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Capítulo tres.Nuestra cultura nos condiciona

Es un gran error derivado de nuestra cultura pensar que todos somos iguales. La Ilustración, en el siglo XVIII, contribuyó al desarrollo en la sociedad de las ideas y los principios más avanzados que se habían dado nunca. La igualdad de derechos, independientemente de la nacionalidad, la raza o la religión, proviene de la Ilustración. El respeto a otras culturas, los derechos humanos…, todo eso se lo debemos a la Ilustración. Sin embargo, existe un efecto perverso (en el sentido de no pretendido, no deseable y falso) de estas ideas, y es el de pensar que «todos somos iguales» cuando, de hecho, todos somos diferentes, aunque nos asistan los mismos derechos. Esta idea de ser todos iguales se ha colado de forma tan central en nuestro sistema de creencias que parece un despropósito, incluso una amenaza, contradecirla. ¿Cómo ha podido asentarse en forma de certeza (no cuestionada a pesar de ser falsa) en nuestra sociedad?

En el IV a. C., Aristóteles decía que la forma de ser no era innata sino que dependía de los hábitos establecidos en la infancia. Estos hábitos se consolidaban por repetición y la educación tenía la función de instaurarlos con disciplina.11 Las ideas de los filósofos griegos han influido mucho en nuestra cultura y han sentado las bases sobre las que luego se han construido las ideas actuales acerca de la naturaleza humana. Tres de estas ideas evolucionadas desde la Grecia clásica son: La tabla rasa, El buen salvaje y El fantasma en la máquina.

Las tres son ideas centrales de nuestra cultura que han influido notablemente en la filosofía actual sobre la posibilidad del cambio personal.

 La tabla rasa promulga que, al nacer, nuestras mentes son como un papel en blanco que puede ser «escrito» con la educación. De aquí derivan todos los esfuerzos de los sistemas de educación por ofrecer «programas de escritura» que se consideran buenos para conseguir que los niños crezcan adecuadamente y toda la presión que existe en la actualidad sobre los padres en cuanto a estimular a sus hijos y lo que deben hacer en cada momento por ellos.

 El buen salvaje indica que todos nacemos siendo buenos y es la sociedad la que nos empuja y enseña a ser malvados. Lo habréis visto en multitud de películas en las que el abogado defensor culpa a la desgraciada infancia del acusado de los actos que este se ha visto «obligado» a realizar. Forma parte de nuestra cultura el atribuir comportamientos no deseados a un ambiente familiar empobrecido o maltratador.

 El fantasma en la máquina es la solución a lo incomprensible; identifica la mente con el alma y le atribuye unas características que no son controlables ni apenas cognoscibles.

Las tres ideas son falsas pues niegan la naturaleza humana, pero aún así impregnan nuestra manera de vivir12.

Avancemos un poco más. En sus orígenes, dos de las corrientes psicológicas más fuertes y contrapuestas, el conductismo y el psicoanálisis, proponían postulados como los siguientes:

El conductismo

«Dadme una docena de niños sanos, bien formados y un mundo especificado donde criarlos, y garantizo que tomaré a cualquiera de ellos al azar y lo educaré para que llegue a ser cualquier tipo de especialista que yo decida: médico, abogado, artista, comerciante y sí, incluso pordiosero y ladrón, cualesquiera que sean sus dotes, inclinaciones, tendencias, habilidades, vocaciones y la raza de sus antepasados».

Watson, padre del conductismo, 1930


Y esos niños, ¿qué querían ser? La sociedad puede querer que todos nos ubiquemos en la media de la curva normal, que nos eduquen para ser médicos, abogados o artistas, y puede tener poder para hacerlo, pero eso no tiene en cuenta la felicidad de cada uno.

Sería mucho más enriquecedor ser coherentes con nuestra personalidad.

Que nos digan, «puedes ser lo que te propongas», solo en cierto modo puede ser real. Será así siempre que «proponer» sea igual a «querer ser», y esto a su vez sea igual a «me hará feliz».

