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Capítulo 2

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Predicador no había dormido apenas. Se había pasado gran parte de la noche delante del ordenador. Era como si aquella pequeña máquina la hubieran inventado para él, le encantaba aquel artilugio. Llevaba tiempo intentando convencer a Jack de que informatizara el inventario, pero Jack prefería un sujetapapeles que era como una extensión de su brazo y no quería saber nada de las nuevas tecnologías. La conexión de Internet era lenta en el pueblo, pero Predicador tenía paciencia y había conseguido encontrar la información que necesitaba.

El resto de la noche lo había pasado intentando conciliar el sueño, que parecía eludirlo constantemente. Se había levantado varias veces de la cama y se había asomado a la ventana para ver si seguía allí el coche de Paige. Al final, se había levantado definitivamente a las cinco, cuando todavía no había amanecido. Había ido a la cocina para hacer café y había encendido la chimenea. En el piso de arriba no se oía nada.

La lluvia había cesado, pero el cielo continuaba cubierto y hacía frío. Le habría gustado salir a partir la leña para desahogar parte de su agresividad, pero era Jack el que hacía habitualmente aquel trabajo. A las seis y media, Jack había llegado al bar, todo sonrisas. Desde que se había casado, parecía el hombre más feliz de Virgin River. Era como si no pudiera dejar de sonreír.

Predicador, que permanecía detrás de la barra, alzó la taza de café para saludar a su amigo.

–Cómo ha llovido, ¿eh? –dijo Jack.

–Jack, escucha, ayer hice algo…

Jack se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero de la puerta.

–¿Se te quemó la sopa, Predicador?

–Tengo a una mujer en el piso de arriba.

Jack se quedó completamente estupefacto. Predicador no solía salir con mujeres. Jamás coqueteaba con ellas. Por supuesto, Jack no sabía cómo vivía él aquella situación, pero, al fin y al cabo, se trataba de Predicador. Cuando los marines que Jack tenía a sus órdenes en el ejército iban en busca de mujeres con las que pasar la noche, Predicador nunca los acompañaba. Sus compañeros, burlándose de él, le llamaban «el Gran Eunuco».

–¿Ah, sí?

Predicador sacó otra taza y le sirvió un café a Jack.

–Vino ayer por la noche, durante la tormenta, con un niño enfermo. Los he dejado dormir en mi antigua habitación, porque no hay otro lugar en el que alojarse en esta zona.

–Bueno –contestó Jack, tomando la taza–, me parece un gesto muy amable por tu parte. ¿Ha robado la cubertería de plata o algo así?

Predicador esbozó una mueca. No tenían cubertería de plata ni nada que se le pareciera; lo único de valor que había en el bar era el dinero de la caja.

–Parece una mujer con problemas –le explicó a Jack–. Tengo la sensación de que está huyendo de algo.

–¿Ah, sí? –repitió Jack, mostrando nuevamente su perplejidad.

Predicador lo miró entonces a los ojos.

–Creo que necesita ayuda. Tiene un moratón en la cara.

–Vaya –musitó Jack.

–¿Mel vendrá hoy a la consulta?

–Por supuesto.

–Creo que debería echarle un vistazo al niño. Y Paige, la chica, dice que está bien, pero quizá… Bueno, a lo mejor Mel puede… No estoy seguro, pero…

Jack bebió un sorbo de café.

–Muy bien, ¿y después qué?

Predicador se encogió de hombros.

–Creo que quiere marcharse. Está muy nerviosa y parece asustada, pero me gustaría que por lo menos pudiera verla Mel.

–Probablemente sea una buena idea.

–Sí, eso es lo que haré. Le pediré a Mel que la vea. Pero no sé si seré capaz de convencerla a la chica. Creo que deberías ser tú el que lo hiciera. Podrías sugerirle que…

–No, Predicador, tú puedes manejar perfectamente esta situación. De hecho, eres tú el que tiene que hacerlo. Yo ni siquiera la he visto. Intenta hablar con ella tranquilamente, sin asustarla.

