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Capítulo 1

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Un violento e intempestivo viento de septiembre azotaba la lluvia contra las ventanas mientras Predicador limpiaba la barra del bar. Solo eran las siete y media, pero ya había anochecido. Ningún vecino de Virgin River saldría en una noche como aquella. Después de cenar, la gente solía quedarse en casa en las noches frías y húmedas del otoño. Los campistas y los pescadores también se habrían puesto a refugio de la tormenta. Estaban en temporada de caza, pero no era probable que con aquel tiempo se acercara ningún cazador a aquella hora. Jack, su compañero y el propietario del bar, sabiendo que no habría mucho trabajo había vuelto a la cabaña en la que vivía junto a su esposa, y Predicador también había enviado a casa a Rick, el joven de diecisiete años que los ayudaba en el bar. En cuanto comenzara a apagarse el fuego de la chimenea, pondría el cartel de «cerrado» en la puerta.

Se sirvió un whisky, se sentó a la mesa más próxima a la chimenea, colocó una silla frente a él y subió los pies. Aquellas noches tranquilas le gustaban. Siempre había sido un hombre solitario.

Pero la tranquilidad no duró mucho. Alguien empujó suavemente la puerta, haciéndole fruncir el ceño. El viento terminó de abrirla bruscamente y levantó a Predicador de un salto. Se volvió y vio que acababa de entrar una joven con un niño en brazos. Llevaba una gorra de béisbol en la cabeza y una bolsa al hombro. Predicador se dirigió inmediatamente hacia ella. La recién llegada se volvió, alzó la mirada hacia él y los dos parecieron asustarse.

Ella porque Predicador tenía un aspecto que resultaba intimidante: era un hombre alto y extremadamente fuerte, llevaba el pelo rapado y tenía unas cejas densamente pobladas.

Él, porque bajo aquella gorra de béisbol había visto un bonito rostro con un moratón en la mejilla y un corte en el labio.

–Eh, lo siento… he visto que estaba abierto y…

–Adelante, pasa. No esperaba a nadie esta noche.

–¿Ibas a cerrar? –preguntó ella mientras alzaba al niño en sus brazos.

El pequeño debía de tener más de tres años y dormía con la cabeza apoyada en su hombro.

–Pasa –respondió Predicador, retrocediendo para que pudiera entrar–. No hay otro lugar al que ir. Siéntate al lado del fuego.

–Gracias –contestó la recién llegada con docilidad–. ¿Pero no estabas tú allí sentado?

–No importa. Me estaba tomando una copa antes de cerrar, pero no tengo prisa. Normalmente no cerramos tan pronto, pero con esta lluvia…

–¿Estabas pensando en irte a tu casa?

Predicador sonrió.

–Vivo aquí. Eso me permite una mayor flexibilidad con los horarios.

–Bueno, si estás seguro de que no te importa…

–Claro que estoy seguro. Cuando hace buen tiempo, abrimos hasta las nueve.

La joven se sentó frente al fuego con el niño en el regazo. Dejó caer la bolsa al suelo, se colocó al niño de nuevo y lo abrazó con fuerza.

Predicador desapareció en la parte trasera del bar, dejando que entrara en calor. Regresó con un par de cojines y una manta. Colocó los cojines en una mesa y dijo:

–Puedes tumbar ahí al niño. Seguro que pesa mucho.

Ella lo miró con una expresión que indicaba que estaba a punto de llorar. Predicador deseó que no lo hiciera. Odiaba que las mujeres lloraran porque no sabía cómo reaccionar. Jack era capaz de manejar ese tipo de situaciones: era todo un caballero, sabía cómo tratar a una mujer en cualquier circunstancia. Pero él se sentía incómodo con las mujeres, por lo menos hasta que entraba en confianza. Entre otras cosas, porque no tenía mucha experiencia con ellas. Aunque no era esa su intención, su aspecto solía asustar tanto a mujeres como a niños. Pero lo que no sabían ellos era que, bajo aquel semblante muchas veces sombrío, se escondía un hombre tímido.

–Gracias –volvió a decirle la joven.

Dejó al niño sobre los cojines y este se acurrucó inmediatamente y se metió el pulgar en la boca. Predicador permaneció frente a él, sosteniendo torpemente la manta. Ella no se la quitó, así que fue él quien terminó arropando al niño. Mientras lo hacía, se fijó en las mejillas sonrojadas del pequeño.

La madre del niño volvió a sentarse y miró a su alrededor. Al ver la cabeza de ciervo que colgaba sobre la puerta de la entrada pareció encogerse. Continuó recorriendo el bar con la mirada, prestando especial atención a la piel de oso y al esturión disecado que decoraban la pared de detrás de la barra.

