Читать книгу Volarás a través del corazón - Rosa Castilla Díaz-Maroto - Страница 6
CAPÍTULO 1
ОглавлениеOlvidamos por completo donde nos encontramos mientras disfrutamos de nuestro primer beso después de nuestra “no despedida”. Parece no haber pasado el tiempo. Me encuentro sumergida en la más deliciosa situación en la que una mujer enamorada se puede encontrar. Sus expertas y controladas caricias me recuerdan todo lo que me he perdido durante estos casi dos meses. Son caricias inocentes, pero en las que plasma toda su intención y acuciante necesidad de algo más.
Me mantiene cautiva entre besos y abrazos. No quiero poner punto final a este momento, pero vamos a acabar por montar el numerito como no paremos…
Finalmente, tras recibir varios besos cortos y suaves en mis labios, es él el que decide calmar sus encendidos ánimos.
—Es mejor que no sigamos, Volvoreta —dice con su arrolladora sonrisa.
—Estoy de acuerdo. No es ni el lugar ni el momento. Además, imagino que estaréis cansados.
—No creas —dice poniendo una maliciosa mirada—. Hay cosas para las que nunca se está lo suficientemente cansado —dice haciéndome un guiño.
“¡Ya!, no está dispuesto a dejar para mañana lo que pueda hacer hoy”, pienso.
Miro el reloj de mi muñeca, aquel que Andrea me regaló por mi cumpleaños. Son las once y cinco. En ese momento, ella aprovecha para acercarse a nosotros con las maletas. Con tanto arrumaco la teníamos abandonada. Al llegar nos abraza.
—Me alegra ver que todo está bien, chicos.
—Todavía tenemos que hablar largo y tendido —digo alzando la mirada hacia Carlos mientras él asiente con un leve movimiento de cabeza.
Después de unos cuantos besos, abrazos y muestras de cariño emprendemos camino hacia la salida. Carlos no me suelta ni un segundo. Su brazo derecho rodea mi cintura sujetándome bien por si a última hora decido escaparme, mientras que con su otra mano sujeta la maleta. Andrea está feliz. No deja de hablar y de contarme cosas que le han pasado desde mi marcha. Está deseosa de conocer Washington, “una ciudad fascinante”, según ella. Le molesta haberse perdido la fiesta del Día de la Independencia. Aprovecho para preguntarles por mi madre y por mi abuela. Mi amiga me confirma que están bien, pero que me echan de menos y me cuenta que mi madre le pidió que fuera a verla para que me trajera algunos regalitos de esos que tanto me gustan: jamón Ibérico, lomo, chorizo… Por suerte, no les han hecho abrir las maletas al llegar aquí.
Antes de llegar a la salida, les comento que un chófer de la empresa nos está esperando.
—¡Qué nivel! —dice Andrea.
—Es Bryan, un buen hombre. Mi jefe, el señor Carson…
—Especifica —me interrumpe mi amiga—, ¿padre o hijo?
—Padre —puntualizo—. No quería que viniera sola y me propuso que Bryan me acompañase. Es fantástico porque así podremos charlar tranquilamente mientras nos lleva a casa.
—Buena idea —afirma Carlos.
—Sí —sentencia mi amiga.
Al traspasar las puertas y salir a la calle, miro a un lado y a otro de la acera donde taxistas y pasajeros se ponen de acuerdo para ser transportados. Al final de la larga fila de taxis veo el todoterreno negro y a Bryan de pie junto al vehículo.
—Vamos por la derecha. Bryan nos espera.
Caminamos por la acera hasta llegar a su lado. Él nos saluda con un leve movimiento de cabeza.
—Bien, chicos. Él es Bryan. Además de chófer, es un buen amigo al que le tengo que agradecer que esté hoy conmigo y que me haya cuidado después de sufrir un leve desmayo en la terminal.
—¡¿Cómo?! —pregunta Carlos consternado.