–Ya está asustada, por eso creo que puede tener algún problema. El niño todavía no me ha visto porque ayer estaba dormido, pero probablemente en cuanto abra los ojos y me vea se pondrá a gritar.

A las siete y media, Predicador preparó una bandeja con cereales, tostadas, café, zumo de naranja y leche. Fue al piso de arriba y llamó suavemente a la puerta. Esta se abrió inmediatamente. Paige ya estaba duchada y vestida. Llevaba los mismos vaqueros de la noche anterior y una camisa azul de manga larga. Por el cuello de la camisa asomaba un moratón. Al verlo, Predicador se ruborizó inmediatamente, pero intentó disimularlo. Se concentró entonces en su mirada, en aquellos ojos de color verde esmeralda, y en el pelo húmedo, que le caía rizado sobre los hombros.

–Buenos días –la saludó, en un tono suave y tranquilo, como habría hecho Jack en su lugar.

–Vaya, has madrugado.

–Llevo ya horas levantado.

–¿Mamá? –dijo una vocecita detrás de ella.

Predicador miró por encima de Paige y vio a Christopher sentado con las piernas cruzadas en medio de la cama.

Paige abrió la puerta para que Predicador pudiera pasar. Este dejó la bandeja encima de la cómoda y saludó al niño con un movimiento de cabeza. Intentó relajar sus facciones, pero no estaba seguro de haber tenido mucho éxito.

–Hola, muchachito, ¿quieres desayunar?

El niño se encogió de hombros, pero tenía los ojos fijos en Predicador.

–No se relaciona muy bien con los hombres –susurró Paige–. Es muy vergonzoso.

–¿Sí? Yo también. Pero no te preocupes, ahora mismo me voy.

Miró al niño e intentó sonreír. Entonces, el niño le señaló la cabeza y preguntó:

–¿Te la has afeitado?

Aquella pregunta hizo reír a Predicador.

–Sí, ¿quieres tocarla? –se acercó lentamente a la cama e inclinó la cabeza. Pronto sintió una manita sobre la cabeza–. Te gusta, ¿verdad?

El niño asintió.

Predicador se acercó de nuevo a Paige.

–La mujer de mi amigo, Melinda, estará esta mañana en la consulta del médico y quiero que vayas a verla. Puede echarle un vistazo al niño.

–Me dijiste que es enfermera, ¿verdad?

–Sí, enfermera especialista y comadrona. Ayuda a traer niños al mundo y ese tipo de cosas.

–Ah –contestó Paige, algo más interesada–, probablemente sea una buena idea. Pero no tengo mucho dinero…

Predicador se echó a reír.

–Aquí no nos preocupamos por el dinero cuando alguien necesita ayuda. No pasa nada.

–Si estás seguro…

–Claro que sí. Cuando estés lista, baja al bar. Mel suele llegar a la consulta a las ocho, pero tómate el tiempo que quieras. No suele haber muchos enfermos por la zona y ni el médico ni ella tienen mucho trabajo.

–De acuerdo, y después nos iremos.

–Eh… si lo necesitas, puedes quedarte un par de días. Si el niño no se encuentra bien o si estás cansada de conducir, puedes…

–Creo que saldré hoy mismo.

–¿Hacia dónde te diriges? Ayer no me lo dijiste.

–A un pueblo que está un poco más lejos de aquí… Tengo una amiga en… Vamos a visitarla…

–Ah. Bueno, de todas formas, piensa en ello. La oferta sigue en pie.

Mientras Christopher daba cuenta del cuenco de cereales en la cama, Paige se maquillaba mirándose en el espejo de la cómoda, intentando ocultar el moratón de la mejilla. Y por lo menos consiguió aclararlo. Lo que no podía disimular de ninguna de las maneras era el corte del labio. Christopher se lo había tocado y había dicho: «Mami, pupa».

Revivió entonces la última paliza. Lo que más le desconcertaba era que ni siquiera era capaz de recordar cómo había empezado. Había sido algo sobre los juguetes de Christopher, que estaban extendidos por todo el cuarto de estar, y después había habido algún problema con un traje de Wes. Recordaba también que a Wes no le había gustado la cena que le había preparado. ¿O habría sido lo que ella había dicho sobre los juguetes lo que había desencadenado la discusión?

