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Capítulo 1

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Dakota Jones llevó el coche hasta el granero que su hermano había reconvertido en vivienda y aparcó al lado de la camioneta de este. Dejó su bolsa de viaje en el Jeep SUV y se acercó a la puerta. Permaneció un momento indeciso, pues su hermano tenía una niña de seis meses. Llamó con los nudillos para no tocar el timbre, por si la niña dormía. Un momento después volvió a llamar. A la tercera vez, se abrió la puerta.

—¡Dakota! —Cal sonrió—. ¿Qué haces aquí?

—He venido vía Australia. Es una larga historia.

—Estoy deseando oírla —repuso Cal—. ¿Quieres entrar o prefieres seguir ahí de pie un rato más?

—No quiero despertar a la niña.

—La niña está en Denver con Maggie. Volverán esta noche.

—Parece un arreglo interesante —murmuró Dakota.

—Esto es un tiro y afloja, amigo mío. ¿Quieres beber algo? —le ofreció Cal—. ¿Tienes hambre?

—Una cerveza fría estaría bien —repuso Dakota.

Miró a su alrededor. El lugar era hermoso, pero eso no era ninguna sorpresa. La casa de Cal con su primera esposa había sido un lugar increíble. Teniendo en cuenta cómo se habían criado los hermanos Jones, una buena casa sólida de la que pudieran estar orgullosos cubría una necesidad que no habían visto cubierta de niños.

Cal le puso una botella de cerveza en la mano.

—Tu casa es genial —comentó Dakota.

Cal no respondió a eso.

—¿Qué hacías en Australia? —preguntó.

—No conocía aquello —contestó Dakota—. Quería hacer un ambulado. Es un…

—Sé lo que es un ambulado —lo interrumpió Cal con una carcajada—. Un rito aborigen, una vuelta temporal a su estilo de vida —inclinó su cerveza en dirección a la de su hermano a modo de brindis—. Nunca te había visto con tanto pelo. En la cara y en todas partes.

Dakota se acarició la barba.

—Probablemente debería recortarla.

—¿Por qué no me cuentas lo que ocurre, antes de que Maggie y Elizabeth vuelvan a casa?

—Bueno, en Australia visité a un ranger con el que estuve hace años en los militares y luego fuimos juntos a ver a otro. Después, con la información que me dieron ellos, estuve viajando un mes, viendo parte del país, acampando, pescando, pasando tiempo conmigo mismo y esquivando serpientes y cocodrilos…

—Me refiero al Ejército. ¿Te has salido? Sabía que ya no estabas contento. Dijiste que hablaríamos de eso algún día.

—No estaba seguro de dónde acabaría, pero sabía que vendría aquí de visita. Como Sierra y tú estáis aquí y, además, tengo una sobrina, quería pasar a veros.

Cal suspiró.

—Dakota. El Ejército.

—Bueno, me sorprende haber aguantado tanto tiempo. Jamás pretendí hacer carrera militar. Quería aprovechar su oferta de viajar y estudiar gratis.

Cal enarcó una ceja.

—¿Viajar gratis? ¿A las zonas en guerra?

Dakota sonrió.

—Tuve un pequeño desencuentro con un coronel. No nos entendimos. Al parecer, lo mío fue insubordinación. Y llegó el momento de pensar en hacer algo diferente.

—¿Te han licenciado con honores? —preguntó Cal, presionando por saber.

Dakota negó con la cabeza.

—Pero no me han licenciado con deshonor.

Simplemente lo habían licenciado, pero eso ya decía algo. Había que meter mucho la pata para no ser licenciado con honores.

—¿Qué hiciste? —preguntó Cal.

