Читать книгу Una reunión familiar - Robyn Carr - Страница 9

Capítulo 2

Оглавление

Después del almuerzo, Dakota visitó tres propiedades en alquiler. Todas estaban bien, pero eran un poco grandes para un hombre solo y ninguna le pareció la apropiada. Fijó una cita para el día siguiente con el encargado de otra propiedad y luego fue a ver otras cuatro más. La última estaba en el campo, a dieciséis kilómetros del pueblo. Una cabaña con un porche grande. Estaba situada en una colina y al lado pasaba un arroyo. Había un puente pequeño que cruzaba el arroyo.

—El arroyo baja crecido en primavera y a comienzos del verano —dijo la agente inmobiliaria—. Se construyó como cabaña de vacaciones. Al dueño le gusta pescar. Decía que había buena pesca en ese arroyo.

Dakota entró a verla. Tenía un tamaño decente, probablemente unos ochenta metros cuadrados. Había dos dormitorios, un cuarto de baño de tamaño mediano, una cocina pequeña y una sala de estar con una mesa grande, un sofá y un sillón. No había televisión, pero sí un escritorio.

—¿Se alquila amueblada? —preguntó.

—Sí —repuso la agente—. El propietario ha muerto y los herederos no le prestan mucha atención. Nuestra agencia se encarga de todo. Podemos retirar lo que no quiera y dejar lo que le resulte útil. No hay lavadora ni secadora.

—Odio hacer la colada —dijo Dakota con una sonrisa. Tenía un hermano y una hermana cuyas lavadoras podía usar. Y siempre quedaba la lavandería de pago—. ¿Cuánto cuesta?

—Es cara —contestó ella. Y era cierto, costaba más que las casas más grandes que había visto antes. Era pintoresca. Rústica. Había una chimenea de piedra. Los electrodomésticos parecían bastante nuevos, quizá de un par de años—. Está bastante aislada. El calentador de agua es nuevo, el tejado está en buen estado y todos los electrodomésticos funcionan. Incluso la heladera.

Él no contestó. Caminó por la casa, tocó el sofá de cuero y abrió los armarios de la cocina. Se tumbó en la cama. El colchón no le convenció del todo, quizá habría que cambiarlo. Había ido a Colorado solo con algo de ropa y sus documentos importantes. La cabaña parecía bien provista. Por lo que veía, podía freír un huevo, usar el microondas y secarse después de una ducha. Podía comprarse un grill pequeño y quizá comprar sábanas nuevas, pero en conjunto, como alojamiento no estaba mal. Mejor que algunos lugares en los que había estado con el Ejército.

A continuación salió de nuevo al porche. Y allí, al otro lado del arroyo, vio ciervos. Un macho, un par de hembras y un cervatillo muy joven. Una de las hembras parecía a punto de parir. Miró a su alrededor.

—Aquí hace falta una buena silla.

—No la hay, pero puede comprar una por poco dinero.

—Me la quedo —dijo él.

Había que firmar un contrato de alquiler y la agencia tenía que investigar su historial de crédito para ver su solvencia. Por suerte, sabía que su crédito era excelente, y aunque había estado en el calabozo y le habían hecho un consejo de guerra, al comprar el Jeep había descubierto que su encarcelamiento militar no aparecía en sus registros civiles.

—Avíseme cuando pueda ir a firmar los papeles —dijo—. Ya tiene mi número de móvil.

Se sentía extrañamente eufórico con esa cabaña del bosque. Allí podía sentarse tranquilamente en el porche a mirar la naturaleza, observar la vida salvaje. Suponía que, en la oscuridad de la noche, oiría animales salvajes y por la mañana, pájaros. Estaría ocupado, porque le gustaba estarlo, pero disfrutaría mucho relajándose en aquella cabaña aislada. Le gustaría dormir allí y le gustaría escuchar la lluvia allí.

No había imaginado ese escenario, que iría a Colorado, alquilaría una casa y viviría cerca de su familia. Su familia de verdad. Pensaba que iría de visita, vería cómo estaban, se quedaría quizá algo más que de costumbre y después seguiría su camino. Pero, por otra parte, quizá aquello no fuera tan sorprendente. Había dejado a su familia del Ejército. ¿Adónde más iba a ir? Aunque era independiente, le gustaba tener gente en su vida. Siempre habían sido soldados. Él los cuidaba bien y ellos lo cuidaban a él.

