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Capítulo 3

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A Sid le gustaba ir andando a casa desde el bar. Eran las nueve, hacía una noche fresca de primavera y había trabajado un día completo. Casi nunca se quedaba hasta la hora de cerrar. Una de las otras camareras y Rob se arreglaban perfectamente cuando la clientela empezaba a disminuir. Los fines de semana se los dejaba a los hombres y a las mujeres más enérgicas. Normalmente trabajaba de lunes a jueves, pero estaba dispuesta a cubrir a alguien de vez en cuando si era necesario. Y, por supuesto, como su hermano era el dueño, tenía buen sueldo.

El bar le había salvado la vida. Mejor dicho, Rob la había salvado a ella. Y ahora servía comida y bebida y era amiga de todos. De matemática introvertida a camarera gregaria. Antes no sabía que podía ser tan feliz.

El tipo nuevo, Dakota, era un poco engreído. Sabía que era guapo. Ella había conocido a hombres como él y se había mantenido alejada. Él se hacía el sueco aunque las mujeres se le echaban encima. ¿Por qué? ¿Para hacerse el difícil? ¿Para dejar que las mujeres se pusieran en ridículo mientras él disfrutaba con sus atenciones? Si fuera capaz de confiar en algún hombre, tal vez se hubiera tomado tiempo para entenderlo. Pero de Dakota conocería solo lo que pudiera conocer con una barra grande separándolos.

Solo confiaba en un hombre: su hermano. Rob era el hombre más fuerte y genuino que había conocido. Cuando ella estuvo a punto de morir con el corazón roto, había ido a buscarla.

Había sido una época oscura y desolada. Su esposo la había dejado por otra mujer de la noche a la mañana. Habían estado juntos siete años. Ella le había pagado los estudios de Medicina y lo había mantenido durante la residencia y, al terminar esta, él la había dejado. Le había dicho que llevaba dos años con la otra mujer. Sid no había sospechado nada.

Eso no tenía que haber pasado. Tenían planes. Después de la residencia, él estudiaría para optar a una plaza fija y, después de eso, tendrían un hijo. Querían tener tres. Ella creía que estaban enamorados, pero, mientras se acostaba con ella, le hacía promesas a otra mujer. Sid sabía que no hacían el amor muy a menudo, pero ¿acaso el matrimonio y la rutina no eran así? Hablaban de su familia futura. ¿O los recuerdos de ella no eran reales? Con el cerebro plagado continuamente de ecuaciones, a menudo no detectaba cosas que ocurrían delante de sus narices. Sus amigos la llamaban «la profesora ensimismada». Cuando David la dejó, no tenía deudas pendientes con la Facultad de Medicina, no tenía deudas de ninguna clase. Eso era algo que sucedía lo bastante a menudo como para que se pudiera catalogar como una vieja historia. Uno de los cónyuges mantiene al otro mientras estudia una carrera y luego se divorcian. Era un tópico.

Pero Sid no tenía ni idea. Debería haber sabido que él no la quería. Tendría que haberlo percibido. Pero trabajaba mucho, pasaba muchas horas en el laboratorio, analizando y sorteando datos. Solo llevaban siete años casados y ya se sentía agradecida cuando David la dejaba en paz para que pudiera trabajar o descansar.

Pasó unos meses en shock. Paralizada por la incredulidad. Su única familia era Rob, y estaba criando a sus dos hijos solo. Se las arreglaban bien y estaba orgullosa de ellos. Hasta donde sabía, Rob no tenía novia, pero tenía a los chicos. Ella no tenía a nadie.

No se lo contó a nadie del trabajo, pero sus colegas no eran amigos de relacionarse socialmente. Algunas noches iban a tomar una copa, después de una semana especialmente agotadora. A veces se juntaban a desayunar o almorzar. No tenía ninguna amiga a la que llamar para llorarle. Sus compañeros eran un grupo de cerebritos, en su mayor parte introvertidos. Sid era de las pocas cuya personalidad tenía una ligera faceta social, pero también podía estar satisfecha concentrándose en su trabajo y dando rienda suelta a su imaginación. Su esposo estaba tan ocupado con la residencia médica, que ella no esperaba hacer mucha vida social. Cuando él la dejó, ella se percató de que casi nunca salían con amigos y, cuando lo hacían, solían ser doctores o personal del hospital.

