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Con el pie izquierdo

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Desde muy pequeño escuche decir a mi madre –hoy se levantó con el pie izquierdo– para referirse a dos situaciones, el mal humor de mi padre o la mala suerte de mi hermano mayor. Con el tiempo vi a jugadores de futbol entrar a la cancha dando saltitos sobre el pie derecho con la idea de que todo les vaya bien en el partido.

Con el tiempo, ese dicho, como tantos otros, fue perdiendo vigencia en mi vida, un poco porque siempre pensé que todo dependía de como enfrentáramos la vida y otro poco por eso de que “el hombre es él y sus circunstancias”.

Cuando pensé en escribir este cuento inmediatamente me surgió la idea de que todo intento de torcer lo que nos sucede es fruto de la necesidad de no sufrir. Sí, no tanto ser felices todos los días, porque eso en imposible, en cambio no sufrir es un intento válido y necesario aunque tengamos que enfrentar situaciones difíciles, tristes o dolorosas. No piensen que se viene una apología del sufrimiento o de “¿Cómo ser felices a pesar de todo?” esta historia transita usando los dos pies, el izquierdo y el derecho, como lo hacemos habitualmente.

Me enteré hace unos años de la historia de Bermúdez viajando en ómnibus. El señor que viajaba en el asiento vecino empezó una conversación sobre la vida y terminó con este relato.

En la escuela secundaria Bermúdez era ya un ganador. No estudiaba mucho pero salía a flote en todas las materias por su carisma y por su decisión. Era altanero, entrador y de un discurso envolvente. Era rápido para los números, escueto pero claro en sus escritos y tenía buena memoria para la historia. Aunque lo más importante es que era muy popular con las chicas. Siempre picaba alto, es decir, apuntaba a las más lindas y pudientes, y tenía éxito. No todos los compañeros que se le acercaban terminaban siendo amigos, aunque en realidad, Bermúdez, no tenía amigos, solo aceptaba a aquellos que podrían darle algún beneficio. Era el típico ventajita. Se colaba, sin ningún remordimiento ni vergüenza, en cada cumpleaños de quince que había los sábados. Siempre tenía una razón a flor de labios para justificar su presencia y llevaba una tarjetita con su nombre para colocar en algún regalo de la mesa sacando la del que la había enviado.

Casi me olvido decir que su nombre era Dagoberto Bermúdez, pero nunca decía su nombre de pila, solo Bermúdez, y así lo conocía todo el mundo. Cuando terminó el secundario empezó un derrotero poco claro que duró casi diez años. Su padre tenía una verdulería en el Barrio de Mataderos. Como él no pensaba en seguir estudiando empezó a ayudar a su padre durante las tardes en el negocio solo para tener suficiente dinero para su ropa y salidas. Vivía y comía en la casa paterna solo con su padre. Su madre había fallecido cuando Bermúdez tenía seis años.

A los efectos de este relato es importante decir que Bermúdez le había confesado a los pocos amigos que tenía y a alguna de sus novias que él siempre se levantaba con el pié derecho. Ese era el secreto de su éxito y para ello su cama estaba contra una pared y él se acostaba de manera que siempre se levantaba del costado derecho. Rara convicción que, sin embargo, es compartida por muchos tipos cabuleros y mujeres supersticiosas. Bermúdez tenía una virtud importante: la perseverancia.

Los primeros años pasaron sin mucho cambio de una adolescencia extendida hasta que le pareció que debía dar un salto de ambición en su vida. Siempre le había atraído la vida de la clase social alta y él desde Mataderos no podía aspirar a ello, sobre todo sin dinero, sin una profesión y sin una herencia millonaria. Se le ocurrió que debía insertarse en ese mundo con un negocio acorde, que fuera la pantalla de su verdadera situación. Un negocio que le permitiera tener una tarjeta personal distinguida con un nombre acorde. Bermúdez transitaba los veintiocho años.