Y algo había cambiado con sus hermanos. O con él. Por primera vez los consideraba amigos, no solo la familia que le había tocado en suerte. Nunca se le había dado bien mantener el contacto y el Ejército le había ofrecido muchas excusas para no hacerlo. Si no le apetecía ir a verlos, podía decir que el Ejército tenía otros planes para él y no podía esquivarlos. En aquel momento, sin embargo, fuera por lo que fuera, quería estar cerca de ellos. ¿Era posible que hubiera madurado por fin?

Fue a almorzar al bar asador y pub del pueblo. La camarera parecía que acabara de entrar de servicio. Se estaba atando el delantal y hablando con otro empleado. Asentía vigorosamente con la cabeza y sonreía. El hombre le puso una mano en el hombro cuando ella terminaba de atarse el delantal. Después ella se lavó las manos y se colocó detrás de la barra.

—¿Qué desea? —preguntó amablemente.

—¿Qué tal una hamburguesa, patatas fritas y una cola?

Ella le pasó la carta.

—Hay siete hamburguesas para elegir. Somos famosos por ellas.

—¿Cuál es su favorita? —preguntó él.

Ella señaló una.

—La Juicy Lucy con beicon, pepinillos y nada de cebolla. El queso va por dentro. Esa es mi predilecta.

—Gracias… —él miró la placa con el nombre de ella—. ¿Sid?

—Sid —confirmó ella—. Diminutivo de Sidney. ¿Y cómo le gusta la hamburguesa?

—En su punto.

—Excelente —ella se acercó a la zona de cobrar a introducir el pedido en el ordenador.

Era la primera vez que Dakota iba a ese pub. Era de madera oscura, con taburetes y apartados de cuero rojo y sillas con asientos de cuero rojo en las mesas. No era muy grande, pero suponía que estaría lleno en la «hora feliz». Tomó la carta y le echó un vistazo. El bar abría de once de la mañana a once de la noche y no servía desayunos. Probablemente aquello empezara a vaciarse a las nueve. En la carta no había nada del otro mundo. Hamburguesas, pizzas de pan sin levadura, costillas y comida surtida de bar. Tenían un menú infantil y chile con carne.

La decoración era hermosa, con tallas elaboradas en la pared de atrás y un espejo en el que podía admirarse. Soltó una risita y tomó un trago de cola, pero observaba a Sid, que saludaba a todos los que entraban. Entró una pareja mayor, de unos setenta y tantos años y ella se inclinó sobre la barra para darles un abrazo a cada uno y rio con ellos. Parecía que la conocía todo el mundo. Y presidía el local, era su dominio. La observó reír y hablar mientras preparaba dos Bloody Marys para sus amigos mayores. Los puso en una bandeja y salió de detrás de la barra para servírselos en su mesa. Charló un momento con ellos.

Dakota se preguntó si serían familia.

Ella le llevó su almuerzo.

—Estará caliente —dijo—. Disfrútelo.

Y a él lo decepcionó que se alejara tan pronto.

Mordió la hamburguesa y se quemó la boca, pero no lo dio a entender. Cerró los ojos, masticó despacio y tragó saliva. Cuando abrió los ojos, Sid estaba de pie ante él, sonriéndole.

—Te has quemado la boca, ¿verdad?

Él asintió torpemente.

—¿Cómo lo has sabido?

—Por los ojos. Las lágrimas. Frena un poco. No te la voy a quitar —dijo ella.

Y volvió a alejarse. Sirvió un par de refrescos, dos cervezas y un vaso de vino. Pero regresó.

—¿Y bien? ¿Qué tal está?

—Espectacular —repuso él—. Como tú ya sabes. Pero yo le habría puesto un par de jalapeños.

Ella ladeó la cabeza, pensativa.

—No es mala idea. Me salto la cebolla para no espantar el negocio.

—Este sitio es popular —comentó él, con ganas de conversación.

—Es casi el único del pueblo. No competimos con el café. Ellos son mejores para el desayuno, en empanadas, sopas, comidas calientes como ternera asada, empanada de pollo con verduras… Comida casera.

—Pues tienes razón en lo de la hamburguesa. Casi me abraso la lengua —comentó él, riendo—. Parece que conoces a todo el mundo.

Ella limpió la barra.