–Dios mío, Wes, claro que están los juguetes en el cuarto de estar. El niño juega con ellos. Dame un minuto y…

¿Había sido entonces cuando le había dado una bofetada? No, había sido justo después, cuando le había pedido que no se pusiera nervioso, que ya se encargaría ella de recogerlos.

¿Cómo era posible que no se hubiera imaginado que iba a reaccionar así? A lo mejor porque nunca sabía cómo iba a reaccionar. Llevaban varios meses tranquilos. Pero aquella tarde, cuando Wes había vuelto de la oficina, lo había visto en sus ojos. Tenía aquella mirada que le decía que iba a pegarle sin que ninguno de ellos supiera exactamente por qué. Y como ocurría siempre, para cuando se había dado cuenta de que se estaba adentrando en un terreno peligroso, ya era demasiado tarde.

Después de aquella paliza, había puesto en funcionamiento su plan, consciente de que corría peligro de perder al bebé que llevaba en el vientre, un bebé del que le había hablado a Wes no mucho tiempo atrás. Pero eso no había impedido que él le pateara el vientre. Así que al día siguiente, se había levantado de la cama y había ido a buscar a Christopher a la guardería. Debbie, la chica que atendía la recepción, se había quedado de piedra al verle la cara.

–El señor… El señor Lassiter nos ha pedido que lo llamáramos si venía a buscar a Christopher –le había dicho.

–Mírame, Debbie. A lo mejor, aunque solo sea por una vez, podrías olvidarte de llamarlo.

–Yo, no sé…

–A ti no va a hacerte nada.

–Señora Lassiter, debería llamar a la policía.

Paige se había reído con amargura al oírla.

–Supongo que crees que hasta ahora no lo he hecho…

Al final, habían conseguido salir de la ciudad con una maleta, quinientos dólares en el bolsillo y una dirección.

Y allí estaba, de nuevo bajo un techo abuhardillado, terriblemente asustada, pero, al menos de momento, aparentemente a salvo.

Mientras Christopher comía, estuvo curioseando la habitación sin tocar nada. No era una habitación demasiado grande, pero en ella había suficiente espacio para las pesas y los aparatos de gimnasia de Predicador. Había una estantería en una de las paredes y también una pila de libros en el suelo. Mientras los miraba, Paige permanecía con las manos en la espalda; la fuerza de la costumbre, ya que a Wes no le gustaba que tocara sus cosas, solo podía tocar libremente la ropa que tenía que llevarle a la lavadora. Los títulos le resultaron escalofriantes: la biografía de Napoleón, otro sobre la Segunda Guerra Mundial, otro sobre Hitler… No había ningún libro de ficción, todos eran libros sobre el ejército o sobre política, la mayor parte ejemplares antiguos.

Cuando Chris terminó el desayuno, Paige le puso la cazadora, se puso después ella la suya y se colgó el bolso al hombro. Dejó la maleta cerrada encima de la cama y bajó la bandeja del desayuno. Encontró a John en la cocina, con un delantal, dando la vuelta a una hamburguesa y pendiente también de una tortilla.

–Adelante, deja la bandeja en el mostrador y ahora te atiendo.

–Puedo lavar yo esto si quieres…

–No, ya lo haré yo.

Paige le observó presionar las hamburguesas con la espumadera y salpicar la tortilla con queso rallado. Cuando salieron las tostadas del tostador, las colocó en una fuente junto a la mantequilla, las hamburguesas y la tortilla, se quitó el delantal y lo colgó en una percha. Aquel día iba vestido con unos vaqueros y una camiseta negra que marcaba sus músculos. Los bíceps de aquel hombre eran como melones. Si en vez de una camiseta negra la hubiera llevado blanca, se habría parecido a Don Limpio.

Predicador descolgó una cazadora del perchero, se la puso, agarró la bandeja y le dijo a Paige:

–Vamos –salió hacia el bar y volvió a llenarle la taza de café a uno de los clientes–. Ahora mismo vuelvo. Te dejo aquí la jarra del café. Si necesitas algo, Jack está fuera.