Ella vivía como en una nube. Iba a trabajar, daba conferencias sobre computación cuántica y supervisaba un equipo especialmente entrenado en análisis computacional de ADN en la UCLA. Parecía que siempre estaban al borde de un descubrimiento. No había tiempo para relajarse ni para distraerse. Un ordenador cuántico que clasificaba y analizaba ADN en una décima de segundo y hacía proyecciones cromosómicas podía cambiar el mundo, eliminar defectos de nacimiento, curar enfermedades… Trabajaban con varias becas enormes del Gobierno y contribuciones de fundaciones y benefactores. Trabajaban con un plazo límite tras otro.

Ella estaba bastante arriba en la pirámide, en el escalón superior de un famoso equipo de investigación, con solo dos doctores por encima de ella. La gente acudía a ella con sus problemas, pero ella no podía ir al doctor Faraday, derrumbarse y pedir consejos personales. Él preparaba su trabajo para el Premio Nobel.

Por supuesto, le pagaban bien. Había ganado dinero suficiente para pagar su casa de tamaño medio en Los Ángeles, la Facultad de Medicina de David, cinco años de residencia, sus estudios avanzados, los gastos de los dos y dos vacaciones en siete años.

No hablaba de su matrimonio, o mejor dicho, de su divorcio. Cuando un grupo de programadores y analistas informáticos estaban juntos en una habitación, no solían hablar de sus sentimientos.

Una de las becarias notó que Sid perdía peso y parecía cansada. El doctor Faraday le preguntó si estaba enferma. «Porque no podemos permitirnos que enfermes», añadió. Ella le dijo que tenía problemas personales con su matrimonio, pero no especificó más y él soltó el tema como si fuera una patata caliente.

Sid empezó a sospechar que David no la había querido nunca, nunca había sido fiel y ella había estado demasiado ocupada y era demasiado inexperta en temas de amor y relaciones para darse cuenta. Recordaba la primera frase que él le había dirigido. «He visto un artículo sobre ti en LA Times, joven física que se abre paso en la computación cuántica». Probablemente pensó que había encontrado quien lo mantuviera.

David había iniciado el procedimiento de divorcio inmediatamente. Después de que ella lo hubiera mantenido, quería la mitad de todo lo que habían reunido. La mitad de los ahorros, de la casa y de la pensión de ella. Él se iba a quedar con todo lo que tenía y ella se vería obligada a empezar de cero. Sabía que debía buscarse un abogado, pero no podía moverse. No podía funcionar. No podía salir de la cama. Sus alumnos y compañeros de trabajo le escribían emails, pero ella no abría el ordenador. La llamaban y no contestaba al teléfono. No abría la puerta. Hasta que una vecina mayor, que le había cuidado la casa en una ocasión en la que había ido a visitar a Rob, había llamado a su hermano.

—¿Sidney está allí contigo? —le había preguntado.

—¿Conmigo? No. Le he dejado un par de mensajes y no me ha llamado, pero Sidney es así a veces. Cuando está muy atareada en la universidad, no presta atención a nada.

—Desde que la dejó David…

—¿Qué? —había gritado Rob.

—¿No lo sabías? Ella no quiere hablar de eso, pero ahora estoy preocupada. Está muy delgada y parece estar sufriendo. Hace días que no la veo y no abre la puerta. Tengo miedo de que se haya hecho algo. Su esposo no ha vuelto por aquí y ella no me dijo que pensara irse.

—¡Santo cielo! Llame a la policía. Que echen la puerta abajo, pero, por favor, asegúrense de que está allí y está bien. Tomaré el primer avión.

Cuando llegó Rob, a Sid se la habían llevado al hospital en una ambulancia. Le metieron suero por una vía para hidratarla y la medicaron. Pero estaba destrozada mental y emocionalmente. Rob se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.

—Sid, ¿qué intentabas hacer? —preguntó.

Ella tardó mucho en contestar.

—No sé —dijo al fin—. No sabía qué hacer.

Tenía la sensación de haber fracasado de un modo tan absoluto que no podía moverse. No era solo que su matrimonio no funcionara. Era también que podía tener mucho éxito en su trabajo y no darse cuenta de que el matrimonio no funcionaba.

Rob la tomó en sus brazos y lloraron juntos.

Los doctores querían dejarla en el hospital, en la planta de psiquiatría. Pero Rob negoció con ella para buscar una buena clínica en Colorado. Ella necesitaba medicación y terapia. Rob la llevó a su casa, después de una estancia breve en el hospital, y le buscó un psiquiatra. Contrató a un abogado que la defendiera y la ayudara durante el divorcio. Ella empezó a recuperarse día a día y hora a hora. No fue ni fácil ni rápido.