Andrea me mira boquiabierta.
—¿Estás bien? —me preguntan los dos a la vez preocupados.
—Sí, tranquilos. Ya me veis. Los nervios me han jugado una mala pasada mientras os esperaba y Bryan evitó que cayera al suelo.
—¡Vaya! Gracias por cuidar de ella, Bryan. Permítame que me presente. Soy Carlos.
El chófer le tiende su mano inmediatamente y Carlos se la estrecha con mucho gusto.
—Bienvenidos. Espero que la estancia en el país sea de su agrado.
—Estoy seguro de que así será —dice totalmente convencido Carlos.
—Y esta pelirroja es mi amiga Andrea.
—Encantado de conocerla, señorita —le dice mientras le ofrece la mano para estrechársela.
Pero mi querida amiga pasa de tantas formalidades y le da dos besos marcándole cada mejilla con carmín rojo. Yo me apresuro a sacar un clínex de mi pequeño bolso y se lo ofrezco a Bryan.
—No sé si tendrás pareja o no, Bryan. Pero… Andrea te ha dejado buena huella en las mejillas —le digo mientras sonrío.
Bryan acepta el pañuelo que le ofrezco a la vez que esboza una ligera sonrisa. No suelta prenda así que… me quedaré con la duda de si tiene pareja o no. Lo cierto es que nunca me he atrevido a preguntárselo. Pienso que no procede por mucho que yo pretenda tener una cierta amistad con él.
Tras limpiarse ambas marcas de carmín, Bryan abre el maletero y coloca el equipaje en el fondo mientras nosotros accedemos al interior del coche. Andrea se sienta junto a la ventanilla derecha, Carlos junto a la izquierda y yo en el centro para poder conversar con los dos. El cristal que nos separa de la parte delantera del vehículo está subido y nos da cierta privacidad para hablar de nuestras cosas.
—Este hombre es un bombonazo. Es atractivo, alto, fuerte… Vamos, como a mí me gustan —confirma mi amiga—. ¿Cuántos años tiene?
No puedo evitar reír.
—No lo sé, Andrea, nunca se lo he preguntado. Tendrá unos cuarenta…
—Un hombre experimentado como él puede hacer maravillas con una mujer como yo.
—¡Andrea, por Dios! ¡Te puede oír!
—¿Y qué? —dice sin ningún reparo mientras mira por la ventanilla—. Habla un español perfecto.
—¡Madre mía…, la que me espera contigo! Bryan es de Panamá —le confirmo a mi querida e indiscreta amiga.
Carlos ríe a sus anchas mientras yo me ruborizo ante la posibilidad de que Bryan pueda escuchar nuestra conversación.
—Te lo pido por favor, contrólate, ¿vale?
—Haré lo que pueda —dice con total indiferencia.
Miro a Carlos que no deja de reír.
—Pero ¿la estás escuchando? Tú ríe…
—¿Qué quieres que haga? Ya sabes cómo es. Si supieras las cosas que decía que iba a hacer en cuanto pisara tierra americana… — me dice mientras los dos se parten de risa.
—Tú, como siempre, riéndole las gracias.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Es mayorcita para saber lo que puede o no puede hacer. ¿Quién soy yo para obligarle a nada?
—Tienes razón. Esta loquilla no tiene arreglo.
—¡Claro que no! Anda, ven aquí.
Carlos pasa su brazo por detrás de mi cintura para atraerme hacia él y darme un beso en los labios.
—¿Están todos acomodados? —pregunta Bryan a través de los altavoces del coche.
Una luz parpadeante aparece en las pantallas que están en los respaldos de los asientos delanteros. Nunca las había utilizado, así que deduzco que si pulso el botón táctil podré responder. Compruebo que los tres tengamos puestos los cinturones de seguridad y contesto:
—Sí, Bryan. Ya estamos preparados.
Un par de segundos después, el todoterreno emprende camino a casa.
