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Capítulo 3

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Jack estaba detrás de la barra, tomando un café y atendiendo a uno de los clientes del bar, cuando entraron Paige y Christopher. Paige se detuvo en la puerta y miró vacilante alrededor. Jack le hizo un gesto con la cabeza y sonrió.

–Predicador está en la cocina –le dijo.

Paige bajó la mirada y se dirigió hacia allí. Jack le dio unos minutos, volvió a llenarle a Harv la taza de café y fue a la cocina. Allí encontró a Predicador. Acababa de sacar una bandeja de vasos del lavavajillas.

–Si te parece bien, va a quedarse un par de días. El niño ya se encuentra mejor –le explicó Predicador.

–¿Tiene algún problema en particular?

Predicador se encogió de hombros y dejó la bandeja en el mostrador.

–No la conoces, Predicador. No sabes quién le ha hecho eso en la cara.

–Y te aseguro que no me preocupa. Dios mío, de hecho, me gustaría encontrarme con él.

–Si quieres que se quede, por mí no hay ningún problema. Solo estoy diciendo que…

–Esta es tu casa.

–¿Eso es lo que te hago sentir? ¿Que esta casa no es tuya? Porque si es así…

–Claro que no. Es solo que no quiero que los hagas sentirse mal por estar aquí.

–Jamás haría una cosa así, no me fastidies. Sabes que siempre te he tratado como si fueras mi socio. Esta casa también es tuya.

–De acuerdo entonces –dijo Predicador mientras llevaba la bandeja con los vasos hacia la barra.

Jack lo siguió.

–Si no te importa, voy a salir un momento.

–Claro.

–Ahora mismo vuelvo.

Jack cruzó la calle. No había pacientes en la consulta, pero estaban el médico y Mel detrás del mostrador de recepción. El médico con la mirada fija en el ordenador. Mel permanecía tras él, apoyando la mano en su hombro. Cuando vio entrar a Jack, le hizo un gesto para que se pusiera también detrás del mostrador. Parecía tan preocupada y enfadada que Jack corrió inmediatamente hacia ella. Mel miró de nuevo hacia la pantalla y Jack la imitó.

Nunca se había encontrado en una situación como aquella: Mel nunca compartía con él los problemas que surgían en la consulta, pese a que sabía que con él la confidencialidad estaba garantizada. No hablaba de asuntos médicos con su marido porque tenía un compromiso ético con su trabajo al que no estaba dispuesta a renunciar.

En la pantalla estaban las fotografías digitales del maltratado cuerpo de Paige. Las heridas eran terribles. Si alguien le hubiera hecho algo así a Mel, Jack lo habría matado con sus propias manos.

–Dios mío –exclamó.

Se preguntó si Predicador sabría que su aquella joven tenía algo más que una herida en la mejilla.

Mel alzó la mirada hacia su marido y vio la tensión con la que apretaba la mandíbula. Lo miró con los ojos entrecerrados.

–No vamos a permitir que esto vaya más lejos.

–Por supuesto que no.

–¿Entiendes por qué quiero que veas esto con nosotros?

–Creo que sí. Ahora mismo está en el bar. Predicador quiere que se quede.

–Bueno, supongo que deberías saber que le he dicho que si quiere puede quedarse en casa con nosotros. Pero creo que se siente bien en el bar, sobre todo desde que le he hablado bien de Predicador. Ahora tenemos que conseguir ayuda para evitar que esa bestia acabe con ella.

–Por supuesto. ¿Crees que Predicador es consciente de la gravedad de la situación?

–No tengo la menor idea. Esto no voy a enseñárselo a él, pero creo que si va a quedarse en tu casa, deberías estar informado de lo que está ocurriendo.

–En nuestra casa –repuso Jack–. ¿Sabes algo de ella? Porque no me gustaría que estuviera utilizando a Predicador. O que por su culpa terminaran haciéndole daño.

Mel se encogió de hombros.