Sid nunca había sido muy emotiva y, desde luego, no era una romántica. Era una científica, una mujer pragmática que vivía en un mundo de ecuaciones y computaciones. Pero había aprendido lo peligroso que podía ser un corazón roto. Y también lo horrible que era no tener familia, carecer de vínculos emocionales fuertes.

Había tenido un colapso emocional y lo que había aprendido era tan ridículamente sencillo que se había sentido aún más tonta. No llevaba una vida equilibrada. Había estado completamente absorta en un trabajo difícil, cansada físicamente, sin tener amor en su vida, se había aislado y se había quedado sin defensas.

Y se había desmoronado.

Rob la llevó al bar, al principio para que echara una mano o comiera con los chicos. Con el tiempo, ella fue entrando en el trabajo, conociendo a los clientes, haciéndose amiga de los demás empleados, aprendiendo a conocer a la gente del pueblo. Eso se había convertido en su vida.

Seguía viviendo con su hermano y sus sobrinos. Rob y ella trabajaban juntos para procurar que los chicos tuvieran todo lo que necesitaban y el apoyo completo de figuras materna y paterna. Sean y Finn eran listos, atléticos y divertidos. No les faltaba mucho para ir a la universidad.

—Nos vamos a convertir en una de esas parejas raras de hermanos a los que nadie entiende y que viven juntos hasta que son viejos sin cambiar nada —bromeaba Sid.

En el pueblo no sabían todo lo que había sufrido. Estaba divorciada, como mucha otra gente. Solo sabían una pequeña parte de lo que había tenido que pasar Rob enterrando a una esposa joven cuando sus hijos solo tenían seis y ocho años.

Había algo que seguía atormentándola. ¿Cómo podía su exmarido haberla tratado con una crueldad tan egoísta, haberla utilizado, haberla abandonado y seguir durmiendo por la noche? Intentaba no pensar mucho en eso, porque le entristecía. No pasaba por una persona triste. Caía bien y la consideraban inteligente, divertida y servicial.

En Timberlake había bastantes hombres atractivos y agradables. Y la invitaban a salir a veces. Pero ¿podía volver a ser amiga de un hombre? Probablemente no.

Aunque se había jurado una cosa. Jamás volvería a permitirse volver a estar tan aislada y a trabajar tanto. Pensaba rodearse de familia y amigos. Amigos, no amantes.

Cuando Cal volvió de Denver, Dakota había firmado el contrato de alquiler, se había llevado sus pocas pertenencias y había firmado un contrato con el condado para recoger basura a media jornada, empezaría diez días después. Antes tenía que hacer unos días de entrenamiento, aunque no sabía qué había que entrenar para recoger basura y confiaba en que le dejaran conducir el camión grande.

—¡Caray! —exclamó Cal—. Esto casi suena a que te vas a quedar una temporada.

—Una temporada —repuso Dakota, sin comprometerse.

—¿Me vas a enseñar tu casa?

—Claro que sí. Cuando tú quieras.

—Pues vamos.

Cal saltó al Jeep y tardaron quince minutos en llegar a la cabaña del bosque. Dakota cruzó el puente despacio.

—Me han dicho que este arroyo crece en primavera. Si las cosas se ponen muy feas, supongo que tendré que saltar con pértiga para volver a casa.

—Esto es muy mono —comentó Cal.

—Cuidado con lo que dices. Esto es muy viril.

—Eso también —asintió Cal.

—Acabo de comprar dos tumbonas de lona. Podemos sentarnos en el porche, tomar una cerveza y observar a los ciervos y los conejos.

Entraron y Cal admiró los suelos de madera, los electrodomésticos, la mesa grande y la chimenea de piedra.

—No está nada mal —declaró.

—Me gusta —repuso Dakota.

—Un poco solitario, ¿no crees?

—Eso es lo que más me gusta —contestó Dakota—. Pero resulta que tengo WiFi. No sé si funcionará bien, pero, si no lo hace, pasaré mucho tiempo en tu casa. O la de Sully. O la de Sierra. ¡Eh!, ¿cuándo se casa Sierra?

Cal lo miró sorprendido.

—¿Te preocupa eso?

—No, pero quiero estar seguro de que cuidan de ella, ¿sabes?

Cal puso los brazos en jarras.

—No, no lo sé. No te has comunicado casi nunca, ¿y ahora te preocupas de la gente?

—Para ser sincero, nunca pensé que viviría cerca de la familia. Y no me disgusta —declaró Dakota con una sonrisa.

