Читать книгу Volarás a través del corazón - Rosa Castilla Díaz-Maroto - Страница 8
CAPÍTULO 3
ОглавлениеLa lentitud de sus movimientos hace que me inquiete aún más. Desespero por sentir una sola caricia, un roce inesperado, la humedad del deseo acariciado por sus labios.
¡Uf…! ¡Qué fuerte!
Cierro los ojos al sentir un rico escalofrío recorrer mi espalda.
—Volvoreta… —murmura junto a mi oído mientras observo puro deseo en sus ojos—. Cierra los ojos —susurra.
Hago lo que me pide sin moverme y comienzo a sentir una dulce desesperación que empieza a instalarse entre mis piernas haciendo que tiemblen por un instante. Permanezco allí, con los ojos cerrados y el cuerpo desnudo, expuesta a sus deseos y a sus esperadas caricias.
De pronto, noto como algo cubre mis ojos, un pañuelo tal vez. Hago intento de tocarlo con la mano, pero él me detiene y me obliga de nuevo a colocarla en la puerta. Lo anuda con cuidado, lentamente y decide otorgarme tiernas caricias sobre los hombros, arrastrando sus manos con suavidad por todo el contorno de mi cuerpo, despertando aún más mi piel, deseosa de sentir. Sus manos siguen el recorrido que él desea. Se detiene donde la espalda pierde su nombre para mordisquearme con lentitud. Es una delicia, un capricho inesperado que me alborota por completo, pero nada comparado a cuando decide pasar su lengua por el inicio de la unión de mis glúteos, una combinación de caricias que me ponen al borde del desenfreno. No puedo estarme quieta. Mis caderas se mueven al compás de su lengua y de los sugerentes mordisquitos que reparte estratégicamente. Me encanta tener los ojos cubiertos porque sus caricias se acentúan más volviéndose el doble de placenteras, además del morbo que supone no saber qué nuevo paso va a dar. Son alicientes un tanto crueles, pero que me ponen a mil por hora. En ese momento, sujeta mis caderas con sus manos para que no siga moviéndome. Quiere que me quede quieta. Oigo como respira. Está disfrutando con mi sufrimiento…
Esa dulce tortura se acentúa con más crueldad cuando inesperadamente separa mis nalgas para acariciar y humedecer con su lengua mi ano. La sensación es brutal. Me sorprendo gratamente y a la vez siento cierto temor. Es uno de sus deseos, uno de tantos que me susurraba más de una vez al oído antes de mi partida.
Lentos son los movimientos de su lengua sobre su deseado objetivo. Estimula con pasión esa zona erógena que tantas veces llegó a reclamarme. No puedo parar quieta ni dejar de jadear incitada, estimulada por esas inesperadas y ardientes caricias. Abandona su objetivo lentamente para dejarme con la sensación de vivir una experiencia inacabada. Rota de excitación le reclamo:
—¡No puedes hacerme esto!… —consigo decir pese a mi extenuada necesidad.
Se inclina sobre mi cuerpo agarrándome con contundencia por la cintura. El calor que desprende es devorado vorazmente por mi piel. Noto como sus labios rozan el lóbulo de mi oreja. Me sorprendo cuando, preso de la excitación, me dice:
—Me voy a resarcir de todos los deseos que he tenido que reprimir, de todo lo que no he podido sentir, de todo lo que me has privado…, Marian. Vas a pagármelo y va a ser un inmenso placer para los dos. Te voy a demostrar todo lo que te has estado perdiendo durante este tiempo.
Al terminar de hablar, se apodera de nuevo de mis glúteos con sus manos de manera contundente, para recrearse entonces con candentes caricias que con verdadera veneración reparte por esa zona antes incitada y provocada por su lengua. No pierde el tiempo. Tiene claro lo que quiere. Noto como sus dedos se clavan con dulzura en mi carne. Es una locura. Deseo tanto que me haga estremecer y me conduzca inexorablemente hacia el desenfreno más absoluto, hacia la perdición más excitante. Excitada…, tensa…, mi respiración parece ahogarse, parece detenerse impaciente por recibir esas caricias húmedas que tanto anhelo. Sus manos atrapan mi cadera tratando de inmovilizar ese ritmo estimulante que busca con desespero una caricia rica donde gozar lentamente y degustar con pasión.
