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Capítulo 4

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Tom Canaday era un hombre feliz en general, siempre optimista y positivo incluso en los momentos duros. Esa era su naturaleza. Su padre era igual y su madre podía preocuparse a veces, pero también era positiva y servicial. Últimamente, su felicidad había subido varios grados porque tenía a una buena mujer en su vida.

Tom se había casado muy joven con su amor del instituto. Habían tenido cuatro hijos, lo cual habría sido difícil para cualquiera. Zach, el más joven, estaba todavía en pañales cuando Becky los dejó y Tom se convirtió en padre soltero y trabajador. Si no hubiera sido porque sus padres, su hermano y su cuñada le echaban una mano de vez en cuando, no habría podido arreglárselas. Habían pasado diez años desde que se fuera Becky y Tom era el primero en admitir que le había costado mucho pasar página, pero ya se consideraba libre a nivel sentimental. Había cortado por completo su vínculo emocional con Becky.

Y al cortar ese vínculo, se había fijado en Lola. Fijado en ella en un sentido diferente, pues en realidad la conocía desde siempre. Los dos habían crecido cerca de Timberlake y habían ido a los mismos colegios. Los dos se habían casado y divorciado jóvenes. Y se veían continuamente por el pueblo. Lola trabajaba a jornada completa en Home Depot, donde Tom compraba muchos suministros de construcción, y además también media jornada de camarera en el café, adonde él iba de vez en cuando.

Llevaba más de seis meses cortejándola, aunque era muy difícil que dos padres solteros encontraran tiempo para salir. Pero, cada vez que la besaba, quería más. Lola le parecía la más hermosa de las mujeres. Era fuerte e independiente, pero su fuerza y su independencia no la habían vuelto amargada. Era amable y compasiva. Cuando él conseguía abrazarla y olía su piel dulce, se excitaba. Ella llenaba sus brazos con suavidad y a él le encantaba sentirla contra sí.

Pero sus horarios eran imposibles. Tenían que conformarse con el tiempo, poco, que podían conseguir de vez en cuando, a veces para ir a ver una casa en venta. A los dos les encantaban las reformas. De hecho, habían descubierto que tenían muchas cosas en común, pero querían llevarse bien y todavía no habían encontrado la oportunidad de pasar muchos ratos juntos.

Tom Canaday llamó a la puerta de Lola el jueves a las diez de la mañana. Cuando ella abrió con una gran sonrisa, él le dio una cajita envuelta como regalo.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, aceptándola.

—Ábrelo.

—¡Ay, Tom! Tú siempre eres muy considerado —ella retiró la cinta—. Y siempre estás pensando en otros.

—¡Ah, sí! Yo soy así.

Lola abrió la caja y frunció el ceño.

—¿Qué es esto?

—Ya sabes lo que es.

Ella sacó el objeto de la caja.

—¿Un pestillo? —preguntó Lola, confusa.

—Para la puerta de tu dormitorio —explicó él—. Y he instalado uno igual en la del mío.

—No creo que hoy nos sorprenda ninguno de los chicos —contestó ella, riendo—. Los dos están en clase. Cole en la universidad y Trace en el instituto.

—No pienso correr riesgos.

—Nunca abren la puerta de mi dormitorio —dijo ella—. Les da terror verme en ropa interior.

—Esto va a ser diferente —contestó él—. No habrá ropa interior. Y puede que oigan ruidos y los confundan con gritos de dolor —sonrió—. No será dolor.

Ella dejó la caja, puso las manos en las mejillas de él y le dio dos besos sonoros. Él la abrazó y la besó con precisión. Le separó los labios con los suyos y profundizó el beso, gimiendo cuando sus lenguas empezaron a jugar. Deslizó la mano sobre el trasero de ella y la estrechó contra sí. El beso siguió y siguió durante mucho tiempo. Tom tuvo que esforzarse para apartarse.

—Lola, rápido, dame tu caja de herramientas.

—Tú sí que sabes enamorar a una mujer —comentó ella.

