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La Barca del Pantano

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Era el río Till de ancho cauce y perezosa corriente de aguas fangosas, procedentes del pantano, que en esta parte de su curso se adentraba entre una veintena de islotes de cenagoso terreno cubierto de sauces.

Sus aguas eras sucias, pero en aquella serena y brillante mañana todo parecía hermoso. El viento y los martinetes quebrábanlas en innumerables ondulaciones y, al reflejarse el cielo en la superficie, las matizaban con dispersos trozos de sonriente azul.

Avanzaba el río en un recodo hasta encontrar el camino, y junto a la orilla parecía dormitar perezosamente la cabaña del barquero. Era de zarzo y arcilla, y sobre su tejado crecía verde hierba.

Dick se dirigió hacia la puerta y la abrió. Dentro, sobre un sucio capote rojo, se hallaba tendido y tiritando el barquero, un hombretón consumido por las fiebres del país.

-¡Hola, master Shelton! -saludó-. ¿Venís por la barca? ¡Malos tiempos corren! Tened cuidado, que anda por ahí una partida. Más os valiera dar media vuelta y volveros, intentando el paso por el puente.

-Nada de eso; el tiempo vuela, Hugh, y tengo mucha prisa -repuso Dick.

-Obstinado sois... -replicó el barquero, levantándose-. Si llegáis sano y salvo al Castillo del Foso, bien podréis decir que sois afortunado; pero, en fin, no hablemos más.

Advirtiendo la presencia de Matcham, preguntó:

-¿Quién es éste? -y se detuvo un momento en el umbral de la cabaña, mirándole con sorpresa.

-Es master Matcham, un pariente mío -contestó Dick.

-Buenos días, buen barquero -dijo Matcham, que acababa de desmontar y se acercaba conduciendo de la rienda al caballo-. Llevadme en la barca, os lo suplico. Tenemos muchísima prisa.

El demacrado barquero siguió mirándole muy fijamente.

-¡Por la misa! -exclamó al fin, y soltó una franca carcajada.

Matcham se ruborizó hasta la raíz de los pelos y retrocedió un paso; en tanto, Dick, con expresión de violento enojo, puso su mano en el hombro del rústico y le gritó:

-¡Vamos, grosero! ¡Cumple tu obligación y déjate de chanzas con tus superiores! Refunfuñando desató la barca el hombre y la empujó hacia las hondas aguas. Hizo meter el caballo en ella Dick y tras la cabalgadura entró Matcham.

-Pequeño os hizo Dios -murmuró Hugh sonriendo-; acaso equivocaron el molde. No, master Shelton, no; yo soy de los vuestros -añadió, empuñando los remos-. Aunque no sea nada, un gato bien puede atreverse a mirar a un rey; y eso hice: mirar un momento a master Matcham.

-¡Cállate, patán, y dobla el espinazo! -ordenó Dick.

Se hallaban en la boca de la ensenada y la perspectiva se abría a ambos lados del río. Por todas partes es taba rodeado de islotes. Bancos de arcilla descendían desde ellos, cabeceaban los sauces, ondulaban los cañaverales y piaban y se zambullían los martinetes. En aquel laberinto de aguas no se percibía signo alguno del hombre.

-Señor -dijo el barquero, aguantando el bote con un remo-: tengo el presentimiento de que John-a- Fenne está en la isla. Guarda mucho rencor a los de sir Daniel. ¿Qué os parece si cambiáramos de rumbo, remontando-la corriente, y os dejara en tierra a cosa de un tiro de flecha del sendero? Sería preferible que no os tropezarais con John Fenne.

-¿Cómo? ¿Es él uno de los de la partida? -preguntó Dick.

-Más valdrá que no hablemos de eso -dijo Hugh-. Pero yo, por mi gusto, remontaría la corriente. ¿Qué pasaría si a master Matcham le alcanzase una flecha? -añadió, volviendo a reír.

-Está bien, Hugh -respondió Dick.

