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Remar en dulce de leche

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“La realidad no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con lo que nos sucede.”

Aldous Huxley

La vida es fácil para muy pocos si consideramos la población total de una ciudad, de un país, del mundo. La mayoría de los mortales debemos enfrentar situaciones que demandan esfuerzo y tiempo para solucionarlas. Los más afortunados tenemos los recursos anímicos, físicos y materiales para sobrellevarlos. Pero hay numerosas historias de vidas muy duras y tristes.

En nuestro país la expresión “remar en dulce de leche” significa lo que está pasando alguien que enfrenta circunstancias difíciles en su vida, que puede ser pasajera o que dura toda la vida. De eso trata este relato que, me apresuro a decir, es pura ficción, a pesar que puede reflejar una historia real de tantas que ocurren sobre la faz de la tierra.

Darío “el mono” Benítez nació en Aguas Blancas, un caserío cercano a La Banda, Santiago del Estero, que no llegaba al estatus de pueblo. El rancho en el que vivía estaba rodeado de espinillos y cerca había chañares, guayacanes, mistoles, algún que otro algarrobo y un quebracho colorado. Era el octavo hijo de una familia de diez. Todos trabajaban en el monte, hachando quebrachos, lapachos y algarrobos.

Todas las noches, desde los diez años, Darío pensaba en el momento de irse de ese lugar, mientras contaba las vinchucas del techo. Asistió a la escuela hasta tercer grado y un maestro que vino de Buenos Aires les contó cómo era la ciudad, la gran ciudad y Darío quedó fascinado. Cuando terminó el tercer grado el padre lo llevó a trabajar al monte con sus hermanos mayores. No había lugar ni tiempo para la escuela. El apodo de “el mono” vino de su habilidad para subirse a los árboles para cortar las ramas con un machete que manejaba con destreza. Muchos pensaban que venía por su aspecto, morocho, orejudo y estatura mediana. Su vida era miserable, en el sentido literal de la palabra, viviendo en una pobreza extrema. Esa vida lo hizo taciturno, antisocial y nada comunicativo. Las únicas relaciones eran con sus hermanos y un vecino, de su misma edad, con el que fue compañero de escuela, ámbito que lo marcaría para siempre, porque fue la época más feliz de su vida, o sea tres años de los dieciséis que tenía ahora.

Vale decir que Darío, como toda su familia, solo tomaba un mate cocido, aguado, hecho con yerba secada al sol, con un pedazo de pan como desayuno y comían una vez al día a las seis de la tarde al volver del monte.

Darío era diferente a sus hermanos. Su madre lo sabía, por intuición. Era sensible y pensante. Nada que ver con la vida instintiva, visceral, casi animal del monte y su entorno. Tarde o temprano Darío buscaría otro destino. A su madre le molestaba que lo llamaran el mono porque Darío era lo menos parecido a un animal que pudiera existir.

Cuando cumplió los dieciséis años apareció un camionero, don Manuel, para transportar la madera que ellos talaban. Entabló con él lo que podría llamarse una amistad pensando en la dificultad de Darío para relacionarse. Además de saludarse, cada vez que venía, hablaban del viaje, del camión, de la rutina de manejar tantos kilómetros. Un día don Manuel lo invitó a subirse al camión y manejarlo unos cien metros. Para Darío fue como tocar el cielo con las manos. Eso se repitió durante un año, al extremo que al final de ese periodo Dario podía manejar el camión como un experto conductor.

En ese tiempo, Darío pudo expresarle a don Manuel sus deseos de irse para Buenos Aires. ¿Acaso él lo llevaría? -¿Qué querés que tu padre me mate? Allí quedó la conversación. Pero la decisión estaba tomada y en el viaje siguiente Darío, que tenía todo planeado, se subió al acoplado en el preciso momento que arrancaba para iniciar su viaje sin que nadie lo notara, ni siquiera don Manuel. Llevaba un sucio bolso con un par de zapatillas gastadas, un pantalón, una camisa raída y un suéter de lana. También llevó una hogaza del pan que amasaba su madre, queso de cabra, un salamín y una botella con agua.