No pudo evitar reír mientras iba a buscar la caja. Había hecho muchas reparaciones y reformas por sí misma, así que sabía bien lo que necesitaban. Cuando volvió, él había sacado el pestillo del paquete y ella empezó a pasarle las herramientas. Primero el destornillador para retirar el picaporte antiguo, luego el cincel y el martillo para alargar el agujero en la puerta.

—¡Ojalá hubiera hecho esto antes del beso! —gruñó él—. Debo decir que es la primera vez que coloco un pestillo empalmado.

—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó ella.

—Dos minutos más o menos —contestó él.

—Eso no —repuso ella con una carcajada.

—¿Te refieres a desde que he estado con una mujer? —quiso saber él.

—¡Ah, vaya! Quizá deberíamos hablar de con quién más lo haces.

Él la miró por encima del hombro y enarcó una ceja.

—Mi mano izquierda —dijo—. Créeme, no tienes motivos para estar celosa.

—Tom —lo riñó ella.

—Hace mucho tiempo —repuso él, empezando con los tornillos.

Ella dejó la caja de herramientas donde él pudiera alcanzarla y se apartó. Él gruñó un poco con un tornillo testarudo, pero trabajó con rapidez. Cerró la puerta, giró el pestillo y lo probó, intentando abrirlo.

—Todo un éxito —dijo.

Pero cuando se volvió, ella no estaba allí.

—¿Lola?

Ella salió al umbral del cuarto de baño ataviada con una bata negra de satén. Él se quedó sin aliento.

—¡Huy! —exclamó. Se pasó una mano por la cabeza.

¡Era tan voluptuosa! No era delgada ni bajita. Medía casi un metro ochenta y era una mujer grande. Cuando empezaron a salir, ella le había confesado que se avergonzaba un poco de su figura y se consideraba gorda. Tom la había convencido de que le encantaba su figura, le gustaba su suavidad y que podía llenarse los brazos con ella. Era prieta de carnes, rosada y olía divinamente. Quería acariciarla desde el pelo moreno rizado hasta los dedos de los pies.

—¡Dios santo! —exclamó.

Y empezó a quitarse la ropa con frenesí. En el último segundo, viendo que ella seguía con aquella preciosa bata negra, él se dejó los boxers. Pero, antes de ir a la ferretería a comprar el pestillo, los había elegido cuidadosamente. Eran sus mejores calzoncillos.

—¡Eres preciosa! —exclamó. Le alzó la barbilla para besarla al tiempo que le desataba la bata con la otra mano y se la abría—. ¡Madre mía!

Ella rodó los hombros hacia atrás y la bata cayó fácilmente al suelo. Y quedó desnuda.

—Llevaban seis meses saliendo y, aunque todavía no habían hecho el amor, sí habían hablado mucho y se habían acariciado. Estaban preparados en todos los sentidos menos en uno. No habían estado tumbados juntos sin ropa.

—¿Por qué llevas esto? —preguntó ella, tirando de la cinturilla de los boxers.

—¿Para qué me voy a molestar en quitármelos? —preguntó él, estrechándola en sus brazos—. Puedo atravesarlos sin problemas.

Ella le tomó la mano y cayeron sobre la cama, tumbados lado a lado, abrazados y besándose como adolescentes, recorriendo con las manos el cuerpo del otro. Lola suspiraba, Tom gemía y los labios de ambos se movían. Él le besó los hombros, los pechos y el vientre. Ella le acarició el trasero y los muslos y se las arregló para quitarle los calzoncillos. Luego él se puso encima, le abrió las piernas con una rodilla y se fue acercando más y más. Se inclinó sobre ella y sonrió contra sus labios.

—Puede que quede en mal lugar —dijo—. Estoy un poco tenso.

Ella negó con la cabeza.

—No te preocupes por hacerlo perfecto, ¿de acuerdo? Hemos tenido que esperar mucho.

—Conozco a gente que ha esperado más —repuso él.

—Pero nosotros tenemos cuarenta años —le recordó ella—. Y somos cada día más viejos.