-Escuchad entonces -prosiguió el barquero-. Puesto que estáis de acuerdo conmigo, descolgaos esa ballesta... Así; ahora, preparadla... bien, poned una flecha... Y quedaos así, mirándome ceñudo.

-¿Qué significa esto? -preguntó Dick.

-Significa que si os paso en la barca, será por fuerza o por miedo -replicó el barquero-. De lo contrario, si John Fenne lo descubriese, es muy probable que se convirtiera en mi más temible y molesto vecino...

-¿Tanto es el poder de esos patanes? ¿Hasta en la propia barca de sir Daniel mandan?

-No -murmuró el barquero, guiñando un ojo-. Pero, ¡escuchadme! Sir Daniel caerá; su estrella se eclipsa. Mas... ¡silencio! -y encorvó el cuerpo, poniéndose a remar de nuevo.

Remontaron un buen trecho del río, dieron la vuelta al extremo de uno de los islotes y suavemente llegaron a un estrecho canal próximo a la orilla opuesta. Entonces se detuvo Hugh en medio de la corriente.

-Tendríais que desembarcar entre los sauces.

-Pero aquí no hay senda ni desembarcadero, no se ven más que pantanos cubiertos de sauces y charcas cenagosas -objetó Dick.

-Master Shelton -repuso Hugh-: no me atrevo a llevaros más cerca, en interés vuestro. Ese sujeto espía mi barca con la mano en el arco. A cuantos pasan por aquí y gozan del favor de sir Daniel los caza como si fueran conejos. Se lo he oído jurar por la santa cruz. Si no os conociera desde tanto tiempo, ¡ay, desde hace tantos años!, os hubiera dejado seguir adelante; pero en recuerdo de los días pasados y ya que con vos lleváis este muñeco, tan poco hecho a heridas y a andanzas guerreras, me he jugado mis dos pobres orejas por dejaros a salvo. ¡Contentaos con eso, que más no puedo hacer: os lo juro por la salvación de mi alma!

Hablando estaba aún Hugh, apoyado sobre los remos, cuando de entre los sauces del islote salió una voz potente, seguida del rumor que un hombre vigoroso causaba al abrirse paso a través del bosque.

-¡Mala peste se lo lleve! -exclamó Hugh-. ¡Todo el rato ha estado en el islote de arriba! - Y así diciendo, remó con fuerza hacia la orilla-. ¡Apuntadme con la ballesta, buen Dick! ¡Apuntadme y que se vea bien claro que me estáis amenazando! -añadió-. ¡Si yo traté de salvar vuestro pellejo, justo es ahora que salvéis el mío!

Chocó el bote contra un grupo de sauces del cenagoso suelo con un crujido. Matcham, pálido, pero sin perder el ánimo y manteniéndose ojo avizor, corrió por los bancos de la barca y saltó a la orilla a una señal de Dick. Éste, cogiendo de las riendas al caballo, intentó seguirle. Pero fuese por el volumen del caballo, fuese por la frondosidad de la espesura, el caso es que quedaron ambos atascados. Relinchó y coceó el caballo, y el bote, balanceándose en un remolino de la corriente, iba y venía de un lado a otro, cabeceando con violencia.

-No va a poder ser, Hugh; aquí no hay modo de desembarcar -exclamó Dick; pero continuaba luchando con la espesura y con el espantado animal.

En la orilla del islote apareció un hombre de elevada estatura, llevando en la mano un enorme arco. Por el rabillo del ojo vio Dick cómo el recién llegado montaba el arco con gran esfuerzo, roja la cara por la precipitación.

-¿Quién va? -gritó-. Hugh, ¿quién va?

-Es master Shelton, John -respondió el barquero.

-¡Alto, Dick Shelton! -ordenó el del islote-. ¡Quieto, y os juro que no os haré ningún daño! ¡Quieto! ¡Y tú, Hugh, vuelve a tu puesto!

Dick le dio una respuesta burlona.

-Bueno; entonces tendréis que ir a pie -replicó el hombre, disparando la flecha.

El caballo, herido por el dardo, se encabritó, lleno de terror; volcó la embarcación y en un instante estaban todos luchando con los remolinos de la corriente.