—Aquí conoces a todo el mundo en tres días. Y tú no eres de por aquí.

—Estoy de visita. Tengo familia aquí, pero hoy era un buen día para echar un vistazo. ¿Has vivido siempre aquí?

—A diferencia de la mayoría de la población, no. No soy de aquí. Nací y crecí en Dakota del Sur, trabajé unos años en California y ahora paso una temporada aquí.

—Tenemos eso en común —dijo él—. ¿Cuánto es una «temporada» para ti?

Ella movió la cabeza con aire ausente.

—Ya llevo algo más de un año, pero no lo había planeado así.

—¿Qué te retiene?

—¿Aparte del aire limpio, las vistas, el clima y la gente? —preguntó ella, enarcando las cejas—. Este sitio es de mi hermano. Mi intención era ayudarle un tiempo, pero… —se encogió de hombros.

Dakota la entendía muy bien. Sus planes de futuro también estaban llenos de encogimientos de hombros.

—Tu hermano tiene un buen local —dijo.

—¿Y de dónde vienes tú? —preguntó ella.

Dakota se esforzó por no crisparse. Tendría que preguntarle a Sierra y Cal si allí sabía todo el mundo que se habían criado en un autobús.

—Acabo de salir del Ejército. Me voy a tomar un tiempo para decidir qué hacer a continuación. Voy a ver si hay algún trabajo por aquí que me mantenga mientras lo pienso. Como tú has dicho, aquí hay muchas cosas agradables.

—¿Ejército? Eso es un gran compromiso.

—Entré muy joven —respondió él. Y tomó su hamburguesa para evitar darle más explicaciones a aquella camarera tan agradable.

—Pues si te gusta el aire libre, te gustará estar aquí —contestó ella.

Una mujer se sentó en la barra, dejando solo un taburete en medio.

—¿Me pones una ensalada César con pollo? —preguntó a Sid, antes de que esta tuviera ocasión de saludarla.

—Claro que sí. ¿Algo de beber?

—Agua —contestó la mujer. Y se puso a enviar mensajes por el teléfono móvil.

Dakota no se giró a mirarla, pero mientras comía la hamburguesa, la vio en el espejo que había detrás de la barra. Era muy hermosa y el cabello de color caoba le caía hacia delante mientras se concentraba en el teléfono. Él mordió, masticó y movió los ojos un poco a la izquierda, donde se encontraron con los de Sid, quien apartó rápidamente la vista. Eso le hizo sonreír. Ella los observaba a él y al resto del mundo. Seguramente quería saber cómo reaccionaba ante la mujer sentada a su lado.

Él observó a Sid. Adivinó que estaría en la treintena. De cabello largo rubio, o rubio rojizo. Tenía la piel clara pecosa de una chica irlandesa. Era rápida, física y verbalmente. Y no coqueteaba, pero era amable. O quizá «amistosa» la definiera mejor. Lo trataba igual que a todos los demás del bar.

Cuando le puso la ensalada a la mujer de la barra, él ya casi había terminado la hamburguesa. La mujer sacudió su servilleta, se la puso en el regazo y tomó el tenedor. Luego lo miró y sonrió.

—Hola. Perdona, tendría que haber sido más educada y haberte saludado cuando me he sentado.

—No tiene importancia —Dakota tomó un par de patatas fritas—. Estabas ocupada. Mensajes, supongo. La gran herramienta de comunicación de nuestro mundo.

Ella soltó una risita.

—Estaba revisando las redes sociales. Es un modo cómodo de estar al día con amigos, eventos y demás.

Dakota asintió y masticó. Había conseguido evitar entrar en el gran circuito de las redes sociales, aunque sí se comunicaba mediante mensajes de texto y correos electrónicos.

—Creo que no te había visto antes por aquí —dijo ella—. Me llamo Neely.

—Dakota —repuso él con una sonrisa.

—¿De paso?

Él ladeó la cabeza y se encogió de hombros.

—De visita —respondió—. Tengo un hermano cerca de aquí. ¿Y tú?

—¿Yo? Soy una residente nueva. Tengo un par de intereses de negocios en el pueblo, pero vivo en Aurora, no lejos de aquí.

—¿Aurora es un buen lugar para vivir? —preguntó Dakota, para alejar el tema de conversación de su persona.