—Tienes razón —susurró él, antes de penetrarla—. ¡Santo cielo! Tengo la sensación de que estás hecha para mí.

Lola suspiró y le cubrió el rostro de besos.

Tom se movió y después ambos se movieron juntos, la cama chirrió, ellos se abrazaron y todo fue muy rápido. Los dos llegaron juntos al orgasmo, gimiendo y luchando por tomar aire, y después volvieron lenta y suavemente a la tierra. Él no podía apartar los labios de los de ella, ni siquiera se le pasó por la mente apartarse, simplemente se apoyó en los codos para no cargarle todo su peso a ella.

—Tienes los labios más suaves de toda la creación —le susurró—. Tienes el cuerpo más dulce y las pestañas oscuras más hermosas.

—¿Cómo lo haces? —preguntó ella—. ¿Cómo te las arreglas para hacer que siempre me sienta tan guapa?

—Porque lo eres —susurró él—. Eres la mujer más guapa que conozco. Y te quiero —volvió a besarla—. Espero que esto haya estado bien para ti, porque yo estoy en el paraíso.

Ella rio con suavidad.

—Ha estado bien. Mejor dicho, ha sido maravilloso.

—Para mí ha sido perfecto —Tom se movió un poco—. No me voy.

—Está bien así. Ahora mismo me siento muy segura. Segura y satisfecha.

—Me alegra mucho oír eso.

—Ese pestillo te ha excitado mucho.

—No ha sido el pestillo —él se acercó más a ella—. Por favor, no dejes que me duerma.

—Tom, deberíamos hablar de algo.

—¿Qué? —preguntó él, alzando la cabeza del hombro de ella.

—El pestillo es una buena idea. Pero sería mejor idea decirles a los chicos que somos algo más que amigos. Ya son bastante mayores y merecen saberlo.

—No sé. Tú tienes chicos. Yo todavía tengo una niña. Brenda tiene dieciséis años.

—No es distinto con los chicos —contestó ella—. Todos saben cómo funcionan las parejas, conocen los peligros, las responsabilidades y las alegrías. A los dos nos dejaron nuestras parejas y hemos formado buenas familias sin estar con nadie, pero también tenemos derecho a ser felices. ¿Te preocupa que tus hijos sigan esperando que te reconcilies con Becky? Porque mis chicos no quieren eso para mí, para nosotros. Probablemente ya han adivinado que nos queremos.

Tom sonrió y se movió un poco. Y a continuación un poco más.

—No puedes estar ya dispuesto otra vez —dijo ella—. Eso es inhumano.

—Es porque tú me excitas.

Ella se abrazó a su cuello.

—Está bien. Hablaremos cuando estemos vestidos.

—Muy buena idea.

El jueves por la noche, Dakota fue a cenar al bar de Rob. Llevaba varias semanas haciéndolo y ese hábito suyo no había pasado desapercibido. Al verlo, Sid movió levemente la cabeza, sonrió un poco y le puso una servilleta delante.

—Veo que has vuelto —dijo.

—Yo también me alegro de verte —contestó él con su mejor sonrisa—. ¿Cómo te ha ido?

—Muy bien. ¿Lo de siempre?

—Cerveza y luego pienso en la cena.

—¿Y, si aparece Alyssa, te largas?

—Me temo que he sido una gran decepción para Alyssa. Ella quiere un novio y yo no lo soy.

Ella le puso una cerveza en la barra.

—Alyssa parece más tenaz de lo que yo creía.

—En ese caso, será más decepción todavía, porque yo también soy tenaz.

—Empiezo a darme cuenta.

—¿Y qué planes tienes para este fin de semana? —preguntó él.

—Se me da muy bien relajarme. Tengo un par de cosas planeadas. Nada muy emocionante.

—Yo estoy libre el domingo —dijo él—. El sábado por la noche también. ¿Qué tengo que hacer para entrar en tu agenda?

—Ya hemos hablado de eso.

—Puedo pedir un certificado de buen comportamiento —sugirió él con una sonrisa.

—Ríndete, Dakota.

