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Capítulo 4

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Paige ya tenía la maleta preparada. Apartó las mantas de la cama en la que dormía su hijo para buscar a Oso, pero no lo encontró allí. Prácticamente quitó las sábanas buscándolo sin ningún éxito. Después se arrodilló para mirar debajo de la cama. Buscó también en el cuarto de baño y en todos los cajones de la cómoda. Y nada. Buscaría también en la cocina, pero si Oso no estaba allí, tendrían que marcharse sin él.

Sacó doscientos dólares de la cartera y los dejó en la cómoda. Después se sentó al borde de la cama con las manos apretadas entre las rodillas y esperó. A medianoche, se puso la cazadora y bajó las escaleras.

Predicador le había dejado la luz encendida. Aquella era la primera vez que bajaba a la cocina en medio de la noche desde que había llegado, pero tenía la sospecha de que John le había dejado la luz encendida todas las noches. Caminó de puntillas hasta la puerta de su habitación y escuchó. No se oía nada y tampoco se veía luz por debajo de la puerta.

Mientras limpiaba la cocina, había localizado una linterna. Un golpe de suerte. Hasta ese momento, la mejor idea que se le había ocurrido había sido la de encender una cerilla mientras intentaba cambiar la matrícula de su coche. En cuanto la cambiara, metería la maleta en el coche y después iría a buscar a Chris.

Sacó un cuchillo de mantequilla de uno de los cajones de la cocina para utilizarlo como destornillador y salió sigilosa por la puerta de atrás.

Una vez detrás del bar, suspiró aliviada al no ver luz en el pequeño apartamento de John. Se agachó para quitar la matrícula de su coche, y no le resultó difícil, a pesar de lo mucho que le temblaban las manos. Después se acercó a la camioneta de John, quitó la matrícula y le colocó la suya. Regresó nuevamente a su coche y se agachó para fijar la otra matrícula.

–¿Ya te vas, Paige? –le preguntó de pronto Predicador.

Paige pegó un bote, dejó caer la matrícula, la linterna y el cuchillo y se levantó con el corazón latiéndole con fuerza. Predicador dio un par de pasos hacia ella.

–No iba a servirte de nada –dijo, señalando con la cabeza hacia el coche–. Es una matrícula de camioneta. Cualquier sheriff que la viera la identificaría como una matrícula falsa.

Paige sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Jamás se le habría ocurrido pensar en ello. Se estremeció en medio de la noche. Le temblaban las manos y tenía el estómago hecho un nudo.

–No te asustes. No creo que necesites cambiar de matrícula, todavía no, pero si se diera el caso podemos hacerlo. Connie tiene un coche justo en la calle de enfrente. Seguro que ni siquiera se enteraría.

Una lágrima rodó por la mejilla de Paige mientras se agachaba para recuperar la linterna.

–Yo… Te he dejado dinero en la habitación para pagarte el alojamiento y la comida. No es mucho, pero…

–Paige, no me hagas sentir mal. Sabes que nunca he pensado en el dinero.

Paige hipó mientras se tragaba las lágrimas.

–¿Entonces en qué pensabas?

–Vamos –dijo Predicador, alargando la mano hacia ella–. Está haciendo frío. Te prepararé un café para que no te duermas en la carretera y después te cambiaré yo mismo la matrícula, si eso te hace sentirte más segura, aunque no creo que lo vayas a necesitar.

Paige no aceptó su mano, pero comenzó a caminar a su lado.

–¿Por qué dices eso? ¿Por qué crees que no necesito cambiar de matrícula?

–No hay nadie buscándote. Por lo menos oficialmente, así que de momento puedes estar tranquila.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó Paige, que estaba a punto de deshacerse en lágrimas.

–Ahora mismo te lo explicaré. Voy a echar un leño al fuego para que entres en calor y hablaremos de todo esto. Después, si quieres, cambiaré la matrícula. Pero probablemente, cuando terminemos de hablar, lo que querrás es volver a tu habitación y dormir tranquilamente hasta mañana. Es mejor que conduzcas de día. Además –añadió, sosteniéndole la puerta–, tengo al oso, y no puedes irte sin él.

Paige comenzó a llorar mientras entraba en la cocina. Se sentía como si la hubieran atrapado cometiendo un grave delito. Y el hecho de que Predicador fuera tan amable con ella le hacía sentirse incluso peor.

–He estado buscando ese maldito oso por todas partes –dijo llorosa.

Predicador se volvió hacia ella y muy lentamente, le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia él. Paige se derrumbó entonces y comenzó a llorar contra su pecho, sin preocuparse ya por contener las lágrimas.

–Llevabas mucho tiempo aguantando, ¿verdad? Estaba todo dentro. Pero no te preocupes, Paige. Sé que estás asustada y preocupada, pero todo va a salir bien.

Paige lo dudaba muy seriamente, pero en aquel momento se sentía completamente impotente. Lo único que podía hacer era llorar y negar con la cabeza. Intentaba recordar la última vez que alguien la había abrazado con tanta delicadeza, haciéndola sentirse a salvo. Había pasado tanto tiempo que ni siquiera lo recordaba. Ni siquiera Wes al principio de su relación, cuando más la manipulaba. No, siempre era él el que lloraba; le pegaba, lloraba y era ella la que tenía que consolarlo.