Andrea comienza de nuevo a contar que si Carlos lo ha pasado fatal en mi ausencia, que menudo viaje le ha dado, que si ha tenido que aguantar sus lamentos, etc.
¡Pobre Carlos! Él calladito, sin pronunciarse y sin defenderse. Cada vez que le observo me ofrece una mirada diferente, a cuál más conmovedora, mientras escuchamos a la papagayo de Andrea que está de los más nerviosa y no puede parar de hablar. Me quiere contar en un momento todo lo que ha pasado en estos dos meses. ¡Qué loquilla! No dejo de reír con ella. Está emocionada. Es un encanto, pero me estoy cansando un poco de escucharla.
—Por favor, Andrea. Cuéntame algo más sobre mi madre y sobre mi abuela —le digo para ver si cambiamos un poco de tema.
—Están genial. Ya sabes que tu abuela tiene una salud de hierro y tu madre sigue tan activa como siempre, pese a que tiene muy presente tu ausencia… Ella me ha pedido que te diga que no te preocupes, que están bien. Que sigas con tu sueño, que no te rindas y que vivas la experiencia. No quiere que renuncies a nada como hizo ella.
—Ya, cierto… —digo con tristeza—. Hablo con ellas todos los días un par de veces… La diferencia horaria es una locura. Nos dejamos mensajes y los leemos cuando podemos…, igual que hago con vosotros.
—Y también me ha dicho que te diga que comas bien… —dice apartando mi pelo de la cara para darme un beso en la mejilla.
Me doy cuenta de que Carlos reclama un poco de atención. Su mano ha descendido hacia mi cadera y tira de mí hacia él. Andrea sigue y sigue hablando sin darme tregua. Carlos enfatiza su llamada con la incursión de su otra mano en mi escote hasta llegar a coger entre sus dedos mi medio mundo. En ese momento, desvío mi atención a su sinuosa mano. La apoya en mi pecho mientras juguetea con el colgante. Le miro de reojo. El escote de mi vestido no es generoso, al contrario del que lleva puesto mi amiga, pero a Carlos sé que le llama mucho más la atención lo que no se ve que lo que es evidente. Giro la cabeza para mirarle de nuevo y veo claramente en su rostro que quiere que esté por él. Me quedo literalmente con la boca abierta cuando veo su expresión. Demanda complicidad. Abandona mi medio mundo para pasar rozando mi pecho con la yema de los dedos y seguir descendiendo por mi cintura hasta llegar a mi muslo y acabar acariciándolo por encima del vestido. En ese instante, me doy cuenta de que el vestido se me ha subido más de la cuenta al sentarme y de que mis piernas están expuestas, cosa a la que no daría importancia si no es por lo que veo en su cara. Me inquieta pensar que cuando lleguemos a casa… Me doy cuenta de lo que quiere, pero mi timidez me hace pasar un mal trago. Andrea sigue hablando sin parar. No se da cuenta de que ya casi no presto atención a sus palabras. Todo mi interés se ha centrado en el hombre que me tiene cautivada. Sus dedos respetan a duras penas el borde de mi vestido, aunque sus ojos negros me lo dicen todo. Trato de no acelerarme, de mantener tranquila mi respiración, pero estoy… nerviosa.
Es una pena que ya sea de noche y que Andrea no se entretenga un rato mirando el paisaje.
—¡Ey! ¡Vosotros dos! ¿Me estáis escuchando?
Al ver que no contestamos…
—¿Queréis dejar de miraros de esa forma y prestarme un momento de atención? ¡¡Joder!! —levanta la voz.
Los dos la miramos al escuchar que eleva el tono.
—Vamos a ver, Carlos. ¡¿Puedes esperar un poco más y cuando estéis a solas os contáis con todo lujo de detalle lo mucho que os echáis de menos…?! ¿Y tú, Marian? —dice enfadada.
—Es que no paras de hablar, Andrea —le digo.
