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PRÓLOGO

Soy misógino. Soy marica. Soy yonqui. Y estoy muerto. ¿Qué más se puede pedir?

Yo solo quiero un buen desayuno y una noche plácida, repleta de sueños indescifrables. El editor de este libro es un viejo amigo, y me ha pedido que redacte estas líneas. Como hemos compartido cama y vistas en el hotel Al-Muniria de Tánger, aunque con medio siglo de diferencia, he accedido a redactarlas.

Roger Wolfe es colérico y explosivo, educado y sagaz, brillante y rebelde... Como lo fui yo. Aunque él no tuvo mi suerte, cuando mi padre arregló los papeles para poder huir de aquella prisión mexicana, tras volar los sesos a mi mujer jugando a ser Guillermo Tell.

Los versos del señor Wolfe equivalen a una prosa exquisita, y su prosa exquisita suena a verso destilado. Viaja de un formato al siguiente con la ligereza que yo tenía en Tánger para encontrar muchachos de madrugada, por unos pocos billetes. Llevo muerto más de veinte años, así que nada me importa ya. Los beatniks hemos fallecido todos, pero Roger se fija en mi querido (en todos los aspectos, también físicos) Allen Ginsberg. Y en su aullido. HOWL!!!! Pobre Allen, murió solo unos meses antes que yo, él se fue en abril y yo en agosto, allá por 1997. Reconozco que su pérdida aceleró mi adiós. Ferlinghetti se acaba de marchar, así que ya no queda nadie capaz de dar fe de todo aquello.

El árbol del Inglés es uno de los libros más compactos de Roger. Es un reflejo de un estado de ánimo que puede reverberar en quien lea cada palabra, que es como una fila de hormigas ante los ojos, parafraseando el poema que abre este volumen.

Sé de lo que hablo, y hoy no me he inyectado nada. Si sobreviví al SIDA fue por la generosidad de mis camellos, siempre me dejaban pincharme a mí primero, por eso nunca me contagié, y fallecí a la provecta edad de 83 años. Cuántos habrían querido, en aquella Nueva York que destilaba heroína y creatividad a partes iguales.

Sexo, soledad, paradojas, una cierta autocompasión, confesiones de poeta y belleza literaria, que no vital. Son cosas distintas, pero todas conviven en estas páginas de Wolfe, el árbol de un inglés más enamorado del cocido madrileño que del fish & chips.

Además de Ginsberg, Kafka es otro objetivo de nuestro rebelde poeta británico españolizado en el mejor de los sentidos. Un ser bilingüe y bicultural solo puede dar a luz libros como el que nos ocupa.

Su mente está siempre preñada de cuchillos, y por eso se ha de tener cuidado al leer sus versos, porque cortan como navajas de afeitar. Lenguaraz, irreverente, espigado, con sombrero y alto como yo... nos unen tantas cosas que no podía negarme a firmar este prólogo, y lo hago desde Tánger. Desde Interzona, para ser exactos. Era otro tiempo y era otro lugar.

Roger Wolfe es un poeta que vino del espacio, como un virus. Él no lo sabe, pero sus versos lo delatan.

Disfrute usted de este libro, y después quémelo. Es contagioso.

William S. Burroughs

El árbol del inglés

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