–Ni siquiera sé de dónde es. Pero no creo que sea de Predicador de quien tengas que preocuparte en este momento.

–Ya está metido hasta el cuello en todo este asunto.

–Y me alegro. Esa mujer necesita a alguien en quien apoyarse. Y Predicador puede cuidar de sí mismo.

–Sí, eso ya lo ha demostrado.

Mel se reclinó contra Jack y él le pasó el brazo por los hombros.

–Jamás había visto nada parecido, y te aseguro que he visto de todo –musitó Mel casi sin aliento–. Este hombre es especialmente peligroso.

–Tampoco me gusta verte a ti metida en todo esto.

–Puedes ahorrarte el discurso, tengo un trabajo que hacer.

–Es una situación particularmente arriesgada.

–Razón de más para que intente hacer bien mi trabajo.

A Predicador le sorprendió que después de ir a ver a Mel, Paige decidiera quedarse un par de días, después de las ganas que parecía tener por marcharse el día anterior. Había subido con Christopher a su habitación al regresar de la consulta y no había vuelto a salir de allí. Ninguno de ellos había almorzado. Pero, razonó, si el niño no se encontraba bien a lo mejor había pasado la mañana durmiendo, y eso le habría dado a su madre oportunidad de descansar.

Normalmente, él dedicaba las primeras horas de la tarde a hacer la cena, pero aquel día quería preparar una de las recetas de sus antiguos libros de cocina. Era un gran admirador de Martha Stewart, aunque la mayor parte de sus recetas fueran demasiado complicadas para hacerlas en el bar. Pero la que de verdad le gustaba era la cocina casera, recetas como las de Betty Crocker y Julia Child, anteriores a la época en la que todo el mundo había comenzado a preocuparse por el colesterol.

Buscó recetas para hacer galletas.

No sabía mucho de niños y tampoco solía ofrecer galletas en el bar, pero recordaba a su madre horneando galletas. Su madre era una mujer muy pequeña, de principios nobles, maneras amables y aun así, muy firme. También era una mujer muy tímida, un rasgo que probablemente él había heredado. El padre de Predicador había muerto siendo este muy pequeño, pero tampoco era un hombre especialmente grande. Y, sin embargo, allí estaba él, que había pesado más de cuatro kilos al nacer y a los diez años ya medía un metro sesenta.

No tenía galletas en el bar, pero sí harina, mantequilla y mantequilla de cacahuete, los ingredientes imprescindibles para preparar unas galletas bien dulces y sabrosas. Mientras mezclaba la masa y la extendía después con el rodillo, se descubrió recordando a su madre en la cocina, con el vestido abrochado hasta el cuello y el pelo recogido en un moño en la nuca. Él la ayudaba desde muy pequeño, presionando las bolas de masa con un tenedor. Se rio para sí al recordar el día que su madre había intentado enseñarle a conducir. Aquella había sido una de las pocas ocasiones en las que le había oído elevar la voz. Él tenía los pies tan grandes que tenía problemas con el freno y el acelerador.

–¡Jesús, María y José! ¡Tienes que ser más delicado! Haz las cosas con suavidad. ¡Debería haberte obligado a asistir a clases de ballet para que tuvieras un poco más de elegancia!

Era increíble que su madre no hubiera muerto de un ataque al corazón aquel día.

Pero sí había muerto de un ataque al corazón tiempo después, cuando él estaba en el último año de instituto.

Estaba haciendo ya la segunda bandeja de galletas cuando alzó la mirada y vio una cabecita rubia mirándolo desde el final de la escalera.

–Hola –lo saludó Predicador–. ¿Has dormido bien? –Christopher asintió–. Me alegro. ¿Ahora te encuentras mejor? –Chris volvió a asentir.

Sin apartar la mirada del pequeño, empujó con un dedo una de las galletas recién hechas hasta el borde del mostrador. Pasó un minuto largo hasta que Chris se atrevió a dar un paso hasta la galleta e hizo falta otro minuto para que se atreviera a tocarla, solo a tocarla, alzando la mirada hacia Predicador.