Predicador estuvo meciéndola en medio de la tenue luz de la cocina durante largo rato, hasta que se tranquilizó. Después la presionó ligeramente en la espalda para que se dirigieran hacia el bar. La hizo sentarse en la silla más cercana a la chimenea, removió el fuego, echó un tronco y se acercó a la barra para servirle un brandy. Cuando se lo tendió, Paige le dijo:

–Tengo que conducir.

–Si no te tranquilizas, no podrás conducir. Bebe un poco; después, si quieres un café, te lo haré –se sentó a su lado, con los codos apoyados en las rodillas, y se inclinó hacia ella–. Cuando llegaste aquí, no tenía la menor idea de lo que te había pasado, pero sabía que no era nada bueno, y también que no tenía que ver con la puerta del coche. Tu coche tiene matrícula de California, así que llamé a un buen amigo mío, una persona en la que confío plenamente. Él ha comprobado la matrícula del coche, que está a nombre de tu marido, quien, por cierto, ya ha sido detenido en otras ocasiones por violencia doméstica –Predicador se encogió de hombros–. No necesito saber mucho más, ¿verdad?

Paige cerró los ojos; después, los abrió lentamente y los fijó en su rostro. Se llevó el brandy a los labios y bebió un sorbo, sin negar ni confirmar nada.

Predicador continuó.

–No ha denunciado tu desaparición, así que la policía no está buscándote. No sé qué plan tienes, Paige, pero si sacas a Christopher del Estado, estarías violando la ley y eso podría crearte dificultades a la hora de conseguir su custodia. Supongo que esa era tu intención, puesto que vienes de Los Ángeles y ya estás prácticamente fuera del Estado. Si estás pensando en huir por tu cuenta y desaparecer, bueno, no creo que sea una buena idea. No creo que te desenvuelvas bien en ese tipo de vida y terminarás cometiendo algún error. Ni siquiera sabes la diferencia que hay entre la matrícula de una camioneta y la de un coche. Me temo que no eres suficientemente taimada.

Paige se rio con pesar. A lo mejor ese había sido el problema: no era suficientemente retorcida.

–A lo mejor tienes un lugar al que ir en el que puedas mantenerte oculta y a salvo. Si ese es el caso, espero solamente que a donde quiera que vayas haya tipos fuertes y con cierta agresividad, como Jack y yo, dispuestos a cualquier cosa en el caso de que ese hijo de perra consiga localizarte.

–No tengo muchas opciones –susurró–. Tengo que marcharme.

–Claro que tienes que marcharte, pero ¿eres consciente de que hay más de una forma de hacerlo? No tendrías ningún problema para conseguir la custodia de Chris teniendo en cuenta los antecedentes de su padre, incluso en el caso de que no termine siendo acusado. En este Estado no necesitas su conformidad para conseguir el divorcio –Paige había vuelto a cerrar los ojos y sacudía la cabeza mientras lloraba, pero Predicador continuó–. Hay órdenes de alejamiento, e incluso en el caso de que las ignore, tienes la ley de tu parte. ¿Has pensado alguna vez en todas esas cosas, Paige?

–¿Cómo sabes todo esto? ¿Te lo ha contado tu amigo?

–Quería averiguar cuál era tu situación y he estado investigando.

–Entonces, ¿eres consciente de que ese hombre quiere matarme? Es malo y está completamente loco. Estoy segura de que acabará conmigo.

–No, si te quedas aquí.

Paige permaneció en un desconcertado silencio durante varios segundos. Después le explicó:

–No puedo quedarme aquí, John. Estoy embarazada.

Entonces fue Predicador el que se quedó estupefacto. Se levantó, se acercó a la barra y se sirvió un whisky. Cuando volvió a sentarse, le preguntó a Paige:

–¿Él sabía que estabas embarazada cuando te pegó?

Paige asintió en silencio y desvió la mirada con los labios apretados. Racionalmente, sabía que nada de aquello era culpa suya, pero había una parte de sí que le decía que había sido ella la que se había casado con él, la que había tenido un hijo con él y había vuelto a quedarse embarazada, la que no había sido capaz de comprender desde un primer momento algo que estaba tan claro como el agua.

–¿Has estado alguna vez en un refugio para mujeres maltratadas? –le preguntó Predicador. Paige asintió–. Estas son tus opciones: puedes quedarte aquí e intentar organizar tu vida de manera que, cuando decidas marcharte, no tengas que vivir escondida o bajo una identidad falsa. Creo que este es un lugar perfecto para quedarte: puedes recibir atención médica; si quieres, puedes ayudarme en la cocina, para que no tengas la sensación de que te estás aprovechando de mí, y si por casualidad tuvieras que enfrentarte a ese canalla, estaríamos dispuestos a ayudarte. Considéralo como un refugio. O, si lo prefieres, puedes continuar con tu plan, sea el que sea. En cualquier caso, no tienes por qué conducir de noche. Es mucho más seguro hacerlo a la luz del día, ¿de acuerdo?