Paige miró de reojo hacia la ventana y vio a un hombre vestido con vaqueros y camisa de franela cortando un tronco de leña. Había sido eso lo que la había despertado. Se fijó en la potente musculatura de aquel hombre, no tan marcada como la de John, pero también impresionante.

Wes no tenía un físico como el de aquellos hombres; era alto y fibroso, pero en cuanto a musculatura, no había comparación, ni siquiera con la ayuda de la química. Si John pegara a una mujer como lo hacía Wes, la mujer en cuestión no viviría para contarlo. Se estremeció al pensar en ello.

–Mira, mamá –dijo Chris, señalando la cabeza de ciervo que había sobre la puerta.

–Ya la veo, hijo –aquel lugar parecía un refugio de cazadores.

John asomó la cabeza por la puerta de atrás y gritó:

–¡Jack! Voy a la casa del médico. Ahora mismo vuelvo.

Se volvió después hacia Paige y le hizo un gesto con la cabeza para que lo precediera. Le abrió la puerta y la siguió hasta la calle.

–¿Cómo se encuentra esta mañana? –le preguntó.

–Ha desayunado. Por lo menos eso es una buena señal.

–Sí, desde luego. ¿Y la fiebre? –susurró.

–No tengo termómetro, así que no estoy segura, pero creo que todavía está bastante caliente.

–Entonces será mejor que Mel le eche un vistazo –dijo Predicador.

Caminaba a su lado, pero tenía mucho cuidado de no acercarse demasiado. Miró al niño de reojo. Este los miraba alternativamente a su madre y a él con expresión de recelo.

–Mel es la mejor –le dijo Predicador–. No te pasará nada, ya lo verás.

Paige alzó la mirada hacia Predicador y le dirigió una sonrisa tan dulce, que aquel hombretón se derritió por dentro. Tenía una mirada tan triste, y parecía tan asustada… No podía evitarlo y Predicador la comprendía. De hecho, si no hubiera sido porque no quería asustarla, le habría dado la mano para infundirle valor. Pero Paige no solo tenía miedo de quienquiera que fuera de quien estuviera huyendo. Tenía miedo de todo, y, por lo tanto, también de él.

–No tienes por qué ponerte nerviosa –le dijo a ella–. Es una mujer muy amable.

–No estoy nerviosa.

–En cuanto os presente, volveré al bar, a no ser que prefieras que me quede.

–Estaré bien, gracias.

Melinda estaba sentada en los escalones del porche de la casa del médico, disfrutando de un café y oyendo los hachazos de Jack. Jack la había llamado al poco tiempo de llegar al bar para decirle que se fuera preparando porque Predicador tenía una paciente para ella.

–¿Ah, sí? –había respondido Mel.

–Por lo visto, llegó una mujer ayer por la noche al bar, durante la tormenta, y él le ofreció que se quedara a pasar la noche en su antigua habitación. Dice que tiene un niño con fiebre, y también que parece una mujer con problemas.

–¿Qué clase de problemas?

–Ni idea. Todavía no la he visto.

–Muy bien, me ocuparé de ello.

Por pura intuición, había metido la cámara fotográfica en el bolso. Y en aquel momento, mientras observaba la puerta del bar desde los escalones del porche, vio algo con lo que nunca había esperado encontrarse. Predicador le sostenía la puerta a la mujer y al niño y cruzaba la calle con ellos. Parecía estar hablándole con una gran delicadeza y la preocupación se reflejaba en todas sus facciones. Era sorprendente, porque Predicador siempre había sido un hombre parco en palabras. A ella le había costado casi un mes oírle pronunciar diez palabras seguidas. Que estuviera hablando así con una desconocida era algo completamente inaudito.

Cuando se acercaron, Mel se levantó. La mujer parecía tener unos veinticinco años; inmediatamente se fijó en el moratón que había intentado disimular con el maquillaje. Sin embargo, el corte del labio no había podido ocultarlo. Aquel era el problema que Predicador había visto. Mel se encogió por dentro, pero sonrió mientras se presentaba.