–¿Esto es un refugio de cazadores o algo parecido?

–En realidad no, pero la verdad es que vienen muchos pescadores y cazadores por aquí. Mi socio mató ese oso en defensa propia, pero el esturión lo pescó intencionadamente. Es uno de los más grandes que se han pescado en el río. El ciervo lo cacé yo, pero prefiero la pesca. Me gusta la tranquilidad –se encogió de hombros–. Soy el cocinero del bar. Si mato algo, es para que podamos comérnoslo. A lo mejor deberías tomar una copa –sugirió, procurando que su tono no pareciera amenazador.

–Antes tengo que encontrar un lugar para dormir. Por cierto, ¿dónde estoy exactamente?

–En Virgin River, un pueblo bastante apartado. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

–Yo… –soltó una risa nerviosa–. He salido de la autopista para buscar un pueblo en el que hubiera un hotel…

–Estamos muy lejos de la autopista.

–Y tampoco hay muchos pueblos por los alrededores. El caso es que he visto el bar y también que estaba abierto. Mi hijo… creo que tiene fiebre, así que no debería seguir conduciendo.

Predicador sabía que no era posible encontrar ningún hotel por la zona. Y también que aquella era una mujer con problemas; no hacía falta mucha imaginación para intuirlo.

–Ya te encontraré algo –le dijo–. Pero antes, ¿no quieres tomar nada? Esta noche he preparado una sopa exquisita. Y tengo también judías con jamón y pan recién hecho. Me gusta hacer pan cuando llueve. ¿Pero quieres antes un brandy para entrar en calor?

–¿Un brandy?

–O lo que te apetezca.

–Sí, un brandy estaría bien. Y un plato de sopa. Hace horas que no como nada, gracias.

Predicador se metió detrás de la barra y le sirvió el brandy en una de sus mejores copas. Apenas las usaba con sus clientes habituales, pero quería hacer algo por aquella mujer que, estaba seguro, se encontraba en una situación difícil. Le llevó la copa y regresó después a la cocina.

Sacó la sopa del frigorífico, sirvió un cuenco y lo metió en el microondas. Mientras se calentaba, llevó la servilleta y los cubiertos. Para cuando volvió a la cocina, la sopa ya estaba lista. Tomó un trozo de pan y lo calentó durante unos segundos. Lo colocó después con un poco de mantequilla en un plato. Al salir de la cocina, vio que la recién llegada estaba quitándose la cazadora; por los gestos que hacía, parecía estar dolorida. Su manera de actuar lo hizo detenerse un instante con el ceño fruncido; la mujer miraba por encima del hombro, como si temiera que la sorprendieran haciendo algo malo.

Mientras le dejaba la sopa en la mesa, Predicador pensaba a toda velocidad. Aquella joven debía de medir un metro sesenta y era muy delgada. El pelo, oscuro y rizado, lo llevaba recogido en una cola de caballo debajo de la gorra. Parecía una niña, pero se imaginó que debía de tener más de veinte años. A lo mejor había tenido un accidente de coche, pero era más probable que alguien le hubiera pegado. La mera idea lo hizo temblar por dentro de rabia.

–Tiene muy buen aspecto –comentó agradecida.

Mientras ella comía, Predicador permaneció detrás de la barra. La vio remover la sopa, untar la mantequilla en el pan y comerlo con hambre. Cuando ya había dado cuenta de la mitad de la cena, lo miró con una sonrisa casi de disculpa. A Predicador le desgarraba el corazón ver su rostro herido, verla tan hambrienta.

Cuando advirtió que estaba terminando la sopa con el último trozo de pan, regresó a la mesa.

–Te serviré un poco más.

–No, no hace falta. Creo que ahora sí me tomaré ese brandy que me has ofrecido. Me sentará bien. Después continuaré buscando…

–Relájate –la interrumpió Predicador, e inmediatamente deseó no haber parecido excesivamente duro. A la gente le costaba acostumbrarse a él. Llevó los platos a la barra y limpió la mesa–. Por aquí no hay ningún lugar en el que puedas conseguir habitación. Y las carreteras no son muy buenas, sobre todo con esta lluvia. La verdad es que me temo que no vas a poder ir a ninguna parte.

–¡Oh, no! Escucha, solo tienes que decirme el lugar más cercano en el que puedo… Dios mío, tengo que encontrar algo…

–Tranquilízate. Yo tengo una habitación de sobra. Puedes quedarte aquí. Hace una noche terrible –como era de prever, la chica lo miró con los ojos abiertos como platos–. No te va a pasar nada, y la habitación tiene cerrojo.