—Lo es —ella se limpió los labios con la servilleta, dejando una mancha de pintalabios rojo en la tela blanca. Él miró a Sid y la sorprendió de nuevo observándolos—. No encontré nada que me gustara aquí, y allí hay más para elegir. Y también más cosas que hacer, más restaurantes, más tiendas… Hay más actividad cultural, más de todo. Timberlake es más para deportistas, rancheros y turistas. Claro que Aurora tiene muchos más habitantes. ¿Y tú? —ella pinchó algo de ensalada—. ¿Estás casado?

Dakota soltó una risita. Aquello era muy directo.

—No —contestó—. Y no le devolvió la pregunta.

—¿Y cómo te ganas la vida, Dakota?

—Acabo de salir del Ejército. Tengo una entrevista con el condado. Estoy pensando en recoger basura. Me han dicho que pagan bastante bien.

Hubo un sonido procedente de detrás de la barra, pero Neely no pareció oírlo. Dakota sabía de dónde procedía. A Sid le había hecho gracia. Había reído disimuladamente.

—Parece un trabajo sucio —comentó Neely.

—Creo que te dan guantes —respondió él. Se preguntó por qué hacía aquello. Ella era atrevida. Más incluso que Alyssa. Quizá era que emitía algún tipo de olor que indicaba que era un hombre libre y necesitado—. El sueldo es bueno —repitió—. Y para eso están las duchas.

—Y seguro que será algo temporal —respondió ella.

—¿Y cómo te ganas tú la vida? —preguntó él. Y se arrepintió de inmediato.

—Ando metida en distintas cosas. He tenido suerte. He invertido en algunos negocios y propiedades. Y eso, amigo mío, resulta que me ocupa todo el día.

—Seguro que sí.

—¿Verdad que este bar es genial? —preguntó ella.

Dakota asintió y ella comentó entonces que esa era la mejor época del año. Le preguntó si le gustaba cazar o pescar y él contestó que esperaba hacer algo de eso. Ella le dijo, entre bocados de ensalada, que estaba leyendo un libro maravilloso sobre la pesca con mosca en Montana y que tenía unas ganas increíbles de probarla. Él contestaba a sus preguntas superficiales sin dar demasiada información personal. No se ofreció a enseñarle a pescar con mosca y no dijo gran cosa de sus parientes de allí. Hasta que no supiera lo que ocurría a su alrededor, no quería desperdiciar información.

Pero sí tomó nota de algunas cosas. Ella llevaba ropa cara. Botas hasta la rodilla y una falda de cuero. Un suéter rojo que modelaba su cuerpo. Un chal en lugar de chaquetón. Su reloj parecía caro, pero él no era experto en joyas de mujeres. El maquillaje era de calidad. Y las uñas…

Si aquella mujer hubiera entrado en el club de oficiales, él se habría colocado el primero de la fila para invitarla a una copa. Pero allí no lo hizo.

Tuvieron una conversación agradable y superficial. Sid retiró el plato de él, le rellenó el vaso de cola y le dejó la cuenta en la barra. Neely tomó unos bocados de ensalada más y a continuación se limpió los labios, miró su reloj y dijo:

—Me marcho. Ya llego tarde otra vez —se puso el chal sobre los hombros y se levantó del taburete—. Tengo una idea. Esta noche he reservado mesa para cenar en un restaurante muy interesante y acogedor de Aurora que se llama Henry’s. Sería un placer ampliar la reserva a dos personas. Déjame invitarte a cenar como un gesto de bienvenida a Colorado. Y quizá podamos conocernos mejor.

—Es muy amable por tu parte —repuso él, sin levantarse—. Me temo que esta noche tengo planes. Pero gracias.

Ella sacó un bolígrafo del bolso y anotó algo en la parte de atrás de su cuenta del bar. El nombre del restaurante y su número de teléfono. También las siete de la tarde.

—A veces los planes cambian —dijo. Y le guiñó un ojo.

Aquel guiño de ojo suponía un dilema moral. Ella ofrecía sexo. Y él no tenía por qué rechazar eso.

Sid apareció de pronto delante de él.

—¿Deseas algo más?

—Tenías razón con lo de la hamburguesa. Espectacular.

—O sea que ha sido un buen almuerzo —comentó ella. No era una pregunta.

—El más interesante que he tenido hasta ahora en Timberlake.

—¿Ah, sí? —ella enarcó las cejas rubio oscuro.