–Hola, soy Mel Sheridan.

–Paige –susurró Paige tras unos segundos de vacilación.

Inmediatamente después, miró asustada hacia atrás.

–Tranquilízate, Paige –le dijo Predicador–. Con Mel estás completamente a salvo. Toda la información que le des será confidencial. En eso resulta casi ridícula.

Mel se echó a reír, como si le hubiera parecido gracioso el comentario de Predicador.

–No, no soy en absoluto ridícula. Esto es la consulta de un médico y toda la información que recibimos aquí es absolutamente confidencial, eso es todo –le tendió la mano a Paige–. Encantada de conocerte.

Paige le estrechó la mano que le ofrecía y miró a Predicador

–Gracias, John.

–¿John? –preguntó Mel, y se rio suavemente–. Creo que es la primera vez que oigo que alguien te llama así. John –inclinó ligeramente la cabeza–. Ven conmigo, Paige –y se dirigió hacia el interior de la casa.

Dentro encontraron al doctor. Estaba sentado detrás del ordenador del escritorio de recepción. Alzó ligeramente la cabeza, asintió y continuó trabajando.

–Este es el doctor Mullins –le explicó Mel a Paige–. Por aquí.

Abrió la puerta de la sala de reconocimientos y dejó que Paige la precediera. Cerró después la puerta y dijo:

–Soy enfermera especialista y comadrona, Paige. Si quieres, puedo examinar a tu hijo. Tengo entendido que crees que tiene fiebre.

–Está muy caliente y lo veo muy débil.

–Vamos a ver –dijo Mel en tono animado, tomando las riendas de la situación.

Se inclinó y le preguntó al niño si había ido antes al médico. Lo sentó después en la camilla, le enseñó el termómetro digital y le preguntó si sabía lo que había que hacer con él. El niño se señaló la oreja y Mel se rio encantada.

–Eres todo un experto –lo felicitó. Tomó entonces el estetoscopio–. ¿Te importa que escuche los latidos de tu corazón?

El niño negó con la cabeza.

–Intentaré no hacerte cosquillas, aunque me va a resultar difícil, porque me divierte mucho. Me encanta oír a la gente reír.

El niño se rio entonces suavemente. Mel le dejó escuchar su corazón y después lo auscultó. Le palpó los nódulos linfáticos mientras le exploraba el pecho, y después la pierna y la mano. Le examinó los oídos y la garganta y, para cuando terminó, Christopher ya se sentía cómodo con ella.

–Creo que es un virus, no parece nada demasiado serio. Solo tiene treinta y siete y medio de fiebre. ¿Ha tomado algo?

–Ayer por la noche le di Tylenol infantil.

–Ah, entonces está bastante bien. Tiene un poco irritada la garganta. Continúa dándole el Tylenol y asegúrate de que beba mucho líquido. No creo que tengas que preocuparte. Por supuesto, si empeora, puedes venir a vernos.

–Entonces, ¿está en condiciones de viajar?

Mel se encogió de hombros.

–No lo sé, Paige. ¿Quieres que hablemos ahora de ti? Estoy aquí para ayudarte.

Paige bajó inmediatamente la mirada. Mel comprendía perfectamente lo que estaba pasando. Había trabajado durante muchos años como enfermera de urgencias en el hospital de una gran ciudad y había visto a muchas víctimas de malos tratos. El moratón de la cara, la herida del labio y la necesidad de huir eran síntomas inequívocos de lo que estaba pasando.

Al cabo de unos segundos, Paige volvió a alzar la mirada.

–Estoy embarazada. Y tengo pérdidas.

–Además de algunos moratones.

Paige desvió la mirada y asintió.

–De acuerdo. ¿Quieres que te examine?

–Sí, por favor. ¿Pero qué hacemos con Chris?

–Oh, por eso no te preocupes –se inclinó hacia Chris con una sonrisa–. ¿Te gusta pintar, muchachito? Porque tengo montones de cuadernos y pinturas –el niño asintió con timidez–. Estupendo, ven conmigo.

Bajó al niño de la camilla, después sacó una bata del armario y se la tendió a Paige.