—Me mostré en desacuerdo con una orden suya y le dije que si la cumplíamos moriría gente. Rangers. Que morirían rangers. Yo tenía diez, no, cien veces más experiencia que él, pero creo que buscaba competir conmigo o algo así porque estaba empeñado en llevar a cinco de nuestros mejores rangers a un conocido lugar de entrenamiento del ISIS y alguien moriría. Creo que a ese imbécil lo sacaron del parque de vehículos y lo pusieron al mando de una unidad. Yo anulé sus órdenes y me amenazó con el calabozo. Pensé que era un buen momento para cambiar de carrera.

—¿Te enviaron a casa? —preguntó Cal—. Tuviste que hacer algo peor que mostrarte en desacuerdo con ellos para que te enviaran a casa.

Dakota bajó la vista.

—Lo que hice lo hice por el bien de mis hombres.

—¿Qué hiciste?

Dakota no contestó.

—¿Lo golpeaste o algo así?

—No. Mis hombres no me lo permitieron —Dakota hundió los hombros—. Desinflé las ruedas hasta que pude ponerme en contacto con otro coronel que conozco y que podía interceder con las órdenes que nos ponían directamente en peligro.

—¿De los Jeeps? —preguntó Cal.

—No. De los MRAP.

—¿MRAP?

—Vehículos resistentes al ataque de minas. Los grandes.

—¿Esas bestias del desierto mastodónticas con neumáticos más altos que yo? ¿Cómo demonios conseguiste desinflar eso?

—Con una 45 —repuso Dakota—. O un M16.

—¿Disparaste a los neumáticos? ¿Y cómo es que no estás en la cárcel?

—Estuve. Salí por buen comportamiento —repuso Dakota—. Y se demostró que el coronel era incompetente y había hecho cosas aún peores antes. Cal, estaba loco. Era un homicida. No sabía lo que hacía. No era un ranger. Tenía muy poca experiencia en combate. No le iba a dejar que matara a más personas.

Los dos hermanos permanecieron un rato sentados en silencio, bebiendo de sus cervezas. Dakota fue el primero en hablar.

—Oye, a veces en el Ejército pasa eso. Pillan a un tío que acaba de ascender y le dan una unidad de mando para la que no está preparado. Tengo un amigo, un doctor, cuyo jefe no tenía experiencia en los cuerpos médicos. Era piloto. Y tomaba decisiones para médicos y hospitales que eran peligrosas para los pacientes, pero no aceptaba consejos, no se avenía a razones, no quería preguntar nada. Según mi amigo, había gente que sufría o no recibía el tratamiento adecuado. Se amotinó una unidad entera de doctores y el coronel los represalió. Esas cosas no ocurren muy a menudo, normalmente hay al menos una cabeza razonable en el juego.

Dakota respiró hondo.

—Creo que al mío lo sacaron del batallón de hacer calceta. He trabajado a las órdenes de algunos imbéciles, pero ese se llevaba la palma.

—Pero tú estás fuera. Cuando te faltaban tres años para retirarte.

—Sí. Tengo mucho tiempo para pensar en mi próximo trabajo —Dakota sonrió—. Todavía soy un crío.

—O sea que te fuiste a deambular por ahí —Cal soltó una carcajada—. ¿Para probar que eres como el resto de nosotros?

—Tú lo hiciste después de la muerte de Lynne. Y te funcionó. Pero ¿por qué? Esa es mi pregunta. ¿Por qué lo hacemos? Deambular es lo que más odiaba de nuestra infancia.

Los padres de Dakota se consideraban vagabundos. O hippies. O pensadores de la New Age, lo que fuera. En realidad eran un padre esquizofrénico, a menudo paranoico y con alucinaciones, y una madre que era su guardiana y protectora. Recorrían el país con sus cuatro hijos en una furgoneta y después en un autobús escolar reconvertido en autocaravana. Paraban de vez en cuando en la granja de los abuelos de los niños en Iowa y al final acabaron viviendo allí cuando Dakota tenía doce años, Cal, el mayor, dieciséis, y las dos hermanas, Sedona y Sierra, catorce y diez años respectivamente.