Después de indagar en barrios como Recoleta, Las Cañitas y Belgrano, decidió poner un negocio de sombreros de calidad, bastones, tabaco y pipas importadas y de artículos de Polo justamente detrás del Instituto Geográfico Militar, en Las Cañitas. A partir de ese momento se llamaría Gastón Bermúdez Alsina. Su padre sería el dueño de un campo de dos mil hectáreas cerca de Junín, Provincia de Buenos Aires, con quien no tenía ninguna relación porque se llevaban mal a pesar que don Manuel era un hombre que estaba postrado en una silla de ruedas. Él solo recibía su parte de las ganancias del campo y su negocio era para la “caja chica”, sus gastos menores. Ya vería como se las arreglaba para decir que vivía en un piso en calle Libertador, frente al hipódromo. Diría que había estudiado Administración de Empresas en la Di Tella.

Su padre le “prestó”, a fondo perdido como solía decir con pena, el dinero para alquilar un local y armar el negocio. La condición era que debería mantenerse solo, incluido alquilar un departamento para vivir. Bermúdez se las arregló para encontrar un local que tenía un baño y un espacio en la parte de atrás para colocar una cama, y un office para preparar comida. La buena vida se la daría en otro lugar.

Una vez instalado en el local de Las Cañitas, Bermúdez fue al Club de Polo un día de semana. Para entrar presentó su tarjeta del negocio y dijo que iba a hablar con el concesionario del bar, Willi. Dejo varios folletos con los productos que vendía y obtuvo una credencial para entrar los días de partidos para ofrecerlos personalmente. Su carisma y alguna propina extra lo ayudaba a lograr estas concesiones. En el mes siguiente se hizo habitué al club y empezó a tener contacto con personas de la alta sociedad que visitaban el club. Tuvo la ayuda del concesionario del bar para conocer algunas de las mujeres que frecuentaban el club y eran las más liberales. Tuvo un par de relaciones en los meses siguientes que lo fueron definiendo como un bon vivant. Su supuesto departamento de Libertador siempre estaba ocupado por un amigo, por otra conquista que lo estaba dejando o con pintores que lo restauraban. Por eso lo invitaban a algún departamento que sus amigas tenían o que alguna de sus amigas le prestaban. Lo llamaban Gastón Alsina como el pedía.

Un día de semana a la mañana estaba en la barra del bar y apareció un repartidor de Coca Cola a traer el pedido para la semana. Lo miro a la distancia, se acercó y le dijo con sorpresa:

¿Qué hacé Bermude? ¿Te acordás de mí, el gordo Gutiérrez, del Moreno?

—Perdón pero me confundís con otro. Soy Gastón Alsina.

—Dale, Brad Pitt, sos Bermude… estas igualito, mas llenito, nada más.

—Estás confundido gordo, el señor es Gastón, Gastón Alsina. Le dijo Willi

—Pero si es Dagoberto Bermúdez, un hijo de mil putas que nos debe guita a todo el mundo.

¿Pero cómo se atreve? Dijo Bermúdez. Llamen a seguridad y saquen de aquí a este imbécil.

Así ocurrió, al gordo Gutiérrez lo sacaron como chicharra de un ala del club de polo y no le permitieron más la entrada. Pero Willi, el encargado del bar, no se lo tragó. Ese episodio había confirmado lo que venía sospechando hacía meses. Bermúdez se fue enseguida. Debía pensar como levantar este match point antes de que se difundiera la noticia del episodio y empezaran a investigar.

Al día siguiente encaró a Willi y le dijo que contaba con su discreción.

Mirá Bermúdez, hace tiempo que te vengo observando, Mi silencio tiene precio.

¿De qué estamos hablando?

—Me tenés que hacer socio de tu negocio y me presentas algunas de las chicas que dejas tiradas.

¿No te parece mucho, Willi?

—Poco me parece, poco, Bermúdez. Si hablo se te pudre todo aquí.

Bermúdez no tuvo más remedio que aceptar lo que Willi le pedía. Ya vería como zafar. Siempre lo había hecho.