Se levantó y continuó aconsejándole:

–Ahora, quédate un rato aquí sentada mientras yo me ocupo de lo de las matrículas y voy a buscar ese osito de felpa. Decidas lo que decidas hacer, no puedes marcharte sin Oso.

La dejó sola en el bar y se dirigió a su apartamento. Paige lo oyó salir por la puerta de atrás. Seguramente había encontrado a Oso en la cocina y había decidido ponerlo en un lugar seguro. Uno de los troncos de la chimenea se partió y Paige se cerró la cazadora con fuerza mientras bebía un sorbo de brandy. El licor descendió por su garganta y, milagrosamente, consiguió asentarle el estómago y calmarle los nervios. O quizá fuera el saber que Wes no la había denunciado lo que había conseguido tranquilizarla. Poco después, John regresó de su apartamento con la cazadora puesta y el oso en la mano.

–Connie no se dará cuenta de que le he cambiado la matrícula –le dijo, tendiéndole el muñeco–. Además, si supiera lo que está pasando aquí, ella misma se ofrecería a cambiártela.

Paige miró el oso con el ceño fruncido. Estaba diferente, tenía una pata nueva, de una tela escocesa con cuadros grises y azules. No era exactamente de la misma forma que la otra, pero por lo menos el oso había recuperado su simetría.

–¿Lo has hecho tú? –preguntó.

Predicador se encogió de hombros.

–Le dije a Chris que lo intentaría. Supongo que ahora parece una tontería, pero entonces me pareció una buena idea –se metió las manos en los bolsillos–. ¿Crees que podrás descansar un poco esta noche? ¿Todavía sigues pensando que tienes que marcharte ahora mismo? Si prefieres irte ahora, puedo prepararte un café. Creo que incluso tengo un termo que…

Paige se levantó, dejó la copa de brandy en la mesa y estrechó a Oso contra su pecho.

–Voy a acostarme –respondió–. Me iré mañana por la mañana, en cuanto Chris desayune.

–Si eso es lo que quieres…

A Paige la despertaron la tenue luz de la mañana que se filtraba por la ventana del dormitorio y el sonido del hacha contra la madera. Dio media vuelta en la cama y vio que Chris continuaba durmiendo plácidamente, abrazado a su oso, y supo que debía pensar serenamente en la situación. Le asustaba tomar una decisión como aquella, pero no más que conducir hacia una dirección desconocida y entregarse a una forma de vida de la que no sabía nada y que quizá no bastara para mantener a Wes alejado de ella.

Le habría gustado pensar que había aprendido algo de su dolorosa experiencia. Por lo menos el hecho de sentirse amenazada le hacía estar siempre en alerta.

Tenía que pensar también en el sentimiento de culpabilidad: no quería que aquella gente tuviera que cruzarse en el camino de Wes, no quería ponerlos en peligro. Pero la verdad era que, fuera a donde fuera, pondría en riesgo a todos los que la ayudaran. A veces se le hacía insoportable pensar en ello.

Se vistió lentamente, sin despertar a Chris, y bajó a la cocina. Predicador estaba en el mostrador, cortando la verdura para las tortillas. Cuando la vio al final de la escalera, dejó de cortar y esperó.

–Voy a tener que utilizar tu lavadora y tu secadora. No hemos traído mucha ropa.

–Claro.

–Supongo que tiene más sentido quedarse aquí, por lo menos durante algún tiempo. Y si estás seguro de lo que me ofreciste, estaría encantada de ayudarte en la cocina.

Predicador continuó cortando la verdura.

–Podemos llegar a un acuerdo para dejar las cosas claras. ¿Qué te parece el salario mínimo más el alojamiento y la comida? Lleva tú la cuenta de las horas que trabajas y Jack te pagará cuando tú decidas: al día, a la semana o al mes.

–Pero eso es demasiado, John. Me bastaría con el alojamiento y la comida.

–Abrimos a las seis y cerramos a las nueve. Trabajamos dos personas y Rick nos ayuda cuando viene del instituto. Estoy seguro de que dentro de dos días estarás quejándote de que trabajas como una esclava.

Paige sonrió y sacudió la cabeza.

–Tampoco estoy en condiciones de descansar. La orden de alejamiento, el problema de la custodia… En cuanto ponga en marcha todo eso, tendré que revelar dónde estoy, y no sé si estoy preparada para hacerlo.

–Es comprensible.

–De aquí a algún tiempo, mi marido intentará localizarme. Me denunciará, contratará a un detective, hará cualquier cosa, pero estoy segura de que intentará encontrarme. No va a dejarme marchar.

–Cada cosa a su tiempo, Paige –dijo Predicador.

–Pero tienes que saberlo…

–No me preocupa que venga. Estaré preparado para cualquier cosa.

Paige tomó aire.

–De acuerdo. ¿Dónde está la lavadora?

–En mi apartamento. Nunca cierro la puerta –dejó de cortar verdura y la miró–. ¿Qué te ha hecho decidirte a quedarte?