Cal seguía siendo paciente y comprensivo con sus padres, con el padre que no quería tomar una medicación que podía ayudarle a funcionar normalmente, o, al menos, con algo más de normalidad. Hasta se mostraba cariñoso con ellos. Sedona hacía gala de responsabilidad con ellos, de un modo amable pero eficaz, iba a verlos con regularidad y procuraba que no pasaran privaciones ni se metieran en líos. Sierra, la benjamina de la familia, se sentía más que nada confusa por el modo en que sus padres elegían vivir. Y Dakota… Había pasado la mayor parte de su infancia sin ir al colegio, dando clase en un autobús con su madre. Toda la familia trabajaba cuando había trabajo, casi siempre recolectando verduras con otros jornaleros migrantes. Cuando se instalaron en Iowa, en la granja de sus abuelos, empezó a ir al colegio de forma normal. Tuvo que soportar acoso escolar en el instituto porque sus padres, Jed y Marissa, eran muy raros. Dakota se avergonzaba de ellos. No los entendía. Él era una persona de decisiones y de acción y habría obligado a Jed a tomar la medicación o lo habría echado a patadas, pero su madre, en cambio, lo mimaba, lo protegía, dejaba que se saliera con la suya aunque estuviera loco. Y Dakota había sido un chico solitario, con muy pocos amigos.

En cuanto pudo, se marchó de casa, justo después de graduarse en el instituto a los diecisiete años. Se alistó en el Ejército y desde entonces había visto a sus padres unas cuatro veces. Cada vez que iba a la granja de Iowa, le parecían más raros que antes. No telefoneaba casi nunca, pero no parecía que ellos se dieran cuenta.

También se protegía y no permitía que nadie se acercara mucho mientras esperaba a ver si él también se volvería loco. Con treinta y cinco años, todavía no estaba seguro de que no fuera a ocurrir. Y después de tanto tiempo, sus hermanos habían acabado por aceptar su comportamiento independiente y distante.

En el Ejército era fácil no atarse demasiado. Tenía amigos cuya compañía disfrutaba, pero había muy pocos con los que sintiera un vínculo especial y ese vínculo era de compañeros militares. Iban juntos a tomar cerveza y lo incluían en las actividades sociales del grupo, en fiestas, salidas al lago o excursiones a esquiar. Como decían sus amigos: «Ya sabes, Dakota, el soltero».

Había también mujeres, por supuesto. A Dakota le gustaban las mujeres, pero no era de comprometerse a largo plazo con nadie, y menos con novias. Aunque salía a veces un tiempo con la misma mujer, no era hombre de estar en pareja. Había tenido una, pero por un periodo corto, y había terminado de un modo tan trágico, que le había recordado que era mejor no involucrarse demasiado. No era de los que se casaban. Estaba mejor a su aire. Nunca se sentía solo ni se aburría. Tal y como vivía, no tenía que explicar de dónde procedía, cómo había crecido ni lo rara que era su familia. En diecisiete años en el Ejército, nunca había conocido a nadie que se hubiera criado como él, básicamente sin techo, en un autobús y con un par de pirados por padres.

Pero últimamente había cambiado algo para él. Había sido un cambio lento y sutil. Cal había perdido a su esposa y, dos años después, había vuelto a casarse. Maggie, de profesión neurocirujana, era una mujer fabulosa. Ahora tenían una niña, eran una familia. Cal nunca había rehuido el compromiso, como si estuviera seguro de que sería mejor padre de familia de lo que había sido su progenitor. Su hermana pequeña se había reunido con él en Timberlake y también se hallaba en proceso de asentarse. Sierra había conocido a un bombero, un hombre fantástico. Connie, el diminutivo de Conrad, era listo, fuerte, leal y el tipo de hombre que admiraba Dakota. Le habían bastado cinco minutos para saber que Connie era un hombre íntegro. Y, al ver cómo se sentía Sierra con él, Dakota casi anhelaba algo parecido. Sedona se había casado al salir de la universidad, tenía dos hijos y, aparentemente, llevaba una vida normal. Hasta el momento, ninguno de ellos había decidido vivir en un autobús como sus padres. Poco a poco, Dakota había empezado a pensar que quizá él pudiera llevar una vida de adulto normal. Tal vez pudiera tener amigos y familia y no fuera necesario que se protegiera de sí mismo.

