Читать книгу Las razones sustantivas y la interpretación del Derecho en el common law - Robert S. Summers - Страница 8

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No es fácil precisar qué cabe entender por “maestro” en un contexto universitario, y es más que probable que la palabra se emplee entre nosotros con excesiva laxitud. A bote pronto, yo diría que un maestro es alguien del que uno ha aprendido algo que considera importante para su desarrollo intelectual, al que reconoce cierto grado de ascendencia personal, porque el maestro encarna en algún sentido un modelo de vida, alguien que se toma un interés genuino tanto en el desarrollo intelectual como en el bienestar personal del discípulo, y con el que se tiene una relación que, a diferencia de la estricta amistad, no puede —o, al menos, no suele— ser simétrica: uno es discípulo, pero no maestro, de sus maestros; aunque sí que cabe, por cierto, en relación con una misma persona, ser al mismo tiempo discípulo y amigo. Recuerdo que, cuando hace años, leí el extraordinario libro de Jordi Llovet Adiós a la universidad, me impactó mucho una frase en la que venía a decir que si hoy (el libro es de 2012, el año en el que decidió jubilarse anticipadamente como profesor de crítica literaria en una universidad de Barcelona) no hay ya maestros, ello se debe a la falta de discípulos, esto es, a que la cultura que se ha ido imponiendo en un país como España —quizás en todo el mundo occidental— tiende a rechazar ese tipo de relación: maestro-discípulo.

No voy a entrar aquí a discutir sobre lo acertado o no de ese juicio, pero mi experiencia personal me lleva a pensar que, al menos por lo que respecta a la universidad española, hay algunos indicios que parecen apuntar en el sentido de la frase de Llovet. Y con ello no quiero decir, claro está, que en la universidad de nuestros días estén desapareciendo las relaciones asimétricas y de jerarquía. Sino más bien que esas relaciones (siguiendo el modelo del neoliberalismo que ha penetrado tan ampliamente en la institución universitaria) se formalizan ahora de otra manera; lo que cada vez abunda más es la existencia de jefes (los profesores de mayor jerarquía) y de subordinados (los de menor, los más jóvenes), de prestadores de servicios (profesores en general) y de clientes (estudiantes). Y si esto fuera así, esto es, si en nuestras universidades estuvieran en decadencia las relaciones de tipo maestro-discípulo, como me temo que está ocurriendo, entonces me parece que, efectivamente, haríamos bien en entonar un melancólico y casi desesperado adiós a la universidad.

Por fortuna puedo decir que ese no ha sido el caso de mi trayectoria académica. A lo largo de los ya casi 50 años como profesor de filosofía del Derecho, me he encontrado con una media docena o quizás más de universitarios —la mayor parte de ellos, claro está, iusfilósofos— a los que puedo llamar maestros en el sentido que antes indicaba. Y si Aristóteles escribió en una ocasión que “sin amigos nadie querría vivir”, yo creo que bien podría decirse también que “sin maestros nadie querría vivir una vida académica” o, al menos, que ese tipo de vida es peor cuando no se cuenta con maestros, cuando falta la relación maestro-discípulo.

Bob Summers, fallecido en marzo de 2019, a los 85 años de edad, ha sido uno de mis maestros. Con él pasé un inolvidable año sabático en la Universidad de Cornell, en el 2001, y de él he aprendido inmensamente: en el plano intelectual y en el personal.