En ese momento, él notó movimiento a su lado.

—¡Qué agradable sorpresa! —dijo una voz de mujer.

Sid, de inmediato, se alejó por la barra a preguntar a otras personas si querían tomar algo.

Neely. Dakota hacía semanas que no la veía.

—Hola —dijo—. ¿Cómo te va?

—Muy bien. ¿Y a ti?

—Bien —él alzó su cerveza.

—Soy Neely —le recordó ella.

—¡Ah, sí! —contestó él, como si lo hubiera olvidado—. Dakota.

—Ya lo recuerdo —ella chasqueó los dedos y Sid volvió. Dakota frunció el ceño—. ¿Me pones una ensalada César con pollo y una soda con lima?

—Por supuesto —dijo Sid—. ¿Dakota?

—No quiero nada —contestó él.

—O sea que ya llevas más de un mes en Timberlake —comentó Neely—. ¿Eso significa que te gusta el pueblo?

—Es un pueblo agradable.

—¿Y te vas a quedar mucho tiempo? —preguntó Neely, justo cuando Sid le servía la bebida.

A Dakota no le apetecía hablar de sus planes con ella, pero optó por decir la verdad por si lo oía Sid.

—Tengo trabajo aquí y he alquilado una casita, pero «mucho tiempo» es un concepto que puede variar mucho de una persona a otra.

—Dime lo que has visto y hecho desde la última vez que nos vimos —pidió ella, sorbiendo su bebida.

—Nada muy interesante —contestó él.

Le habló de su trabajo, con la esperanza de espantarla con su nueva profesión de barrendero.

A continuación ella le dijo que había ido a un concierto a Denver y había comprado cosas para su casa, alfombras, cojines, cuadros… Sugirió que tendría que enseñársela algún día.

Dakota frunció el ceño. ¿Acababa de invitarlo a su casa? No lo conocía. Hasta donde sabía, no tenían conocidos en común. Lo único que sabía de él era su nombre de pila y que recogía basura. Esa prisa por intimar siempre lo volvía receloso.

Ella siguió hablando. Hacía pocas preguntas y él, si podía, las contestaba con monosílabos. Pensaba que tendría que saltarse la cena si ella seguía allí, pero, cuando Neely terminó la ensalada, dejó dinero sobre la barra.

—Me marcho —dijo—. Espero que volvamos a coincidir pronto.

Él estaba tan contento de que se fuera, que contestó:

—Seguro que sí.

Y, cuando ella salió por la puerta, suspiró.

—¿Qué se siente siendo un imán para las chicas? —preguntó Sid con voz risueña.

—No te burles —contestó él—. Hay algo en ella que da miedo.

—Parece muy amable —dijo Sid—. ¿Quieres pedir ya la cena?

—Un momento —él tomó la carta—. Dame un par de minutos. Creo que hoy voy a probar algo diferente.

—Me ha parecido que estabas a punto de hacer eso, pero ella se ha largado —repuso Sid. Se alejó riendo.

Dakota estudió la carta mientras ella servía a otros clientes y preparaba bebidas para que los camareros las llevaran a las mesas. Se detuvo un momento para reír con el joven Trace, un ayudante de diecisiete años. Dakota estaba considerando pedir alitas y patatas fritas cuando lo sobresaltó la aparición repentina de Neely.

—Siento molestarte —dijo ella—. Tengo una rueda pinchada. Puedo llamar a Asistencia en Carretera, pero he pensado que quizá no te importe ayudarme. Te compensaré uno de estos días invitándote a cenar.

Él pensó decirle que llamara a su seguro, pero no fue capaz. Para él era cuestión de honor ayudar a las mujeres.

—De acuerdo —dijo—. Sid, enseguida vuelvo. Voy a ayudar con un problema mecánico. Guárdame el sitio, por favor.

—Claro que sí —contestó ella.

Él abrió la puerta para que pasara Neely e intentó echar a andar detrás, pero ella se tomó de su brazo.

—Es por aquí —dijo. Doblaron la esquina a la parte de atrás del restaurante—. El mío es el BMW.