—¿Por qué no se te había ocurrido antes? —preguntó Cal.

—¿En serio? Vamos a ver. No solo era que yo estaba en el Ejército, sino que tú estabas en Michigan. ¿Qué pasa? ¿El Polo Norte estaba lleno? Papá estaba en la zona oscura, mamá estaba básicamente allí con él y Sierra era una alcohólica. ¿Estás sugiriendo que podía haber ido a vivir cerca de Sedona para que pudiera dirigir mi vida?

—Tienes algo de razón —comentó Cal.

—¿Cómo iba a saber que Sierra y tú os instalaríais en un lugar tan agradable?

—Yo tampoco lo había previsto. Vine a hacer senderismo. Era la época y buscaba el lugar apropiado para esparcir las cenizas de Lynne…

—¿Y acabaste en el camping de un hombre mayor, que tenía una hija guapísima que encima era neurocirujana? ¿Esas cosas pasan?

—Supongo que hice algo bien —repuso Cal—. ¿Necesitas algo? ¿Podrás vivir aquí?

—No necesito nada.

—Aún no has empezado a trabajar y solo es media jornada. Si necesitas algo, solo tienes que decirlo.

Dakota alzó una mano.

—Me fui de casa hace diecisiete años. He sobrevivido sin ayuda, ¿no?

—Supongo que siempre di por supuesto que el Ejército se ocupaba de ti —respondió Cal—. La verdad es que no nos criamos entre algodones, ¿verdad? Y si hay algo que descubrimos pronto es que no había mucha ayuda disponible. Un buen entrenamiento para buscarte la vida.

—Eso me recuerda algo. ¿Aquí todo el mundo sabe dónde crecimos?

—¿Todo el mundo? No creo que todo el mundo conozca los detalles. Las personas próximas lo saben. Llevé a Maggie a la granja a conocer a nuestros padres antes de casarnos, para darle una última oportunidad de salir corriendo.

—¿Y no huyó?

—No. La tolerancia y la compasión de Maggie sobrepasan todo lo que he conocido. Es una de las cosas que amo de ella.

Dakota no miraba a su hermano, pero sí sentía los ojos de Cal fijos en él.

—Desperdicias mucha energía alimentando todavía tu enfado con ellos —dijo este.

—No fueron unos padres maravillosos exactamente —repuso Dakota—. Y no es porque fuéramos pobres. Ser pobres y mantenerse unidos es algo honorable. Ellos eran negligentes. Jed tendría que haberse medicado. Marissa debería haber insistido en ello.

—¿Sabes lo que dijo Maggie de eso? Que ha visto a mucha gente rehusar tratamiento médico por distintas razones. A veces el tratamiento les resulta peor que la enfermedad, a veces tienen miedo, a veces se han reconciliado con su disfunción y saben vivir con ella. Quizá no fuera el mejor padre, pero Jed es un alma gentil. Loco, pero tierno. Asustado de su propia sombra, pero amable. Siempre ha sido muy bueno de corazón.

—Mientras hablaba de su diseño del Apolo 13, de su nominación para el Nobel o de cualquier otra alucinación.

—Mi favorita era cuando se preparaba para un informe de seguridad —contestó Cal con una risita.

—Yo todavía no quiero reírme de eso —declaró Dakota.

—Vamos a probar tus sillas del porche y ver si podemos hablar de cosas que te resulten más agradables.

Se sentaron y charlaron un rato de temas generales. Del pueblo, del camping de Sully… Cal le contó que este había tenido un infarto un par de años atrás y, desde entonces, la gente que lo quería, Maggie, Sierra, Connie o él mismo iban a verlo regularmente y a ayudar en los trabajos del Crossing. Dakota se había unido al grupo y pasaba a menudo por allí a ayudar.

Al caer la tarde, llevó a su hermano a su casa y se dirigió al pueblo. Aparcó calle abajo y fue andando al pub. Se sentó en la barra y no tardó en acercarse Rob. Charlaron un momento mientras este le servía una cerveza, pero no había ni rastro de Sid. Dakota empezó a beber despacio y al final oyó que otro cliente le preguntaba a Rob:

—¿Sid tiene el día libre?

—Normalmente no. Los chicos tenían pruebas de béisbol y alguien tenía que llevarlos, así que su tía Sid se ofreció. Le dije que se tomara el día libre, puesto que de todos modos se iba a ir pronto.