–Adelante, dime si está rica.

Chris agarró la galleta y le dio un bocado minúsculo.

–¿Está buena?

El niño asintió. Entonces, Predicador le sirvió un vaso de leche que dejó en el mismo lugar en el que había dejado antes la galleta. El niño comía tan despacio que para cuando terminó la galleta, Predicador ya había sacado la segunda bandeja del horno. Al otro lado del mostrador, justo al lado del vaso de leche, había un taburete. Chris intentó subirse a él, pero tenía un oso de felpa en la mano que le dificultaba el ascenso, así que Predicador lo levantó en brazos y lo sentó. Regresó donde estaba antes y le tendió otra galleta.

–No la comas todavía, está muy caliente. Prueba antes la leche.

Predicador siguió preparando la masa.

–¿Qué tienes ahí? –le preguntó a Chris, señalando el juguete.

–Es Oso –contestó Christopher, y alargó la mano hacia la galleta.

–Asegúrate de que no se la coma toda… ¿Y se llama así, Oso? –Christopher asintió–. Parece que le falta una pierna.

El niño asintió.

–Pero no le duele –le explicó a Predicador.

–Se le ha roto. Deberíamos conseguirle una de todas maneras. A lo mejor no es igual que la de antes, pero podría ayudarlo a caminar.

Christopher se echó a reír.

–Oso no anda.

–¿Ah, no? En ese caso, a lo mejor deberíamos llevarlo al médico, ¿no te parece?

Christopher levantó el oso con expresión pensativa.

–Mmm –respondió.

Mordió un segundo bocado e inmediatamente abrió la boca y escupió el trozo de galleta en el mostrador. Por un momento, pareció aterrado.

–Estaba caliente, ¿eh? –preguntó Predicador. Tomó una toalla de papel y limpió aquel pequeño desastre–. Deberías esperar un poco más. Bebe un poco de leche, eso te ayudará a enfriarte la boca.

Permanecieron en silencio durante un rato, Predicador, Chris y el oso de tres patas. Cuando Predicador terminó de preparar todas las bolas para las galletas, comenzó a aplastarlas con el tenedor.

–¿Qué haces? –quiso saber el niño.

–Preparar las galletas para meterlas en el horno. Primero haces la masa, después la divides en bolas y aplastas las bolas con el tenedor antes de meterlas en el horno. Seguro que lo de aplastarlas podrías hacerlo tú si tienes cuidado.

–Seguro que puedo.

–Tendrías que ponerte aquí. Déjame levantarte.

El niño dejó al oso en el mostrador, bajó del taburete y se acercó a Predicador.

Predicador lo sentó en el borde del mostrador y, ayudándolo con el tenedor, le enseñó cómo tenía que aplastar las galletas. El primer intento en solitario fue un pequeño desastre, así que volvió a ayudarlo hasta que comenzó a hacerlo de forma decente. Predicador le dejó terminar la bandeja y la metió en el horno.

–¿Cuántas vamos a hacer? –preguntó Chris.

Predicador sonrió.

–Te diré una cosa, socio, haremos las que tú quieras.

–¡Sí! –contestó Christopher con una gran sonrisa.

Paige se despertó lentamente. Lo primero de lo que fue consciente fue de que había dormido profundamente. Con un gesto somnoliento, se volvió hacia Chris, pero descubrió que la cama estaba vacía. Se sentó tan repentinamente que le dolió todo el cuerpo. Miró rápidamente a su alrededor, pero Chris no estaba allí. Bajó las escaleras sin calzarse siquiera, pero al llegar al final, se paró en seco.

Chris estaba sentado en el mostrador de la cocina, al lado de John, haciendo galletas. Paige se cruzó de brazos y los observó en silencio. John, que fue el primero en percatarse de su presencia, alzó la mirada y le sonrió. Le dio a Chris un codazo y miró de nuevo a Paige para que Chris se volviera.

