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La cuadrilla de la Verde Floresta

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Reanimado Matcham después de su reposo, los dos muchachos, a quienes parecía haberles prestado alas lo que Dick había visto, atravesaron las afueras del bosque, cruzaron sin el menor tropiezo el camino y comenzaron a ascender por las empinadas tierras del bosque de Tunstall. Había más árboles cada vez, formando bosquecillos, y entre ellos se extendían por la arenosa tierra brezos y retamas espinosas, con algunas salpicaduras de añosos tejos. El terreno se hacía cada vez más escabroso, lleno de hoyos y montecillos. Y a cada paso de la ascensión, el viento silbaba con más fuerza y los árboles se curvaban como cañas de pescar.

Acababan de llegar a uno de los claros cuando, de repente, Dick se echó de cara al suelo entre unas zarzas y comenzó a arrastrarse lentamente hacia atrás buscando el abrigo de un bosquecillo. Matcham, presa de gran turbación -no comprendía el motivo de aquella huida-, le imitó, y hasta haber llegado al refugio de la espesura no se atrevió a volverse para pedirle a Dick una explicación. Por toda respuesta, Dick señaló con el dedo.

En el extremo opuesto del claro se elevaba sobre los otros árboles un abeto, cuyo oscuro follaje se recortaba contra el cielo. Su tronco, recto y sólido como una columna, se elevaba unos quince metros sobre el terreno, y a esta altura se bifurcaba en dos macizas ramas, y en la horquilla que formaban, como marinero subido en el mástil, se hallaba un hombre cubierto con verde tabardo, vigilando por todas partes. El sol relucía en sus cabellos; con una mano se hacía sombra sobre los ojos para avizorar la lejanía, y lentamente volvía la cabeza de uno a otro lado con la regularidad de un mecanismo.

Los dos jóvenes cambiaron una expresiva mirada.

-Probemos por la izquierda -dijo Dick-. Por poco caemos tontamente en la trampa, Jack.

Diez minutos después llegaban a un camino trillado.

-No conozco esta parte del bosque -observó Dick-. ¿Adónde nos conducirá este sendero?

-Sigámoslo -dijo Matcham.

Algunos metros más allá seguía el caminillo hasta la cresta de un monte, y desde allí descendía bruscamente hacia una hondonada en forma de taza. Al pie, como saliendo de un espeso bosquecillo de espinos en flor, dos o tres caballetes sin tejado, ennegrecidos como por la acción del fuego, y una larga y solitaria chimenea mostraban las ruinas de una casa.

-¿Qué será eso? -murmuró Matcham.

-No lo sé -respondió Dick-. Estoy desorientado. Avancemos con cautela.

Saltándoles el corazón en el pecho, fueron descendiendo por entre los espinos. Aquí y allá descubrían señales de reciente cultivo; entre los matorrales crecían los árboles frutales y las hortalizas; sobre la hierba se veían pedazos de lo que fue un reloj de sol. Les parecía que caminaban sobre lo que había sido una huerta. Avanzaron unos pasos más y llegaron ante las ruinas de la casa. Ésta debió ser, en su tiempo, una agradable y sólida mansión. La rodeaba un foso profundo, cegado ahora por los escombros, y una viga caída hacía las veces de puente. Hallábanse en pie las dos paredes extremas, a través de cuyas ventanas desnudas brillaba el sol; pero el resto del edificio se había derrumbado y yacía en informe montón de ruinas, tiznadas por el fuego. En el interior brotaban algunas verdes plantas por entre grietas.

-Ahora que recuerdo -cuchicheó Dick-, esto debe de ser Grimstone. Era el fuerte de un tal Simon Malmesbury, y sir Daniel fue su ruina. Hace cinco años que Bennet Hatch lo incendió. Fue una lástima, pues la casa era magnífica.

En la hondonada, donde el viento no soplaba, la temperatura era agradable y el aire quieto y silencioso. Matcham, cogiéndose del brazo de Dick, levantó un dedo, advirtiéndole:

-¡Silencio!