—A mí no me engañas —dijo él—. Has oído cada palabra.

—Por supuesto que no —contestó ella—. Nunca oigo nada.

—Mientes, Sid —él sonrió. Dejó unos billetes en la barra y le dijo que se quedara el cambio. Y dejó adrede el papel de la cuenta de Neely en la barra.

Tuvo una tarde muy productiva. Visitó a Sully, le ayudó a colocar mercancía en la tienda, tomó café con el viejo Frank, quien era un mueble más de la tienda, y vio a Sierra cuando ella pasó por el Crossing a preguntar si la necesitaban para algo.

—¿Quieres venir a cenar esta noche? —preguntó—. Estamos Molly y yo solas. He pensado en queso fundido con ensalada y una película romántica.

—¡Madre mía! ¡Qué difícil es rechazar eso! —respondió él—. Creo que me voy a arriesgar a la pantalla grande de Cal. Tiene que haber algo mejor en la tele. O puedo leer.

Sully resopló.

—¡Eh! —protestó Dakota—. Sé leer.

—Estoy seguro de que sabes —respondió Sully.

—Supongo que eso ha sido una negativa —intervino Sierra.

—Si quieres que vaya, iré —contestó su hermano.

—La verdad es que me gustan mis veladas a solas con la perra —contestó ella—. Lo he dicho por cuidar de ti.

—La verdad es que a mí también me gusta estar solo —contestó él. Pero le dio un beso en la frente, al estilo hermano mayor cariñoso.

A las seis y media entró en el bar asador y pub de Timberlake y se sentó a la barra. Sid tardó muy poco en verlo y lo recibió con una media sonrisa tímida. Le puso una servilleta delante.

—Vas a llegar tarde —dijo.

—¿A qué? —preguntó él, con su sonrisa más deslumbradora.

—Cenar en el restaurante repipi, que, por cierto, no se llama Henry’s, se llama Hank’s. Y es caro. Invitaba ella, idiota.

—Me guiñó un ojo —contestó él—. Eso me aterrorizó.

Ella echó atrás la cabeza y su coleta de pelo rubio fresa osciló al ritmo de su carcajada.

—Apuesto a que estabas dividido —dijo, cuando paró de reír.

—De acuerdo, es verdad. Lo pensé un segundo. Pero mi experiencia es que eso no es buena señal. Si es tan osada, llega cargada de problemas.

Sid se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. No sé nada de ella.

La sonrisa de él fue completamente genuina.

—Eres una mentirosa.

—¿Y qué quieres que te ponga?

—Una cerveza. Cualquiera de grifo.

—¿Vas a comer algo con eso?

—No. Pensaré en comida en la cerveza siguiente. Estoy seguro de que aquí ves y oyes bastantes cosas.

—¡Oh, no! De eso nada —ella le sirvió una cerveza—. Tuve que firmar un acuerdo de confidencialidad para trabajar aquí. Tu sacerdote hablaría más que yo.

—Siempre tienes la última palabra, ¿eh? —contestó él—. Oyes muchos chistes, ¿verdad?

—Sí. Y hasta he aprendido a contar unos cuantos. Tengo que practicarlos delante del espejo.

—Seguro que no —contestó él, riendo—. Tengo mucha experiencia hablando con camareros y tú no eres lo que pareces.

—Te puedo asegurar que soy exactamente lo que ves —contestó ella.

—¿Qué hacías antes de trabajar de camarera?

—¿No crees que eso es una pregunta personal?

—No —Dakota negó con la cabeza—. A menos que estuvieras en el Servicio Secreto o algo así.

—Si hubiera estado, no podría decírtelo.

—Si hubieras estado, tendrías una tapadera —contestó él. La desarmó con su sonrisa.

—Trabajaba en informática —dijo ella—. Muy aburrido. En una habitación sin ventanas. Creando programas y esas cosas. Es lo que hace todo el mundo en California hoy en día. ¿Qué hacías tú en el Ejército?

Dakota se echó hacia atrás, casi satisfecho.

—Principalmente entrenaba para ir a la guerra y luego iba a la guerra. Mi último destino fue en Afganistán. Y entonces decidí que prefería recoger basura.

—¿En serio? Parece un cambio muy drástico.

—Tal vez. ¿Conoces a un hombre llamado Tom Canaday?

—Sí. Conozco a Tom. Todo el mundo lo conoce.