Pero una cosa que sí haría sería ir muy despacio.

Cal llamó a los demás. Sierra y Connie no tardaron en llegar con Molly, su golden retriever. Sully, el padre de Maggie, llegó después de cerrar la tienda de su camping, Sullivan's Crossing. Cuando llegó Maggie con la niña, se encontró con una atmósfera de fiesta.

Como Dakota había llegado sin avisar y Cal no estaba preparado, todo el mundo llevó algo de comer. Sierra apareció con una bandeja de pechugas de pollo nadando en salsa barbacoa y una gran ensalada de siete capas. Connie aportó cerveza y el té verde frío favorito de Sierra. Sully contribuyó con brócoli sellado en papel de aluminio con ajo, aceite de oliva, cebollas, champiñones y granos de pimienta. Lo colocaron en la parrilla con el pollo. Cal suministró patatas asadas.

—¿Cuánto tiempo te quedas? —quiso saber Sierra.

—No lo sé —contestó Dakota—. Estos últimos meses estoy explorando.

—Desgraciadamente, por aquí no hay mucho que explorar —intervino Sully.

—¡Ah, Cody! —dijo Sierra, llamando a su hermano por el mote de cuando eran niños—. No le hagas caso. Yo creo que recuperé mi cerebro caminando por los senderos de aquí. Cal recorrió el CDT durante un mes.

Dakota enarcó las cejas.

—¿Me contasteis eso? —preguntó.

—No lo recuerdo. Pero sí, seguí el Continental Divide Trail en dirección al norte desde casa de Sully. Pasé dos semanas caminando y acampando y después di media vuelta y volví.

—Porque yo estaba aquí —informó Maggie con una sonrisa. Alzó la barbilla—. Y me quería mucho.

—Me gustaría hacer eso —declaró Connie—. Lo máximo que he estado en ese sendero han sido cuatro días. Sierra, tenemos que hacerlo. Irnos un par de meses.

—No sé —repuso ella—. Soy muy adicta a la ducha diaria.

—Tengo que decidir dónde voy a deja de explorar —aclaró Dakota.

—¿Te refieres a asentarte? —preguntó Cal.

—No sé si eso es posible —respondió su hermano—. Después del Ejército, tal vez mi temperamento no me permita estar quieto en un sitio.

—Pero ¿te vas a quedar al menos un tiempo? —preguntó Sierra, esperanzada.

—Eso sí. Me quedo un tiempo. A lo mejor puedo ayudar en algo.

—Puedes hacer de canguro —propuso Cal.

—Estoy seguro de que no puedo hacer eso —contestó Dakota—. Se me dan bien las niñas, pero es mejor que hayan salido ya de la universidad.

Los demás respondieron con risas y gemidos.

A las nueve, Sully había vuelto al Crossing, Maggie y Elizabeth se habían ido a la cama y solo quedaban Sierra, Connie, Cal y Dakota. Los hombres abrieron unas cervezas más. Sierra, que llevaba un año y medio sobria, bebía té verde.

—Mañana tendré que ir a dos reuniones después de pasar la velada con bebedores como vosotros —dijo.

Cal rio.

—Nosotros tres hemos tomado ocho cervezas en seis horas. Para ser una celebración, yo diría que hemos sido bastante comedidos.

—Si te molesta… —empezó a decir Dakota.

—No —contestó ella—. Pero mañana por la mañana estaré mucho mejor que vosotros.

—Ya que vas a estar tan bien, ¿quieres llevarme al sendero mañana? —preguntó Dakota. Molly se levantó de donde dormía, se sacudió y se apoyó en su muslo, esperando—. ¿Esta sale a andar?