–No pretendía…

–No te preocupes. Ya sé que tengo un aspecto que suele asustar a la gente.

–No, es solo que…

–Tranquila, de verdad. Sé cómo soy. Funciona estupendamente con los hombres. Puedo espantar a cualquiera –sonrió.

–No tienes por qué hacer esto. Tengo un coche…

–Dios mío, ¡no sería capaz de dejarte dormir en un coche! –exclamó, e inmediatamente se arrepintió–. Lo siento, a veces hablo en un tono tan amenazador como mi aspecto. Pero lo digo en serio, es mejor que te quedes si el niño no se encuentra bien…

–No puedo. No te conozco.

–Sí, lo sé, y probablemente te genero muchas dudas. Pero soy mucho menos peligroso de lo que parezco. Estarás bien en mi casa, mejor que en cualquier hotel de la autopista, de eso puedes estar segura. Y mucho mejor que intentando conducir por estas carreteras en medio de una tormenta.

La joven se lo quedó mirando durante un largo minuto.

–No. Tengo que marcharme. Si me dices cuánto te…

–Tienes una buena herida –la interrumpió Predicador–. ¿No quieres que te traiga nada para el labio? Tengo un botiquín en la cocina.

–Estoy bien –respondió ella, sacudiendo la cabeza–. ¿Por qué no me dices lo que te debo y…?

–No tengo nada para la fiebre del niño, salvo una habitación con un cerrojo en la que te podrás sentir segura. No puedes rechazar un ofrecimiento así con un niño con fiebre. Sé que doy miedo, pero te aseguro que conmigo estarás completamente segura –le sonrió.

–No me das miedo –respondió con timidez.

–Hay muchas mujeres y niños que se ponen nerviosos al verme, y te aseguro que es algo que odio. ¿Estás huyendo? –le preguntó de pronto.

Su interlocutora bajó la mirada.

–¿Qué crees? ¿Que voy a llamar a la policía? ¿Quién te ha hecho eso?

La chica comenzó a llorar.

–Eh, no, no llores –le suplicó.

Pero ella cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó en ellos la cabeza y continuó sollozando.

–No, por favor, no hagas eso. Nunca sé qué hacer cuando llora una mujer –comenzó a acariciarle la espalda y ella se irguió bruscamente. Predicador alargó entonces la mano hacia la suya para rozársela levemente–. Vamos, no llores. A lo mejor puedo ayudarte.

–No, no puedes.

–Eso nunca se sabe.

–Lo siento –se disculpó ella mientras se secaba la cara–. Supongo que estoy agotada. Ha sido un accidente. Te parecerá una estupidez, pero estaba intentando meter a Chris… –se interrumpió de golpe y miró nerviosa a su alrededor, como si temiera que pudiera haberla oído alguien. Se humedeció los labios–. Estaba intentando meter a Christopher en el coche y he chocado con la puerta. Hay cosas que es mejor hacerlas con calma, ¿verdad? Solo ha sido un accidente, estoy bien.

–Sí, claro. Pero seguro que te duele.

–Me pondré bien.

–Claro que sí. ¿Cómo te llamas? –al comprender que no estaba dispuesta a contestar, añadió–: No tienes por qué tener miedo, no voy a decírselo a nadie. Si alguien viene preguntando por ti, ni siquiera le diré que te he visto –ella lo miraba boquiabierta–. Maldita sea, no debería haber dicho eso, ¿verdad? Bueno, lo único que pretendía decirte es que si estás huyendo de algo o escondiéndote, no pasa nada. Puedes esconderte aquí. No te delataré. ¿Cómo te llamas?

La joven alargó la mano lentamente para acariciarle la cabeza a su hijo. Y continuó en silencio.

Predicador se levantó, quitó el cartel de la puerta y echó el cerrojo.

–Ya está –se sentó al lado de la chica–. Intenta tranquilizarte –le dijo suavemente–. Nadie va a hacerte daño. Puedo ser tu amigo. Y te aseguro que no me da ningún miedo el cobarde que ha sido capaz de hacerle eso a una mujer.

Ella bajó la mirada, como si quisiera evitar cualquier contacto visual.

–Me lo he hecho con la puerta del coche…

–Tampoco me dan miedo los coches viejos –la interrumpió.

La chica emitió un sonido parecido a una risa, pero continuaba evitando su mirada. Alzó la copa de brandy con la mano ligeramente temblorosa y se la llevó a los labios.

–Además, si crees que el niño necesita un médico, tienes uno justo enfrente. Podemos llamarlo, o puedo acompañarte a verlo.

–Creo que solo tiene un catarro.