Al salir a flote, Dick se halló a cosa de un metro de la orilla, y antes de que sus ojos pudieran ver con toda claridad, su mano se había cerrado sobre algo firme y resistente que al instante comenzó a arrastrarle hacia delante. Era la fusta que Matcham, arrastrándose por las colgantes ramas de un sauce, le tendía oportunamente.

-¡Por la misa! -exclamó Dick, en tanto recibía el auxilio para poner pie en tierra-. Os debo la vida. Nado como una bala de cañón.

Y se volvió enseguida hacia el islote.

En mitad de la corriente nadaba Hugh, cogido a su barca volcada, mientras que John-a-Fenne, furioso por la mala fortuna de su tiro, le gritaba que se diera prisa.

-¡Vamos, Jack! -dijo Shelton-, corramos. Antes de que Hugh pueda arrastrar su lancha hasta la orilla o de que entre ambos la enderecen estaremos nosotros a salvo.

Predicando con el ejemplo, comenzó su carrera, ocultándose, cambiando continuamente de dirección entre los sauces, saltando de promontorio en promontorio sobre los lugares pantanosos. No tenía tiempo para fijarse en qué dirección marchaba: lo importante era volver la espalda al río y alejarse de aquel sitio.

Pronto observó que el terreno comenzaba a ascender, lo que le indicó que marchaba por buen camino. Poco después penetraban en un repecho cubierto de mullido césped, donde los olmos se mezclaban ya con los sauces.

Pero allí Matcham, que avanzaba penosamente, quedando muy rezagado, se dejó caer al suelo y gritó, jadeante, a su compañero:

-¡Déjame, Dick, no puedo más!

Dick se volvió y retrocedió hasta donde se hallaba tendido su compañero.

-¿Dejarte, Jack? -exclamó-. Eso sería una villanía, después de que, por salvarme la vida, te has expuesto a que te hirieran de un flechazo y a un chapuzón y quizá a ahogarte también. Ahogarte, sí, pues sólo Dios sabe cómo no te arrastré conmigo.

-Nada de eso -repuso Matcham-; sé nadar y nos hubiéramos salvado los dos.

-¿Sabes nadar? -exclamó Dick asombrado.

Era ésta una de las varoniles habilidades de que él se reconocía incapaz. Entre las cosas que admiraba, la primera era la de haber matado a un hombre en buena lid, pero la segunda consistía en saber nadar.

-¡Bueno! -dijo— Esto ha de servirme de lección. Yo prometí cuidar de ti hasta llegar a Holywood y, ¡por la cruz!, más capaz te has mostrado tú de cuidarme y salvarme a mí.

-Entonces, Dick, ¿somos amigos?... -preguntó master Matcham.

-¿Es que hemos dejado de serlo alguna vez? -repuso Dick-. Eres un bravo mozo, a tu manera, aunque algo afeminado todavía. Hasta hoy no me tropecé con nadie que se te pareciera. Mas, por amor de Dios, recupera el aliento y sigamos adelante. No es éste el momento apropiado para charlas.

-Me duele este pie horriblemente -dijo Matcham.

-¡Ah! Ya se me había olvidado. ¡Bueno! Tendremos que ir más despacio. Lo que yo quisiera es saber dónde estamos. He perdido el camino, aunque tal vez sea mejor así. Si vigilan el embarcadero, quizá vigilen el sendero también. ¡Ojalá hubiera vuelto sir Daniel con sólo cuarenta hombres! Barreríamos a estos bribones como el viento barre las hojas. Acércate, Jack, y apóyate en mi hombro... Pero... si no llegas... ¿Qué edad tienes? ¿Doce años?

-No; tengo dieciséis -respondió Matcham.

-Poco has crecido para esa edad -observó Dick-. Cógete de mi mano. Iremos despacio... No temas. Te debo la vida... y soy buen pagador, Jack, lo mismo del bien que del mal.

Comenzaron a remontar la cuesta.