Esa noche notaron la ausencia de Darío y lo buscaron por los alrededores y por el monte. Su padre y los hermanos mayores pensaron que ya era un hombre y se había ido al pueblo vecino para encontrarse con alguna mujer, esas que ayudan a los jóvenes a volverse hombres. Su madre en cambio lloró, sabía que la ausencia de Darío no era pasajera. Se había ido para siempre como ella intuía desde hace tiempo. Por eso rezó una hora para que a Darío le fuera bien.

El camionero recién paró en Rafaela, unas cinco horas después de haber salido de Aguas Blancas. Como era su costumbre después de ir a tomar algo en el paradero revisó la carga y grande fue su sorpresa al ver a Darío durmiendo en el acoplado. Estaban muy lejos para regresar y don Manuel sabía que ya no volvería a Aguas Blancas porque ahora le habían encargado, en la Empresa en que trabajaba, la ruta del sur. Despertó a Darío y le dijo:

–Lindo la hiciste mono ¿eh?- Darío le contestó –¿Y ahora qué?

—Vení, subite a la cabina y sigamos viaje, ya veremos que hacemos cuando lleguemos a Buenos Aires.

Poco hablaron en el viaje hasta que llegaron a Ramallo y bajaron a tomar algo e ir al baño. Solo algunas menciones a que no le sería fácil acostumbrarse a la ciudad y sobre todo encontrar trabajo y sobrevivir. Darío pensó que si se trataba de sobrevivir él era un experto. Don Manuel, acostumbrado a viajar solo, pensaba durante el trayecto como ayudar a Darío a ubicarse en el destino que había elegido. Una idea fue tomarlo como acompañante pero Darío era menor de edad y hasta que cumpliera los dieciocho no podía llevarlo sin autorización de sus padres. Su destino era un aserradero que quedaba en San Isidro. Tal vez allí le darían trabajo y lugar donde vivir.

Mientras tomaban un café con leche, don Manuel le contó a Darío que había pensado en pedirle al dueño del aserradero donde llevaban la madera que le diera trabajo y lugar donde vivir hasta que el pudiera ver que hacía con su vida. A Darío le pareció bien y le agradeció su buena voluntad.

Al llegar a San Isidro Darío le ayudó a don Manuel a bajar la madera. Cuando terminaron se lo presentó al capataz y le dijo que era un excelente trabajador, honesto y callado y que conocía mucho de madera dura. Le pedía que le diera un lugar para quedarse un tiempo y le diera algún trabajo. Si bien debía consultarlo con el patrón no tenía problemas en hacer lo que le pedía. Don Manuel se despidió de Darío le dijo que se cuidara mucho y que algún día, en el futuro, se verían nuevamente.

A Darío le dieron un lugar en un rincón del aserradero donde había un colchón viejo, sucio y con aserrín, una almohada y una manta. Había un lugar con un calentador donde preparaban mate cocido y podía cocinarse algo y un baño. -Es lo que hay Mono, no esperes mucho más- le dijo el capataz. Para Darío eso era un salto de calidad respecto al lugar donde había vivido los últimos diecisiete años, pero no dijo nada. Se había prometido escuchar, ver lo que hacían los demás y aprender.

Lo tomaron como aprendiz y le pagarían un salario mínimo para que pudiera comer y vestirse. Para Darío esto fue como una señal auspiciosa ya que significaba más que sobrevivir a decir de don Manuel. Se levantaba a las cuatro de la mañana, tomaba mate cocido con pan, a las once de la mañana paraban para comer algo con el resto de los empleados y seguían trabajando hasta las seis de la tarde. Aprendió a cocinarse polenta, arroz, fideos y alguna que otra fruta que era su cena. Otro avance, comía dos veces por día además del desayuno.