–Pero si necesita algún medicamento o cualquier otra cosa…

–Creo que está bien, de verdad.

–Mi amigo, el propietario del bar, está casado con una enfermera. Una enfermera especializada. Está capacitada para examinar pacientes, recetar medicinas… Es comadrona y se ocupa de las mujeres de la zona. Podría estar aquí en menos de diez minutos. Si hay una mujer que realmente puede atenderte en estas circunstancias es…

–¿Qué circunstancias? –lo interrumpió ella. El pánico se reflejaba en todas y cada una de sus facciones.

–Me refiero a lo de la puerta del coche y todo lo demás…

–No, de verdad. No hace falta que venga. Mi único problema es que he tenido un día muy largo.

–Sí, me lo imagino. Y la última hora que has pasado conduciendo fuera de la autopista tiene que haber sido horrible si no estás acostumbrada a estas carreteras.

–La verdad es que estaba un poco asustada –admitió suavemente–. Y al no saber siquiera dónde estaba…

–Ahora estás en Virgin River y eso es lo único que importa. Las carreteras son terribles, pero la gente de por aquí es buena. Nos ayudamos en todo lo que podemos, ¿sabes?

Su interlocutora esbozó una sonrisa, pero continuaba sin mirarlo a los ojos.

–¿Cómo te llamas? –insistió Predicador. Ella apretó los labios y sacudió la cabeza–. No te va a pasar nada –añadió suavemente–, de verdad.

–Paige –susurró. Una lágrima se deslizó por su mejilla–. Paige –repitió con un hilo de voz.

–Tienes un nombre muy bonito. Y aquí puedes decirlo sin miedo.

–¿Y tú cómo te llamas?

–John –contestó él, e inmediatamente se preguntó por qué–, John Middleton. Pero nadie me llama así. Todo el mundo me llama «Predicador».

–¿Eres predicador?

–No –replicó él medio riendo–. Para nada. Creo que la última persona que me llamó John fue mi madre.

–¿Y cómo te llamaba tu padre?

–Chaval –contestó con una sonrisa–. «Eh, chaval», solía decirme.

–¿Y por qué todo el mundo te llama «Predicador»?

–Bueno –inclinó la cabeza avergonzado–, no lo sé. Me pusieron ese apodo hace años, cuando estaba en los marines. Mis compañeros decían que era un puritano.

–¿Y lo eras?

–No, qué va. Pero no me gustaba ser un malhablado e iba a misa cuando se celebraba. Crecí rodeado de curas y monjas. Mi madre era una mujer muy devota. Ninguno de los otros soldados iba nunca a misa, por lo menos que yo recuerde. Y cuando iban a emborracharse o en busca de mujeres, yo no los acompañaba. No sé, nunca me he sentido cómodo haciendo ese tipo de cosas. Y las mujeres no se me dan bien –sonrió de pronto–. Aunque supongo que eso es bastante obvio, ¿verdad? Y lo de emborracharme nunca me ha parecido especialmente apetecible.

–Pero tienes un bar.

–El bar es de Jack, pero él cuida de todo el mundo. No deja que nadie salga del establecimiento si no está en perfectas condiciones, ¿sabes? A mí me gusta tomarme una copa al final del día, pero no entiendo qué placer puede encontrar nadie en despertarse con resaca –le sonrió.

–¿Cómo quieres que te llame, «John» o «Predicador»?

–Llámame como quieras.

–John –contestó ella–, ¿te parece bien?

–Sí, si tú quieres… Sí, claro que me gusta. Además, hacía mucho tiempo que nadie me llamaba así.

Paige bajó la mirada un instante antes de volver a alzarla hacia él.

–Te agradezco mucho lo que estás haciendo por mí. Que hayas dejado el bar abierto y todo lo demás.

–No es para tanto. La mayor parte de las noches el bar está abierto hasta más tarde –inclinó la cabeza hacia el niño–. ¿No se despertará con hambre?

–A lo mejor. Tenía un poco de mantequilla de cacahuete y mermelada en el coche y se lo ha comido casi todo.

–Muy bien. La habitación que te ofrezco está justo encima de la cocina. Puedes bajar para lo que quieras, te dejaré la luz encendida. En la nevera hay leche y zumo de naranja. Y también tienes cereales, pan, mantequilla de cacahuete y sopa, ¿de acuerdo?

–Eres muy amable, pero….

–Paige, creo que necesitas descansar y si el niño está enfermo supongo que no querrás que salga con este frío.

Paige pensó en ello durante algunos segundos y preguntó:

–¿Cuánto me va a costar?

Predicador soltó una carcajada, pero se puso serio inmediatamente.