En la Entrevista que le hice para la revista Doxa y que forma parte de los Preliminares a este libro, el lector puede encontrar los elementos centrales de lo que constituía hasta entonces su biografía intelectual. Y de su obra posterior, la contribución más importante es el libro Form and Function in a Legal System. A General Study (Cambridge University Press, 2006) en el que estuvo trabajando durante muchos años y que él consideraba, me parece, como su principal contribución a la teoría del Derecho. Durante el año que pasé con él, puedo decir que prácticamente cada día discutíamos sobre algún punto de esa obra, entonces en elaboración, a partir de textos, fragmentos de algún capítulo del libro que proyectaba, que él escribía y reescribía constantemente, porque siempre le parecía que podía mejorarse. Como no le faltaba en absoluto sentido del humor, recuerdo que en las paredes de su despacho pegaba con frecuencia letreros con frases como “The victim of the form” y otras por el estilo, que le hacían reír y le animaban al mismo tiempo a seguir con su arduo trabajo. No hay una traducción castellana de esa obra, pero sí de lo que puede considerarse como un precursor de ella, un conjunto de artículos traducidos por Pablo Larrañaga, con el título de La naturaleza formal del Derecho, publicado por la editorial Fontamara de México en 2001, y para el que yo escribí una Presentación. Las opiniones que ahí expresaba venían a ser un trasunto de las discusiones que teníamos y a las que antes me refería.

En términos generales, y por lo que se refiere al plano intelectual, el elemento del pensamiento de Summers que más ha influido en mí ha sido su concepción del Derecho como una actividad, como una complejísima practica social, diseñada para alcanzar una serie de fines y de valores, y que no puede ser reducida a un conjunto de normas respaldadas por la coacción. Esa es, yo creo, la idea de fondo que puede encontrarse prácticamente en toda la producción iusteórica de Summers (también en su último libro, a pesar de que el título podría llevar a pensar otra cosa; y también en sus numerosos e influyentes trabajos en el campo del Derecho comercial y de contratos) y que proviene, sobre todo, de la influencia de Fuller, uno de sus maestros, al que dedicó en 1984 un precioso libro: Lon L. Fuller (Stanford University Press). El otro, en el terreno iusfilosófico, fue Herbert Hart. Me consta que Summers sintió siempre un enorme aprecio, intelectual y personal, por Hart, pero no cabe tampoco ninguna duda de que, por lo que hace a su manera de entender el Derecho, él había optado por la concepción de Fuller frente a la de Hart; o sea, por una concepción no positivista del Derecho (aunque Summers —a diferencia de Fuller— nunca se calificó a sí mismo de iusnaturalista), bastante en línea con lo que hoy suele denominarse “postpositivismo”. En esta preferencia puede que haya jugado algún papel la ideología. Summers era políticamente muy conservador y, en ese sentido, afín a alguien que, como Fuller, había apoyado firmemente a Nixon, y estaba muy distanciado de las ideas socialistas (o “liberales”, en el sentido americano de la expresión), que siempre defendió Hart: en la teoría y en la práctica. Al igual que también tuvo que contribuir la pertenencia de ambos, Fuller y Summers, a una misma cultura jurídica, bastante diferente de la inglesa, a pesar de que ambas pertenezcan al mundo del common law: precisamente, al estudio de esas diferencias dedicó Summer algún trabajo importante. Pero yo creo que lo que explica esa opción de Summers es, sobre todo, su experiencia de jurista, su contacto con el Derecho en acción (Hart, por cierto, trabajó durante algunos años como abogado, pero su dedicación a la filosofía jurídica tuvo bastante que ver con el rechazo que le produjo esa experiencia: no quería dedicarse profesionalmente a “cuidar el dinero de los ricos”) y su convicción de que una concepción positivista del Derecho (aunque fuese en una versión tan sofisticada como la de Hart) no podía dar cuenta de la enorme complejidad de la experiencia jurídica.

Se trata de una concepción del Derecho, la de Summers, que me parece básicamente acertada y que pertenece a una dirección del pensamiento jurídico en la que también habría que situar a autores como Ihering (el “segundo Ihering”), Pound (sobre todo, el último Pound), Llewellyn, Fuller y Dworkin. La otra, como se sabe, estaría representada por la Jurisprudencia analítica inglesa, por Hart, por Kelsen y por las principales corrientes positivistas del mundo latino. No es esta la ocasión de ahondar en esa importante contraposición teórica, pero sí quisiera dejar constancia de la poca atención que se ha prestado al pensamiento de Summers, a pesar de la notoria importancia de algunas de las categorías por él elaboradas y que, en mi opinión, constituyen contribuciones fundamentales a lo que últimamente solemos denominar el “giro argumentativo” en la teoría del Derecho.

