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Los enfoques de Rolston y Taylor

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El planteamiento de Goodpaster sobre lo inaplazable de precisar la concepción de lo viviente para superar al menos teóricamente lo difuso de sus márgenes distintivas con lo abiótico es compartido por Rolston. Este último enfatiza en la importancia de una ética ambiental reconocedora del respeto por toda expresión de vida, sentiente o no, para superar con ello la frontera divisoria entre la zoología y la botánica (Rolston, 2003). En este sentido, interpreta la vida en términos de sus posibilidades de apertura al mundo circundante8:

Un organismo es un sistema espontáneo y automantenido que se sostiene y se reproduce, ejecuta su programa, se abre un camino a través del mundo, verifica su desempeño mediante capacidades de respuesta con las que mide su éxito. Puede habérselas con las vicisitudes, oportunidades y adversidades que el mundo le presenta. Dentro de todos los organismos opera algo más que causas físicas –aun cuando no lleguen a tener la experiencia de sentir-. Hay información que dirige las causas; sin ella, el organismo se desplomaría. Esta información es un equivalente moderno de lo que Aristóteles llamó causas formales y finales; da al organismo un telos o fin, una especie de meta (no consciente). Los organismos tienen fines, aunque no siempre se propongan fines. (Rolston, 2004, p. 77)

Desde una ética apoyada en la biología es posible justificar la consideración moral hacia seres no sentientes. Esto permite entender a los organismos como centros teleológicos de vida9, con intereses no conscientes de desplegar y perpetuar sus propios procesos vitales. Para intentar explicar la idea de intereses no conscientes por parte de organismos no sentientes, comparados con el grado superior de sensibilidad experimentado por los mamíferos, Rolston recurre a un argumento apoyado en el modus operandi del organismo como entidad biológica:

[…] el organismo es un sistema axiológico y evaluativo. Así, el roble crece, se reproduce, repara sus heridas, y se resiste a la muerte. El estado físico que el organismo busca, idealizado en su forma programática, es un estado que él mismo valora. El valor está presente en el mero hecho de lograr alcanzarlo. Vital parece, en este caso, una palabra más adecuada que biológico. No nos estamos refiriendo simplemente a un individuo que defiende su vida solitaria sino a un individuo que ha logrado adaptarse en el ecosistema en que se ubica. Sin embargo, queremos afirmar que el individuo vivo, tomado como un punto-experiencia en la red de vida interconectada es, per se, un valor intrínseco. (Rolston, 2004, p. 78)

El valor intrínseco de cada organismo parte de reconocer su capacidad de desplegar su propia realización. El bien particular de los organismos se asocia, a su vez, al desarrollo de la propia especie y a la interacción con el medio que lo sustenta. La interacción es entendida por esto en términos de la retribución del organismo al entorno en forma de beneficios directos o indirectos para el medio. Por ende, puede entenderse cómo los organismos son entidades normativas (reguladas por sistemas de interacción vitales), de cierta manera independientes en el desarrollo de sus potencialidades y, por lo tanto, moralmente importantes.

Taylor sostendrá igualmente la idea de obligaciones morales hacia plantas y animales a partir de la valoración de sus capacidades vitales. Justifica esta concepción proponiendo una ética centrada en el respeto por el desarrollo de las potencialidades biológicas de cada organismo. Este despliegue vital constituirá su bien propio, su interés, así no sea consciente de ello (Taylor, 2006, p. 271). La idea de un interés por parte de un árbol solo puede pensarse antropomórficamente aceptando un curso natural de actividad en cada ser, tendiente a su pleno florecimiento. Pero no se trata de una falsa antropomorfización buscando en plantas y animales características humanas (Taylor, 2006, p. 277), sino de una valoración de capacidades en el mundo natural, de manera análoga a la forma como se asigna relevancia a cualidades dignas de estima respecto a cualquier individuo activo.

Taylor concibe las actitudes de respeto por la naturaleza como la expresión de disposiciones a proteger organismos y comunidades de vida, a adoptar compromisos en consideración a los fines de cada organismo y a “experimentar sentimientos positivos y/o negativos hacia los estados de cosas del mundo, en tanto sean favorables y/o desfavorables al bienestar de los organismos y comunidades de vida” (Sosa, 1990, p. 107). También rechaza la posibilidad de un argumento a favor de la superioridad de los humanos en comparación con otras especies (Taylor, 2006, pp. 273, 278-286). Su apelación a la distinción entre mérito y valor inherente le permite afirmar la imposibilidad de justificar una jerarquización a partir del valor inherente. El ser humano no es inherentemente superior a otros seres, su realidad ontológica está asociada a la permanencia de la propia integridad biológica como en cualquier otro organismo. Por el contrario, el mérito permite la asignación de grados y niveles según un criterio previo, de ello resulta un reconocimiento a partir de la estima (Taylor, 2006, p. 281).

Según lo anterior, los grandes simios y animales altamente inteligentes que desarrollan distintas destrezas, pueden ostentar méritos y virtudes a partir de actividades orientadas por fines conscientes o por algún grado de autoconsciencia. En contraste, las plantas y los árboles solo logran revelar por sus actividades vitales un valor inherente, no obstante, este es análogo al de cualquier animal (humano o no), en cuanto todos son organismos orientados por la persecución de un bien natural como es la autoconservación.