–Lo siento, no pretendía reírme. Es solo que… en realidad voy a dejarte mi antigua habitación. Esto no es un hotel ni nada parecido. Durante dos años, estuve viviendo en esa habitación, pero después Jack se casó con Mel y me dejó su apartamento. Como ya te he dicho, la habitación está justo encima de la cocina. Huele un poco a café y a beicon por las mañanas, pero es grande y tiene cuarto de baño. Para una noche no está nada mal –se encogió de hombros–. Solo estoy comportándome como un buen vecino.

–Eres muy generoso.

–No es para tanto; al fin y al cabo, nadie va a utilizar esa habitación, y me alegro de poder ayudarte –se aclaró la garganta–. ¿Tienes una maleta o algo que quieras sacar del coche?

–Solo una maleta. Está en el asiento de atrás.

–Iré a buscarla. La botella de brandy está allí –le dijo–. Si te apetece, sírvete un poco más. Y yo creo que me apetecería si estuviera en tu lugar, después de haber cruzado todas estas montañas bajo la lluvia –se levantó–. Tráete la copa y te enseñaré la habitación. Está en el piso de arriba. Eh… ¿quieres que suba yo al niño?

Paige también se levantó.

–Gracias –estiró los hombros, como si los tuviera tensos después de haber conducido durante horas–, si no te importa…

–En absoluto. Y escucha, para que no te preocupes, tu habitación y mi apartamento ni siquiera están conectados. Estaremos separados por las escaleras y la cocina. Así que cierra la puerta y descansa.

Levantó al niño en brazos y le gustó sentir su cabeza apoyada en el hombro. Predicador no tenía mucha experiencia en llevar a niños en brazos, pero le gustó aquella sensación.

–Por aquí.

La condujo hacia las escaleras a través de la cocina y abrió la puerta de su antiguo dormitorio.

–Lo siento –se disculpó–, está un poco desordenado. Dejé aquí parte de mis cosas, como las pesas, pero las sábanas están limpias.

–Está perfectamente. Además, me iré mañana a primera hora.

–No tienes por qué irte tan rápido. Puedes quedarte todo el tiempo que necesites. Ya te he dicho que la habitación está siempre vacía. Así que, si el niño sigue teniendo fiebre…

Dejó al niño en la cama, casi con desgana. El calor de aquel niño contra su pecho le resultaba reconfortante. Apenas podía resistir las ganas de acariciarle el pelo.

–¿Por qué no me dejas las llaves del coche? Así podré subirte la maleta.

Paige metió la mano en su bolsa y le tendió las llaves.

–Ahora mismo vengo.

Predicador fue rápidamente al coche. Era un turismo pequeño, tuvo que echar el asiento completamente hacia atrás y aun así, las rodillas continuaban tocando el volante. Lo llevó a la parte de atrás del bar y lo aparcó al lado de su camioneta, de manera que nadie pudiera verlo desde la calle principal en el caso de que estuviera buscándola. No estaba seguro de por qué, pero no quería que Paige tuviera miedo.

Sacó después la maleta, una maleta demasiado pequeña para alguien que pensaba hacer un viaje.

Cuando regresó a la habitación, encontró a Paige sentada en el borde de la cama, al lado de su hijo, y evidentemente tensa. Predicador dejó la maleta en el suelo y las llaves encima de la cómoda que había al lado de la puerta. Paige se levantó y se volvió hacia él.

–Mira –le explicó Predicador–, te he aparcado el coche justo detrás de mi camioneta. Ahora no se puede ver desde la calle principal. Así que si no lo ves donde lo has dejado, no te asustes, está detrás del bar. Yo te recomiendo que descanses, que esperes a que deje de llover y no salgas de viaje hasta que sea de día. Pero si por cualquier cosa te pones nerviosa, el bar puede abrirse desde dentro y aquí tienes las llaves del coche. En el caso de que… en el caso de que quieras marcharte, puedes dejar la puerta abierta. Estamos en un lugar seguro, de hecho a veces hasta nos olvidamos de cerrar la puerta. Pero esta noche que estáis aquí el niño y tú, me aseguraré de cerrar con llave. Eh… Paige, no tienes por qué preocuparte de nada. Soy un hombre en el que se puede confiar. Si no fuera así, Jack no me dejaría a cargo del bar, ¿de acuerdo? Ahora, intenta descansar.

–Gracias –susurró Paige.

Predicador cerró la puerta y oyó que ella echaba el cerrojo, intentando protegerse.