A Darío no le asustaba la rutina así que pasaron los meses y se acostumbró a esa nueva vida. Había comprado un jean, otra camisa, unas zapatillas nuevas y aprendió a usar calzoncillos. Tenía todo por duplicado, mientras el primer conjunto se estaba secando usaba el otro y así seguía. Un día encontró un libro viejo y lleno de tierra en el lugar donde cocinaba. El título era “El viejo y el mar”. Si algo agradecía Darío de la escuela es que había aprendido a leer y escribir, con dificultad claro. Desde ese día, ese libro, fue su biblia.

Conoció un par de chicas que vivían cerca del aserradero con quienes se hizo hombre y empezó a relacionarse, es decir, a volverse humano. La vida en Aguas Blancas había desaparecido de su recuerdo y su memoria. Un bloqueo total que solo se destrababa al pensar en su madre, aunque no tenía forma de comunicarse ni lo deseaba. Para sus compañeros de trabajo era un ermitaño, un monje. Después de tres años le seguían pagando lo mismo y vivía en el mismo rincón con el mismo colchón y la misma manta que al principio. Nada de eso le molestaba aunque para sus compañeros era una vida miserable, de un pordiosero, de los llamados sin techo. Como todo es relativo Darío lo veía desde su pasado y decía para sí -¿Qué saben estos de miseria?

Pasaron tres años, cuando Darío había cumplido ya los veinte apareció don Manuel, el camionero a buscar una carga para llevar al sur. El encuentro con Darío fue muy cálido porque había un aprecio mutuo. Por primera vez vieron a Darío alegre y expresar una sonrisa. Don Manuel no dudó y lo abrazó. Darío le contó lo que había pasado desde que lo dejó en el aserradero. Don Manuel le ofreció que fuera con él al sur a llevar la carga de madera a Esquel. Había hablado con el dueño del aserradero y le ofrecía que fuera a trabajar allá en una sucursal, podría vivir en una cabaña que estaba en un terreno donde tenía una casa de veraneo y él se la cuidaría. Cómo don Manuel era para Darío como un ángel caído del cielo no dudó en aceptar. Por otra parte no quedaba mal con el dueño del aserradero ya que era quien la había permitido asentarse en este lugar, porque era él mismo el que le ofrecía este nuevo destino. Don Manuel le advirtió que era un lugar frio, de clima inhóspito pero muy bello. –Todo bien para mí don Manuel- le dijo Darío.

Los compañeros de trabajo le regalaron un bolso nuevo, un par de borceguíes, medias de lana, una campera de abrigo y un pullover grueso. Eso más el jean, la camisa y el calzoncillo de repuesto eran todas las pertenencias de Darío. No tuvo dudas de abrazar a cada uno y despedirse con afecto por todos ellos incluido el capataz. Ni una queja, ni un reproche, solo agradecimiento.

Era un trayecto de 1850 km hasta Esquel. Les llevaría unas 30 horas de viaje con un descanso para dormir un rato, en el mismo camión, claro. El viaje para Darío era una aventura conociendo cuatro provincias. Pampa, ríos y montañas con una vegetación cada vez más achaparrada hasta llegar a la estepa patagónica llena de neneos.

Como siempre hablaron poco pero sobre cosas muy profundas.

Debo confesarle que nunca creí verdaderamente que podría dejar Aguas Blancas, don Manuel. A pesar que lo soñaba todas las noches en el fondo pensaba que era una ilusión, algo utópico viendo lo que me rodeaba. Estoy agradecido a mi madre que silenciosamente apoyó mi decisión y a Ud. que me dio el medio para hacerlo. No fueron fáciles los últimos tres años pero comparado con los diecisiete anteriores fue una bendición.

Don Manuel estaba sorprendido con el lenguaje de Darío y como había visto el libro de Hemingway en sus manos pensó que esa había sido la fuente de ese cambio.

—En la vida hay que tener decisión para lograr lo que uno se propone y soñar nos ayuda a proyectar nuestra vida. Pensá que vos recién comenzás a vivir. Tenés muchos años por delante y recordá que lo que hagas hoy será lo que resulte en el futuro.

¿Ud. conoce Esquel?