—A veces me llevo a Molly y a Beau, el labrador de Sully. Pero, si me los llevo, solo puedo estar un par de horas como máximo fuera—. Sierra se levantó—. Vendré a buscarte a las ocho y veinte. Vamos, Connie. Es hora de acostar a la niña.

Dakota y Cal la miraron con interés.

—A Molly —dijo ella—. Me refería a Molly.

—Menos mal —repuso Dakota—. Si hubiera otra, yo saldría corriendo.

—Solo está Elizabeth —repuso Sierra—. Y no quieren decir si van a ir a por otro. Y definitivamente, yo no lo voy a hacer.

—¿No? ¿Y eso por qué?

—Pues, para empezar, por la locura de nuestro padre y su código genético. Vamos, Connie. Me muero de sueño.

Dakota miró su reloj.

—Sois un grupo muy entretenido —dijo. Se levantó para despedirse y besó a su hermana en la mejilla—. Te veo por la mañana. Y, por cierto, tienes muy buen aspecto.

—Gracias —contestó ella, sonriente—. Tú también. Un poco greñudo pero bien.

Dakota le dedicó una sonrisa resplandeciente detrás de su barba oscura.

Sierra le puso los dedos en las mejillas y le peinó la barba con ellos.

—Empieza a haber canas ahí, Cody.

—Me las he ganado —respondió él. La besó en la frente—. Nos vemos por la mañana.

En los diecisiete años que hacía que Dakota había dejado a su familia para alistarse en el Ejército, el tiempo pasado con ellos había sido infrecuente y breve. Cal y Sedona se esforzaban por no perder el contacto y él los visitaba en acontecimientos importantes. En la boda de Cal con Lynne, y después en la boda con Maggie. Había ido a conocer a los hijos de Sedona, pero nunca se había quedado mucho tiempo. Sierra, quien era muy especial para él, había sido bastante impredecible hasta que se había vuelto sobria. Él había ido a verla un par de días de vez en cuando y nada más. No había querido encariñarse demasiado con sus hermanos.

Esa vez era distinto. Pasaron dos días, tres y cuatro. Caminó primero con Sierra, luego con Cal y después solo con los perros. Cavó el huerto de Sully para las plantaciones de primavera, arregló las parrillas y las mesas de pícnic y habló bastante. Sully era un hombre mayor muy interesante. Le contó que había vuelto de Vietnam con trastorno de estrés postraumático y le preguntó cómo le había ido a él en ese terreno.

—Tengo TEPT, sí —contestó Dakota—. Probablemente más por mi vida personal que por mi experiencia militar.

—En ese caso, tú no eres uno de los afortunados —comentó Sully.

Dakota limpió los canalones de la casa y la tienda y lanzó pelotas a los perros. Luego tuvo que bañarlos porque había llovido y se habían metido en la tierra recién removida y fertilizada del huerto. En el Crossing conoció a Tom Canaday, el hombre que había ayudado a Cal a remodelar el granero y convertirlo en una casa espectacular. Tom era muy amigo de Sully, un manitas a tiempo parcial y padre soltero con dos hijos en la universidad y dos en el instituto. Cuando Tom le habló de todos los trabajos que había tenido mientras criaba a sus hijos, Dakota tuvo una inspiración.

Tal vez no fuera necesario que tomara grandes decisiones permanentes sobre su trabajo o dónde se iba a instalar. Quizá pudiera hacer distintas cosas por un tiempo.

—¿Crees que un hombre como yo puede trabajar en una cuadrilla de mantenimiento de caminos? —le preguntó a Tom—. ¿O llevar un camión de basura?

Tom se echó a reír.

—¿Un veterano que ha servido en el Ejército y tiene vínculos con el pueblo? ¡Demonios, Dakota! A ti te contrataría cualquiera. Te daré una recomendación. Solo tienes que decidir lo que quieres hacer. Yo llevo casi veinte años trabajando para el condado.