—No quiero que te muevas, solo déjame hacer… No quiero alargarlo más. Lo deseas tanto como yo. Deseas con desespero que te toque ahí, donde un leve roce sería tu inmediata rendición. Quieres que acaricie tu deseo, que acaricie tu humedad… y todo aquello que me negabas hasta ahora. Sabes a lo que me refiero, ¿verdad? —dice con voz autoritaria alargando las palabras e imprimiendo a su vez un lascivo siseo tras cada una de ellas.
Sugestionada y dolorida por la necesidad de dar rienda suelta a mi cuerpo, intento moverme para buscar un nuevo contacto con su cuerpo.
—No me castigues más, Carlos. Estoy tensa y dolorida —digo intentando controlar la desesperación. No quiero que prolongues más mi agonía.
—Tranquila, todo a su debido tiempo y ahora… ¡Shhhh! No despiertes nuevas ideas en mí. No despiertes más las ganas de seguir castigándote…
Las piernas comienzan a temblarme cuando una de sus manos se desliza y penetra de nuevo en mis glúteos. La locura se desata en mí a pasos agigantados. El corazón me golpea el pecho cada vez con más fuerza, con más excitación. El suave roce de sus dedos alrededor de mi sexo me está volviendo loca. Me incita, me provoca. Busco sus caricias con exasperación. Manosea levemente mi húmeda vulva provocando que mi cuerpo se contraiga bruscamente. Ese leve roce me produce angustia por sentir otro más. No se hace esperar… Me roza una y otra vez y mi cuerpo reacciona, no deja de moverse. Él se coloca entre mis piernas, tratando de inmovilizarme y ofreciéndome excitantes caricias con su sexo. Una provocación perversa y tortuosa que hace que todo mi cuerpo tiemble de placer. Noto como nos empapamos con mis fluidos, como la lascivia comienza a ser incontrolable. No puedo aguantar mucho más en esta posición. Mi cuerpo se derrite de gozo, apenas me sostengo en pie y mis brazos casi no aguantan más esa tensión. Se separa lentamente de mí. Su sexo empapado abandona el cálido lugar que más tarde ocupará. Esta vez… ¡¡Aaahhh!! —se escapa un jadeo de mi garganta.
Enorme es la sacudida de placer que siente mi cuerpo cuando sus dedos resbalan por mi vulva hasta perderse en el interior. Mi cuerpo se estremece a la vez que el sudor nace de cada poro de mi piel, advirtiéndome del momento álgido en el que me encuentro.
Imposible no moverse, imposible callar cada suspiro de gozo que sale de mi cuerpo sin contemplaciones. El placer comienza su lento recorrido hasta estallar cuando su otra mano comienza a jugar con mis pezones. La locura se desata y el desmadre se adueña de todos mis sentidos cada vez que sus dedos se deslizan en mi interior para seguir proporcionándome excitantes réplicas de placer. Aún con los ojos vendados, mis tremendas ganas de saciarme y el deseo de verle desnudo y tocar su erección… me vuelven loca. Quiero acariciarle también, sentir el calor de su cuerpo, el tacto de su piel, recuperar cada anhelo perdido.
Me derrito…
—Déjame tocarte, Carlos.
—No, aún no. Queda lo mejor.
—Necesito sentir tu cuerpo.
—Tranquila… ¡Shhhh! Lo sentirás en profundidad. No hemos terminado. Esto no ha hecho más que empezar.
Mi cuerpo parece no tolerar más tensión. Sufre el acoso libidinoso de los caprichos de Carlos.