Su lujoso automóvil estaba en el callejón oscuro, a solo dos espacios de distancia del Jeep de él. Dakota se preguntó de inmediato si eso podría ser coincidencia. Se dobló por la cintura para mirar las ruedas.

—¿Cuál es? —preguntó.

Neely se apretó contra él y lo besó en los labios con tal rapidez, que él no lo vio venir. Había tenido muchas experiencias interesantes con mujeres, pero era la primera vez que sufría una agresión así. La agarró por los antebrazos e intentó apartarla, pero era difícil, pues ella estaba decidida. Al fin consiguió poner espacio entre los dos.

—¿Pero qué…? ¿Una rueda pinchada?

Ella sonrió y se encogió de hombros.

—He pensado que podíamos conocernos un poco mejor. Lejos de la camarera cotilla.

Dakota no sabía qué lo enfurecía más, si que lo hubiera sacado del bar con engaños para un encuentro amoroso en potencia o que calificara a Sid de «camarera cotilla».

—No vuelvas a hacer esto nunca más. Es una mala idea —dijo.

—Estás un poco tenso, ¿no es así, Dakota? —preguntó ella, pasándole una mano por el pecho.

Él retrocedió fuera de su alcance. Hervía por dentro, pero mantuvo la calma.

—Te voy a dar una clase sobre buena educación. Si quieres conocer a alguien, le preguntas. Si te dicen que no, lo aceptas. Nunca engañas a la gente. Eso da grima. Ahora vete a casa.

—Vamos, tú ya eres mayorcito.

—Buenas noches —dijo él, alejándose.

Regresó al bar, intentando olvidar lo que había ocurrido. Volvió a su taburete favorito y vio que Sid le había puesto un vaso de agua fría allí. Agradecido, tomó un trago.

Y dejó pintalabios en el vaso.

—¡Mierda! —murmuró. Tomó una servilleta y limpió el borde del vaso y sus labios. Neely le había jugado una mala pasada.

—¿Cerveza? —preguntó Sid, colocándole una servilleta limpia delante.

—Ah, sí. Y la hamburguesa Julicy Lucy con aros de cebolla en lugar de patatas fritas.

Ella le miró la cara y se señaló el labio superior.

—Te has dejado un poco aquí —dijo.

—Yo no la he besado —repuso él, con voz quizá demasiado alta.

—¿Te ha atacado un pintalabios fugitivo?

—Más o menos.

—Creía que esta noche ibas a probar algo diferente.

—He cambiado de idea. Me gusta lo que como aquí. Lo espero con impaciencia. Lo disfruto.

—No digas bobadas. Ya te la pido.

Él volvió a limpiarse los labios. Suspiró. No era de extrañar que quisiera conocer mejor a Sid y no a Neely. Le gustaba Sid. Era una mujer increíblemente cuerda y obviamente inteligente. De instintos afilados. Él la encontraba guapa. Le hacía reír y lo retaba haciéndose la difícil, salvo porque él sabía que no se lo hacía. Era difícil de conseguir.

Llegó la hamburguesa y, mientras la comía, se dio cuenta de que no estaba contento. Siempre que iba allí cuando trabajaba Sid, tenía la esperanza de que ella se fuera ablandando, y siempre que aparecían Alyssa o Neely, se producían tensiones. De acuerdo, Sid había vivido una experiencia dolorosa y no quería precipitarse. Pero él tampoco. No buscaba gran cosa, solo una mujer amable con la que pasar tiempo, no una chica loca que siempre estaba atacando.

—¿Estás bien? —le preguntó Sid.

—No.

—Oye, solo es una chica que quiere estar con un hombre y…

—No tenía una rueda pinchada —dijo él—. Me ha alejado de mi cerveza y de mi cena para tenerme a solas en la oscuridad y echarse encima de mí. He tenido que apartarla a la fuerza. Ha sido terrible. Sé que algunos hombres aprovecharían una oportunidad así, pero hay algo muy malo en eso. Si un hombre le hiciera eso a una mujer, lo arrestarían. No sé cómo dejarlo más claro. No me interesa conocer mejor a Neely, ni tampoco a Alyssa. Las dos me dan grima. Y me ponen de mal humor.