—Creo que debería recoger basura. En penitencia por todas mis fechorías.

—¿Fechorías? —preguntó Tom, riendo—. Cal me dijo que eres un soldado condecorado.

—Pero me descondecoré antes de terminar —repuso Dakota. Se rascó la barba—. Creo que debería cortarme el pelo. ¿Necesito afeitarme también?

Tom se echó a reír.

—Esto es Colorado, tío. Pareces uno de los nuestros.

—Mejor. Le he tomado cariño —Dakota sonrió—. Por así decir.

—Averiguaré para qué están contratando y te traeré un formulario de solicitud.

Cuando Dakota volvió a casa desde del Crossing después de un día productivo, encontró a Cal en su despacho, colgando el teléfono.

—O sea que sigues aquí —dijo—. Llevas ya cinco días. Creo que eso es un récord.

—¿Molesto? —preguntó Dakota.

—Casi no sé que estás —contestó Cal—. ¿Tú tienes la sensación de molestar?

Dakota negó con la cabeza, apoyado en la jamba de la puerta.

—¿Te molesta la niña? —preguntó Cal.

—La niña es fantástica —repuso su hermano—. Pero no voy a hacer de canguro.

Cal se echó a reír.

—Nos hemos arreglado antes de que llegaras y seguiremos arreglándonos.

—¿Y qué pasa si me quedo?

—¿Qué pasa? —le devolvió Cal la pelota.

—¿Eso te resultaría raro?

—No. Me caes bien. Más o menos —Cal se puso serio—. Eres bienvenido aquí, Dakota. Y gracias por ayudar a Sully. Te lo agradecemos.

—Todos lo hemos ayudado a preparar la tierra, pero creo que ahora va a llover durante días.

—Eso he oído. En marzo llega siempre la lluvia y Sully prepara la zona del camping para el verano. Bueno, para la primavera y el verano. Todos ayudamos. Tú no tenías por qué hacerlo, así que gracias. ¿Y ahora qué?

—Bueno —Dakota se rascó la barbilla—. Me voy a cortar el pelo, recortarme un poco la barba, buscar trabajo, un lugar para vivir…

—Yo no te echo —dijo Cal—. Si puedes soportar a Elizabeth, puedes quedarte aquí. El alquiler es barato.

—Elizabeth es una maravilla, pero creo que alquilaré algo porque eso va más conmigo. Lo que no significa que no pase tiempo con vosotros.

—Eso suena un poco a largo plazo —dijo Cal.

—Dentro de lo que es largo plazo para mí —clarificó Dakota—. Unos meses por lo menos. Me gusta el Crossing, los senderos, el lago y la gente. Parece un buen lugar para ordenar mis pensamientos.

—Nos encantará tenerte cerca —declaró Cal—. Oye, ¿crees que estarás bien aquí solo unos días? Maggie tiene que irse otra vez a Denver. Opera y ve pacientes tres o cuatro días a la semana. Tiene una niñera allí, pero esta semana no tengo clientes ni juicios y me voy a ir con ellas. Solo volveré si me llama alguien porque me necesita.

Dakota rio y se pasó una mano por la cabeza.

—Tanta flexibilidad me va a producir un sarpullido. Estoy acostumbrado a una rutina estricta.

—Muy bien —dijo Cal—. Crea una rutina estricta. A nadie le importará eso. Pero Maggie y yo tenemos a Elizabeth y nuestras carreras. Por no mencionar a Sully y el camping. Solo tienes que decirme si vas a venir a comer, eso es lo único que necesito. Bueno, eso y si vas a llegar tambaleándote a las tres de la mañana y me vas a obligar a sacar el rifle porque creo que han entrado a robar. Eso implicaría comunicación, Dakota. Algo en lo que no has destacado mucho.

—Eso me han dicho. Tienes mi número de móvil, ¿verdad?