Oyeron un extraño ruido que vino a turbar aquella quietud. Se repitió por segunda vez, y ello les permitió apreciar la naturaleza del mismo. Era el sonido producido por un hombretón al carraspear. Al rato, una voz ronca y desafinada comenzó a cantar:

Y habló así el capitán, de los bandidos rey: «¿Qué hacéis en la espesura, mi muy alegre grey?» Gamelyn respondía, los ojos sin bajar. « Quien por ciudad no puede, por el bosque ha de andar. »

Hizo una pausa el cantor, se oyó un leve tintineo de hierros y reinó de nuevo el silencio. Los dos muchachos se miraron sorprendidos. Fuera quien fuera su invisible vecino, el hecho era que se hallaba al otro lado de las ruinas. De súbito se coloreó el rostro de Matcham, y un instante después atravesaba la caída viga y trepaba con cautela sobre el enorme montón de maderos y escombros que llenaban el interior de la casa sin techo. Dick le hubiera detenido de haberle dado tiempo su amigo para ello; pero no tuvo ya más remedio que seguirle.

En uno de los rincones del ruinoso edificio, dos vigas habían quedado en cruz al caer, dando protección a un espacio libre, no mayor que el que ocuparía un banco de iglesia, en el que se agazaparon en silencio los dos muchachos. Quedaban perfectamente ocultos, y a través de una aspillera escudriñaron el otro lado de las ruinas.

Al atisbar a través de este orificio, se quedaron como petrificados de terror. Retroceder era imposible; apenas si se atrevían a respirar. En el borde mismo de la hondonada, a menos de diez metros del lugar donde estaban agazapados, borbollaba un caldero de hierro lanzando nubes de vapor, y junto a él, en actitud de acecho, como si hubiera oído algún rumor sospechoso al encaramarse ellos por los escombros, se hallaba un hombre alto, de cara rojiza y tez curtida, con una cuchara de hierro en la mano derecha y un cuerno de caza y una formidable daga colgados al cinto. Sin duda éste era el cantor, y era evidente que removía el caldero cuando percibió el rumor de algún paso entre los escombros. Algo más allá dormitaba un hombre tendido en el suelo, envuelto en un pardo capote; sobre su rostro revoloteaba una mariposa. Todo esto se veía en un espacio abierto que cubrían margaritas silvestres; en el lado opuesto, suspendidos de un florido espino blanco, se veían un arco, un haz de flechas y restos de la carne de un ciervo.

Enseguida, el individuo dejó su actitud recelosa, se llevó el cucharón a la boca, saboreó su contenido, sacudió la cabeza satisfecho, y volvió a remover el líquido del caldero mientras cantaba:

«Quien por ciudad no puede, por el bosque ha de andar.» Graznó, reanudando su canción donde la había dejado antes: No venimos, señor, a causar ningún mal sino a clavarle una flecha a un ciervo real.

Mientras así cantaba, de vez en cuando sacaba una cucharada de aquel caldo y, después de soplarla, la saboreaba con el aire de un experto cocinero. Al fin juzgó, sin duda, que el rancho estaba ya en su punto, pues, empuñando el cuerno de caza que llevaba pendiente del cinto, lo hizo sonar tres veces como toque de llamada.

Su compañero se despertó, dio en el suelo una vuelta, espantó la mariposa y miró en torno.

-¿Qué pasa, hermano? -preguntó-. ¿Está lista la comida?

-Sí, borrachín -respondió el cocinero-. La comida está lista, y bien seca por cierto, sin pan ni cerveza. Poco regalada se nos ha vuelto la vida en el bosque; tiempo hubo en que se podía vivir como un abad mitrado, porque a pesar de las lluvias y las blancas heladas, tenías vino y cerveza hasta hartarte. Pero ahora, desalentados andan los hombres, y ese John Amend-all, ¡Dios nos salve y nos proteja!, no es más que un espantapájaros.

-No -repuso el otro-, es que tú le tienes demasiada afición a la carne y a la bebida, Lawless. Aguarda un poco, aguarda; ya vendrán tiempos mejores.

-Mira -replicó el cocinero-; esperando estoy esos buenos tiempos desde que era así de alto. He sido franciscano, arquero del rey, marinero; he navegado por los mares salados y también he estado ya otras veces en los bosques tirando a los ciervos del rey. ¿Y qué he ganado con todo ello? ¡Nada! Más me hubiera valido haberme quedado rezando en el claustro.