Sid lo miró, embelesada por un momento.

—¡Caray! —exclamó.

—Ha sido horrible —dijo él, tomando un aro de cebolla—. Yo jamás le haría eso a una persona. Hay una cosa que se llama modales y espacio personal, ¿sabes?

—Lo sé.

—Perdona —contestó él, masticando el aro de cebolla—. Me ha cabreado.

—Lo entiendo perfectamente —ella tomó la cerveza de él y la tiró—. Se ha calentado contigo echando fuego por la boca —dijo. Le puso una jarra de cerveza fresca—. Toma.

—Gracias —dijo Dakota.

Bebió despacio, harto de coqueteos por esa noche. De hecho, tal vez para siempre. Lo sucedido le sorprendía también un poco. No era la primera vez en su vida que se le insinuaban con descaro, pero normalmente conseguía disuadirlas sin lastimar ni enfurecer a nadie.

Terminó la cerveza y se levantó para sacar la cartera.

Sid se acercó con la cuenta.

—Dos cervezas y una hamburguesa —dijo ella, con su tono profesional de costumbre—. Y el sábado por la noche estaré aquí, si todavía quieres tomar un café —le tendió un papel con una dirección escrita y él la miró a los ojos—. Estarás seguro. Además, ese tono de rojo no me favorece nada —sonrió.

—No quiero tu compasión —contestó él. Pero lo dijo con tono humorístico.

—Mejor. A las siete.

Dakota se dirigió a su coche pensando que ella sí se había compadecido de él. Se había sentido insultado y furioso por el modo en que habían jugado con él, pero no importaba. Aunque no había sido una estrategia por su parte, estaba dispuesto a aprovecharse de la situación. Y, mientras tomaban café, podía conquistarla y hacerla reír. Con esa sensación esperanzadora y alentadora, llegó a su Jeep.

Y encontró las cuatro ruedas pinchadas.

Miró a su alrededor para ver si había alguien. El coche de Neely había desaparecido y el pequeño aparcamiento detrás del bar estaba tranquilo. Miró los demás automóviles. Todas las ruedas estaban bien. Volvió a la acera, donde había bastante luz, sacó el teléfono y llamó a Cal.

—Hola.

—Hola. Nunca había hecho esto. Llamar a mi hermano mayor cuando me ocurre algo.

—Umm. ¿Qué te ha pasado?

—Estoy en el pueblo. He tomado una hamburguesa en el bar de Rob, dos puertas más abajo del café. Una mujer me ha pedido que la ayudara con una rueda pinchada y, cuando he salido con ella, no había rueda pinchada, solo una mujer con muchas ganas de guerra. He conseguido liberarme, pero ha sido muy incómodo. Y creo que la he ofendido porque ahora tengo todas las ruedas pinchadas —Dakota respiró hondo—. Supongo que tendré que llamar a una grúa.

—¡Maldición! —exclamó Cal. Su voz sonaba más alerta—. ¿Conoces a esa mujer?

Solo su nombre de pila. Pensaba que era una mujer maja, aunque tiene que pulir un poco su manera de ligar.

—¿Crees que ha sido ella?

—¿Eso no parece un poco exagerado?

—Tienes que llamar a la policía antes de llamar a la grúa. Y yo iré a recogerte.

—Puedo ocuparme de esto solo.

—¿Quieres que le pinchen las cuatro ruedas al próximo hombre que no quiera ligar con ella?

—No estamos seguros de que haya sido ella —protestó Dakota.

—Yo creo que sí, pero no podemos probar quién ha sido. Llama a la policía, diles lo que ha pasado y pídeles que te recomienden un servicio de grúas.

—¡Ah! —gruñó Dakota.

—Esto es Timberlake —contestó Cal—. Aquí no pasan muchas cosas de esas. Si no dices nada, le puede pasar a otra persona. O puede que ella intente algo más peligroso contigo.