Dakota entonces recordó que ella dejaba los fines de semana al otro barman y la camarera, porque había mucho ajetreo. Le agradó saber eso, porque a él tampoco le gustaban los bares llenos y ruidosos. Pero tendría que esperar hasta el lunes para volver a verla. Podía probar el domingo, pero estaba casi seguro de que le había dicho que su horario habitual era de lunes a jueves.

Pasó el fin de semana con su familia. Cal y Maggie ofrecieron una gran cena el sábado por la noche en su casa porque Connie no trabajaba y estaban todos libres. Era finales de marzo. La tienda del camping todavía cerraba temprano y solo había una pareja de intrépidos campistas. A Sully le gustaba acostarse antes de las nueve, así que se marchó pronto, pero los demás jugaron al póquer hasta medianoche.

Y por fin llegó el lunes. Dakota hizo sus cálculos y se presentó en el bar entre el almuerzo y la hora feliz. Se sentó en su sitio de siempre. El lugar estaba desierto. Esperó a que apareciera Sid por la puerta giratoria de la cocina. Le sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa de un modo inconfundible y le puso una servilleta delante.

—¿Y qué vas a tomar hoy? —preguntó.

—Una cerveza —contestó él—. ¿Cómo te ha ido?

—¿A mí? Bien —ella estiró el cuello para mirar por las ventanas—. ¿Esperas compañía hoy?

—No. He aparcado detrás del café y he venido andando. Estoy de infiltrado.

Eso la hizo reír. Le llenó un vaso de cerveza.

—No sé por qué te rebelas. Alyssa es simpática. Y la otra es muy guapa y está dispuesta a invitarte a cenar. Y supongo que a otras cosas.

—Ya te lo expliqué —dijo él—. Problemas. Y Alyssa parece muy joven.

—No es tan joven —contestó Sid—. Piénsalo bien. ¿Y tú qué? ¿Cómo te ha ido?

—Bien. Creo que podríamos celebrar mi nuevo empleo.

A ella se le iluminó el rostro.

—Felicidades. ¿Y qué vas a hacer?

Él levantó su cerveza y tomó un trago.

—Recoger la basura.

Sid se echó a reír, y a Dakota le pareció un sonido maravilloso.

—Justo lo que planeabas.

—Pagan bien. Primero tengo que pasar un programa de entrenamiento. Al parecer hay que aprender cosas sobre la basura. Espero que me dejen conducir ese camión grande.

Ella se apoyó en la barra.

—Eso probablemente sea para un puesto más alto.

—Tengo experiencia. He conducido MRAP enormes. Son esos vehículos militares gigantescos resistentes a las minas y a las balas que transportan tropas por el desierto. Seguro que puedo aparcar un camión de la basura en paralelo.

Sid volvió a reír. Dakota podía hacerla reír. Eso era un comienzo.

—Puede que acabe siendo su camionero estrella.

—Después del entrenamiento —le recordó ella.

—Apuesto a que soy el primero de la clase —él sonrió—. No creo que haya que tener una beca Rhodes para pasarlo.

Ella pareció ponerse alerta.

—¿Por qué dices eso? —preguntó.

—Era una broma. Y tú has tenido una reacción extraña.

—¿Qué es una beca Rhodes exactamente?

—Es una beca que incluye un par de años en Oxford —contestó él. Miró la cara de ella y se echó a reír—. ¡Eh!, que sea barrendero no…

—¡Ah! —ella limpió la barra—. El Ejército ha debido de educarte muy bien.

—En cierto modo sí. Tienen programas educativos para soldados. Cuando estaba en Estados Unidos, los aprovechaba.

Sid tardó un momento en hablar.

—Me parece que estás demasiado cualificado para recoger basura.

Él enarcó una ceja.

—¿Y tú? ¿Fuiste a la universidad?

Ella sonrió.

—¿Para qué? Me encanta este trabajo —dijo—. En serio, puede que sea el mejor trabajo que he tenido nunca. Excepto una vez que trabajé de canguro para una pareja rica que se llevó a la familia a Francia y me llevaron con ellos para cuidar de los niños. Eso estuvo muy bien.

—¿Cuándo sales de trabajar? —preguntó él.

—¿Por qué?

—Porque me gustaría invitarte a una copa, un café o algo. Porque no me interesan Alyssa ni Neely con su cena en Hank’s o en Henry’s o como se llame, pero creo que me gustaría conocerte mejor.

Alyssa miró a su alrededor.

—Pues mientras haya poca gente y termino mis tareas detrás de la barra, podemos conocernos. Yo no tengo citas. Y, sobre todo, no salgo con clientes.