John Abbot es más útil que John Amend-all. ¡Por la Virgen! Ahí vienen ésos. Uno tras otro, iban llegando al prado una serie de individuos, todos de elevada estatura. Cada uno de ellos sacaba, al llegar, un cuchillo y una escudilla de cuerno, se servía el rancho del caldero y se sentaba a comer sobre la hierba. Iban muy diversamente equipados y armados: unos con sucios sayos y sin más arma que un cuchillo y un arco viejo; otros con toda la pompa de aquellas selváticas partidas, de paño verde de Lincoln, lo mismo el capuchón que el jubón, con elegantes flechas en el cinto adornadas de plumas de pavo real, un cuerno en bandolera y espada y daga al costado. Llegaban silenciosos y hambrientos, y, gruñendo apenas un saludo, se disponían inmediatamente a comer.

Una veintena de ellos se habían reunido cuando, de entre los espinos, salió el rumor de unos vítores ahogados, y al momento aparecieron en el prado cinco o seis monteros, llevando unas parihuelas. Un hombre alto, corpulento, de pelo entrecano, y de cutis tan oscuro como un jamón ahumado, marchaba al frente con cierto aire de autoridad, terciado el arco a su espalda y con una brillante jabalina en la mano.

-¡Muchachos! -gritó-. ¡Buenos compañeros y alegres amigos míos! Hace tiempo que vivís sufriendo privaciones e incomodidades, sin un buen trago con que refrescar el gaznate. Pero ¿qué os dije siempre? Soportad vuestra suerte, pues cambia y cambia pronto. Y aquí está la prueba de que no me engañé; aquí tenéis uno de sus primeros frutos... cerveza, esa bendición de Dios.

Hubo un murmullo de aprobación y aplauso cuando los portadores dejaron sobre el suelo las parihuelas y mostraron un abultado barril.

-Y ahora, despachad pronto, muchachos -prosiguió aquel hombre-. Hay trabajo que nos espera... Un puñado de arqueros acaba de llegar al embarcadero; morados y azules son sus trajes, buen blanco para nuestras flechas, que no ha de quedar uno que no pruebe... Porque, muchachos, aquí estamos cincuenta hombres, y todos hemos sido vilmente agraviados. Unos perdieron sus tierras, otros sus amigos, otros fueron proscritos y todos sufrieron injusta opresión. ¿Y quién es el causante de tanto mal? ¡Sir Daniel! ¿Y ha de gozarse en ello? ¿Ha de sentarse cómodamente en nuestras propias casas? ¿Ha de chupar el meollo al hueso que nos ha robado? Creo que no. Él buscó su fuerza en la ley, ganó pleitos. Pero ¡ah! hay un pleito que no ganará... En mi cinto llevo una citación que, con la ayuda de todos los santos, acabará con él.

Al llegar aquí la arenga, ya andaba Lawless por el segundo cuerno de cerveza; lo alzó como si fuera a brindar por el orador.

-Master Ellis -dijo-: clamáis venganza y ¡bien os sienta ese papel! Pero vuestro pobrecillo hermano del bosque, que jamás tuvo tierras que perder ni amigos en quien pensar, mira, por su parte, al provecho de la cosa. ¡Más quisiera un noble de oro y un azumbre de vino canario que todas las venganzas del Purgatorio!

-Lawless -replicó el otro-: para llegar al Castillo del Foso, sir Daniel tiene que atravesar el bosque. Haremos que su paso le cueste más caro que una batalla. Y cuando hayamos dado con él en tierra y con el puñado de miserables que se nos hayan escapado, vencidos y fugitivos sus mejores amigos, sin que nadie acuda en su auxilio, sitiaremos a ese viejo zorro y grande será su caída. Ése sí que es un gamo rollizo; con él tendremos comida para todos.

-Sí -repuso Lawless-; a muchas de esas comilonas he asistido ya; pero cocinarlas es trabajo difícil, master Ellis. Y entretanto, ¿qué hacemos? Preparamos flechas negras, escribimos canciones y bebemos buena agua fresca, la más desagradable de las bebidas.