Permaneció allí durante un largo minuto. Y tardó aproximadamente cinco segundos en concluir que alguien, probablemente su marido o su novio, le había pegado y ella había decidido huir con su hijo. Por supuesto, él sabía que esa clase de cosas ocurrían constantemente. Pero jamás había conseguido comprender qué satisfacción podía obtener un hombre al pegar a una mujer. Para él no tenía sentido. Si uno tenía una mujer, tenía que tratarla bien. Tenía que hacerla sentirse segura, estaba obligado a protegerla.

Bajó al bar, apagó las luces, revisó la cocina y, después de encender la luz de la escalera por si Paige quería bajar, fue al apartamento que había detrás de la cocina. Llevaba solo unos minutos allí cuando se acordó de que no había toallas limpias en el cuarto de baño de Paige. Se metió en el baño, sacó un juego de toallas limpias del armario y las subió al dormitorio.

La puerta estaba ligeramente abierta, así que pensó que a lo mejor Paige ya había bajado a la cocina. Vio un vaso de zumo de naranja encima de la cómoda y se alegró de que se lo hubiera servido ella misma. A través de la rendija, pudo ver su reflejo en el espejo de la cómoda. Paige estaba de espaldas al espejo, se había quitado la sudadera y estaba intentando verse la parte superior de los brazos: los tenía cubiertos de moratones. Tenía cardenales en la espalda, en un hombro y en la parte superior de los brazos.

Predicador no daba crédito a lo que estaba viendo. Durante unos instantes, fue incapaz de apartar la mirada.

–Dios mío –susurró casi sin aliento.

Retrocedió rápidamente y se apoyó contra la pared, evitando aquella imagen. Estaba sobrecogido, horrorizado, y solo era capaz de pensar en qué clase de animal era capaz de hacer una salvajada como aquella. Jamás en su vida había imaginado nada igual. Él había sido soldado, lo habían preparado para luchar, y aun así, estaba convencido de que jamás había infligido tanto daño a un hombre que lo igualara en peso y tamaño.

Algo muy dentro de él le decía que no debería decirle a Paige que había sido testigo de aquella monstruosidad. Ella tenía miedo de todo. Pero aquella chica había recibido una paliza brutal. Y él, que apenas la conocía, estaba deseando matar al hijo de perra que había sido capaz de hacerle una cosa así.

Ella no tenía que saber lo que estaba sintiendo. Eso solo serviría para asustarla todavía más. De modo que Predicador tomó aire, intentó recuperar la compostura y llamó a la puerta.

–¿Sí? –oyó decir a Paige. Parecía sobresaltada.

–Te he traído toallas.

–Espera un momento, ¿quieres?

–Tómate todo el tiempo que quieras.

Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió un poco más. Paige había vuelto a ponerse la sudadera.

–Había olvidado que no había dejado nada en el cuarto de baño. Supongo que necesitarás una toalla. No volveré a molestarte.

–Gracias, John.

–De nada, Paige. Que duermas bien.

Paige corrió la cómoda, intentando no hacer ruido, hasta ponerla delante de la puerta. Esperaba que John no lo hubiera oído, pero por lo que hasta ese momento había podido ver, la cocina estaba justo debajo de esa habitación. Y si aquel hombre pretendía hacerles a ella o a Christopher algún daño, ya podría habérselo hecho, por no mencionar que un simple cerrojo y una cómoda vacía no bastarían para detenerlo.

Por mucho que le apeteciera disfrutar de un baño caliente en la bañera, se habría sentido demasiado vulnerable estando desnuda. Desde el cuarto de baño no podría oír a Christopher si la llamaba, y tampoco si alguien intentaba abrir la puerta, por lo que optó por lavarse rápidamente y cambiarse de ropa. Salió y sin apagar la luz del cuarto de baño se tumbó en la cama, encima de la colcha. Sabía que no podría dormir, pero al cabo de un rato consiguió tranquilizarse. Fijó la mirada en las vigas de aquel techo abuhardillado. Y recordó otros momentos de su vida en los que se había encontrado en una situación parecida.

La primera vez había sido en la casa en la que había crecido. Era una casa pequeña, de solo dos dormitorios, y ya era vieja cuando sus padres se habían mudado, pero el barrio era limpio y tranquilo en aquella época, veinte años atrás. Cuando ella tenía nueve años, su madre le había preparado una habitación en el ático. Era también una habitación abuhardillada, con las vigas al descubierto; tenía que compartirla con las cajas que se apilaban contra una de las paredes, pero aquel era su espacio, su refugio. Desde la cama oía con frecuencia las discusiones de sus padres. Y tras la muerte de su padre, que había fallecido cuando ella tenía once años, las discusiones de Bud, su hermano mayor, con su madre.