–Mamá –dijo el niño–, estamos haciendo galletas.

–Ya lo veo.

–John dice que Oso necesita una pata.

–Yo creo que se las está arreglando bastante bien.

–Eso parece –contestó Christopher.

Paige pensó que Oso llevaba mucho tiempo teniendo aquel horrible aspecto, pero por primera vez desde hacía meses Christopher parecía estar contento.

Cuando Rick llegó a trabajar después de haber salido del instituto, encontró a Predicador en la cocina, preparando la cena. Rick, que había cumplido ya diecisiete años, se había convertido en la sombra de Jack desde que este había llegado al pueblo. Predicador no había llegado mucho tiempo después y prácticamente se habían convertido en un equipo. Rick vivía con su abuela; sus padres habían muerto años atrás, y Predicador y Jack habían dejado que los ayudara en el bar, le habían enseñado a cazar y a pescar e incluso le habían comprado su primer rifle.

–Rick, tengo que darte alguna información –le dijo Predicador.

–¿Sí? ¿Qué ha pasado?

–Hay una mujer y un niño en mi antigua habitación. Estoy ocupándome de ellos. El niño ya no parece tener tanta fiebre, pero podría recaer. Van a quedarse varios días con nosotros. Y parece que quizá… Bueno –intentó buscar las palabras más adecuadas–, la mujer tiene un moratón en la cara y un corte en el labio. Creo que está intentando huir de una situación problemática, así que no vamos a decirle su nombre a nadie, por si acaso alguien está buscándola. Ella se llama Paige y el niño Christopher, pero no se lo digas a nadie. Se quedarán aquí hasta que se encuentren mejor, ¿de acuerdo?

–Dios mío, Predicador, ¿qué estás haciendo?

–Ya te lo he dicho. Me estoy haciendo cargo de ellos.

Predicador no tenía experiencia con niños y jamás había pensado en tener hijos. Tenía treinta y dos años y hasta entonces no había tenido una relación seria con ninguna mujer. Salía con Jack a pescar, llevaba el bar, cazaba de vez en cuando y se reunía regularmente con sus antiguos compañeros, y no creía que su vida fuera a cambiar mucho. El hecho de que Jack se hubiera enamorado y se hubiera casado no le había decepcionado en absoluto porque creía que Mel era la mejor. Y tampoco aquella boda había cambiado su vida. Una de las razones por las que le gustaba vivir en Virgin River era que allí era menos evidente su soledad.

Sin embargo, su vida había comenzado a cambiar en cuestión de días. En realidad, de horas.

Christopher bajó corriendo las escaleras antes de que su madre pudiera agarrarlo. Al niño le gustaba desayunar en la cocina y observar a Predicador mientras este cortaba las verduras, rallaba el queso y batía los huevos para las tortillas. Después barría el bar, y a Chris le gustaba ayudarlo con su propia escoba. Habían llevado al bar algunos de los cuadernos y las pinturas que Mel tenía en la consulta para que el niño tuviera algo que hacer mientras Predicador se encargaba de los almuerzos y las cenas. Y horneaban más galletas de las que eran capaces de comer. Desgraciadamente, las galletas no tenían mucha salida en el bar. Para sorpresa de Predicador, Paige había comenzado a ayudarlo a limpiar la cocina, probablemente para estar cerca de Chris, que no parecía dispuesto a separarse de Predicador, y quizá también para agradecerle el alojamiento. A Predicador no solo le venía bien aquella ayuda, sino que le gustaba estar cerca de Paige.

Paige necesitaba descansar, aunque al principio se mostraba reacia a dejar al niño al cuidado de John, pero parecía haber superado sus temores iniciales, probablemente porque el propio Chris parecía muy contento. Al cuarto día de su estancia en el pueblo, Mel la había convencido de que dejara al niño con Predicador para poder ir a hacerle la ecografía. Predicador ni siquiera había especulado sobre su posible destino. Sencillamente, se sentía halagado por el hecho de que Paige confiara en él lo suficiente como para dejarle a su hijo.