—No tenemos por qué considerarlo una cita.

—Me caes bien, Dakota, pero no. La respuesta es no. No me interesa salir con nadie. Ni siquiera a tomar un café.

—Podría contarte todas las veces que me metí en líos en el Ejército. Y tú me contarías tus historias de canguro. Podrías hablarme del pueblo y yo a ti de la basura.

—En serio —insistió ella—. ¿Voy a tener que llamar a mi hermano mayor?

Él se dio un puñetazo en el pecho.

—¡Dios mío! ¡El hermano mayor no!

—No seas listillo.

Dakota soltó una risita.

—Está bien. ¿Me pones una Juicy Lucy con jalapeños?

—¿En su punto?

—Sí, por favor.

—Eso está mejor. Disfruta de la cerveza y no me causes problemas.

—No se me ocurriría. ¿Qué has hecho el fin de semana? Tus días libres.

Sid no contestó, sino que tecleó el pedido. Dakota notó que no estaba segura de que fuera buena idea hablar de cosas personales. Luego ella regresó.

—Hice la colada, llevé a los chicos a la tienda a comprar material deportivo, fuimos a caminar, preparé su cena de sábado favorita, vi dos películas y leí un libro.

—¿Un libro entero? —preguntó él.

Ella hizo una mueca.

—¿Qué has hecho tú?

—Tuvimos una cena familiar. Tengo familia aquí. ¿Te lo había dicho?

—Un hermano, dijiste.

—Un hermano, una hermana, una cuñada y su padre, un cuñado en potencia y una sobrina de seis meses. Cenamos y, cuando Sully se fue a casa, jugamos al póquer hasta medianoche.

Sid lo miró sorprendida. «¡Bingo!», pensó él. Su intención era no hablar de su vida privada en el pueblo por el momento, pero había sido problemático conseguir la atención de ella.

—¿Eres pariente de Sully? —preguntó Sid.

—¿Lo conoces?

—Todo el mundo conoce a Sully.

—Entonces seguramente conocerás a Cal, a Maggie, a Sierra y a Connie. Son mi familia.

—No me lo habías dicho. Los considero a todos amigos. No socializamos, pero nos vemos de vez en cuando. A Sierra la veo más, porque las dos trabajamos en el pueblo. Umm.

Él sonrió.

—¿Ahora puedo invitarte a un café?

—No.

—¡Pero mi familia te cae bien!

—Cierto. Y tú eres muy simpático, pero buscas una mujer, no una amiga.

—Eso no puedes saberlo.

—Lo sé.

—¿Y si te doy mi palabra de que podemos ser amigos?

—Voy a buscar a Rob —ella se volvió como para salir.

—Está bien, me rindo —declaró él—. Dime dónde hay lugares buenos para caminar por aquí.

—¿No has tenido bastante de eso en el Ejército? La casa de Sully está en medio de algunos de los mejores senderos. Cuando te canses de esos, vete a Boulder. Hay unas vistas increíbles.

—¿Tus sobrinos hacen senderismo?

—Necesito esposas y grilletes para conseguir que se limiten a andar. Quieren correr, escalar y colgarse de acantilados. Hacer más ejercicio. Son atléticos y a su edad las hormonas están empezando a hacer efecto. Tienen mucha energía.

—¿Y cómo van con los estudios? Ya sabes, en el tema académico.

—Muy bien. Mientras vayan bien, no les sermoneamos. Son críos. Los dos ayudan aquí y en casa. Son buenos chicos.

—O sea que toda la familia trabaja en el bar —dijo él.

—Los chicos no pueden estar en la barra, son menores. Pero hay muchas otras cosas que hacer por aquí. ¿Y tu familia? Sé lo que hace Sierra. Y Connie. Los policías y los bomberos vienen mucho por aquí.

—Todos ayudamos a Sully, sobre todo en primavera. Se está preparando para el verano, cuando el camping estará siempre lleno. Y, después de un largo invierno, hay mucho que hacer. Cal trabaja como abogado y tiene algunos clientes y Maggie trabaja en Denver tres o cuatro días a la semana. Y está también Elizabeth, que es muy lista. Intentan convencerme de que haga de canguro solo para ver lo que hago por librarme.

—¿No te gustan los niños?

—Los niños son geniales, pero no cambio pañales. Y, si me dejan solo con ella, sé que tendré que acabar haciéndolo.

—Quizá algún día tengas hijos propios. ¿Y entonces qué?