Por lo que había aprendido sobre violencia doméstica durante los últimos años, debería haberse imaginado que terminaría con un maltratador, aunque su padre jamás les hubiera puesto la mano encima ni a ella ni a su madre y a lo máximo que se había atrevido su hermano había sido a darles un empujón. Pero desde luego, si algo sabían hacer los hombres de su familia, era gritar. Gritaban tan alto y con tanta furia, que muchas veces le extrañaba que hubieran sobrevivido los cristales de las ventanas. Exigencias, menosprecio, acusaciones, enfados e insultos. Era solo una cuestión de grado: un maltrato era un maltrato.

La segunda vez que se había descubierto en una cama, con la mirada clavada en las vigas del techo, había sido poco después de marcharse de casa. Al salir del instituto, había estudiado peluquería y había continuado viviendo con su madre hasta los veintiún años. Después, había alquilado una casa junto a dos amigas. Paige se había quedado con el dormitorio del ático. Le encantaba aquella habitación, aunque no era más grande que la de su infancia y tenía que agacharse para no golpearse la cabeza con el techo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque los dos años que había pasado con Pat y Jeannie habían sido los más felices de su vida. A veces las echaba tanto de menos, que le dolía. Tres peluqueras que tenían apenas lo justo para pagar el alquiler, la ropa y la comida, y sin embargo, aquello les parecía la gloria. Cuando no tenían dinero para salir, compraban palomitas y vino barato y organizaban una fiesta en casa. Hablaban de las mujeres a las que habían peinado, de chicos y de sexo, y se morían de risa.

Y entonces había aparecido Wes en su vida, un ejecutivo seis años mayor que ella. Le sorprendió pensar que en aquel entonces Wes tenía los años que tenía ella en aquel momento; veintinueve. A Paige le había parecido un hombre maduro y con mucha experiencia. Solo llevaba un par de meses siendo su peluquera cuando Wes la había invitado a salir. La había llevado a un restaurante tan caro que hasta las camareras iban más elegantes que ella. Wes conducía un deportivo con asientos de cuero y los cristales ahumados; y conducía siempre a toda velocidad, algo que a los veintitrés años a Paige no le había parecido peligroso. Al contrario, era emocionante. Y cuando lo oía gritar a los otros conductores, siempre pensaba que tenía razón. Era un hombre poderoso y, según los parámetros de Paige, también rico.

Tenía una casa propia y era agente de bolsa, tenía un trabajo que requería inteligencia y grandes dosis de energía. Estaba dispuesto a salir todas las noches y le compraba de todo. Sacaba la cartera del bolsillo y le decía:

–No sé lo que quieres, pero como sé que cualquier cosa te gusta, cómprate lo que te apetezca. Porque lo único que realmente me importa es verte feliz.

Ni a Pat ni a Jeannie les gustaba, pero era lógico. Con ellas no era nada amable. Las trataba como si fueran solamente elementos decorativos. Contestaba a sus preguntas con monosílabos. De hecho, Paige ni siquiera recordaba lo que sus amigas le decían cuando habían intentado prevenirla contra él.

Después, había comenzado la locura y ella había perdido completamente el control sobre su vida. Wes había empezado a pegarle antes de la boda, pero aun así, ella se había casado con él.

La primera vez había sido estando en el coche, a partir de una discusión sobre el lugar en el que ella debía vivir. Wes pensaba que estaría mejor con su madre que en una casa vieja, en un barrio más que cuestionable y «con un par de tortilleras», había dicho exactamente. Había sido de lo más desagradable. Pero ella también le había soltado su ración de lindezas.

Wes había dicho algo así como:

–Quiero que te vayas a casa de tu madre, y no que sigas viviendo en un prostíbulo.

–¿Pero quién demonios te has creído que eres para decirme que vivo en un prostíbulo?

–¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono?

–¿Insultas a mis mejores amigas y te quejas del tono en el que te hablo?

–Yo solo estoy pensando en tu seguridad. Dices que quieres casarte conmigo y me gustaría que continuaras siendo la que eres cuando eso suceda.

–Pues lo siento, porque me encanta vivir donde vivo y no pienso dejar que me digas lo que tengo que hacer. Además, no pienso casarme con nadie que hable así de mis mejores amigas.

Había habido más. Mucho más. Paige recordaba vagamente que la había insultado. Él le había dicho que era una perra. El caso era que los dos habían contribuido a elevar el nivel de los insultos.

Y al final Wes le había dado una bofetada. Se había derrumbado inmediatamente, se había puesto a llorar como un bebé y le había dicho que no sabía lo que le había pasado, que a lo mejor todo era porque nunca había estado enamorado. Había reconocido que estaba mal lo que había hecho, le había dicho que estaba avergonzado, pero que quería pasar con ella el resto de su vida, que no quería perderla. Por supuesto, se había disculpado por lo que había dicho de sus compañeras de piso e incluso había llegado a admitir que a lo mejor estaba celoso de su lealtad hacia ellas. La quería tanto que se estaba volviendo loco, le decía. Era la primera persona por la que había sentido algo así. ¡Sin ella no era nada!

