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Comunidad biótica y disposiciones afectivas
ОглавлениеEn las propuestas biocéntricas, el criterio para la consideración moral es la expresión en cada organismo de actividades vitales propias de su autoconservación y florecimiento. Se perjudica directamente a árboles o plantas cuando se les priva del proceso de sostener su vida, así carezcan de experiencias emocionales y deseos. Lo anterior sustenta la exigencia de consideración moral hacia todos los seres vivos, una condición de inclusión basada en la responsabilidad y el deber hacia ellos. En las perspectivas de Rolston y Taylor, el desarrollo de cada ser viviente se relaciona con perpetuar su especie y con la interacción16 o dependencia entre individuos y grupos con su hábitat. De este modo, pensar en términos de un despliegue teleológico de la vida exige valorar y atender los suelos, valles, ríos y mares en los que se desarrolla cada organismo y su especie17. Esta concepción de la interdependencia biótica tiene sus raíces en el legado de Leopold al cuestionar la tradición ética, caracterizada por dar cuenta solamente de las relaciones interpersonales y de la estabilidad social18. Este autor contribuye a pensar una ética ineludible para la época actual al descentrarla del individuo y de la sociedad, y articularla con la idea de obligaciones hacia la tierra, las plantas y los animales buscando superar una racionalidad estrictamente económica con el mundo natural (Bellver, 1997, p. 255)19.
Leopold entiende la ética desde la ecología relacionándola con “una limitación de la libertad de acción en la lucha por la existencia” (Leopold, 2004, p. 25). Se introduce una categoría cultural normativa frente al orden natural del derecho del más fuerte y apto. La restricción de la libertad conduce a la exigencia de evaluar los efectos del propio comportamiento sobre otros, de lo que resulta un mayor campo de actividad para el carácter y el cultivo de virtudes al extenderse la frontera de la consideración moral hacia un amplio universo de posibles afectados o beneficiados con la acción. Históricamente, el criterio ético para limitar la libertad de acción sobre otros se ha extendido desde privilegiar la competencia para el logro del bienestar individual, hasta ir abarcando una esfera de atención y responsabilidad centrada en individuos ajenos a la propia comunidad. El sentido moral de la cooperación deja de circunscribirse a la familia, al clan y a la nación para abrazar ideales cosmopolitas y deberes hacia organismos no humanos.
Leopold interpreta la extensión de la consideración moral como producto de la evolución biológica y social. Por lo tanto, le resulta ineludible la conquista de la siguiente frontera, la inclusión de seres no humanos en una estructura social ética basada en el cuidado y la responsabilidad: “La ética de la tierra simplemente amplía los límites de la comunidad para incluir suelos, aguas, plantas y animales, o colectivamente: la tierra” (Leopold, 2004, p. 27). Dicha ampliación responde a una dinámica de cooperación de forma asimétrica por cuanto la reciprocidad no se da en un mismo nivel ni entre iguales: descansa en la interdependencia de la comunidad biótica, lo que Leopold llama simbiosis. Los suelos, las aguas, las plantas y los animales tendrían derecho a seguir existiendo aunque en muchos casos sea imposible evitar su uso, manejo o alteración. Este derecho parte de la concepción naturalista de la especie humana: el Homo sapiens es un simple miembro de la tierra-comunidad, de tal manera que le debe respeto a sus compañeros-miembros y a la comunidad misma (Leopold, 2004, p. 27). Asumir socialmente y con coherencia esta realidad se logra con la transformación interna de un gran número de personas, cambio promovido por un saber humanista orientado hacia el desarrollo de conciencia ecológica en cada individuo:
Nunca se ha logrado un cambio importante en la ética sin un cambio interno en nuestras prioridades, lealtades, afectos y convicciones intelectuales. La prueba de que la conservación todavía no ha tocado estos fundamentos de la conducta radica en el hecho de que la filosofía y la religión todavía no se han ocupado de ella. (Leopold, 2004, pp. 31–32)
Leopold es claro al enfatizar que “la evolución de una ética de la tierra es un proceso tanto intelectual como emocional” (Leopold, 2004, p. 44), pues depende del desarrollo de la conciencia ecológica de individuos y de comunidades (su acogida en forma de aprobación social), así como del ensanchamiento de la frontera de la ética entendida desde su evolución ecológica, es decir, como resultado de la regulación de una libertad natural inclinada a la competencia. A la ausencia de una racionalidad ambiental en la cultura occidental se le suma la subvaloración de la sensibilidad en el desarrollo de habilidades morales. Leopold intentará recuperar una relación entre racionalidad ecológica y sentimientos partiendo de una idea intuitiva: “Solo alcanzamos a ser éticos en relación con algo que podamos ver, sentir, entender, amar, algo en lo que tengamos fe de alguna forma” (Leopold, 2005, p. 145).
Leopold no se pregunta por la posibilidad de reconocer un valor intrínseco en organismos no humanos. No obstante, rechaza la idea de asignarles un mero valor instrumental por cuanto son miembros de la comunidad biótica. El derecho a la existencia por parte de ríos, árboles y animales se explica por su papel en el funcionamiento correcto de la biota20; por el reconocimiento de la interdependencia entre los miembros de la comunidad biótica, sus simbiosis; así como por la diversidad y belleza que manifiestan, más allá de su utilidad para fines específicos establecidos por el ser humano21. La ética de la tierra expresa el espíritu del conservacionismo al sostener como imperativo moral la responsabilidad individual por la salud de la tierra, es decir, por asegurar su capacidad de renovarse por sí misma (Leopold, 2004, p. 40)22.