Noto como él abandona mi interior y se separa de mi cuerpo. La tensión me consume. Ha sido un profundo orgasmo el que he podido disfrutar y estoy deseosa de sentir más…
Un silencioso movimiento me alerta de que Carlos está bajo mi cuerpo.
Largos suspiros comienzan a brotar de nuevo de mi garganta.
Anhelante, espero ese cálido roce de su lengua ahí donde la suavidad y la humedad hacen una sabrosa mezcla. Reparte delicados besos y finas caricias por mi entrepierna. Pronto entran en juego esos jugosos y pequeños mordiscos que aceleran mi pulso y provocan que mi cuerpo vuelva a estar sudoroso y agitado. Una delicia de sensaciones se dispara de nuevo por todo mi ser. Esa travesura suya que tanto me gusta, esas ganas suyas de devorarme con su boca, me tiene loca. Loca por sentir de una vez su boca entre mis piernas. Agitada y desesperada por cada latido frenético que se produce en mi interior, llevo mi mano hacia su cabeza para acercar de una vez su boca a mi sexo, pero me detiene y me ordena que la apoye en la puerta.
—Eres muy impaciente —dice sin dejar de mordisquear y acariciar con su lengua alrededor de mi sexo.
Fastidiada y dolorida, afronto como puedo su castigo. Estoy sufriendo más de lo que desearía. Una manera de liberar tanta tensión sería quitarme el pañuelo que cubre mis ojos, pero me gusta sentir cómo se multiplican las sensaciones al tener los ojos tapados.
Inesperadamente, mi cuerpo sufre una fuerte sacudida cuando un leve roce de su boca acaricia mi vulva. Mi respiración se agita incitada por la sensación disfrutada y por las ansias de sentir más.
—No voy a aguantar mucho más tiempo así, Carlos. Me tiembla el cuerpo.
—Tranquila, si es necesario te sostendré —dice con convicción.
Parece que por fin decide no hacerme esperar más y deslizar sus suaves caricias ahí donde las sensaciones se convierten en verdaderas tempestades de placer. El resbalar de su lengua y su cálido aliento excitan hábilmente esa zona erógena y hacen temblar todo mi cuerpo. Ya imparable, introduce sus dedos en mi interior con suavidad, entrando y saliendo con lentitud a la vez que su lengua tortura mi clítoris. Me sorprende cuando abandona mi interior para acariciar mi perineo, quiere provocarme, quiere que sea yo la que le pida lo que él tanto desea. Esas caricias llaman con reiteración a otras caricias más profundas. Increíble sensación que me envuelve como un violento huracán. Ya no soy dueña de mi cuerpo, no soy dueña de mi voluntad, y me abandono en manos de la más estimulante debilidad… Mi cabeza descuida todo pensamiento posible para seguir el hilo conductor que me llevará a degustar el más rico de los placeres. Una vez más, mis entrañas arden de pasión y excitación cuando uno de sus dedos abandona ese estratégico lugar para volver a acariciar y a humedecer mi ano. Su boca sigue torturándome y concediéndome todo tipo de deleites. Mi cabeza comienza a sentir los efectos de tanta tensión. La desesperación es angustiosa, casi insoportable. Comienzo a perder la cordura cuando uno de sus juguetones dedos se introduce lentamente en mi ano, provocando en mí un fuertísimo estallido de placer.
Bendita sacudida, bendita explosión de sensaciones que inundan todo mi cuerpo. No puedo sostenerme más en esa posición y me dejo caer debilitada por las masivas réplicas. Carlos me coge entre sus brazos, sin dudarlo un instante, para llevarme a la cama. Deja que mi cuerpo laxo descanse sobre la cama tras apartar la ropa con un solo movimiento. Me quita los zapatos con cuidado. Mi respiración continúa agitada y nerviosa al igual que todo mi cuerpo. Tiemblo como una hoja sacudida por el viento.
Carlos se tumba a mi lado.
Intenta quitarme la venda de los ojos, pero le detengo como puedo.