—Creo que preferiría ocuparme de esto…

—Ahora hablas como una mujer —repuso Cal—. Quiero que pienses en eso. Estaré allí en veinte minutos.

A Dakota se le había pasado brevemente por la cabeza la idea de que las mujeres no denuncian los delitos porque tienen miedo o porque solo quieren olvidar lo que ha pasado y confiar en que no vuelva a ocurrir, pero la había apartado de su mente. También había una cierta humillación en el hecho de ser una víctima. En la victimización y la acusación.

Había llamado a Cal porque buscaba a alguien que lo sacara de esas tonterías. Por supuesto que había sido Neely. Y por supuesto que esa mujer no debería hacer esas cosas. Luego pensó algo más. No quería que Sid lo supiera. No quería parecer débil.

¿Igual que una mujer no quería que su novio o su esposo supieran que la habían agredido porque no quería que pensara que estaba sucia, o peor, que ella se lo había buscado?

Cal llegó antes que el ayudante del sheriff.

—Mostradme los daños —dijo. Y procedió a revisar el coche—. Esto ha requerido mucho esfuerzo —comentó—. Ten cuidado con esa mujer. Es cruel.

Para alivio de Dakota, solo había un neumático rajado, los demás estaban desinflados. Resultaba extraño que tuviera eso en común con Neely, desinflar ruedas para enfatizar su punto de vista. Y no lo tranquilizaba saber que ella iba por ahí con algún objeto puntiagudo peligroso. Pensó en ese incidente mucho más de lo que quería. El vandalismo probablemente sería solo una falta. Intentó imaginarla acurrucada en la oscuridad con su ropa elegante y sus botas caras y sacando el aire de los neumáticos.

Su compañía de seguros cubrió la grúa, pero Cal tuvo que llevarlo al trabajo a la mañana siguiente. En conjunto, estaba bastante enfadado por todo el asunto.

El sábado, sin embargo, estaba deseando ver a Sid. Después del trabajo, metió en el GPS la dirección que le había dado ella. No pensó en su experiencia desagradable con Neely, sino más bien en ir a una cafetería en Colorado Springs donde podría concentrarse en demostrar lo deseable que era. Descubriría más cosas sobre Sid, la distraería con historias de sus viajes por el mundo y, si hacía falta, explotaría sus acciones como soldado y héroe. Nunca empezaba haciendo eso, siempre lo guardaba como último recurso.

Miró a su alrededor, pero no encontró la dirección que le había dado. Las indicaciones estaban claras, pero le costaba creer que fueran correctas. Era la primera vez que iba a Colorado Springs, pero no le resultaba fácil imaginar a Sid invitándolo a una parte mala del pueblo. «Por favor, Señor, no dejes que Sid también esté loca. Con una es suficiente».

Dio la vuelta a la manzana con el coche, pero no vio ninguna cafetería. Ni siquiera una parada de coches o camiones. Al fin sacó el papel que ella le había dado y, después de cerrar el coche, se dirigió al único lugar de la manzana que parecía estar abierto. Era bastante viejo, tenía una cruz grande en la puerta y un cartel, que casi no se veía en la oscuridad y que decía: «Cena gratis».

Pensó que sería la parte frontal de algún tipo de iglesia y que al menos conocerían el barrio. Entró y descubrió que era un comedor de beneficencia. Tuvo que abrirse paso entre la gente que esperaba en la cola para llegar hasta la persona que estuviera al cargo y preguntarle. Y entonces la vio.

Estaba de pie detrás de un mostrador de servir, sonriendo como si nunca hubiera sido tan feliz. Llevaba un delantal verde, un pañuelo en la cabeza y guantes de goma, y blandía un cucharón. Dakota soltó una risita y movió la cabeza. Se saltó la cola para acercarse a ella.

—¿Café? —preguntó con su mejor sonrisa.

—Me alegra que hayas venido —contestó ella—. Clay, dale un delantal a este hombre y enséñale lo que hay que hacer.

Una reunión familiar

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