–La pata que le has puesto a Oso. Esa vieja tela escocesa…

–¿Vieja? –preguntó Predicador con una sonrisa–. Esa camisa era nueva.

* * *

Predicador les sirvió el desayuno a Ron y a Harv y, al volver a la cocina, miró por la ventana y vio a Jack cortando leña. Oyó después el sonido de la lavadora en su apartamento. Sirvió dos tazas de café y salió por la puerta de atrás.

Cuando lo vio llegar, Jack dejó caer el hacha sobre un tronco. Predicador le tendió la taza.

–Servicio a domicilio –dijo Jack–. Supongo que tienes algo que decirme –bebió un sorbo de café mirando a Predicador por encima del borde de la taza.

–Estaba pensando que podríamos necesitar ayuda en el bar.

–¿Tú crees?

–Paige me ha comentado que está buscando trabajo. Y el niño es muy tranquilo.

–Mmm.

–A mí me parece una buena idea. Al fin y al cabo, ahora mismo nadie está utilizando el dormitorio de encima de la cocina. Y puedes descontarme parte del sueldo para pagarle a ella.

–Ahora mismo el bar da suficiente dinero, Predicador. Puedo contratar a otra empleada. Porque supongo que no pide medio millón de dólares al mes, ¿verdad?

Predicador esbozó una mueca. Seguramente Jack se creía gracioso.

–Será algo temporal.

–Mis responsabilidades están cambiando –dijo Jack–, creciendo –añadió con una sonrisa de orgullo–. Creo que nos vendría bien tener ayuda en el bar, para cuando tenga otras cosas que hacer.

–En ese caso, se lo haré saber –se volvió, dispuesto a marcharse.

–Ah, Predicador –dijo Jack, y Predicador se volvió–, en realidad ya se lo habías dicho, ¿verdad?

–Es posible que le haya dejado caer que no nos vendría mal contar con su ayuda.

–Sí, claro. Otra pregunta, ¿sabe alguien que Paige está aquí?

–No, no lo sabe nadie. Pero no creo que sea asunto tuyo.

–No pretendo entrometerme, Predicador, solo quiero estar preparado.

–Estupendo –respondió Predicador–. Eso es bueno, y me alegro. Si se produce algún cambio, te avisaré.

Había muchas cosas en Virgin River que le infundían a Paige una gran tranquilidad. Eran pequeños detalles, como el hecho de que su coche estuviera escondido entre dos camionetas en la parte trasera del bar; o el sonido del corte de la leña en las primeras horas de la mañana, que coincidía con el olor del café. Y el trabajo, le gustaba el trabajo. Había empezado ocupándose de las mesas y de recoger la cocina, pero en cuanto habían pasado un par de días, John había decidido enseñarle a preparar tartas, sopas y pan.

–El verdadero desafío es saber utilizar los ingredientes de los que disponemos –le explicó–. Una de las razones por las que el bar es rentable es que cocinamos lo que nosotros mismos pescamos y cazamos. Utilizamos también los regalos que les llevan los pacientes al doctor y a Mel y nos concentramos en asegurarnos de que nuestra gente se sienta bien en el bar. Como Jack dice, si primero pensamos en cuidar al pueblo, todo saldrá bien. Y así es.

–¿Y cómo cuidáis del pueblo? –preguntó Paige confundida.

–Oh, en realidad es muy fácil. Preparamos tres comidas al día buenas y baratas y los vecinos del pueblo que tienen más dificultades saben que pueden contar con lo que sobre. Cuando vamos a comprar, como tenemos que acercarnos a las ciudades de la costa y a grandes centros comerciales, vamos siempre en camioneta, así que avisamos a la gente del pueblo que no está en condiciones de conducir para ver si quieren que les traigamos algo. Como muestra de agradecimiento, terminan comiendo alguna vez en el bar. Para las ocasiones especiales, abrimos el bar, las mujeres traen la comida y solo servimos bebidas. Dejamos una hucha para que se hagan donaciones a cambio de la cesión del espacio y siempre sacamos más de lo que puedas imaginar. Tenemos bebidas buenas, sobre todo para los cazadores y los pescadores que se acercan por aquí, y, aunque les pedimos los mismos precios que a la gente de aquí, con ellos ganamos bastante dinero –al advertir la perplejidad de Paige, le explicó–: Lo compensan con las propinas. Ellos saben lo que cuesta un Johnny Walker etiqueta negra.

–Brillante.

–No, Jack y yo también hemos sido cazadores y pescadores. Es bueno cuidar de la gente que te mantiene. Y lo más importante es recordarles que son bienvenidos en nuestro bar. A Jack se le da muy bien hacer eso. Y también está la comida… Es un lugar pequeño y no tenemos mucha experiencia, pero poco a poco nuestra comida se está labrando una gran reputación.

–Sí, engorda, pero está muy buena.

Paige tenía la sensación de que quedarse en aquel bar era como estar encerrada en un capullo de seda, escondida del mundo. Rick y Jack habían sido muy amables con ella, los dos le daban siempre cosas que hacer. Había clientes que iban todos los días al bar, algunos días incluso más de una vez y todos la trataban como si llevara años atendiéndolos.