—Poco. Estuve solo una vez. Es una ciudad pequeña, enclavada en las estribaciones de las montañas de los Andes. Muy frio en invierno y pocos meses de verano. Ventoso como toda la Patagonia, pero amigable y bello.

Cuando llegaron a Esquel después de varias paradas se dirigieron al aserradero y descargaron la madera. Darío había a prendido la segunda parte de la industria. En Aguas Blancas se dedicó a talar árboles, en San Isidro aprendió a transformarlos en tablas y tirantes y aquí, en Esquel, aprendería a usar la madera para hacer casas y muebles rústicos.

Después de descargar la madera le dieron la dirección de la casa del dueño del aserradero. Llegaron rápido y se encontraron con una casa muy grande casi toda hecha en madera típicamente de diseño de montaña. Buscaron la cabaña donde viviría Darío y solo encontraron un obrador con paredes de machimbre de media pulgada y techo de chapa desnuda. Adentro había un baño pequeño con un inodoro, una pileta y una ducha con agua fría. Al lado había una mesada de un metro por cincuenta centímetros con un calentador eléctrico. En el otro extremo un camastro con un colchón, un bolso de dormir y una almohada. En total esa “cabaña” tendría cuatro metros por tres. Don Manuel montó en cólera y lo llamo por teléfono al dueño del aserradero.

—Decime Vicente ¿vos te crees que Darío es un oso polar? ¿Cómo pretendés que viva en un obrador sin aislación en las paredes y en el techo y sin calefacción? En invierno aquí hace más frio que el cerro La Hoya!

Darío por lo bajo le decía: —Espere don Manuel, espere. Yo puedo arreglarme.

Don Manuel le hacía señas con la mano que se calle.

—Pará Manuel, yo no soy la madre Teresa de Calcuta. Una cosa es ayudar y otra es dar todo servido. Además “el Mono” puede vivir en cualquier lado viniendo de donde viene. Lo que tengo pensado es darle todos los materiales para que aísle las paredes y el techo con telgopor y recubra las paredes con madera y el techo con chapas nuevas. Lo tendrá que hacer el antes del invierno y puede ayudarle José que sabe del tema. De paso aprende.

—Mirá sos una rata pero esto no tiene vuelta atrás. En primer lugar es Darío no el Mono, en segundo lugar lo tuviste tres años durmiendo en un colchón apestoso y meando afuera del galpón, en tercer lugar le pagaste unas migajas como para que comiera polenta, fideos y arroz. Yo me quedo aquí hasta que le den los materiales y venga con el tal José a comenzar la construcción de “la cabaña”. Y no me digas más nada, al pibe lo tratas bien, porque sabes qué sino, yo hablo.

—Está bien Manuel, tranquilizáte. Vayan a ver al capataz que ya lo llamo para que le compre el telgopor y las chapas, le seleccione los tirantes y la madera del recubrimiento y le diga que vaya José con Uds. para que mañana empiecen el trabajo.

Manuel cortó la comunicación y dijo en voz baja, -¡pedazo de sinvergüenza!

Darío quedó sin palabras. Nunca se imaginó que don Manuel tuviera tanto poder para doblarle el brazo al dueño del aserradero. Igual pensó que pasaría cuando se fuera y él quedara a dos mil kilómetros de distancia en el medio de la estepa patagónica a merced de estos buitres. Pensó en volver con don Manuel a Buenos Aires pero si hacia eso ya no tendría el trabajo en San Isidro y seria empezar de nuevo. Él no era un cobarde y sabía enfrentar las adversidades. Además, como dijo don Manuel, no había marcha atrás.

Al día siguiente empezaron a trabajar con José en la cabaña. Don Manuel no se fue ese día hasta que tuvieran todos los materiales y viera que el trabajo avanzaba. Además le hizo comprar una estufa a gas de garrafa y un mechero de gas para cocinar. Sabía con quienes hablaba y tenía los argumentos para exigirles lo que habían prometido, y llamaría a Darío todas las semanas para saber cómo lo trataban.