-Faltas a la verdad, Will Lawless. Aún hueles tú a la despensa de los franciscanos; la gula te pierde -contestó Ellis-. Veinte libras le cogimos a Appleyard, siete marcos anoche al mensajero y el otro día le sacamos cincuenta al mercader.

-Y hoy -añadió uno de los hombres- he detenido yo a un gordinflón perdonador de pecados que galopaba hacia Holywood. Aquí está su bolsa.

Ellis contó el contenido.

-¡Cien chelines! -refunfuñó-. ¡Idiota! Llevaría más en las sandalias o cosido en esclavina. Eres un chiquillo, Tom Cuckow; se te ha escapado el pez.

A pesar de todo, Ellis se metió la bolsa en la escarcela con aire indiferente. Apoyado en la jabalina, paseó la mirada en torno suyo. En diversas actitudes, los demás se dedicaban a engullir vorazmente el potaje de ciervo, remojándolo abundantemente con buenos tragos de cerveza. Era aquél un día afortunado, pero los asuntos apremiaban y comían rápidamente. Los que primero llegaron ya habían despachado su colación. Unos se tendieron sobre la hierba y se quedaron dormidos; otros charlaban o repasaban sus armas, y uno que estaba de muy buen humor, alzando su cuenco de cerveza, comenzó a cantar:

No hay ley en este bosque, no nos falta el yantar, alegre y regalado con carne de venado el verano al llegar.

El duro invierno vuelve, con lluvia y con nieve, vuelve de nuevo a helar, cada uno en su emboscada, la capucha calada junto al fuego a cantar.

Durante todo este tiempo, los muchachos permanecieron ocultos, escuchando, echados uno junto a otro. Pero Richard tenía preparada la ballesta y empuñaba el gancho de hierro que usaba para tensarla. No se habían atrevido a moverse, y toda esta escena de la vida selvática se desarrolló ante sus ojos como sobre un escenario. Pero, de pronto, algo extraño vino a interrumpirla.

La alta chimenea que sobresalía del resto de las ruinas se elevaba precisamente por encima del escondite de los dos muchachos. Un silbido rasgó el aire, después se oyó un sonoro chasquido y junto a ellos cayeron los fragmentos de una flecha rota. Alguien, oculto en la parte alta del bosque, tal vez el mismo centinela que vieron encaramado en el abeto, acababa de disparar una flecha al cañón de la chimenea.

Matcham no pudo contener un pequeño grito, que sofocó inmediatamente, y hasta el mismo Dick se sobresaltó, dejando escapar de sus dedos el gancho de hierro. Mas para los compañeros del prado era aquélla una señal convenida. Al instante se pusieron todos en pie, ciñéndose los cinturones, templando las cuerdas de los arcos y desenvainando espadas y dagas.

Levantó una mano Ellis; su rostro adquirió una expresión de salvaje energía, y sobre su morena y curtida cara brilló intensamente el blanco de sus ojos.

-¡Muchachos -exclamó-, ya sabéis vuestros puestos! Que ni uno solo de ellos se os escape. Appleyard no fue más que un aperitivo; ahora es cuando nos sentamos a la mesa. ¡Tres son los hombres a quienes he de vengar cumplidamente: Harry Shelton, Simon Malmesbury y -se golpeó el amplio pecho- Ellis Duckworth!

Por entre los espinos llegó otro hombre, rojo de tanto correr.

-¡No es sir Daniel! -exclamó jadeante-. No son más que siete. ¿Ha disparado ya ése la flecha?

-Ahí se ha roto ahora mismo -respondió Ellis.

-¡Maldición! -exclamó el mensajero-. Ya me pareció oírla silbar. ¡Y me he quedado sin comer!

En un minuto, corriendo unos, andando otros rápidamente, según se hallaran más o menos lejos, los hombres de la Flecha Negra desaparecieron de los alrededores de la casa en ruinas; y el caldero, el fuego, ya casi apagado, y los restos del ciervo colgados del espino, quedaron solitarios para dar fe de su paso por aquel lugar.

La flecha negra

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