–Desde luego, últimamente se hornean muchas más galletas –comentó Connie–. Hace falta una mujer en la cocina para que se hagan las cosas bien.

Paige no se molestó en explicarle que era John el que las hacía para Christopher, no para que sus clientes las disfrutaran con el café.

–¿Qué tenemos para cenar esta noche, Paige? –preguntó el médico.

–Sopa de pescado. Está riquísima.

–Odio esa porquería –el doctor se inclinó hacia ella–. ¿No quedará alguna trucha de las que comimos ayer por la cocina?

–Iré a ver –respondió Paige con una sonrisa, sintiéndose ya como si formara parte de aquel mundo.

Mel se acercaba por el bar dos o tres veces al día. Cuando el bar estaba tranquilo y no había clientes, se sentaban a charlar las dos un rato. Mel sabía más sobre las circunstancias en las que se encontraba Paige que cualquiera, y era ella la que más se interesaba por su recuperación.

–Ya estoy mejor –le explicó Paige–, y he dejado de tener pérdidas.

–Así que parece que tuviste una gran idea al quedarte aquí –dijo Mel, mirando a su alrededor.

–En realidad no fue idea mía. John me dijo que podía quedarme y que les vendría bien que echara una mano en el bar.

–Y da la sensación de que te está gustando. Casi siempre estás sonriendo.

–Es verdad –contestó Paige ligeramente sorprendida–. ¿Quién lo iba a decir? Todo esto está siendo un agradable… –se interrumpió– descanso –dijo finalmente–. Supongo que puedo hacer que esto funcione, por lo menos durante una temporada. Hasta que comience a… notarse –bajó la mirada hacia su vientre.

–¿John lo sabe? –preguntó Mel.

Paige asintió.

–Es lo único decente que he hecho: contárselo cuando me ofreció el trabajo.

–Bueno, aunque no creo que nadie sepa las circunstancias que te han traído hasta aquí, creo que no me equivoco al decir que todo el mundo sabe que tenías otra vida antes de llegar a Virgin River. Al fin y al cabo, tienes un hijo.

–Sí, eso es cierto.

–Además –dijo Mel, deslizando las manos por su vientre–, no vas a ser la única a la que se le va a notar. ¿Sabes que estoy embarazada de cuatro meses? En el pueblo solo llevo siete y hace uno que me casé con Jack. Antes de conocerlo a él estuve casada. Era viuda y, según los expertos, absolutamente incapaz de concebir un hijo –Paige la miró con los ojos abiertos como platos y Mel se echó a reír–. Evidentemente, tendría que haber consultado con expertos mucho mejores. Así que no creas que eres la única que ha llegado a este pueblo sin que fuera esa su intención.

–Supongo que tienes mucho más que contarme –dijo Paige, arqueando una ceja.

–Pero ya entraremos más adelante en detalles. Tenemos mucho tiempo para hablar –respondió Mel entre risas.

Paige llevaba ya diez días alojada en la habitación que había encima de la cocina y Predicador le decía que las cosas estaban yendo bastante bien. Habían conseguido marcar una agradable rutina. Justo después de que Chris desayunara, Paige se duchaba, se arreglaba y recogía la cocina. Mientras Chris estaba con John, pintando, jugando o barriendo, ella aprovechaba para ordenar el dormitorio. Además, como no tenía mucha ropa, era frecuente que hiciera la colada. De modo que mientras la lavadora estaba en funcionamiento, aprovechaba para ayudar a John limpiando el baño, quitando el polvo de su apartamento o haciéndole la cama.

–¿Quieres que te ponga una lavadora? –le preguntó a John.

–Yo me ocuparé de eso. Escucha, no tienes por qué recoger mis cosas.

Paige se echó a reír.

–Predicador, me paso el día en la cocina, recogiendo los platos, las sartenes y las cazuelas que utilizas. Se está convirtiendo en una costumbre –al ver su expresión de desconcierto volvió a reír–. Te pasas el día cuidando a mi hijo, y no puedes hacer nada para evitarlo porque no te deja en paz en ningún momento. Lo menos que puedo hacer es ayudarte con tus cosas.

–No lo cuido –replicó John–, somos amigos.

–Sí, claro –respondió Paige, pero pensó que era cierto, que, realmente, John y Chris eran amigos.

Durante la hora del almuerzo se acumulaba el trabajo, Paige atendía las mesas, pero la hora de las cenas era la más ajetreada del día. Las cenas terminaban de servirse a las ocho y, a partir de esa hora, solo quedaban los clientes que decidían quedarse a tomar una cerveza o una copa, pero la cocina continuaba abierta durante toda la noche. Cuando terminaban de servir las cenas, Paige llevaba a Chris al dormitorio, lo bañaba, lo metía en la cama y bajaba de nuevo al bar por si acaso necesitaban que hiciera algo antes de retirarse.

A Predicador le gustaba particularmente aquella hora de la noche, cuando no tenían que servir más cenas, la cocina estaba limpia y oía a Paige en el piso de arriba. A veces, le oía cantar canciones a su hijo. Antes de servirse una copa para terminar el día, consultaba algún libro de cocina y planeaba las comidas del día siguiente, o quizá de toda la semana. Predicador siempre había sido una persona muy organizada.

