sido favorable para sir Daniel ni para los señores de la rosa roja.

Mas al instante reanudó su marcha el destacamento, aproximándose a uno de los claros del camino, cubierto de brezos, adonde sólo una especie de lengua del bosque venía a juntarse con la carretera. Se hallaban precisamente frente a ésta cuando en el aire brilló una flecha. Uno de los hombres alzó los brazos, se encabritó el caballo y ambos rodaron, agitándose en confuso montón. Hasta el lugar donde se hallaban los muchachos llegaba el griterío que armaron los hombres; vieron a los espantados caballos encabritarse y, poco después, mientras el destacamento recobraba la serenidad, observaron que uno de los del grupo se disponía a echar pie a tierra. Una segunda flecha centelleó describiendo un amplio arco, y un segundo jinete mordió el polvo. Al hombre que estaba descabalgando se le escaparon las riendas, y su caballo salió disparado al galope, arrastrándole por la carretera cogido al estribo por un pie, rebotando de piedra en piedra y herido por los cascos del animal en su huida. Los cuatro que aún quedaban sobre sus sillas se dispersaron; uno giró, chillando, en dirección al vado; los otros tres, sueltas las riendas y flotando al viento las ropas, remontaron a galope tendido la carretera de Tunstall. De cada grupo de árboles que pasaban salía disparada una flecha. Pronto cayó un caballo; mas el jinete, poniéndose en pie, corrió tras sus compañeros hasta que un nuevo disparo dio con él en tierra. Otro de los hombres cayó herido, y luego su caballo, quedando sólo uno de los soldados, y desmontado. Solamente se oía en diferentes direcciones el galopar de tres caballos sin jinete, que se extinguía rápidamente en la lejanía.

Durante todo esto, ninguno de los atacantes se había mostrado por parte alguna. Aquí y allá, a lo largo del sendero, hombres y corceles aún vivos se revolcaban en la agonía. Mas ningún piadoso enemigo salía de la espesura para poner fin a sus sufrimientos.

El solitario superviviente permanecía desconcertado en el camino, junto a su caída cabalgadura. Había llegado a aquel ancho claro con el islote de árboles señalado por Dick. Acaso se hallara a unos quinientos metros del lugar en que estaban escondidos los muchachos, y ambos podían verle claramente, mientras miraba por todos lados con mortal ansiedad. Mas, como nada sucedía, comenzó a recobrar el perdido ánimo y rápidamente se descolgó y montó su arco. En aquel mismo instante, por algo característico que vio en sus movimientos, reconoció Dick en aquel hombre a Selden. Ante tal intento de resistencia, salieron de cuantos sitios se hallaban a cubierto, en torno suyo, rumores de risas. Veinte hombres, por lo menos -se encontraba allí lo más nutrido de la emboscada-, se unieron a este cruel e importuno regocijo. Centelleó entonces una flecha por encima del hombro de Selden, que saltó, retrocediendo. Otro dardo fue a clavarse a sus pies, temblando un momento. Se dirigió entonces a la espesura, y una tercera flecha pasó ante su rostro, yendo a caer frente a él. Repitiéronse las sonoras carcajadas, elevándose de diversos matorrales.

Era evidente que sus atacantes no hacían sino acosarle, como en aquellos tiempos acosaban los hombres al pobre toro, o como el gato se divierte con el ratón. La escaramuza había terminado; en la parte baja de la carretera, un individuo vestido de verde recogía pausadamente las flechas, mientras los demás, con malsano placer, gozaban ante el espectáculo que les ofrecía la tortura de aquel infeliz, tan pecador como ellos. Selden comenzó a comprender; lanzó un grito de rabia, se echó a la cara la ballesta y disparó una saeta como al azar, hacia el bosque. Tuvo suerte, pues le respondió un grito ahogado. Arrojando al suelo su arma, Selden echó a correr por el claro del bosque, casi en línea recta hacia Dick y Matcham.

Los de la partida de la Flecha Negra, al verle, comenzaron a disparar de veras. Mas ya no era tiempo, habían dejado pasar el momento oportuno y la mayor parte de ellos tenían que disparar ahora de cara al sol. Y Selden, al correr, daba saltos de un lado a otro para dificultar la puntería y engañarlos. Y lo mejor de todo: al dirigirse hacia la parte superior del claro, había frustrado el plan que tenían preparado; no había tiradores apostados más allá del que acababa de herir o matar, y la confusión de los cabecillas se hizo pronto manifiesta. Sonaron tres silbidos, y después dos más... Desde otro sitio volvieron a silbar. Por todos lados se oía el rumor de gente que corría a través de los matorrales; un espantado ciervo apareció en el claro, se detuvo un instante sobre tres patas, olfateando el aire, y de nuevo se internó en la espesura.

Aún continuaba Selden corriendo y dando saltos, seguido sin cesar por las flechas, mas todas erraban el blanco. Parecía que iba a conseguir escapar. Dick había preparado la ballesta, pronto a proteger su huida, y hasta Matcham, olvidándose de su propio interés, se sentía ya, en el fondo de su corazón, a favor del pobre fugitivo, siguiendo ambos muchachos la escena anhelantes y temblorosos.

Se hallaba ya a unos cincuenta metros de ellos cuando le alcanzó una flecha y cayó. Se alzó, sin embargo, al instante; mas vacilaba en su carrera y, como si estuviese ciego, se desvió de su dirección. Dick se puso en pie de un salto y le hizo señas agitando la mano.

-¡Por aquí! -gritó-. ¡Por este lado! ¡Aquí hallarás ayuda! ¡Corre, muchacho, corre!

Pero en aquel preciso instante una flecha hirió a Selden en el hombro, y, atravesando su jubón por entre las placas de su cota de malla, dio con él en tierra pesadamente.

-¡Oh, pobrecillo! -exclamó Matcham, juntando las manos.

Dick se quedó petrificado, sirviendo de blanco a los arqueros.

Diez probabilidades contra una tenía de que le alcanzase una flecha, porque los habitantes de los bosques estaban furiosos consigo mismos y la aparición de Dick a retaguardia de su posición les había cogido por sorpresa. Pero en aquel momento, saliendo de una parte del bosque muy cercana al lugar donde se hallaban los dos muchachos, se alzó una voz estentórea: la voz de Ellis Duckworth.

-¡Alto! -gritó-. ¡No tiréis! ¡Cogedle vivo! Es el joven Shelton... el hijo de Harry.

Inmediatamente se oyó un penetrante silbido que se repitió varias veces, y sonó de nuevo más lejos. Al parecer, aquel silbido era la corneta de guerra de John Amend-all, con la cual transmitía sus órdenes.

-¡Ah, qué mala suerte! -exclamó Dick-. Estamos perdidos. ¡Deprisa, Jack, vamos deprisa!

Y ambos muchachos dieron media vuelta y echaron a correr por entre el grupo de pinos que cubría la cima de la colina.

La flecha negra

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