—No… si encima me voy a tener que callar. Me he tirado ocho horas hablando… Bueno, mejor dicho —dice arrugando la nariz y poniendo cara de fastidio—, escuchando a Carlos como se lamentaba y ahora no puedo hablar contigo. Es lo que estaba deseando hacer desde que he pisado tierra firme… ¡Un poquito de “por favor”, ¿no?!
—No me lamentaba, Andrea —puntualiza Carlos.
—Vale, de acuerdo. Estabas preocupado por la reacción de Marian, pero ya la ves. Es toda tuya como ya te he dicho en tantas y tantas ocasiones.
Le miro un instante de reojo para confirmar con la expresión de su cara lo que está apuntando mi amiga y, a continuación, miro de nuevo a Andrea con una escueta sonrisa en los labios.
—No quiero que discutáis, chicos —digo tratando de mediar entre los dos–. Estamos todos cansados. Hoy está siendo un día muy largo. Tenemos muchas cosas que contarnos y habrá tiempo de sobra para hacerlo.
—Tienes razón, Marian —confirma Andrea—. Estoy excitada y emocionada por estar aquí y… me estoy excediendo. Hablo sin ton ni son.
—Ya era hora de que te dieras cuenta, amiga. Yo no quería decírtelo, pero… sí, hablas hasta por los codos.
Los tres reímos al unísono. Parece que mi amiga entiende por fin que necesitamos que nos dé un respiro.
—Bueno, me voy a poner un poco de música y os dejo que habléis de vuestras cosas. Cuidadito con lo que hacéis o con lo que habláis… que estoy aquí, ¿ok? Y esto va por mi amigo Carlos: ¡las manos quietas! —le advierte con un movimiento de dedo.
Volvemos a reír de nuevo.
Oímos un leve sonido en el silencio del habitáculo cuando Andrea se coloca los auriculares de su iPhone y cierra los ojos. En ese momento, dirijo toda mi atención hacia Carlos.
En la intimidad de la noche y con la poca luz que tenemos, el brillo de nuestras miradas nos delata. Se me detiene el corazón al sentir sus oscuros ojos que me atrapan en un instante. Estoy a su merced. Ya tenemos ese momento de intimidad que Carlos reclamaba, pero, no contento con tenerme pegadita a él, consigue aflojar la presión del cinturón de seguridad que me sujeta y logra con destreza subir mis piernas y apoyarlas sobre su muslo derecho. Todo mi cuerpo se gira hacia él y buena parte de mi fisonomía atenta contra su pobre voluntad.
No puedo evitar desear sentir el calor de su mano sobre mi piel. Sé que es ineludible que ansíe ese contacto al tenerme solo para él. El fuego que desprenden sus dedos me calienta y alienta a su vez mi lujuria. Su mano se mantiene quieta por encima de mi rodilla mientras su brazo derecho sigue rodeando mi cintura, pero en pocos segundos la fuerza de su mirada hace que me retraiga y que mi corazón y mi respiración se aceleren… Aparto mis ojos de los suyos tratando de recomponerme. Sé que le encanta verme así: inquieta, sofocada…, sedienta por un beso suyo.
—Aún no puedo creer que te esté viendo aquí y no a través de la pantalla del ordenador. Una imagen animada da muy poco juego comparado con tenerte en carne y hueso. Tocarte es una locura, Volvoreta.
Mi mirada cambia de objetivo al escuchar su argumento. Los anhelantes ojos de Carlos son de nuevo el centro de mi atención.
—Sí, es muy diferente la perspectiva.
¡Dios mío, la boca se me seca al mirarle! Lo auténtico, lo real, supera cualquier emoción que se pueda expresar a través de una pantalla.
—He llegado a pensar que eras un sueño, una ilusión…, que ya no eras real.
La humedad y el brillo de sus ojos delata la tristeza que le envuelve.