Pero aun así, había utilizado ese tiempo a su favor.

Predicador había buscado información en Internet sobre los malos tratos y la legislación de California sobre aquel tema. Necesitaba información sobre la situación en la que se encontraba Paige. Para empezar, no le importaba si había sido un novio o un marido el que le había infligido aquel daño; en ambos casos era igualmente peligroso. En segundo lugar, estaba el problema de que podían acusarla de secuestro por haberse llevado a ese niño sin el permiso del padre.

Había estado leyendo también información sobre la situación en la que se encontraban aquellas mujeres que vivían aterradas y descubrían de pronto que estaban a punto de perder la vida. Era habitual que sus parejas las amenazaran con matarlas si decían algo, si huían o si se resistían a su violencia y, aunque se mantuvieran a su lado, muchas veces terminaban muriendo. Aquella información lo había dejado helado.

De modo que, mientras Chris dormía y Paige estaba en alguna otra parte con Mel, Predicador llamó a uno de los mejores amigos que tenía en la policía, un tipo que iba regularmente por Virgin River para pescar, cazar y jugar al póquer. Mike Valenzuela pertenecía al Departamento de Policía de Los Ángeles, era un sargento que trabajaba en el departamento de bandas callejeras. Era una pena que no se ocupara de casos de violencia doméstica. Predicador lo llamó y le habló del caso de Paige.

–Ella no sabe todo lo que he visto –le explicó–. La puerta estaba entreabierta y la vi mirándose al espejo. Dios mío, con una paliza como esa me sorprende que no hayan acabado con ella. Está huyendo para salvar su vida y para sacar a un niño de tres años de ese infierno. ¿Cómo es posible que puedan acusarla de secuestro y obligarla a volver?

–Es una figura legal, pero lo importante es saber si hay alguna prueba de que su pareja le ha pegado. Si ese hombre ha sido denunciado, ella tendrá que volver y enfrentarse a la denuncia por secuestro, pero probablemente se archivará, teniendo en cuenta la situación. También puede conseguir la custodia temporal, un divorcio o una orden de alejamiento, lo que sea para que pueda estar a salvo.

–Pero tendría que volver –replicó Predicador con un deje de desesperación.

–Predicador, no tiene por qué volver sola. Dime, ¿hasta qué punto estás involucrado con esa mujer?

–No es nada de eso, Mike, solo estoy intentando ayudarla. Ese niño es un encanto… si puedo ayudarlos, aunque sea solo un poco, sentiré que por lo menos estoy haciendo algo importante por una vez en mi vida.

–Predicador –respondió Mike riendo–, ¡estuve contigo en Irak! Hacías cosas importantes cada día, por el amor de Dios. Por cierto, ¿desde cuándo sabes tantas cosas sobre mujeres maltratadas?

–Tengo un ordenador –contestó Predicador–, como todo el mundo, salvo Jack.

–Supongo que sí –respondió Mike entre risas.

–Lo único que no puedo averiguar por Internet es quién es ella exactamente, quién es el responsable de lo que le ha pasado y cómo puedo localizarlo. Lo único que sé es que la matrícula del coche es de California.

–Predicador, se supone que yo no puedo hacer una cosa así.

–Pero ¿no sientes curiosidad? Porque, por lo que sabemos, hay un delincuente suelto en alguna parte. Lo único que tienes que hacer es mirar en un ordenador, Mike.

–¿Y si resulta que no consigo buenas noticias?

–Por lo menos sabríamos la verdad, que creo que es lo único que importa en este momento.

–Sí, es posible.

Predicador tragó saliva. Esperaba que su amigo estuviera dispuesto a colaborar.

–Gracias –le dijo–. Y procura darte prisa, ¿de acuerdo?