—¿Tienes dinero para alquilar algo? Porque puedo…

—Tengo —respondió Dakota—. Y te llamaré antes para que añadas otra patata a la sopa.

Cal guardó silencio un momento.

—Me ha gustado tenerte aquí —dijo al fin.

—Haré todo lo posible por no cargarme eso —contestó su hermano.

Cal, Maggie y Elizabeth salieron a la mañana siguiente temprano para Denver. Si Dakota no había entendido mal, Maggie iba directamente al trabajo, donde pasaría la mañana viendo pacientes y la tarde operando. Después repetiría ese ciclo una y otra vez. Una semana hacía eso durante tres días y, a la siguiente, cuatro días. Una vez al mes tenía que estar de guardia en Urgencias, lo que añadía un quinto día a su ciclo. Y Cal, un abogado penalista, recibía clientes en su despacho de casa o en otros lugares, como la cafetería, el porche de Sully en el Crossing o la biblioteca, y las consultas podían ser desde para redactar un testamento a sacar a alguien de la cárcel. Dakota archivó esa información por si la necesitaba.

De momento, iba a estar solo unos cuantos días. Y, como Sully había previsto, llovía.

Pasó por una agencia inmobiliaria, recogió un folleto de propiedades de alquiler en la zona y después fue a cortarse el pelo. Miró calle arriba y calle abajo y, como vio que la barbería estaba cerrada, entró en la peluquería Fancy Cuts. Cuando cruzó la puerta, vio seis sillas y tres clientes con peluqueras. Mostró su sonrisa más radiante.

—No busco nada del otro mundo —dijo—, pero ¿pueden arreglar un pelo y una barba que llevan un tiempo abandonados?

Pasó un momento. Una joven muy guapa dio un paso hacia él.

—Yo me encargo —dijo a las otras dos, ambas mujeres más mayores—. Deme cinco minutos. Tome asiento.

Volvió a su clienta, una mujer mayor cuyo cabello parecía una masa de salchichas rosas.

—No puedes terminar en cinco minutos —dijo la clienta, en voz más alta de lo necesario.

—Oh, sí terminaré —repuso la peluquera guapa—. Y te encantará.

—Pues espero que no…

La peluquera acercó un cepillo al pelo y conectó el secador de mano. Ahuecó el cabello de la mujer, lo peinó hacia atrás y terminó poniéndole laca.

Dakota tomó una revista y comenzó a hojearla. Leyó un anuncio sobre higiene bucal y, cinco minutos después, estaba en una silla con la hermosa Alyssa pasándole un peine por el cabello moreno.

—¿Qué quiere hacerse? —preguntó esta.

Dakota se dio cuenta de pronto de la cantidad de tiempo que hacía que no se acostaba con una mujer.

—Nada especial —contestó. «¿Te gusta contra la pared?»—, solo recortar. ¿Y puede recortar la barba también? No al estilo Hollywood, basta con que no parezca salido de la serie Duck Dinasty.

—Entendido —respondió ella, con una sonrisa también brillante—. Empecemos con un buen champú. Venga por aquí.

Él no mencionó que se había lavado el pelo esa mañana en la ducha, sino que la siguió a la parte de atrás. Mientras ella le masajeaba el cuero cabelludo y le hacía preguntas, él cerró los ojos con gentileza. Le contó que tenía un hermano cerca de allí, que acababa de salir del Ejército y planeaba explorar el país, empezando por allí. Que le gustaba pescar y hacer senderismo y no pensaba hacer planes durante una temporada. Se mostró vago deliberadamente. Aquello era un pueblo y no quería hacer ni decir nada que pudiera tener consecuencias negativas para Cal o Sierra y la gente que estaba con ellos. Se mostraría un poco misterioso hasta que conociera el terreno que pisaba.

Pero la sensación de los dedos de ella en su pelo era espectacular.

—¿Estás casada, Alyssa? —preguntó con voz suave y ronca.