—Yo también. Es una persona increíble. Ha tenido todo tipo de trabajos, puesto que es padre soltero y todo eso. Me dijo que arreglar carreteras, recoger basura y quitar la nieve se pagan muy bien en invierno y tienen muchos beneficios extra. Dijo que él sigue trabajando para el condado media jornada.

—O sea que lo de la basura iba en serio —dijo ella. Y a continuación se sonrojó.

Dakota rio.

—¡Ajá! ¡Lo sabía! No se te escapa nada.

—¿De qué conoces a Tom? —preguntó Sid.

—Si te lo digo, ¿prometes no decírselo a tus demás clientes? —ella puso los brazos en jarras y lo miró de hito en hito—. Hizo algunos trabajos con mi hermano. Mi hermano quería hacer una reforma y Tom le ayudó.

—Eso tiene sentido —contestó ella—. Tom ha trabajado por todo este valle. Incluso hizo algunos trabajos en el bar.

Dakota miró a su alrededor.

—No sé lo que hizo, pero el bar está muy bien. Volvamos a ti. ¿Por qué cambiaste los ordenadores por ser camarera?

Ella suspiró.

—Rob, mi hermano, también es padre soltero. Su esposa murió y sus hijos eran muy pequeños. Así que cambió de vida y se mudó aquí con los chicos, compró este bar y le salió bien. Tiene buenos empleados, por lo que puede permitirse un horario flexible. Puede dejar a alguien al cargo y estar disponible para los chicos. Ahora tienen catorce y dieciséis años y son muy activos. Pero su encargado se despidió de pronto y necesitaba ayuda justo en el momento en el que yo quería un cambio. ¿Quién mejor que la tía Sid? Y resulta que esto me gusta —ella señaló el bar—. Ahora tengo ventanas y todo.

—Pero es totalmente diferente, ¿no? —preguntó él.

—Tan diferente como recoger basura de ir a la guerra.

Dakota tomó un trago de cerveza.

—Ahí me has pillado. En mi caso, eso podría ser un cambio agradable.

—¿Alguna vez te has descubierto casado? —preguntó ella.

Él la miró perplejo.

—¿En el sentido de si me he despertado una mañana y he descubierto que estaba casado? —preguntó—. No, eso no me ha pasado nunca. ¿Tú te encontraste casada de pronto?

—Estoy divorciada —contestó ella—. Hace más de un año.

—Lo siento.

Ella lo miró con una sonrisa un poco triste, o tímida. Asintió con la cabeza.

—¡Voy! —dijo. Y se fue a atender a otra persona.

—¡Vaya! ¡Qué coincidencia! —exclamó Alyssa. Dakota vio su imagen en el espejo y se volvió hacia ella, que puso la mano en el taburete que había a su lado—. ¿Esperas a alguien?

A Dakota le admiró la rapidez con la que podía escabullirse Sid, quien estaba ya en el otro extremo de la barra.

—No —repuso.

—¿Te importa que me siente aquí?

—Claro que no. ¿Puedo invitarte a una copa?

—Eso sería muy amable por tu parte —contestó ella, ahuecándose el pelo—. ¿Qué has hecho estos días?

—Poca cosa. Dar vueltas por aquí. ¿Y tú?

Ella rio con ganas y él supo que lo había buscado. Debía de haber una gran escasez de hombres en el pueblo. Aquello, que se le insinuaran las mujeres, no era algo que le ocurriera con regularidad. Le pasaba alguna vez, pero no con frecuencia. Era más normal que las persiguiera él. Desde luego, no podía quejarse del aspecto de las dos mujeres que se le habían insinuado desde que llegara al pueblo. Alyssa era espectacular. Probablemente medía casi un metro ochenta y su pelo sedoso pedía a gritos las manos de un hombre. Y sus piernas… Había muchas posibilidades allí.

Ella empezó a contar su día en la peluquería, riéndose de sus propias historias.

—Hola, Alyssa —dijo Sid—. ¿Qué te pongo?

—¿Una copa de merlot? De cualquier marca que tengas.

—Marchando enseguida.

Sid se alejó, lo cual decepcionó a Dakota. Le gustaba intercambiar bromas con una mujer que era capaz de seguir el juego. Alyssa era amable y encantadora, no tenía nada que pudiera espantarlo. Le preguntó qué hacía para divertirse y le contestó que iba de compras. Le preguntó también si esquiaba en invierno.