—No cuento con eso, pero, si ocurre, la mamá del bebé tendrá que entrenarme. Yo no tengo experiencia.

—O sea que sois tres hermanos.

—Somos cuatro —corrigió Dakota—. Cal es el mayor. Luego viene una hermana y Sierra es la pequeña.

—¿Tienes una hermana mayor que tú?

—Sí. Sedona. Dos años menor que Cal y dos años mayor que yo. Cal en realidad se llama California Jones.

—Es bastante sorprendente —comentó ella—. ¿Había algún significado en esos lugares? ¿Algo especial?

—Creo que no. Nunca he estado ni en Dakota del Norte ni en Dakota del Sur. Pasamos algún tiempo en California. Mis padres eran… ¿cuál es la palabra amable? Bastante hippies, a falta de una descripción mejor. Nos pusieron nombres de dos estados, una ciudad y una cordillera.

—Eso es muy interesante.

—Pasé la mayoría de mi infancia en una granja de Iowa —dijo él—. Los chicos de esa zona no lo encontraban interesante, lo encontraban raro.

—Supongo que en Iowa no tienen imaginación —repuso ella—. A mí me parece encantador. Interesante y encantador.

Dakota pensó que era una persona muy amable. Y extremadamente sexi con aquellos vaqueros. Él iba a tener que ser paciente, pues sospechaba que a ella le atormentaba algo.

—Deja que te pregunte una cosa —dijo—. ¿Por qué tienes esa aversión a las citas, incluso las más inocentes?

—¿Vas a empezar otra vez con eso?

—No quiero discutir. Pero, en serio, ¿por qué una decisión tan firme? ¿Hay alguna razón concreta? Si me lo dices, eso podría ayudarme a entenderlo y a no tomármelo como algo personal.

Sid suspiró.

—Un divorcio desagradable. Cicatrices del divorcio. ¿Lo entiendes ahora?

Dakota se encogió de hombros.

—Claro que sí. Pero nunca he oído hablar de un divorcio agradable. Ni tampoco he oído a nadie cantar de alegría después de uno.

—Tú eres afortunado. No has tenido esa experiencia.

—No me he divorciado, no. He tenido un par de rupturas y estoy de acuerdo en que son muy duras. Pasé mucho tiempo pensando cómo podría haberme dado cuenta de que iban a terminar mal. Al final, acababa por pasar página —dijo él. Tomó un trago de cerveza—. Supongo que todavía no estás en ese punto.

Rob salió de la cocina con su almuerzo.

—Hola, Dakota. ¿Cómo te va?

—Muy bien, Rob. ¿Y a ti?

Antes de que pudiera contestar, se adelantó Sid.

—Rob, ¿sabías que Dakota es uno más de la familia Jones? Cal, Maggie, Sierra y, por asociación, Sully, Connie, y puede que haya más.

—Sí —respondió su hermano—. ¿Tú no lo sabías?

—¿Y sabías que los Jones tienen nombres de estados, ciudades y montañas?

—No sé si me había dado cuenta —contestó Rob—. Disfruta la hamburguesa, es la favorita de Sid —dio media vuelta y se alejó.

Dakota tomó un mordisco grande, masticó y tragó.

—A tu hermano le caigo bien —dijo.

—Eso no te va a servir de mucho —contestó ella.

Dakota entró en una rutina tranquila y satisfactoria. Trabajaba tres días a la semana y tenía libre de domingo a miércoles. Empezaba al amanecer, fichaba a las cinco de la mañana y salía a las tres de la tarde. Le dijeron que durante el verano quizá podría trabajar un día más y tener más beneficios, pero eso no le preocupaba. Tenía su seguro de veteranos y una cuñada doctora. Tenía tiempo de sobra para ayudar a Sully y se las arreglaba para cenar en el pub asador al menos dos noches por semana. Veía a Cal y a Sierra de vez en cuando, hacía compañía a Sully en ocasiones y, aunque Tom no tenía mucho tiempo libre, se las arreglaron para tomar una cerveza en casa de Sully un par de veces.

Con abril llegaron las primeras flores y los primeros campistas, y el florecimiento de su amistad con Sully. Primero Sierra y después Dakota habían encontrado en él al padre cuerdo, filosófico y cómico que no habían tenido. En el caso de Dakota, eso empezó el día que le dijo a Sully:

—Supongo que sabes que nos criamos recolectando verduras con inmigrantes, viviendo en un autobús y sin ir al colegio como es debido.