—Como ves…, soy real, existo y me puedes sentir —le contesto mientras se quiebra mi voz al pronunciar la última palabra.
Carlos me mira inquieto lentamente de arriba abajo a la vez que con sus dedos trata de estirar las pocas arrugas de mi vestido. Se palpa la tensión sexual que los dos callamos. No es lugar ni momento para…, pero parece ser que Carlos no está dispuesto a no probar un pedacito de su realidad. Sus ojos siguen el lento movimiento de su mano, de ese descenso pausado e intranquilo hacia el borde de mi vestido. No se atreve a rebasar la línea que delimita y que le da de nuevo acceso a mi piel. Ver como se retiene ante la posibilidad de intimar con mi cuerpo, con mi deseo, me está volviendo loca. Los dos podemos escuchar perfectamente nuestras respiraciones en el censurado silencio que compartimos con Andrea. Ansío encontrarme de nuevo con su mirada, sí, esos ojos negros que tanto avivan mi pasión y que me confunden con facilidad, esa mirada que pide y que es paciente ante la respuesta que espera.
Decididamente, Carlos no está dispuesto a perdonar.
Se pega aún más a mí, haciendo que mis piernas se doblen un poco más y nuestros cuerpos tengan un mayor contacto. Sí, sí, sí… Nos devoramos literalmente con la mirada. Decidimos…, mejor dicho, decide traspasar la frontera y tocar y deleitarse con mi piel.
Resuelto. Conduce su instinto y su ambición a través de sus manos a la vez que en su boca se hace latente el deseo de rozar mis labios. Ni en un millón de años alejada de él se me olvidaría jugar a su juego, ese que me muero por jugar.
El silencio alberga todo tipo de emociones, sentimientos y anhelos por conjugar. Sus manos deciden comenzar a intercambiar deseo por sensaciones, un juego ardiente que provoca que me estremezca entre sus manos, sí. Comienzan esas caricias esperadas y anheladas por los dos. Mis piernas son el refugio de su deseo, confidentes de sus pretensiones al deslizarse con suma ternura por ellas, despertando uno a uno todos mis instintos. Sabe que hay algo más bajo ese tejido rosa que cubre la mitad de mis muslos, sabe que encontrará esa parte sensible y delicada que abre paso al “infinito”. Decidido, lo llamaré así porque ahí, en ese lugar, confluyen una infinidad de sensaciones difíciles de controlar y que deseo disfrutar con intensidad.
No, Carlos no pierde el tiempo.
Sabe que pronto llegaremos a casa y está dispuesto a desafiar al tiempo y robarle lo que haga falta para sentir algo más de mí. Pero el tiempo no se puede robar, no se puede parar y él tampoco puede echar freno a sus pretensiones. Ya está decidido.
Pese a que los dos somos conscientes de que no estamos solos y de que yo me muero de vergüenza si Andrea se da cuenta de que las caricias de Carlos son, como poco, carnales, él no se detiene y me envuelve en su magia, esa magia poco inocente y persuasiva que me arrastra a “pecar”. Esa mano que antes era capaz de respetar la línea fronteriza entre lo inocente y lo libidinoso ahora ya no atiende a razones. Lentamente, desaparece bajo la falda de mi vestido conquistando cada sensación y cada deseo encendido que mi cuerpo le va descubriendo a su paso. Roza con la punta de sus dedos la parte baja de mis glúteos activando nuevas sensaciones. Me ofrece su boca, esa boca jugosa que todavía no ha entrado en juego. Dirijo un instante la mirada a la traviesa mano y de ahí, de nuevo a sus ardientes ojos. Es una locura seguirle el juego, pero… me muero por seguir jugando. Me muerdo los labios, deseosa de probar uno de sus morbosos y carnosos besos. Tensión, mucha tensión sexual se respira en el ambiente y más cuando él no aguanta más y me aborda con su melosa y provocativa boca, esa boca que hace mil maravillas con mi voluntad y me aísla de la realidad. Pero esa mano decide descender de nuevo hacia mis rodillas mientras seguimos entregándonos a ese beso. Trata de separar mis piernas. Me temo que no podré soportar más asedio, así que aprieto todo lo que puedo la una contra la otra para no dejar ni una fisura por la que pueda avanzar. Mi mano atrapa su muñeca intentando detenerle.