El psicoanálisis

Para Freud, padre del psicoanálisis, todo trastorno en la vida adulta tenía su origen en algún conflicto no resuelto en la infancia13.

El abuso sexual en la infancia es uno de los crímenes más execrables (es la máxima expresión de prepotencia y abuso de poder) que existen. Cuando en una conferencia o en un curso preguntamos: «¿Qué porcentaje de personas creéis que verán afectada su felicidad en la vida adulta por haber sufrido abuso sexual en la infancia?», la respuesta abrumadoramente mayoritaria es del 100%. Esta respuesta refleja hasta qué punto está imbuida en nuestro cerebro la idea de que el ambiente es importante, que un suceso traumático en la infancia condiciona nuestra posibilidad de tener una vida adulta feliz en todos sus ámbitos (en este caso especialmente de pareja y sexual).

Lo cierto es que los efectos a largo plazo de haber sufrido un abuso sexual cuando eran niños afectan al 30% de las víctimas14. Hemos conocido personas que han sufrido abusos sexuales en la infancia y son plenamente felices (más de las que hemos conocido que no lo son por esa causa). ¿De qué depende entonces el impacto de ese acontecimiento en nuestra felicidad? Nuestra hipótesis es que seguramente depende de la personalidad. Hay personalidades que pueden superarlo más fácilmente que otras. La mayoría de los seres humanos tienen recursos personales para superar esa situación; otros necesitarán ayuda profesional y otros, desgraciadamente, no lo superarán nunca.

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Siendo Watson y Freud grandes impulsores de la psicología, hoy día estas corrientes han evolucionado y son muy escasos los que siguen al pie de la letra los postulados de sus fundadores. En cualquier caso, lo que nos interesa aquí es la influencia que han tenido en nuestra forma de pensar. Sigue presente en nuestra cultura la idea de que, si aplicamos los sistemas de castigo y refuerzo adecuados, conseguiremos lo que deseamos de un niño (con el consiguiente sentimiento de culpa de los padres si no lo consiguen), y que los traumas en la niñez condicionan nuestra forma de ser (aquí los padres tampoco se libran; son los culpables de haber provocado los traumas).

La tradición judeocristina también es poderosa en este sentido (casi cualquier religión lo es, interpretada como un cuerpo de creencias que establece un sistema moral). Habría que estudiar la concepción de la naturaleza humana de cada religión, pero ese análisis no es objeto de este libro. La idea que nos interesa aquí es que de, una forma más o menos explícita, la moral cristiana en la que hemos sido educados, seamos creyentes o no, dice que nacemos «malos» y debemos intentar cambiar para ser «buenos». Cualquier cristiano actual (y actualizado) discrepará de esta afirmación tan simplista pero no podemos sustraernos a la influencia histórica que este tipo de moral ha tenido durante siglos en nuestra sociedad con la cual la Iglesia ha intentado someter a las personas utilizando las nociones de pecado, cielo e infierno. Estos conceptos han evolucionado en la Iglesia moderna, pero lo cierto es que todavía forman parte de nuestra cultura. «Dios te puede cambiar» es una afirmación habitual en entornos religiosos. Lo que no entendemos es qué habría que cambiar, o de dónde sale esa idea. Al final genera la sensación de que uno «no está bien» o «no es válido».15

De forma inconsciente vivimos estas creencias sin darnos mucha cuenta de las consecuencias que tienen. Forman parte desde siempre de nuestra manera de mirar al ser humano. Hace siglos que están aquí y conviven con nosotros. En el entorno más cercano, la mayoría de las respuestas a la pregunta «¿por qué somos como somos?» hacen referencia a nuestros padres, amigos, familia, entorno escolar,… en definitiva, al pasado y al ambiente, un pasado poblado de personas y experiencias a las que podemos culpar de nuestros defectos y frustraciones o también a las que agradecer nuestras capacidades, éxitos y logros.

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