–Ve poniéndote esto, volveré dentro de unos minutos. Y no tengas miedo. Lo haré todo muy despacio.

–¿Se va a quedar el niño solo? –preguntó Paige.

–Más o menos –Mel se echó a reír–. Voy a dejarlo con el doctor.

–Christopher es muy tímido con los hombres…

–No le pasará nada. Al doctor se le dan muy bien los niños, sobre todo los tímidos.

–Si está segura….

–Lo hacemos continuamente, Paige. Tú procura tranquilizarte.

Mel se llevó a Christopher a la cocina y después de dejarlo sentado a la mesa con los cuadernos y las pinturas, preparó una cafetera de café. Descafeinado. Después se acercó a la recepción y tomó uno de los formularios para los pacientes. Teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba, prefería examinar a Paige antes de hacerla enfrentarse a todo aquel papeleo. Con el sujetapapeles en la mano, le pidió al médico que le echara un vistazo al niño mientras ella examinaba a la paciente.

Al estar ella misma embarazada, a Mel le enfermaba pensar que alguien pudiera haber pegado a una mujer en su estado. Nunca dejaba de sorprenderle que pudiera seguir soportándose a un hombre después de algo así. Con el formulario en el sujetapapeles, la cámara fotográfica en la mano, una taza de café en la otra y el estetoscopio al cuello, llamó suavemente a la puerta de la sala de reconocimientos.

–Ya puede pasar –contestó Paige suavemente.

–Muy bien, y puedes tutearme, ¿de acuerdo? –comenzó a decir Mel mientras dejaba el formulario encima del mostrador–. Lo primero que haremos será ver cómo tienes la tensión.

Le agarró el brazo a Paige para tomarle la tensión y se quedó helada al ver el enorme moratón que lo cubría en gran parte.

Mel dejó el aparato de la presión y le subió la bata con delicadeza. Tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una exclamación. Le revisó lentamente las heridas de la espalda, el pecho y el brazo. Después le levantó la bata para verle las piernas. También estaban llenas de moratones. Miró el rostro de aquella joven. Tenía las mejillas empapadas en lágrimas.

–Paige –dijo Mel en un susurro–, Dios mío…

Paige se cubrió el rostro con las manos, avergonzada por haber consentido aquella situación.

–¿Te han violado? –preguntó Mel con delicadeza.

–No.

–¿Quién te ha hecho esto? –Paige se limitó a cerrar los ojos y negó con la cabeza–. No importa, ahora estás a salvo.

–Mi marido –contestó entonces Paige con un suspiro.

–¿Y estás huyendo de él?

Asintió.

–Ahora, déjame ayudarte a tumbarte. Despacio. ¿Te encuentras bien?

Paige asintió evitando mirarla a los ojos. Mel le apartó la bata dejando al descubierto los senos, las piernas y los brazos cubiertos de moratones. Le palpó el abdomen y Paige hizo una mueca de dolor.

–¿Te duele aquí?¿Aquí? –cuando Paige asentía o negaba con la cabeza, Mel continuaba la exploración–. ¿Tienes sangre en la orina? –preguntó.

Paige se encogió de hombros.

–La única forma de conseguir una muestra de orina limpia si tienes pérdidas es con un catéter, ¿te importa que te tome una muestra? Es solo para saber de dónde procede la sangre.

–Oh, Dios mío, ¿de verdad tienes que hacerlo?

–Tranquila, quizá podamos hacer antes otras cosas. ¿Tienes alguna ecografía de este embarazo?

–Todavía no había ido al médico.

«Otro síntoma», pensó Mel. Las mujeres maltratadas no cuidaban de sí mismas ni de sus embarazos. Solían tener demasiado miedo.

Paige se mordió el labio inferior y fijó la mirada en el pecho mientras Mel continuaba examinándola.

–Muy bien, ahora déjame ayudarte a levantarte. Despacio –escuchó después el corazón de Paige, le revisó los oídos y le examinó la cabeza, en busca de heridas–. Bueno, Paige, no parece que tengas ningún hueso roto, por lo menos ninguno que yo haya podido detectar. No vendría mal hacerte una radiografía de las costillas para asegurarnos, pero estando embarazada… Francamente, Paige, si dependiera de mí, te enviaría a un hospital.