—Por favor —susurra en mi boca cuando comprueba que me niego a ceder.
Casi me derrito al escuchar su ruego. Abro lentamente mis ojos para ver los suyos sin abandonar su boca. Todavía los tiene cerrados e insiste con sus caricias. Quiere debilitarme.
—Solo un poco —vuelve a susurrar.
Intento separarme lentamente de su boca, pero esta tampoco me permite abandonar. Si no cedo, él se las apaña para no dejarme ir. Al final, sucumbe ante la imposibilidad de no poder seguir besándome por culpa del cinturón. Apoyo la cabeza contra el respaldo mientras le miro y recobro a su vez el aliento.
—No estamos solos —murmuro sin soltar su muñeca.
Carlos parpadea varias veces antes de hablar.
—Estás preciosa bajo esta luz, Volvoreta —dice mientras me acaricia de arriba abajo con la mirada—. Solo quiero tocar tu piel, sentir su suavidad… —Cierra por un momento los ojos—. Déjame sentir, Volvoreta.
¡Madre mía! No sé si tengo ante mí a un ángel o a un demonio, pero me encanta en sus dos versiones. Abre los ojos por fin y volvemos a encontrarnos en la oscuridad.
—Por el brillo de tus ojos, me atrevería a decir que deseas tanto como yo que te acaricie.
Su mano, en dos intentos, abandona mis rodillas para acariciar con la yema de sus dedos mis labios y a continuación rozar mi óvalo facial. Decido seguirle y le acaricio también mientras leo en sus ojos su súplica.
—¿No dices nada, Volvoreta?
No contesto.
Mis piernas hablan por sí solas al separarse ligeramente, dando respuesta a su pregunta. Veo asomar una seductora sonrisa en su boca al notar que ya no hay resistencia alguna por mi parte.
Observo la fascinación en sus ojos cuando retira la mano de mi mejilla y la coloca sobre mis rodillas. Sigo acariciando su mano e intentando retener, postergar… lo inevitable. Casi puedo escuchar el latido de mi corazón en el silencio que nos envuelve. Hace tanto tiempo que no he estado con él... Mi pulso se acelera y se pone a mil por hora.
Entregada sin remedio, me rindo en su boca y permito que su ambición dé paso a esas caricias que ambos esperamos gozar perdiendo así la cordura, la razón —o la sinrazón, ya no lo sé—, y esas caricias vuelven a despertar, a alimentar, el fuego que hay en mí.
Síííí… Sentir como su mano avanza lentamente entre mis muslos… me provoca. Su boca persigue y devora la mía con una pasión contenida mientras mis piernas, tímidamente, se separan un poco más anhelando y suplicando que esas caricias sean más profundas y ardientes. El calor de su mano traspasa mi piel calentando mi sangre más de lo que soy capaz de soportar. El roce de sus dedos me vuelve loca, y más cuando rozan una y otra vez mi braguita comprometiéndome con su juego, un juego peligroso al que he cedido en jugar llevada por la acuciante necesidad de sentirle. Mis caderas comienzan a participar, se mueven lentamente. La respiración de los dos se vuelve lenta y ahogada al saber que estamos haciendo algo…, todo hay que decirlo, poco apropiado en esos momentos. ¡Pero sus caricias son tan ricas…!