Eran cerca de las ocho y media y había pocos clientes en el bar. Jack atendía la barra. Buck Anderson le había llevado a Mel un par de piernas de cordero que habían ido a parar directamente a Predicador. Este estaba leyendo una receta cuando algo le hizo levantar la cabeza y descubrió a Christopher al pie de la escalera, completamente desnudo, con un libro bajo un brazo y a Oso en el otro.

Predicador arqueó una de sus pobladas cejas.

–¿Se te ha olvidado algo? –le preguntó.

Chris inclinó la cabeza hacia el libro.

–¿Me lees el cuento?

–¿No tienes que bañarte antes? –le preguntó Predicador. El niño negó con la cabeza–. Porque parece que estuvieras a punto de entrar en el baño.

Chris asintió y volvió a repetir:

–¿Me lo lees?

–Ven aquí –dijo Predicador.

Chris rodeó el mostrador encantado y alzó los brazos hacia él.

–Espera un momento. No quiero ver el trasero de un niño encima de mi mostrador.

Sacó un trapo de cocina, lo extendió sobre el mostrador y sentó a Chris encima. Bajó la mirada hacia el niño, frunció ligeramente el ceño, sacó otro trapo y se lo colocó en el regazo.

–Así está mejor. Y ahora, dime, ¿qué tienes ahí?

–Un cuento de Horton.

–Es muy probable que a tu madre esto no le haga ninguna gracia –le advirtió.

Aun así, abrió el libro y comenzó a leer. No habían avanzado mucho cuando el agua del cuarto de baño dejó de correr y se oyeron pasos en el piso de arriba.

–¡Christopher!

–Será mejor que dejemos el cuento –le dijo Predicador al niño.

Inmediatamente se oyeron los pasos en la escalera. Cuando llegó al final, Paige se detuvo en seco.

–Se ha escapado cuando le estaba preparando la bañera –le explicó a Predicador.

–Sí, por como va vestido, no es difícil imaginarlo.

–Lo siento, John. Christopher, ven aquí ahora mismo. Leeremos el cuento después del baño.

Chris comenzó a protestar.

–¡Quiero que venga John!

Paige levantó al niño en brazos.

–Quiero que venga John –insistió Christopher.

–John está ocupado, Chris. Ahora tienes que portarte bien.

–Paige, en realidad no tengo nada que hacer. Si le dices a Jack que voy a salir un momento de la cocina, puedo ocuparme del baño. Pero díselo a Jack para que se encargue él de cerrar el bar cuando se vaya todo el mundo.

–¿Sabes bañar a un niño?

–Bueno, en realidad no lo he hecho nunca, pero no creo que sea más difícil que fregar una parrilla.

Paige no pudo evitar echarse a reír. Dejó a Chris en el suelo.

–Supongo que es incluso más fácil. No hace falta rascar ni utilizar un estropajo metálico. Pero si puedes evitarlo, procura que no le caiga jabón en los ojos.

–Creo que lo conseguiré –respondió Predicador–. ¿Cuántas veces tengo que hundirlo? –Paige lo miró asustada y Predicador sonrió–. Era broma. Ya sé que solo tengo que hundirlo un par de veces.

Paige esbozó una mueca.

–Iré a ver si Jack necesita algo y después subiré a supervisar el baño.

Paige estaba pelando y cortando manzanas y Predicador estirando la masa cuando entró Jack en la cocina.

–Mel va a ir al centro comercial de Eureka, Paige, ya no le cabe ningún pantalón y quiere comprarse algo. Ha dicho que si necesitas ir de compras, puedes acompañarla.

Paige miró a John y arqueó las cejas.

–Vete con ella, Paige –le dijo–. Chris no se levantará hasta dentro de una hora y yo puedo encargarme de la cocina. Seguro que necesitas toda clase de cosas.

–Sí, gracias –respondió Paige.

–Escucha –dijo Predicador mientras se limpiaba las manos en un trapo de cocina–. Ni siquiera sé si tienes tarjeta de crédito, pero tienes que tener mucho cuidado con eso. Compra todo en efectivo, ¿de acuerdo?

Sacó la cartera, buscó en su interior un fajo de billetes y comenzó a contar.

Paige palideció y lo miró con los ojos desorbitados. Comenzó a mover la cabeza y a retroceder.

–Dile… dile a Mel que tengo cosas que hacer, ¿de acuerdo?

Jack inclinó la cabeza y frunció el ceño.

–¿Paige?

Paige retrocedió hasta que la pared le impidió seguir haciéndolo. Tenía las manos en la espalda y el rostro blanco como el alabastro. Al ver que comenzaba a descender una lágrima por su mejilla, Predicador dejó la cartera en el mostrador y caminó hacia ella. Cuando llegó a su lado, Paige se dejó caer al suelo y se cubrió el rostro con las manos.

Predicador se arrodilló delante de ella y le apartó las manos de la cara con suma delicadeza.

–Paige, mírame, ¿qué te ha pasado?