Paige lo había creído, pero jamás había vuelto a pronunciar un insulto delante de él.

No les había contado ni a Pat ni a Jeannie nada de lo ocurrido para no arriesgarse a oír su desaprobación. Solo había tardado un par de días en superar lo de la bofetada. Al fin y al cabo, no era para tanto. Y no le había llevado más de un mes olvidar casi por completo aquel incidente y volver a confiar en él. Lo veía como un hombre enérgico y seguro. Inteligente. Los hombres pasivos no podían tener tanto éxito como él. Y a ella nunca le habían gustado los hombres pasivos.

Y un buen día, Wes le había dicho que ya no quería seguir esperando.

–Quiero que nos casemos cuanto antes. Que celebremos una boda espectacular. Y después no tendrás que volver a trabajar.

Dedicarse a cortar el pelo y a peinar durante seis días a la semana no era un trabajo fácil, por mucho que a Paige le gustara. Por las noches le dolían las piernas y estaban empezando a salirle juanetes. Muchas veces pensaba que le gustaría mucho más si solo trabajara seis horas cuatro días a la semana, pero aquel era un sueño imposible. Apenas llegaba a final de mes trabajando lo que trabajaba, y desde que su padre había muerto su madre tenía dos trabajos. Al verla, Paige imaginaba su futuro. Se veía sola, débil y trabajando hasta el día de su muerte. La imagen de sus compañeras de piso llevando la cola de su vestido de novia y sonriendo con sana envidia ante su buena suerte y la relajada vida de la que disfrutaría estando casada había bastado para darle el empujón definitivo. Y había dicho que sí.

Wes había vuelto a pegarle durante la luna de miel.

Durante los seis años siguientes, Paige lo había intentado todo: psicólogos, denuncias, huidas. Pero las pocas veces que la policía había llegado a detenerlo, cuando había salido de la comisaría, la situación había sido mucho peor. Ni siquiera el embarazo había detenido los malos tratos. Paige había descubierto de forma casual que podía haber un poco más en aquella ecuación, cierta sustancia química que le daba a Wes la energía para trabajar durante horas y horas. ¿Cocaína, quizá? Sabía también que él tomaba algo que le daba su entrenador personal, aunque juraba que no eran esteroides. Paige era consciente de que muchos agentes de bolsa tomaban cocaína y de que un régimen a base de esteroides y cocaína podía haberlo hecho enloquecer. No sabía cuánto podía durar aquella situación, pero sabía que Wes estaba loco.

Aquella era su última oportunidad. A través de un refugio para mujeres maltratadas había conocido a una mujer que le había dicho que podía ayudarla a huir, a cambiar de identidad y escapar. Había toda una red dispuesta a ayudar a mujeres en su situación. Si Christopher y ella conseguían llegar hasta el primer contacto, podrían ir desplazándose de lugar en lugar bajo falsas identidades. El lado bueno de aquella solución era que realmente funcionaba. Si la mujer en cuestión seguía las instrucciones que le daban, era un método casi infalible. El lado malo era que era ilegal y, además, una solución para toda la vida. Pero solo tenía dos opciones: seguir viviendo como hasta entonces, cubierta siempre de moratones, temiendo que la mataran cualquier día, o convertirse en otra persona, asumir la identidad de otra mujer y evitar así que volvieran a maltratarla.

Llevaba un tiempo ahorrando parte del dinero que tenía asignado para las compras de la casa y había preparado una maleta que le había escondido el contacto que había hecho en el refugio. Había conseguido casi quinientos dólares y estaba dispuesta a escapar con Christopher antes de que estallara un nuevo episodio de violencia. Después de la última paliza, tenía la certeza de que pronto sería demasiado tarde.

De modo que allí estaba, con la mirada clavada en un techo abuhardillado y ante una nueva encrucijada. Estaba segura de que no podría dormir. Apenas había podido dormir durante aquellos seis años. Las preocupaciones no se lo permitían.

Sin embargo, se despertó por la mañana en una habitación iluminada por el sol, oyendo los chasquidos regulares de un hacha sobre la leña. Alguien estaba cortando leña para la chimenea. Se sentó lentamente y llegó hasta ella el olor del café. Así que al final había dormido, pensó. Y también Christopher.

La cómoda continuaba apoyada contra la puerta.

Un nuevo comienzo

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