Una de ellas es el artículo de Summer de 1978, “Two Types of Substantive Reasons: The Core of Common Law Justification”, traducido ahora al castellano y que integra el capítulo I de éste volumen; las otras dos contribuciones de Summers provienen de un libro publicado por Springer en el año 2000: Essays in Legal Theory. En 1991 escribí un libro dedicado a dar cuenta de las principales teorías de la argumentación jurídica elaboradas en la segunda mitad del siglo XX (Las razones del Derecho. Teorías de la argumentación jurídica), y en él no incluí (entono por ello aquí un mea culpa) ese fundamental texto de Summers. Pero sí lo hice en una reedición de este, en la publicada por Palestra Editores, bajo la forma de un apéndice: “Justificación de las decisiones judiciales según Robert S. Summers”, incorporado también en la presente edición. Para expresarlo de la manera más sintética posible: la tipología de razones justificativas judiciales presentada ahí por Summers (y reelaborada luego en otros textos) que consiste fundamentalmente en distinguir entre razones formales o autoritativas, razones sustantivas (finales y de corrección) y razones institucionales, constituye un elemento indispensable de lo que puede llamarse la concepción material de la argumentación jurídica (no sólo judicial); una de esas piezas que no debería faltar en el inventario conceptual de cualquier jurista.

Decía al comienzo que un maestro es alguien que nos ayuda a crecer intelectualmente, pero no sólo en ese aspecto. En lo que me fue dado conocerle (y tuve una relación muy estrecha con él durante todo un año) pude darme cuenta de que se trataba de alguien extraordinariamente generoso, inteligente, afable, con una inmensa capacidad de trabajo, que mantenía un trato próximo con los estudiantes a los que exigía por lo demás mucho, interesado genuinamente en su profesión, con un sentido del humor agudo pero nada mordaz, sumamente amable con todo el mundo, abierto a la discusión y genuinamente tolerante, como lo prueba su capacidad para trabajar conjuntamente con personas con las que no tenía ninguna afinidad política (como Neil MacCormick o el conjunto de los que componían el “círculo de Bielefeld” que él organizó) o para emitir juicios sobre el valor de las aportaciones de un colega de una gran objetividad, en los que dejaba completamente al margen sus inclinaciones políticas: recuerdo haberle oído muchas veces ponderar la obra de Dworkin y emitir una opinión muy poco favorable sobre la de Posner. Todas ellas son, sin duda, virtudes que conforman un tipo de personalidad y una forma de vida (la suya era sumamente austera) dignos de imitar, si bien —creo que haría mal en dejar de decirlo— habría que hacer una excepción con sus inclinaciones políticas. Para mí sigue siendo un misterio que alguien con esas cualidades pudiese sentir simpatía y afinidad por la política seguida entonces por el presidente Georges W. Bush, en el plano interno e internacional: recuérdese la invasión de Irak y todo lo que ello significó. Como lo es, por cierto, que un cineasta como Clint Eastwood, director de filmes como “El gran Torino” o “One million dollar baby”, haya apoyado a todos los presidentes republicanos de los últimos tiempos, incluido Trump. O, en fin, que un genio de la literatura como Mario Vargas Llosa haya podido escribir una obra como “La fiesta del chivo” y ser al mismo tiempo un ferviente admirador de Margaret Tatcher o de Ronald Reagan, cuyas políticas ofrecen, yo creo, la mejor respuesta a la pregunta que, rememorando una conocida frase de una de sus novelas, podría formularse así: “¿cuándo se jodió el Estado del bienestar surgido después de la segunda guerra mundial?”. Una serie de anomalías que seguramente tengan una explicación en términos más bien de biografía, pero que tampoco debe llevarnos a dejar de reconocer en ellos a un gran escritor, a un gran cineasta y a un gran jurista y teórico del Derecho.

Manuel Atienza

Las razones sustantivas y la interpretación del Derecho en el common law

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