-Tarde o temprano daremos con el camino -añadió Dick-, y entonces sabremos adónde vamos. Pero... ¡qué mano tan pequeña tienes, Jack! Si yo tuviese unas manos como las tuyas, me daría vergüenza enseñarlas... Y... ¿sabes lo que te digo? -prosiguió soltando una risita-: ¡Juraría que Hugh el barquero te tomó por una muchacha!

-¡No es posible! -exclamó Matcham, ruborizándose.

-¡Te digo que sí y apuesto lo que quieras! -gritó Dick-. Pero no hay por qué censurarle; más aspecto tienes de muchacha que de hombre. Para ser muchacho tienes un extraño aspecto; pero para muchacha, Jack, serías guapa. Una moza muy bien parecida.

-Bueno -repuso Matcham-; pero tú sabes muy bien que no lo soy.

-Claro que lo sé; es una broma -explicó Dick-. Hombre eres, y si no, que se lo pregunten a tu madre. ¡Ánimo, valiente! Buenos golpes has de repartir todavía. Y ahora dime, Jack: ¿a quién de los dos armarán caballero primero? Porque yo he de serlo, o moriré por ello. Eso de «sir Richard Shelton, caballero» suena muy bien, y tampoco sonará mal «sir John Matcham».

-Dick, por favor, espera que beba -suplicó el otro, deteniéndose al pasar junto a una cristalina fuente que brotando del declive caía en diminuto charco empedrado de guijarros y no mayor que un bolsillo-. ¡Ay, Dick, si pudiera encontrar algo que comer! ¡Me muero de hambre!

-Pero, ¡tonto!, ¿por qué no comiste en Kettley? -preguntó Dick.

-Había hecho voto de ayunar... por un pecado que me indujeron a cometer -balbució Matcham-. Pero, lo que es ahora, aunque fuese pan duro como una piedra, lo devoraría.

-Siéntate, pues, y come -dijo Dick-, mientras yo exploro el terreno para buscar el camino.

Echó mano Dick al zurrón que llevaba y de él sacó pan y unos trozos de tocino seco, que Matcham comenzó a devorar, mientras él se perdía entre los árboles.

A corta distancia corría un arroyuelo, filtrándose entre hojas secas. Poco más allá se erguían, ya más corpulentos y espaciados, los árboles; y las hayas y los robles comenzaban a sustituir al olmo y al sauce. Como el viento agitaba de continuo las hojas, el rumor de los pasos de Dick sobre el suelo cubierto de hayucos quedaba bastante amortiguado; eran para el oído lo que una noche sin luna es para la vista. Sin embargo, Dick avanzaba con precaución, deslizándose de un grueso tronco a otro, sin dejar de escudriñar en torno suyo mientras marchaba. De pronto, rápido como una sombra, un gamo atravesó la maleza. Contrariado por el encuentro, se detuvo. Sin duda esta parte del bosque estaba solitaria; pero la huida del pobre animal azorado podía resultar un aviso de que alguien transitaba por allí, por lo cual, en vez de seguir adelante, se volvió hacia el árbol corpulento más próximo y comenzó a trepar.

La suerte le fue propicia. El roble al que había subido era uno de los más altos de aquel rincón del bosque: sobresalía unos dos metros de los que le circundaban. Dick se encaramó sobre la horquilla más alta y, sentado en ella, vertiginosamente balanceado por el vendaval, divisó a su espalda todo el llano de pantanos hasta Kettley, y el río Till serpenteando entre frondosos islotes, y enfrente, la blanca cinta del camino introduciéndose a través del bosque.

Enderezado el bote, se hallaba ya a mitad del camino de vuelta al embarcadero. Fuera de esto, ni rastro de hombres por ninguna parte, y nada se movía excepto el viento. A punto de descender estaba cuando, tendiendo en torno la mirada por última vez, tropezó su vista con una línea de puntos movedizos allá hacia el centro del pantano.

Era evidente que un pelotón de gente armada marchaba a buen paso por el camino real, lo que le produjo cierta inquietud, pues rápidamente descendió del árbol y regresó a través del bosque en busca de su compañero.

La flecha negra

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