Paige estaba aterrada. Tenía las mejillas empapadas en lágrimas y su voz era apenas un susurro.

–Él hacía eso… al principio –musitó–. Sacaba dinero del bolsillo y me decía que me comprara cosas bonitas. Después, con el paso del tiempo, me tiraba el dinero y me decía que no podía permitirse el lujo de tener una esposa con el aspecto de una vagabunda.

Predicador se sentó a su lado en el suelo.

–Pero yo no he dicho nada parecido, ¿verdad? Lo único que te he dicho ha sido que tenías que tener cuidado, que no utilizaras la tarjeta de crédito.

–Ya lo he oído –contestó Paige–. ¿Te he contado que me casé con él porque me dolían las piernas?

–No me has hablado de él –respondió Predicador–. No me has contado nada en absoluto. Pero no te preocupes, no tienes que contarme nada si no quieres.

–Yo era peluquera. Tenía un salario tan bajo que a veces trabajaba doce horas al día, y era un trabajo particularmente duro. Nunca tenía dinero suficiente para pagar el alquiler y mis compañeras de piso y yo compartíamos una casa miserable. Me gustaba vivir con ellas, pero también estaba cansada. Me dolían las piernas… –repitió–. Sabía que Wes no era el mejor hombre para mí, mis amigas lo odiaban, pero una de las razones por las que me casé con él fue que me dijo que ya no tendría que volver a trabajar –comenzó a llorar y a reír a la vez–. Me casé con él porque no tenía nada, porque nunca había tenido nada…

–Los hombres como él utilizan ese tipo de cebos.

–¿Cómo lo sabes?

–He leído algunas cosas sobre ello –Predicador le secó una lágrima–. Tú no tienes la culpa de lo que te pasó. Nada de esto es culpa tuya. Te engañaron.

–Ahora vuelvo a estar sin nada. Solo tengo una maleta, un coche con una matrícula robada, un hijo y otro en camino…

–Lo tienes todo –replicó Predicador–. Tienes un coche con la matrícula robada, un hijo, otro que está en camino, amigos…

–También antes tenía amigas. Pero consiguió asustarlas, se alejaron de mí y las perdí para siempre.

–¿Te parezco un hombre al que tu marido podría asustar? –le hizo apoyar la cabeza en su pecho.

–No sé por qué me ha entrado tanto miedo –susurró Paige–. Ahora no está cerca de aquí. Jamás podrá encontrar este lugar, pero el caso es que estoy asustada.

–Esas cosas pasan.

–Tú nunca tienes miedo.

Predicador se rio suavemente mientras le acariciaba la espalda. Eran muchas las cosas que le daban miedo y la primera era que llegara el día en el que Paige resolviera todos sus problemas y se fuera de allí con Christopher.

–En los marines, se decía que todo el mundo tiene miedo, pero que hay que aprender a utilizarlo en beneficio propio. Pero si alguna vez llegas a descubrir cómo se hace eso, no te olvides de decírmelo.

–¿Qué haces tú cuando estás asustado?

–Tengo dos opciones: o me entran ganas de orinar, o me enfado.

Paige alzó la cabeza hacia él y consiguió esbozar una sonrisa.

–Esa es mi chica –dijo Predicador, secándole las lágrimas–. Creo que necesitas salir un poco de Virgin River, pero quizá hoy no sea el mejor día para ir de compras.

–Siento haber montado una escena.

–Estamos en un bar de pueblo, Paige. Vivimos para eso –sonrió, pero se puso repentinamente serio–. También solían decirnos que nos fingiéramos valientes. Nos enseñaron a parecer amenazadores –vio que Paige se estremecía–. Pero ahora eso no importa. Mañana iré yo a la compra en vez de Jack. Aunque sea por una vez en su vida, creo que será capaz de encargarse de los almuerzos. Os llevaré a Chris y a ti fuera del pueblo. Si quieres, puedes comprar unas cuantas cosas. Pero yo no voy a comprarte nada. Utilizaré la tarjeta de crédito del bar para que podamos conseguir los puntos anuales, tú te quedarás los recibos y me pagarás dentro de un par de días las compras –le dio un golpecito en la nariz con el dedo–. Y también habrá que comprarle algo de ropa a Chris para que deje de correr desnudo por todas partes.

Jack había salido de la cocina cuando Predicador se lo había pedido. Pero lo había hecho lentamente, porque allí estaba pasando algo muy especial y no quería perdérselo. Cuando regresó al bar, Mel estaba esperando, sentada en uno de los taburetes de la barra.

–¿Qué pasa?

Jack se llevó un dedo a los labios y le susurró:

–Está pasando algo muy especial.

–¿Ah, sí?

Jack volvió de nuevo la cabeza hacia la puerta y aguzó el oído.

–¡Jack! –exclamó Mel furiosa.

Jack volvió a llevarse un dedo a los labios. Después, frunció el ceño y miró a su esposa.

–Paige estaba llorando, acaba de derrumbarse…

–¿Predicador necesita ayuda?

Jack negó con la cabeza.

–Me ha pedido que saliera. He oído un par de cosas, pero por casualidad.