—Claro —contestó—. Todo el mundo esquía. ¿Y tú? ¿Has venido a Colorado por eso?

—A decir verdad, sí que esquío, pero no soy un experto. ¿Qué otras cosas haces para divertirte?

Alyssa dijo que le gustaba salir con amigas, que a veces iban a Denver de discotecas. Tres de ellas habían ido varios días a Las Vegas. Eso había sido muy divertido. Una resaca continua.

Entraron un par de policías estatales de uniforme, se sentaron en un extremo de la barra y Sid les llevó café sin que se lo pidieran. Un momento después reía como una loca con ellos. Pasó sus pedidos para cenar y volvió con ellos. Parecía tener mucho que decirles. Reía y gesticulaba con las manos. Les rellenó la taza de café.

—¿Me has oído? —preguntó Alyssa.

—Perdona —dijo él—. Estaba distraído con los policías.

—He dicho que quizá podamos salir algún día. ¿Qué te gusta hacer?

«Mierda», pensó él.

—Espera que me asiente un poco. Soy nuevo aquí, ¿recuerdas?

—Yo podría ayudarte con eso.

—Y yo te lo agradezco, Alyssa.

Un hombre con camisa de cuadros sacó un par de platos de la cocina y entró detrás de la barra para llevárselos a los policías. Le puso una mano en el hombro a Sid y rieron todos juntos. «El hermano», pensó Dakota. Le recordaban un poco a Sierra y a él. El vínculo entre ellos era palpable.

—¿Estás huyendo o algo así? —preguntó Alyssa.

—¿Qué?

—Te pregunto si huyes de la justicia. ¿Tienes cuentas pendientes? Porque no pierdes de vista a la policía.

—Perdona —él se pasó una mano por la cara, por encima de la barba—. Estaba pensando qué se necesitará para entrar en la policía. En una patrulla de carreteras, quizá. Muchos militares acaban en departamentos de policía o de bomberos. Puede que yo no sea muy inteligente, pero estoy en forma.

—Oh, estoy segura de que eres muy inteligente.

—Dime cómo elegiste tú tu profesión —preguntó él.

Se encogió por dentro. En realidad quería salir huyendo. Era una mala persona. Ella solo se mostraba amable y tendría que haberse sentido halagado, pero quería que se fuera para poder hablar con Sid.

—¿Listo para otra cerveza? —preguntó esta, acercándose.

—Gracias, pero… —Dakota miró su reloj—. Tengo que irme.

—¿Sin cenar? —preguntó ella con una sonrisa diabólica.

—Me temo que esta noche sí —él se levantó y buscó en su cartera—. Tú cuida bien de la policía —comentó.

—Claro que sí. Ellos nos cuidan a nosotros.

—Cóbrate lo mío y lo de Alyssa. ¿Tú te quedas? —preguntó a esta última.

—No, salgo también —contestó ella.

Él le puso una mano en el codo para acompañarla fuera y le preguntó dónde estaba su coche. En la peluquería, claro. Dakota rezó para que ella no intentara nada. ¿Aquello no era muy raro? ¿Los hombres normales no querían que las mujeres guapas intentaran algo? ¿Lo que fuera? Pero estaban en un pueblo y él no tenía intención de iniciar nada con ella. Le tomó las llaves del coche, abrió las puertas y le faltó poco para empujarla al interior del vehículo.

—Eso es —dijo, despidiéndola—. Nos veremos muy pronto, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —musitó ella, claramente decepcionada.

—Conduce con cuidado.

Dakota se metió las manos en los bolsillos y volvió hacia el bar en busca de su vehículo. Entonces se dio cuenta de que así era como lo había encontrado Alyssa. El bar se veía desde la peluquería y había visto su Jeep. Subió y puso el motor en marcha. Después se quedó un minuto allí sentado. Pensó en dar un par de vueltas a la manzana y después volver. Pensó en pasar un rato allí sentado esperando a que Sid terminara de trabajar. ¿Para hacer qué? ¿Seguirla a casa? Gruñó con disgusto.

Y a continuación se hizo dos preguntas. La primera, ¿qué tenía Sid que hacía que quisiera acecharla? Y la segunda, ¿tendría Cal algo de comer en el frigorífico?

Una reunión familiar

Подняться наверх