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Nuevas visiones de la muerte

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La vida en la muerte

«Nadie ha vuelto de la muerte para contar cómo es», estamos acostumbrados a oír o a decir.

Si bien a esta reflexión no le falta razón a priori, no deja de ser también el reflejo de una cultura que considera la muerte como un tema tabú, alimentado por el misterio, el morbo o el miedo.

De este modo nos enfrentamos a curiosas paradojas: esta cultura, típicamente occidental, empuja al ser humano a fingir que olvida su propia muerte, a vivir como si fuera inmortal y le impone un ansia de consumo enorme y preocupaciones económicas para días futuros inciertos.

De vez en cuando se embellece la muerte. Así lo hacía una publicidad aberrante en la que Jean-Marie Proslier, en el papel de simpático abuelo vestido de punta en blanco, aconsejaba preparar las exequias uno mismo para evitar muchos problemas[15]. El resultado es un extraño problema social: por una parte, la muerte es un tema tabú y por otra se comercializa.

Inmersos en un espíritu como este de confusión e ignorancia, por no decir de embrutecimiento, cómo podríamos abordar las grandes tradiciones de la muerte como el Bardo Thödol o «Libro tibetano de los muertos» y el Libro de la salida hacia la luz (texto tradicional del Antiguo Egipto), por no citar más que dos fuentes.

A partir de textos de este tipo algunos autores, como Georges Barbarin, han intentado con mayor o menor fortuna vulgarizar la vida tras la muerte. Esta vulgarización (occidental, tengo que añadir) se presenta de la siguiente manera: a semejanza de los nacimientos naturales, normales o difíciles, todas las muertes no son iguales. Aunque el fallecimiento supone un cambio de estado, no implica, por el contrario, ninguna modificación del alma impregnada de individualidad. Lo que somos, lo que hemos vivido nos acompaña al más allá.

Un espíritu bajo, sectario y materialista no puede comprender este nuevo estado post mortem y así se mantendrá obstinadamente anclado a lo que conoce en el mundo material y sufrirá por su incomprensión. Privado de la carne, se comportará a pesar de todo como si perteneciera todavía al mundo de los vivos y no cambiará hasta que comience a errar, situación que le permitirá finalmente admitir en qué se ha convertido en realidad.

Errar es una situación extratemporal, puede significar algunas horas o siglos en nuestro contexto tridimensional, pero no tiene ningún valor de espacio-tiempo para el alma errante. Este continuo errar conlleva un matiz de sufrimiento salvador. Al llegar al final de su aflicción, el alma (o lo que entendemos por ella) se separa por completo de la materia, lo que se acompaña de una aceptación y de las ayudas que la presencia de seres queridos aportan.

Para un ser que se hubiera preparado (por la iniciación o la espiritualidad) al paso de la vida a la muerte, esta última resultaría más fácil. En ocasiones algunas personas tienen la suerte de deslizarse en la muerte mientras duermen. Se podría decir que se duermen vivas y se despiertan muertas.

Aunque no tenga la fortuna de poder participar en este deslizamiento, su preparación, sin embargo, le ayudará a evitar el vagabundeo.

En todos los casos, en cuanto el alma se da cuenta de su nuevo estado, se convierte en juez perfecto e imparcial de sus acciones anteriores. De ahí la famosa cita bíblica: «Seréis juzgados como hayáis juzgado al prójimo».

Dicho de otro modo, se puede afirmar que el alma se juzga a sí misma según sus propios criterios anteriores de severidad o compasión.

Un individuo cuya existencia sea dolorosa o difícil está sufriendo, por lo tanto, su propio juicio que, recordémoslo, no es un castigo sino una salvación.

La persona desea comprender por qué sufre, por qué debe experimentar tantas injusticias y aquí es cuando surge el interés por recordar sus vidas anteriores.

Lo que acabamos de leer puede parecer cómico, pero no olvidemos nuestra propia comicidad si tenemos en cuenta la imagen de Dios que hemos desfigurado.

Además, por otra parte, todo lo cómico se inspira a la fuerza en una forma inicial.

El origen de la revelación es común, único y esencial; lo único que cambia es la manera de expresarlo.

La doctrina secreta de la muerte existe desde la noche de los tiempos, se esconde bajo la máscara de un sincretismo en el que intervienen historias intercambiables pero que proceden todas de la realidad post mortem.

Si en todas las religiones la muerte se asocia siempre a la resurrección o la reencarnación es porque la muerte contiene la vida al igual que la vida contiene la muerte.

El estado intermedio

El estado intermedio post mortem se describió en la antigüedad egipcia, en la grecorromana y en la teosofía y también lo encontramos descrito en nuestros días en las tradiciones religiosas de India, Tíbet, etc.

Todas estas tradiciones presentan el estado intermedio como una condición difícil que puede traer la peor de las cegueras, según los casos. De hecho, todas ellas coinciden al afirmar que el iniciado no estará protegido de esta ceguera a menos que disponga de un serio entrenamiento para la muerte. Necesitará pensar todos los días de su vida en la muerte, pero no de una forma morbosa sino todo lo contrario, con un espíritu de liberación. Sólo entonces se revelará una luz fundamental que envuelve al alma y que hace que se convierta a su vez en esa luz y se funda con ella.

El acompañamiento del moribundo y después del alma se practicaba en Egipto y se practica todavía en nuestros días, sobre todo en Tíbet. Este acompañamiento tiene como fin guiar al alma que, desde su última reencarnación, ha trabajado para su realización espiritual. Se la dirige hacia la visión penetrante del más allá cubierto de proyecciones ilusorias que no son sino los residuos de un alma de la que no se ha desembarazado el difunto.

En este extracto del Bardo Thödol se describe este estado intermedio con la siguiente oración para el difunto:


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15

Después de ver el personaje, al que no le falta humor ni talento, me pregunté si Jean-Marie Proslier no tendría serios problemas económicos para haber aceptado participar en esa publicidad.

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