Todo siguió bien y su negocio se volvió muy rentable, aun teniendo que darle parte de sus ganancias a Willi, que por supuesto no era el 50% finalmente acordado.

En ese tiempo conoció a Clara Gómez Morales una hermosa socia del club de no más de veinticinco años, verdaderamente de clase, más allá de su poder económico. Educada, fina, elegante. Bermúdez no tuvo dudas en empezar a seducirla con sus clásicas armas de hombre de mundo. Con Clarita, como le decían, no funcionó. De entrada, con mucha clase, lo dejó sin esperanzas. Entonces Bermúdez apeló a su mejor virtud, la perseverancia. Cada vez que podía se acercaba a Clarita, con una copa, con un bocadillo, con un comentario destacando su inteligencia o riéndose de algún chiste que ella había hecho. Poco a poco fue ganando su confianza hasta que empezaron a salir. Ella era propietaria de un departamento cerca del Club y allí se encontraban. Visitaban museos, caminaban por Recoleta y Puerto Madero y frecuentaban otros lugares top de la ciudad. Clarita le propuso vivir juntos, sin que sus padres se enteraran. Podía ser en su departamento o en el de ella. Bermúdez se apresuró a decirle que en el suyo era imposible, un amigo íntimo estaba viviendo con él porque se había separado. Pasaría un tiempo largo hasta que estuviera solo. Lo mejor era hacerlo en el suyo, si ella estaba de acuerdo.

Si bien Bermúdez no tenía techo para su ambición en este punto había llegado a un estado de inmensa felicidad porque se sentía en el lugar que se había propuesto. Él había nacido para eso, para vivir en medio de esa clase.

Hasta que ocurrió lo predecible, Bermúdez se enamoró de Clarita. Ella también ya lo estaba desde hacía tiempo. Le propuso conocer a sus padres y casarse. Él ya le había dicho que el suyo, única familia que tenía, había fallecido. El campo lo administraba un amigo de la familia y el solo auditaba las cuentas. Nunca iba al campo ni nunca iría, odiaba ese lugar.

Don Antonio Gomes Morales no era tonto como para dejar que su hija se casara con un desconocido que, para él, era de dudosa estirpe. No le sonaba el apellido Bermúdez Alsina. No pegaba. Todo se precipitó porque don Antonio tenía los mejores abogados de la ciudad que lo ayudaron a investigar a Gastón, o sea Bermúdez. Rápidamente se descubrió la patraña y con toda crudeza se lo comunicó a su hija. Para Clarita fue un mazazo en la cabeza. Ella estaba enamorada pero tenía escrúpulos como para estar con un delincuente. Así lo había catalogado su padre y ella pensaba que era un sociópata. La investigación llegó hasta saber de la verdulería del padre y de que estaba vivito y coleando.

Clarita le pidió a su padre tiempo para ver que hacía. Don Antonio fue inflexible. Le dijo que hablaría con Bermúdez, como ya sabía que se le conocía, y que después ella hiciera lo que quisiera, pero si decidía seguir con esa aventura seria fuera de la familia. Don Antonio sentó a Bermúdez en la sala y le contó todo lo que sabía. Le dijo en pocas palabras que si tenía algo de hombría debía alejarse de Clarita y dejara que ella buscara su destino con otra persona. Que no esperara que ella se lo dijera. Que desapareciera de allí inmediatamente y nunca más apareciera por el club de Polo, su negocio y el departamento de Clarita.

Por primera vez Bermúdez no tuvo respuesta. Había sido vencido por su ambición desmedida pero sobre todo por la mentira de una vida imposible. Le dejó el negocio a Willi, con las deudas y todo y se fue a Mataderos, a la casa de su padre, que lo recibió después de años de no saber nada de él.

¿Por dónde anduviste, hijo?

—Es largo de contar papá. Ser inmigrante en Europa es muy difícil.

Dicho eso se fue para su pieza y allí se dio cuenta que el último año se había estado levantando, todos los días, con el pie izquierdo.

En busca del destino

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