—Sigo esperando al hombre indicado, Dakota —susurró ella—. ¿Tienes muchos amigos por aquí? —preguntó, cuando terminó de secarle el pelo con una toalla y lo guio de vuelta hacia las sillas de cortar.

—Los amigos de mi hermano —él se encogió de hombros—. Gente agradable.

—¿Novia no?

Él la miró a los ojos a través del espejo.

—Novia no.

—¿Asumo que eso implica que tampoco hay esposa o prometida? —preguntó ella.

Dakota negó con la cabeza, con la sensación de que podía estar a minutos de un buen polvo. Era solo una sensación, no algo que pensara buscar adrede. Ese era el pueblo de Sierra y Cal. Allí no podía haber seducciones con fuga posterior. Las repercusiones podían afectar a la vida de personas a las que quería y él no se arriesgaría a eso. Pero Alyssa tenía piernas largas, era hermosa, simpática y parecía dispuesta. Eso prometía. Tal vez hubiera encontrado una mujer con la que pasar el rato. Valía la pena considerarlo. Y también valía la pena frenar e ir con cautela.

—Sabes manejar bien las tijeras —dijo, mirando el espejo. El corte de pelo era excelente y la barba tenía buena pinta.

—¿Te molestan las canas? —preguntó ella—. Porque si es así…

—No me molestan —contestó él—. Me las he ganado todas.

—Me alegro, porque a mí me gustan. Resultan muy atractivas.

—¿Me estás haciendo la pelota para que te dé propina? —se burló él.

—Estás de broma, ¿verdad? Puesto que eres nuevo por aquí, ¿te vendría bien tener a alguien que te enseñara esto?

—Eso podría resultar útil —contestó él—. Ahora tengo que ir a un sitio, ¿crees que me confiarías tu número de teléfono?

—Claro que sí —ella esperó a que sacara el teléfono y le dio su número—. Para mí sería un placer. Este pueblo es magnífico. Está lleno de posibilidades.

—Ya lo veo —dijo él—. Muy bien, Alyssa, gracias por un buen trabajo. Estoy seguro de que volveremos a vernos.

Pagó en metálico y dejó buena propina. Se puso el anorak, se subió el cuello y salió a la lluvia. Bajó una manzana y cruzó la calle para entrar en el café. Sierra trabajaba ese día. Almorzaría allí y le mostraría el folleto de propiedades para alquilar.

Se sentó en una mesa y se dejó servir por su hermana. Pidió un bol de sopa, medio sándwich y café. Poco después, Sierra se sentó con él con un trozo de tarta de arándanos.

—¿Eso es para mí? —preguntó él.

Ella miró la tarta un momento.

—Sí —volvió detrás del mostrador y sacó otro trozo de tarta. Dakota se echó a reír.

—Eres muy considerada —dijo.

—Eso es verdad. A principios del verano tenemos tarta y pasteles de ruibarbo. Creo que este año voy a aprender repostería.

—¿Y cuándo vas a aprender a casarte? —preguntó él—. Creo que fue hace seis meses cuando Connie nos preguntó si daríamos nuestro consentimiento y yo pensé…

—¡Vaya! ¡Qué carcamal! —ella sonrió—. Ya planearemos algo. Oye, Cal está fuera, ¿verdad? Connie tiene la noche libre. Hará frío y lloverá. En casa habrá fuego en la chimenea y sopa. ¿Quieres venir?

—No sé. ¿En este pueblo no hay vida nocturna?

—Sí. En nuestra casa. Chimenea y sopa. Cocina Connie. Es fantástico. Los bomberos son cocineros excelentes. Y, si te portas bien, quizá pongamos una película. O saquemos algún juego de mesa.

Él la miró a los ojos.

—Creo que no voy a tardar mucho en aburrirme.

—¿Vas a venir?

—Sí —dijo él, encogiéndose de hombros.

Una reunión familiar

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