La distinción entre biocentrismo y holismo o entre éticas biocéntricas y ecocéntricas, se traduce en Taylor por el referente de partida al cual se le asigna propiamente valor inherente. Autodenomina a su concepción biocentrista en tanto asigna valor inherente solo al desarrollo de cada organismo. Sin embargo, nunca separa tal desarrollo de la pertenencia a un nicho biótico o de la compleja red de interacciones ecosistémicas:

Aceptar el punto de vista biocéntrico y considerarnos a nosotros mismos y a nuestro lugar en el mundo desde su perspectiva es ver la totalidad del orden natural de la biosfera terrestre como una red compleja pero unificada de organismos, objetos y acontecimientos interconectados. […] En lo que toca al bienestar de los animales y las plantas silvestres, no debe destruirse este equilibrio ecológico. Lo mismo vale para el bienestar de los humanos. (Taylor, 2006, p. 276)

Por el contrario, cuando el punto de partida es el valor inherente asignado a la totalidad del ecosistema o a la biosfera por sí misma se está ante una concepción holista. Este enfoque se traduce en un interés por los organismos en cuanto configuran la biosfera y de ellos depende el equilibrio o desequilibrio ecosistémico. La relevancia moral la tienen propiamente los ecosistemas y los organismos en tanto son parte de ellos. Una perspectiva humanista-ecológica da preeminencia a marcos explicativos desde una posición biocéntrica moderada, ya que implica comprender a los animales y a los seres con variadas manifestaciones de vida como agentes pasivos beneficiarios del cuidado y protección cuyos intereses cuentan moralmente de manera directa10. Manifestar mayor o menor vida significará atribuirle a un organismo determinado nivel de posibilidades de realización. En este sentido, las plantas no solo son seres sensibles a estímulos, son objeto de consideración moral en tanto que poseen, además de una sensibilidad pasiva, actividad y autogobierno. Se trata de cierta autonomía asociada a las facultades de germinación, plasticidad, adaptación, desarrollo e intencionalidad (Hall, 2009, pp. 173-179)11.

Según lo anterior, si bien la existencia tanto de los animales humanos como de los no humanos se sustenta en el consumo de las plantas y que, en ocasiones, es justificable erradicar plantas invasivas para asegurar la supervivencia de diversas especies y la estabilidad de un ecosistema, es posible evitar muchos actos desconsiderados de violación de la autonomía de plantas no usadas para la alimentación u otras necesidades primordiales (Hall, 2009, p. 180). Considerar la autonomía de las plantas se traduce en velar por su integridad acatando márgenes de acción restringidos, incluso respecto a su uso ineludible en orden a la responsabilidad también por la sobrevivencia humana, la de especies animales, o el equilibrio de un sistema ecológico. El reconocimiento de la vida en cada organismo amerita, en síntesis, diversas maneras de consideración de cara a sus necesidades y bienestar definidas por el criterio de la comprensión sobre lo constitutivo de su florecimiento y direccionalidad12. De esta manera, la respuesta a la pregunta por qué es vivir puede ser relevante para definir a quiénes se dirige la consideración moral, además de ser importante para asignar valor inherente a seres estimados como vivientes.

Esto abre la vía para aceptar responsabilidad y acciones prudenciales en el encuentro con organismos complejos distintos a los animales no humanos, ya que las dinámicas vitales y sensaciones de cada organismo representan capacidades de desarrollo inherentes y también basadas en interacciones y dependencias. Estas capacidades ameritan ser atendidas y protegidas en la medida que su sostenimiento representa la integridad de cada organismo y la de aquellos con los cuales se relaciona, hasta involucrar la estabilidad misma de un ecosistema.

El universo de la consideración moral aceptada aquí incluye minerales, suelos y formas incipientes de vida microorgánica y vegetal, ya que son necesarios para el sustento de plantas muy organizadas y de animales humanos y no humanos13. Se enfoca básicamente hacia la expresión de vida semicompleja o compleja caracterizada por el despliegue de actividades vitales. La fuerza pulsional de individuos desarrollados se manifiesta en múltiples formas de sensibilidad y/o consciencia. Aunque estas son cualidades susceptibles de consideración, cabe aceptar con Rolston que cualquier intento de justificar la ética ambiental asumiendo una concepción biocéntrica involucra al menos dos tipos de riesgo: el primero consiste en explorar terrenos desconocidos con intuiciones difíciles de fundamentar y suscitadoras de escepticismo en humanistas conservadores, reacios a los intentos teóricos de reevaluar el campo tradicional de la consideración moral; el segundo es el reto de posicionarse frente a los paradigmas de la biología o la ecología. Ello exige disposición para incluir en la reflexión moral juicios valorativos surgidos de la comprensión del trabajo de la naturaleza para sostener la vida por millones de años y conducirla hacia formas de expresión cada vez más complejas.

En las concepciones biocéntricas resulta infortunada la ausencia de articulación entre la consideración moral y las disposiciones afectivas. Si la sanción moral interna o externa respecto a la relación con los animales y las plantas depende de concebir en ellos cualidades dignas de estima, esta sanción contribuye con la expresión de emociones de indignación, ira, alegría o esperanza; y de sentimientos de benevolencia, respeto, empatía y justicia referidos a su situación. Los intentos por justificar consideración moral hacia organismos no humanos y, por su mediación, a comunidades bióticas, se han centrado en defender la relevancia de cualidades dignas de estima, dejando en un lugar olvidado la función de emociones ético-ecológicas para configurar el universo de la consideración.

En adelante se sostendrá cómo los biocéntrismos de Goodpaster, Taylor y Rolston14 pueden dialogar con la ética de la Tierra propuesta por Leopold, involucrando el papel de sentimientos morales y disposiciones afectivas en el encuentro con la naturaleza y su articulación con el cultivo de virtudes ecológicas del carácter. Algo diferente se dirá sobre la ética ecosistémica de Callicott, ya que si bien se interesa en los sentimientos morales, con su pretensión holista desvirtúa en cierto modo el legado de Leopold. Uno de los retos epistémicos frente a este último escenario, consiste en cuestionar si la apreciación de un valor intrínseco en especies animales y ecosistemas representa un paso realmente indispensable para manifestarles consideración moral.

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