La tierra posee un valor superior al económico y es digna de respeto, amor y admiración (Leopold, 2004, pp. 42-43) ya que es condición de posibilidad de toda actividad humana y no humana. Una ética de la relación adecuada con la tierra se orienta por el siguiente principio: “Algo es correcto cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica; es incorrecto cuando tiende a lo contrario” (Leopold, 2004, p. 43). El individuo humano es un habitante más de la Tierra pero está obligado, por su condición de agente moral, a velar por animales, plantas, aguas y suelos. Su inserción en una comunidad ecológica le exige igualmente atender los intereses de cada organismo en función de su pertenencia a una especie y a un ecosistema. La noción de interdependencia es necesaria para comprender el desarrollo de la conciencia ecológica anclada a la idea de que las especies y pobladores de la tierra ocupan un lugar en el mantenimiento de un sistema ecológico piramidal, dinámico y equilibrado. Muchos de los elementos de este sistema no tienen un valor económico ni de uso, simplemente deben ser respetados y apreciados por lo que representan para el sistema mismo:
La falta de valor económico es, muchas veces, una característica no solo de ciertas especies o grupos, sino de enteras comunidades bióticas: pantanos, ciénagas, dunas y “desiertos” […] Si el propietario privado tuviese una mentalidad ecológica, se sentiría orgulloso de custodiar una razonable proporción de esas zonas, que añaden belleza y diversidad a su granja y a su comunidad. (Leopold, 2005, p. 143)
La pirámide biótica representada por Leopold identifica las necesidades y los hábitos de consumo de cada miembro de la comunidad biótica. Existen complejas cadenas de dependencia alimentaria sustentadas en la competición y en la cooperación en algunos niveles de la pirámide. Así, de los suelos, las plantas y los insectos depende la subsistencia de organismos más complejos como los pájaros, roedores, ardillas, mapaches, osos, seres humanos y grandes carnívoros (Leopold, 2005, pp. 145-146). Cada especie de la pirámide biótica es un eslabón en la cadena de flujo de energía y por ello la disminución o extinción de una de ellas afectará a las demás. El interés conservacionista se entiende, de este modo, en términos de evaluar la intervención sobre algunos organismos o especies para garantizar el sostenimiento de los demás miembros de la pirámide en cualquier nivel de dependencia. La práctica de la caza puede ser moralmente justificable atendiendo la estabilidad de la pirámide biótica y la supervivencia de grupos humanos y no humanos en un contexto específico. Ella es legítima en ciertas épocas del año, usando métodos adecuados y prudenciales para minimizar el sufrimiento de la víctima y los efectos colaterales en los miembros de su familia o comunidad.
La ética de la tierra se dirige a garantizar un continuo flujo de la energía a través de toda la cadena biótica. La atención y asistencia hacia un grupo de organismos no solo se basa en la búsqueda de su beneficio, la adopción de acciones pretende repercutir de forma indirecta en el bienestar de otros seres. Leopold concibe un propósito en cada organismo y especie, por ello, la cuestión de si existe o no un valor inherente en los pobladores no humanos de la tierra es, en últimas, irrelevante. La consideración moral hacia la naturaleza se basa centralmente en comprenderla como un circuito de energía (Leopold, 2005, p. 151), una cadena de interdependencia energética en todo proceso individual y colectivo de nacimiento, crecimiento y muerte:
La tierra, entonces, no es únicamente suelo; es una fuente de energía que fluye a través de un circuito de suelos, plantas y animales. Las cadenas alimentarias son los canales vivos que conducen la energía hacia arriba; la muerte y la putrefacción la devuelven al suelo. El circuito no está cerrado; algo de energía se pierde en la pudrición, algo se añade del aire por absorción, algo se almacena en los suelos, las turbas y los bosques de larga vida; pero es un circuito continuo, como un fondo de vida giratorio, que aumenta con lentitud. (Leopold, 2005, pp. 146-147)
La irrupción desconsiderada sobre los procesos vitales de la tierra se traduce actualmente en el extractivismo industrializado y en el uso de transgénicos a favor del monocultivo, violentando la estrecha relación entre suelos, ríos, bosques y especies animales. Superar el déficit de reacción social frente a las consecuencias negativas de modelos de desarrollo como estos involucra el cultivo de virtudes ciudadanas y emociones ético-ecológicas, reflejo de la capacidad de los individuos para comprender y sentir moralmente la interdependencia. En otros términos, la ausencia de reacción ante el debilitamiento y los desequilibrios de la biocenosis son expresión de un incipiente desarrollo colectivo de conciencia ético-ecológica23, caracterizada por comprender el valor de cada organismo en función de su interdependencia con otros. Es por ello que no se trata de una conciencia holista según la interpretan la ética ecosistémica de Callicott y la ecología profunda de Naess, ya que el flujo de energía a sostener en la comunidad biótica se dirige finalmente a garantizar el bienestar de individuos estrechamente ligados.
El despliegue de sentimientos morales y disposiciones afectivas solo puede pensarse a partir del encuentro con organismos en particular. El sentimiento de respeto por la tierra es realmente una consideración de las redes tejidas entre individuos de grupos y especies. La valoración moral de suelos, ríos, mares y bosques se da en relación con su papel para mantener los equilibrios de la vida y para mediar en los dinamismos de los flujos de energía entre miembros de un ecosistema. En este sentido, el desarrollo de sentimientos morales y de virtudes ecológicas del cuidado es una cuestión relacional. Por ello, un humanismo ecológico toma distancia de los holismos de Callicott y Naess, asumiendo el potencial de las perspectivas biocéntricas para desplegar una ética del encuentro.