–No, no quiero saber nada de hospitales. No quiero tener informes ni nada que…

–Lo comprendo, pero la situación es muy preocupante. ¿Cómo son las pérdidas?

–No muy abundantes, yo diría que como si tuviera la regla.

–Muy bien, ahora vuelve a tumbarte. Seré todo lo delicada que pueda.

Mientras Paige se tumbaba, Mel se puso los guantes y se sentó en un taburete para examinarla.

–No voy a utilizar el espéculo para este examen, Paige. Será solamente una revisión pélvica para calcular el tamaño del útero. En cuanto te moleste algo, dímelo, por favor –introdujo dos dedos y le presionó el abdomen con la otra mano–. ¿Sabes de cuánto tiempo estás embarazada?

–Solo de ocho semanas.

–Muy bien. Cuando terminemos aquí, tendrás que hacerte una prueba de embarazo. Si el feto todavía está vivo, o si lo estaba hasta hace veinticuatro horas, saldrá positivo. Me temo que no puede darnos más información sobre lo que ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Aquí no tenemos aparatos para hacer ecografías, pero a dos pueblos de aquí hay uno que utilizamos cuando lo necesitamos. De todas formas, cada cosa a su tiempo. De momento, puedo decirte que el tamaño del útero es el habitual para un embarazo de ocho semanas. Paige, parece que has pasado por un infierno –se quitó los guantes y le tendió la mano–. ¿Te importa sentarte?

Paige se sentó y Mel la miró a los ojos.

–¿Cuántos años tienes?

–Veintinueve.

–Sé lo difícil que es recibir ayuda en situaciones como la tuya, pero ¿has intentado denunciar tu situación a la policía?

–Sí –contestó con un hilo de voz–. Lo he intentado todo: denuncias, órdenes de alejamiento, psicólogos, casas de acogida –se rio con amargura–. Consiguió enamorar a la psicóloga a los cinco minutos de haber entrado en la consulta. Y las cosas no mejoraron desde entonces. De hecho, sé que ahora mismo está dispuesto a matarme.

–¿Te amenazó con matarte alguna vez?

–Sí –bajó la mirada–. Claro que sí –repitió.

–¿Cómo encontraste Virgin River? –le preguntó Mel.

–Yo… me perdí. Salí de la autopista buscando un lugar en el que comer algo y dormir y terminé perdiéndome. Estaba a punto de dar la vuelta cuando descubrí el bar.

Mel tomó aire. Había llegado el momento de enfrentarse a la realidad. Para una víctima de malos tratos no solo era muy difícil presentar una denuncia, a menos que la policía apareciera en el momento en el que estaba siendo maltratada, sino que la mitad de las víctimas terminaban pagando las fianzas de sus verdugos por miedo a que estos decidieran matarlas.

–Paige, antes de venir aquí, trabajaba en un hospital de Los Ángeles y, desgraciadamente, tengo experiencia con situaciones como la tuya. Hay maneras de conseguir ayuda.

–Estaba intentando huir –respondió Paige con un sollozo–, pero me perdí. Chris no se encontraba bien y yo estoy tan dolorida que apenas puedo conducir…

–¿Hacia dónde te dirigías?

Paige sacudió la cabeza.

–A ver a una amiga que él no conoce.

–Quédate aquí unos días. Es mejor que veamos cómo estás antes de…

Paige la miró entonces a los ojos.

–¡No puedo! ¡Tengo muchísima prisa! Ahora mismo ya voy con retraso. Tengo que… –se interrumpió bruscamente. Después, pareció hacer un esfuerzo por recobrar la compostura–. Tengo que llegar a mi destino antes de que denuncie mi desaparición y de que localicen mi coche…

–Tranquila, Paige, intenta tranquilizarte. El coche puedes dejarlo detrás del bar, para que no lo vean. Y cuando llegue el momento de irte, con un cuchillo de cocina puedes aflojar los tornillos que sostienen la matrícula e intercambiar la matrícula con la de otro coche. Si no traspasas los límites de velocidad o te ves envuelta en un accidente, no hay ningún motivo para que la policía intente comprobar la matrícula –se encogió de hombros–. Estoy segura de que aquí nadie se dará cuenta.