Los dos sentimos el temor de que Andrea se dé cuenta de lo que estamos haciendo cuando los dedos de Carlos perciben la humedad de mi braguita y yo noto que la cosa se pone complicada. Él detiene su mano sin apartarse de mi humedad. Nuestras bocas se paralizan y nuestras miradas se encuentran en la oscuridad. Definitivamente debemos parar, pero ya es tarde y Andrea se ha percatado de lo que estamos haciendo.
—¡Pero bueno! ¡¿Se puede saber que estáis haciendo?!
¡Oh, Dios mío! Me quiero morir.
Los dos abandonamos nuestra posición apremiados por mi nerviosismo al ser descubierta. Realmente, ella no ha visto nada. La mano de Carlos estaba oculta bajo la falda de mi vestido. Andrea no tiene un pelo de tonta y ya imaginaba lo que iba a suceder en cuanto ella cerrase los ojos y se pusiera a escuchar música.
—Andrea…
—No, Marian. No vayas de mosquita muerta que no me lo trago. No cuela.
Carlos ríe mientras se recuesta contra la ventanilla del coche observándonos a las dos.
—Mira, Andrea, no tengo que justificarme. Y por favor, habla más bajo que Bryan puede oírnos.
—Ya, muy bien. Y no te preocupa que yo pueda veros…
—Andrea, no ha pasado nada. ¿Qué ha pasado? —le pregunto.
Ella no deja de hacer aspavientos con las manos.
—No, si encima me vas a decir que tengo alucinaciones.
—Andrea…, sabes de sobra que no ha pasado nada de lo que te puedas estar imaginando —le digo sofocada.
—Entonces, ¿por qué estás tan colorada? Menudo sofoco tienes, guapa.
—Vale… ¡Ya está bien! —digo elevando la voz.
—Tranquila, Marian —dice Andrea riéndose—. Solo estoy bromeando. Me gusta ver cómo te alteras cuando se trata de sexo. Entiendo que los dos os dejéis llevar… —Coloca su mano sobre la mía que descansa sobre mi regazo—. Tranquila, tú no harías nada que se excediera de lo normal delante de nadie y Carlos tampoco. Es muy cuidadoso para eso.
Miro a Carlos un instante. Me fastidia que se muestre impasible ante el ataque de Andrea. Ella siempre intentando sacarme de mis casillas y él pasando del tema.
—Eres un pasota, Carlos —le recrimino.
—Vamos, Marian —dice incorporándose para abrazarme—. Ya la conoces. No va a cambiar. Le encanta picarte.
—Claro que sí, tonta —dice ella también uniéndose al abrazo—. Sabes que me gusta chincharte. Carlos porque es comedido, pero si yo fuera él…, con lo buena que estás no te dejaría ni respirar.
—¡Joder, Andrea! —dice Carlos sin poder evitar sonreír.
Los tres acabamos riéndonos. Mi querida amiga no cambia.
Las risas no dejan de sucederse durante el resto del camino. Carlos sigue igual de pasota, Andrea igual de desquiciante y yo igual de suspicaz… Los tres, sin remedio alguno, disfrutamos del cuarto de hora que nos separa aún de mi apartamento.
Por fin llegamos y Bryan entra en el garaje. En cuanto detiene el vehículo, bajamos del coche y cogemos el equipaje del maletero. Él insiste en subir las maletas y por supuesto los tres nos negamos rotundamente.
—Es muy tarde y todavía tienes que llegar a casa, Bryan. Muchas gracias por acompañarme y por traernos a casa. Descansa, que el día ha sido largo. Buenas noches.
Él acepta, nos despedimos y, como era de esperar, Andrea le vuelve a manchar las mejillas de carmín. Con un gesto le digo que se las limpie. Él sonríe mientras comprueba que mi querida amiga ha vuelto a marcarle.
Ya en el ascensor, Andrea no deja de rememorar lo guapo y atractivo que le parece el chófer y a largar lo que más le fastidia: que va a tener que pasar la noche sola mientras que yo…
¡Qué cruz de mujer! Ya no recordaba lo pesada que es cuando está falta de sexo.