Paige había ido con Mel a Grace Valley. Allí, el doctor John Stone la examinó y le hizo una ecografía que le permitió mostrarle un corazón que latía en medio de una masa diminuta que no se parecía en nada a un bebé. Pero le dio esperanzas. Había conseguido huir a tiempo.

Por supuesto, el embarazo había sido accidental. Wes no quería hijos. No había deseado el embarazo de Christopher, que, al fin y al cabo, interfería en lo que a él realmente le importaba: su trabajo y sus posesiones, Paige entre ellas. A lo mejor había sido aquel embarazo el que había precipitado la última paliza. Paige le había dado la noticia dos días antes. De hecho, le aterraba decírselo. Pero si no quería tener un hijo, ¿por qué no le había sugerido directamente que abortara?

En cualquier caso, la pregunta era por qué se sentía tan aliviada al saber que el bebé estaba bien cuando la más ligera caricia de Wes le repugnaba. Quizá no hubiera respuesta; sencillamente, se sentía aliviada. Pensó después en Chris, que era lo único bueno que había salido del que había sido el mayor error de su vida. Mel le había preguntado si la habían violado, y no, por supuesto que no. Sencillamente, jamás se habría atrevido a negarle algo a Wes.

Cuando regresó a Virgin River, encontró a Chris haciendo pan con John. Estaban los dos golpeando la masa entre risas.

La sencillez de aquella escena la conmovió. Habían sido muchas las veces que, cuando Wes llegaba a casa deprimido por el trabajo y las presiones económicas que exigía su nivel de vida, Paige le había dicho que se conformaría con una vida mucho más sencilla. Por supuesto, tampoco ella quería ser pobre de solemnidad, pero habría estado más que satisfecha con una casa más pequeña y un marido feliz. Poco después del nacimiento de Christopher, Wes había comprado una casa en un exclusivo barrio de Los Ángeles y los pagos de la hipoteca los estaban hundiendo.

El caso era que allí estaba, sola y esperando de nuevo un bebé. Tenía que llegar cuanto antes a la dirección de Spokane que le habían dado; aquel era el primer paso en la huida. No había vuelto a poner la cómoda contra la puerta después de la primera noche y posiblemente se daría otras veinticuatro horas de descanso, pero después se marcharía, aprovechando el silencio de la noche. Si no llovía, las carreteras no serían tan peligrosas, y por la noche, estando Chris dormido, el viaje sería más tranquilo.

Se había encerrado ya en la habitación aquella noche cuando llamaron suavemente a la puerta. Por costumbre, preguntó quién era, pero solo había una posibilidad. Abrió la puerta y vio a John con expresión nerviosa. A pesar de su altura y su envergadura, parecía un adolescente. Incluso estaba ligeramente sonrojado.

–Ya he cerrado el bar. Estaba pensando en tomar una copa antes de dormir, ¿te apetece bajar un rato?

–¿A tomar una copa?

–O lo que quieras –miró por encima de ella–. ¿Está dormido?

–Sí, a pesar de la luz y de la sobredosis de galletas.

–Supongo que no debería haberle dado tantas.

–No te preocupes. Le encantan. Sobre todo, cuando las hace él. La diversión a veces es más importante que la nutrición.

–Lo que le gusta sobre todo es morderlas cuando todavía están ardiendo. No tiene mucha paciencia.

–Sí, lo sé –respondió Paige con una sonrisa–. ¿Tienes infusiones o té?

–Claro. Además de deportistas, la mayor parte de mis clientes son mujeres mayores –al ver la mirada de asombro de Paige comenzó a retractarse–: No pretendía decir que…

–Una taza de té estará bien, gracias.

–Genial –dijo Predicador y se dio la vuelta.

Parecía casi aliviado de poder alejarse.

Mientras él preparaba el té en la cocina, Paige fue al bar y se sentó al lado de la chimenea. Predicador apareció finalmente con la taza y le preguntó:

–¿Lo habéis pasado bien Mel y tú?