—Por Dios que no consigo averiguar cómo pudo salir bien eso —contestó Sully, rascándose la cabeza casi calva.

—No salió bien. Fue horrible.

—Y, sin embargo, mira cómo habéis acabado —respondió Sully—. Todos habéis terminado bien. No solo sobrevivisteis, sino que lo bordasteis. Pero si hubiera un manual de educación de niños que sugiriera que ese tipo de crianza podría ser un éxito… —Sully movió la cabeza.

—Es bien conocido que siempre habrá un bastardo con suerte que superará la pobreza y la ignorancia y, a pesar de tenerlo todo en contra, acabará bien —declaró Dakota.

—Eso lo sé. De vez en cuando, un chico escapa de la pobreza y de una familia sin estudios y le va bien. Pero ¿el clan Jones? Hasta donde puedo ver, sois cuatro y los cuatro, no solo habéis sobrevivido, sino que habéis sobresalido.

—Pura suerte, supongo.

—Ahí también hubo educación —comentó Sully—. Tu madre, quizá tu padre en sus días buenos, o ellos entre sí. De algún modo pasó. Yo no podría haberlo hecho.

Dakota rio.

—No, no podrías. ¡Tu hija es Maggie!

—Oh, yo no tengo mérito en eso —respondió Sully—. La criaron su madre y su padrastro. La madre de Maggie me dejó cuando ella era pequeña y se la llevó. Yo les había fallado, ¿sabes? Aunque Phoebe, mi exmujer, no era ningún tesoro, ¿eh? Ahora nos mostramos cordiales por Maggie, pero no es ningún secreto que preferiríamos vivir en planetas distintos. Esa mujer es insoportable. Su esposo, Walter, un verdadero señor, no solo la soporta, sino que lo hace de un modo muy generoso. Es un santo.

Dakota soltó una risita. Tanto Maggie como Cal le habían dicho que la tal Phoebe era bastante irritante.

—¿Y tú no volviste a casarte? —preguntó.

—¿Para qué tentar al destino? —contestó Sully—. Ya demostré la primera vez que carecía de criterio en lo relativo a las mujeres. La conocí y me casé con ella en menos tiempo del que tarda en secarse la pintura. Eso te dará una pista.

—Pero ¿no te sientes a veces un poco solo?

—¿He dicho que nunca haya estado con una mujer? Hasta yo te puedo decir que a veces estar con una mujer hace que ciertas cosas sean mejores. No le digas a Maggie que te he dicho esto. Intentará imaginárselo y eso la alterará. Pero he tenido amigas a lo largo de los años. Un hombre sabio conoce sus limitaciones, hijo. Recuérdalo.

—Lo haré —dijo Dakota. Pero no pudo evitar echarse a reír.

Se juró recordar eso, pero siguió yendo a cenar al pub dos o tres veces por semana. Cuando Sid lo veía llegar, sonreía un poco y movía la cabeza. Se daba cuenta de que él era incansable. Ella le gustaba. Y notaba que uno de los problemas que tenía ella en ese momento era que él también le gustaba. Aunque quizá eso fuera decir demasiado. Se divertía con él. Fuera lo que fuera lo que le había hecho su esposo, debía de ser tan taimado que ella temía que, bajo la superficie de todos los hombres buenos, hubiera un monstruo. ¿Por qué, si no, le iba a resultar tan terrible la idea de tomar un café?

Pero Dakota era un hombre paciente. Pasó el mes de abril adaptándose al mundo de recoger basura. El primer par de semanas iba subido en el lateral del camión y recogía la basura esparcida mientras un hombre llamado Lawrence conducía y volcaba los cubos. Lawrence tenía cuarenta y siete años, pero parecía mucho mayor. Tenía muchas canas, una esposa y seis hijos. Cuando hablaba de su esposa, siempre lo hacía con una risita de apreciación y moviendo la cabeza «Oh, Benita ha hecho los mejores tacos que he comido jamás». O «Maldición, esa mujer les enseña el puño a los chicos y ninguno se atreve a responderle a su madre». En resumen, Lawrence tenía una buena vida, normal y feliz, con los problemas habituales. Dakota quería trabajar siempre con él. Pero también quería conducir el camión.

—Eso lo harás muy pronto —le decía Lawrence.

Abril estuvo lleno de lluvia y flores. Recoger basura con lluvia era igual que sin ella, pero más húmedo. Y, a medida que pasaban los días, a Dakota le parecía que Sid empezaba a ablandarse un poco con él.

Una reunión familiar

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