Mientras Mel hablaba, Paige iba abriendo los ojos cada vez más.

–¿Estás sugiriendo que le robe la matrícula a alguien?

Mel sonrió.

–Vaya, ¿estaba hablando en voz alta? Tendré que tener más cuidado.

–Te comportas como si supieras…

–Hace tiempo estuve trabajando en un refugio para mujeres maltratadas. Aquello me desgarraba por dentro, pero aprendí alguna que otra cosa. Y déjame decirte que lo peor de todo en estos casos es precipitarse. Lo mejor que puedes hacer es tomarte unos cuantos días para recuperarte y para que mejore el niño.

–¿Y si me encuentra aquí?

–Dios mío, si te encuentra aquí no me gustaría estar en su pellejo. Ahora, con tu permiso, me gustaría hacerte unas fotografías.

–¡No!

Mel alargó la mano hacia su brazo.

–Es solo un informe, Paige. Te prometo que estas fotografías quedarán entre tú y yo, pero tenemos que hacer un informe por si lo necesitas en algún momento. No voy a preguntarte tu apellido, ni quiero saber de dónde vienes. Prepararé el informe sin poner tu nombre, pero indicando la fecha. Después te haré unas fotografías con la cámara digital. Y si puedo convencerte de que te quedes aquí un par de días, me gustaría llevarte a Grace Valley para hacerte una ecografía y ver cómo está evolucionando el bebé. Quédate aunque solo sea el tiempo suficiente como para asegurarte de que tus heridas no son más serias de lo que puedo decirte después de esta revisión. En cualquier caso, mientras estés a cargo de Predicador, nadie podrá hacerte ningún daño.

–John ha dicho que podía quedarme un par de días. Pero él me resulta un poco…

–¿Un poco qué?

–Amenazador.

Mel se echó a reír.

–No tienes por qué tener ningún miedo. Es pura apariencia. La primera vez que lo vi ni siquiera me atrevía a moverme. Pero es el mejor amigo de mi marido desde hace quince años y su socio en el bar desde hace dos. Es tan bueno como un corderito. Cuesta un poco acostumbrarse a él, pero tiene un gran corazón. Un corazón tan grande como él.

–No sé…

–También podrías venir a nuestra casa –le ofreció Mel–. Podemos buscarte otra cama. O quedarte en la clínica. En el piso de arriba tenemos dos camas para los pacientes. Pero Predicador te protegerá mejor que cualquiera de nosotros. En cualquier caso, eres tú la que tiene que tomar la decisión. Y ahora, voy a bajarte un poco la bata –dijo Mel mientras sacaba la cámara del bolsillo de la falda–. Haremos esto de la manera menos molesta posible y después podrás marcharte.

Le hizo una fotografía y volvió a colocarle la bata. Después, le fotografió el otro hombro. Una a una, fue retratando todas las partes de su cuerpo: la espalda, los muslos, el brazo, el pecho… La última fotografía fue del rostro.

Una vez terminadas las fotografías, completó el informe médico.

–Pero no pondré tu apellido. Es solo por cuestiones médicas, para que recibas el tratamiento que necesites en el caso de que ocurra algo. Y cuando terminemos, deberías ir a descansar un rato.

–¿Y Christopher?

–A lo mejor también él quiere dormir un poco. Si no, podemos cuidarlo entre todos nosotros. Entre mi marido, Predicador, el doctor y yo, lo tendremos entretenido. Paige, no sabes la suerte que has tenido de terminar en Virgin River. En este pueblo no encontrarás muchas tiendas ni los últimos avances tecnológicos, pero es difícil encontrar un lugar más hospitalario –sonrió–. O en el que se coma mejor.

–No quiero convertirme en una carga para este pueblo –susurró Paige con tristeza.

–Bueno –respondió Mel, acariciándole delicadamente la mano–, no serías la primera.

Un nuevo comienzo

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