–Sí. ¿Christopher te ha causado problemas?

–En absoluto. Es un encanto. Me pregunta por todo. Creo que tiene alma de científico.

Paige pensó que Chris nunca se habría atrevido a hacerle una pregunta a su padre. Wes nunca había tenido paciencia para contestarle.

–John, ¿tú tienes familia?

–Ya no. Era hijo único y mis padres eran tan mayores cuando me tuvieron que ya ni siquiera esperaban tener hijos. Por lo visto fui una sorpresa para ellos. Mi padre murió cuando yo tenía seis años, en un accidente laboral. Y mi madre justo antes de que empezara el último año de instituto, cuando tenía diecisiete.

–Lo siento mucho.

–Gracias. Pero no te preocupes, no he tenido una vida muy dura.

–¿Qué hiciste cuando perdiste a tu madre? ¿Te fuiste a vivir con una tía o algo así?

–No tengo tías. El entrenador del equipo de fútbol se hizo cargo de mí. Era un hombre bueno, y también lo era su esposa. Tenían varios hijos y no les importó que me quedara a vivir con ellos. En realidad, durante los partidos me trataba como si fuera propiedad suya –dijo entre risas–. No, en serio, era un buen tipo. Antes solíamos escribirnos, ahora nos mantenemos en contacto por correo electrónico.

–¿Y qué le ocurrió a tu madre?

–Tuvo un ataque al corazón –al cabo de unos segundos de respetuoso silencio, se rio suavemente–, supongo que no te lo creerás, pero murió confesándose. Al principio, aquello me destrozó. Pensaba que mi madre tenía un oscuro secreto que le había provocado aquel ataque. Pero yo estaba muy unido al sacerdote con el que ella se confesaba y al final, terminó diciéndome que las confesiones de mi madre eran tan aburridas que solía cabecear mientras ella hablaba. Aquel día, al principio pensó que mi madre se había dormido, pero estaba muerta –arqueó las cejas–. La verdad es que mi pobre madre no tuvo una vida muy emocionante. Vivía para trabajar y adoraba la iglesia. Habría sido una magnífica monja. Pero, ¿sabes?, era una mujer feliz. Creo que en ningún momento habría considerado su vida aburrida.

–La echarás mucho de menos –comentó Paige.

Disfrutaba del té frente al fuego, intentando recordar cuándo había tenido una conversación como aquella por última vez.

–Sí. Sé que suena estúpido, sobre todo teniendo los años que tengo, pero a veces me imagino que está de nuevo en la casa en la que vivíamos y que estoy a punto de ir a verla.

–No me parece ninguna tontería.

–¿Hay alguien a quien eches de menos?

La pregunta la pilló tan de sorpresa que se quedó paralizada con la taza a medio camino de los labios. No echaba de menos a su padre, un hombre de mal carácter. Y tampoco a su madre, que sin pretenderlo la había preparado para convertirse en una mujer maltratada. Bud, su hermano, ni siquiera había querido ayudarla en los momentos más difíciles.

–Tenía un par de amigas íntimas. Estuve viviendo con ellas, pero hace mucho que perdimos el contacto. Sí, a veces las echo de menos.

–¿Y sabes dónde están?

–No, las dos se casaron y se mudaron de casa. Les escribí un par de veces, pero me devolvieron las cartas.

No había querido ponerse en contacto con ellas; sabía que odiaban a Wes y Wes las odiaba a ellas. Las dos habían intentado ayudarla durante algún tiempo, pero ella había rechazado su ayuda por pura vergüenza. Pensaba que no podían hacer nada frente a un hombre como Wes.

–¿Cómo conociste a Jack? –le preguntó a Predicador, intentando cambiar de tema.

–En los marines –contestó él.

–¿Hicisteis juntos la instrucción militar?

–No –se echó a reír–. Jack es mayor que yo, me lleva ocho años. Yo siempre he parecido mayor de lo que soy, incluso cuando tenía doce años. Y Jack, bueno, seguro que él siempre ha parecido más joven. Fue mi primer sargento en el combate, durante la operación Tormenta del Desierto.