Al segundo día habían avanzado mucho. Ya casi habían terminado de forrar las paredes con telgopor y empezaron a colocar las maderas que la recubrían. Quedaría una verdadera cabaña. Don Manuel abrazó a Darío y se fue tranquilo.

Cuando llegó a Buenos Aires decidió cambiar de domicilio y no le dijo a nadie cuál era su nueva dirección. Llamó a Darío a la semana y supo que habían terminado la construcción y le habían instalado la estufa con garrafa. Darío estaba muy contento y todo parecía que marcharía bien.

Pasaron las semanas, llegó el invierno y Darío se dio cuenta lo que quería decir clima inhóspito. A la noche la temperatura llegaba a quince y a veces a veinte grados bajo cero. De día un viento permanente cortaba la cara como un bisturí. Sin embargo, tenía por primera vez una casa razonable, solo para él y le pagaban lo suficiente como para abrigarse, comer bien y tomarse algunas cañas.

Pero como dice la frase de Galiani “Las desgracias son la salsa de este plato atroz que es la vida”. Un par de años después de haberse afincado en Esquel, haber aprendido a construir casas de madera, empezar a aclimatarse a los inviernos patagónicos le llegó una noticia aterradora. A don Manuel lo habían acuchillado en un parador de La Pampa, en una pelea sin sentido provocado por dos matones. Estuvo internado una semana y se murió. Darío no tuvo duda que había sido ejecutado por mercenarios del dueño del aserradero. Algo muy serio sabía don Manuel de ese señor para que justificara acallarlo con la muerte.

Como había aprendido de eso que cuando ves la barba de tu vecino afeitar pon la tuya a remojar, en forma silenciosa, empezó a planear su retirada. No había hecho amigos con los compañeros de trabajo ni afuera. Solo tenía relación con una chica del pueblo, humilde como él con quien hacían planes para el futuro. Claro que allí en Esquel. No tenía ninguna propiedad ni pertenecías. Todo era prestado. Había ahorrado algunos pesos y solo tenía que decidir si le decía a Clara su plan de irse más al norte, a Piedra del Águila, en la Provincia del Neuquén, y preguntarle si ella quería irse con él.

Todo se precipitó porque José quien seguro era un alcahuete del capataz no pudo aguantar y uno de esos días le dijo: -Ahora sí que se te viene la noche, Mono, se murió tu padrino-.

Darío supo inmediatamente que debía desaparecer. A la noche se vio con Clara y le propuso irse a la mañana siguiente. No le dijo adónde por si ella decía que no. Clara estaba enamorada y le atraía irse de esa ciudad que le resultaba tan hostil como a Darío. Le dijo que sí, que iría a buscar ropa y un bolso y volvía para partir a la madrugada. Antes de amanecer se fueron a la Terminal de ómnibus y Darío supo que debía ser muy prudente si quería que no detectaran para donde irían. Sacaron pasajes para ir a Trelew en un ómnibus que acaba de llegar de Mendoza. Una vez allí se fueron a Puerto Madryn, a dedo. Pasaron una noche en esa ciudad y al día siguiente, también haciendo dedo, para San Antonio Oeste. Allí si tomaron un ómnibus que los llevó a Piedra del Águila.

Hoy, Darío “el mono” Benítez, devenido en Fabián Contreras, y Clara Melgarejo, conocida como Idelfonsa Huenchuleo, ambos indocumentados, tienen sesenta y cincuenta y cinco años respectivamente. Tres hijos varones y una mujer. Todos apellidados Contreras por obra y gracia del Registro Civil de Piedra donde pasaron ya treinta y siete años de su vida. Familia respetada, don Fabián, humilde trabajador constructor de casas de madera y doña Idelfonsa tejedora de pulóveres, que viven en una cabaña que construyeron con sus propias manos en un terreno fiscal, eran felices a pesar que nada les pertenecía, solo el viento patagónico al que se habían acostumbrado de puro remar en dulce de leche.

En busca del destino

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