–Yo he visto…

–¿Paige tiene un coche con la matrícula robada?

Mel se enderezó de pronto en el taburete y lo miró con los ojos abiertos como platos.

–¿Lo dices en serio? Tendré que comprobar la matrícula de mi coche, a ver si me la ha robado a mí –dijo con una sonrisa.

–¿Y sabías que estaba embarazada?

–¿De verdad?

–No me engañas. Tú sabes mucho más que yo sobre todo este asunto.

Mel hizo una mueca, como si quisiera decirle que, evidentemente, sabía mucho más que él. Tenía información sobre su paciente, pero no iba a decirle nada. Bajó del taburete y se acercó a la cocina. Allí vio a Predicador sentado en el suelo, con Paige en el regazo. Seguramente, eso era lo que necesitaba Paige en aquel momento. Las caricias eran mejor que un sedante.

Mel regresó detrás de la barra y se puso de puntillas para darle un beso a Jack.

–No creo que le apetezca ir de compras. Dile que me he ido. Tengo que ir a comprarme algo de ropa… Eh, Jack… No sé cómo explicarte esto. Tú y yo hemos tenido experiencias muy diferentes con esta clase de cosas.

–En primer lugar, yo jamás he pegado a una mujer.

–Por supuesto, pero no me refería a eso –miró a Jack–. Creo que entenderías mejor la situación si vieras a Paige como una prisionera de guerra.

–¿Como una prisionera de guerra?

–Es lo más parecido que se me ocurre con lo que puedas relacionarlo. Bueno, volveré en cuanto haya conseguido unos cuantos pantalones con cinta elástica.

–Muy bien, nos veremos entonces.

Un par de horas más tarde, cuando todavía quedaba tiempo más que de sobra para organizar la comida, Jack estaba en el porche preparando las moscas para la pesca. Paige salió con un trozo de tarta de manzana recién hecha en un plato y se lo tendió.

–Mmm. Todavía está caliente. Gracias –dijo él, tomando la tarta.

–Lamento lo que ha pasado antes. Me siento un poco avergonzada.

Jack alzó la mirada hacia ella y vio su rostro dulce y sumiso. Era el rostro de una joven madre, de una mujer embarazada que huía para defender a sus hijos. Y, como Mel le había sugerido que hiciera, la imaginó encerrada, privada de libertad y siendo víctima del miedo durante años. No solo era difícil imaginar a una mujer tan delicada como Paige sufriendo aquella tortura, sino que le resultaba imposible imaginar qué clase de hombre podía llegar a hacer algo así.

–No te preocupes por lo que ha pasado, ¿de acuerdo? Todos tenemos malos momentos.

–No, todos no. Solo yo…

Jack la interrumpió entre risas.

–Será mejor que no sigas por ahí. Te aseguro que no eres la única que tiene un pasado complicado. Pregúntale a Mel. No mucho antes de casarme con ella, yo también estuve hundido. Y ahora que pienso en ello, también Mel se derrumbó un día delante de mí –frunció ligeramente el ceño–, pero no le digas que yo te he contado nada.

Paige inclinó la cabeza.

–¿Seguro que no le importaría que le preguntara por ello?

–No, no creo que le importe. Es solo que me fastidia que nunca cuente nada, y yo acabo de soltarlo todo. No sé cómo se las arregla para mantener tanta información en secreto.

–No te preocupes, Jack –Paige se echó a reír–. No preguntaré nada. Sin embargo, sí que quiero pedirte disculpas por lo de antes.

–No tienes por qué hacerlo, Paige. Solo espero que te encuentres mejor.

John tomó la lista de la compra y se llevó a Chris y a Paige a Eureka. Pasaron primero por Target, para que Paige pudiera comprarse ropa interior, unas cuantas camisas y unos vaqueros. Mientras ella se probaba la ropa, Chris y John la esperaban fuera del probador. Pararon también en una librería. John estuvo un buen rato en la sección de Historia y eligió un par de libros, del mismo tipo de los que Paige había visto en el dormitorio. Después pasaron por la sección infantil y cuando llegó el momento de irse, Paige volvió a colocar en la estantería los cuentos que Chris había estado hojeando.

–Podríamos comprarle un par de libros nuevos –sugirió Predicador.

–Los que tiene en casa son sus favoritos.

–Pero no le vendrían mal un par de libros nuevos –insistió Predicador–. ¿Te parecen bien estos? –señaló un par de cuentos.

–Claro.

Seguramente, la mejor parte de la excursión fue el viaje en coche. Paige había llegado a Virgin River en medio de la noche, y excepto por el día que había ido con Mel a Grace Valley, apenas conocía aquella zona. John la llevó hasta los acantilados de la costa del Pacífico y le mostró un bosque de secuoyas. Después se dirigieron de nuevo hacia Virgin River.

Paige se volvió hacia Predicador mientras este conducía. Iba sonriendo.

–¿Por qué sonríes? –le preguntó.

Predicador la miró.

–Es la primera vez en mi vida que voy de compras con una mujer. Y no me ha parecido horrible.

Un nuevo comienzo

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