Por un momento, Predicador regresó de nuevo al campo de batalla. Estaba cambiando la rueda de una camioneta cuando explotó una granada y lo tiró hacia atrás con tanta fuerza que no era capaz de levantarse. Lo recordaba como si hubiera ocurrido el día anterior. Él, que siempre había sido grande y duro como una roca, no podía moverse. Debió de perder el conocimiento durante algunos segundos porque recordaba haber visto a su madre inclinándose sobre él, mirándolo a los ojos y pidiéndole que se levantara.

Pero él no podía moverse y finalmente, había comenzado a gritar. Y a llorar.

–¡Mamá! –había gritado.

–¿Te duele mucho? –había preguntado Jack inclinándose sobre él.

–Es mi madre. Quiero estar con mi madre, la echo mucho de menos.

–Pues vamos a llevarte con ella, colega. Intenta respirar despacio.

–Está muerta, mi madre está muerta –había sido la respuesta de Predicador.

Uno de sus compañeros había informado a Jack de que la madre de Predicador había muerto ocho años atrás.

–Lo siento, sargento, no he podido evitarlo. Nunca había hecho nada parecido, jamás había llorado así. Se supone que no tenía que llorar. Y le juro que no lo había hecho nunca –pero continuaba llorando mientras lo decía.

–Es normal que lloremos por la gente que perdemos. No te preocupes.

–El padre Damián dice que mi madre está con Dios, que ahora es feliz y que no debería ensuciar con lágrimas su recuerdo.

–Predicador, creo que eres un hombre lo suficientemente inteligente como para no creerte esa tontería –había respondido Jack con un sonido de desaprobación–. Las lágrimas no pueden hacerte ningún daño, es bueno llorar.

–Lo siento…

–Tienes que sacarlo, si no, será peor. Llámala, grita su nombre, intenta reclamar su atención, llora por ella.

Y Predicador lo había hecho. Había llorado como un bebé. Jack le había rodeado los hombros con el brazo y él había seguido llorando la pérdida de su madre.

Jack había permanecido a su lado, instándolo a hablar de su madre, y Predicador le había hablado de la dureza de su último año de instituto. Cuando había terminado los estudios, había decidido alistarse al ejército. Así podría tener hermanos, como los tenía en aquel momento, pero aquella fraternidad no había bastado para borrar la nostalgia de su madre. Esa maldita granada había estado a punto de partirlo en dos y había sido así como se había desbordado su sufrimiento. Le resultaba humillante llorar como un niño llamando a su mamá, pero Jack le había dicho que no se preocupara, que era eso lo que necesitaba.

Al cabo de un rato, Jack lo había ayudado a levantarse y lo había llevado hasta su convoy.

–Sácalo todo. Y cuando termines de desahogarte, pégate a mí. A partir de ahora, yo soy tu madre.

–Es duro perder a personas que significan mucho para uno –dijo Predicador, volviendo bruscamente al presente–. ¿Has pensado alguna vez en volver a encontrar a tus amigas?

–La verdad es que hace mucho tiempo que no pienso en ellas.

–Si alguna vez quieres intentar localizarlas, yo podría ayudarte.

–¿Y cómo vas a poder ayudarme?

–A través de Internet. Me gusta buscar información con el ordenador. Va despacio, pero funciona. Tenlo en cuenta si quieres volver a saber algo de ellas.

Paige le dijo que lo haría. Después, con la excusa de que estaba terriblemente cansada, puso fin a la conversación. Subió las escaleras y Predicador se retiró a su apartamento.

Fue entonces cuando Paige decidió que era mejor marcharse. No podía permitirse el lujo de acomodarse a aquel lugar. No quería más conversaciones íntimas, más preguntas. Las ataduras emocionales estaban completamente descartadas en su situación.

Un nuevo comienzo

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