—No me la quites… —Mi voz parece un resuello.
—Estás temblorosa —dice mientras arropa mi cuerpo con el suyo—. Tienes que tranquilizarte.
Nos cubre para evitar que me enfríe, ya que mi cuerpo yace cubierto de un perlado sudor, una sudoración provocada por la tensión y la enervada excitación.
Con sumo cuidado me acaricia el rostro y me besa tratando de calmar mis temblores.
Ahora sí… Ahora me toca a mí. Ahora sí voy a poder tocarle. Él insiste en quitarme la venda de los ojos, pero le repito que me la deje puesta.
—¿Te gusta?
—Sí. Me gusta.
—Me encanta verte disfrutar. Me gusta ver cómo me suplicas y cómo me pides más.
—Sí, pero no te voy a suplicar más. Ahora voy a tener lo que tanto deseo.
Cuando intento acariciar su cuerpo, llegar hasta el deseo que me mantiene vibrante y viva, Carlos vuelve a detener mis manos colocándolas a la altura de mi cabeza.
Hiriente es la sensación de deseo que se frustra una vez más ante la impotencia.
—Déjame tocar tu cuerpo. Necesito sentir lo que tú sientes cuando me acaricias… —murmuro.
—No, Marian —dice a mi oído—. No voy a dejar que me toques aún. Este es tu castigo por privarme de ti. Ahora, soy yo el que te priva de mí. Y solo yo voy a proporcionar placer a nuestros cuerpos. Únicamente yo, ¿lo entiendes?
A continuación, su cálido aliento acaricia mi cuello haciendo que me estremezca. El eco de su voz resuena en mi mente provocando que mis pensamientos deriven por el camino del morbo, de la expectación, del deseo más acuciante. Mi cuerpo se agita bajo el suyo reclamando todo aquello que me queda por sentir. Un ligero suspiro se escucha en el silencio de la habitación cuando finalmente sus labios rozan con dulzura mi cuello. Leve es el movimiento de su cadera que me alerta del comienzo de su morboso juego.
Sin soltar mis manos, sus labios y su traviesa lengua hacen posesión de mi piel. Mi respuesta es contundente ante sus exigentes caricias. Mi piel se vuelve más sensible y vulnerable ante ellas al seguir con los ojos tapados. Es increíble la sensación que se siente al no saber qué es lo que va a suceder, qué es lo que expresan sus ojos, su rostro.
Sentir su cuerpo torturando el mío es una delicia y más aún… sentir su calor. Alimenta mi deseo con sus suspiros, alentando y despertando de nuevo nuestra lujuria. Incansables e inagotables son mis deseos de sentir. Sujeta con una de sus manos mis muñecas; no me resisto. Estoy dispuesta a dejarme hacer. Está claro que no piensa ceder a mis súplicas. Su otra mano acaricia el contorno de mi pecho, lo estruja entre sus dedos pellizcando con picardía mi pezón, para que este se yerga tieso y duro. Juega con él antes de dar paso a su húmeda y hambrienta boca, que lo succiona una y otra vez con verdadera veneración. El movimiento de mis caderas y de todo mi cuerpo parece enfadarle un poco. Quiere que disfrute, pero no quiere dar rienda suelta a mis deseos, sino a los suyos.
—Tus deseos serán complacidos, Volvoreta —murmura mientras sigue besando mis pezones—. Por eso no debes preocuparte.
Le necesito dentro de mí. Necesito sentir como mi cuerpo se estremece cuando…
Me muerdo con rabia los labios. Mi frustración al ver que no cede me enerva la sangre, pero a la vez me mantiene en una febril tensión que por otro lado… ¡me encanta! Es así, he de reconocerlo. Mi cuerpo lucha por sentir y mi mente por controlar mis ansias de poseerle. El fluir de sus caricias y el descenso ardiente de su lengua por mi vientre desata tempestades imposibles de apaciguar. Tiene que soltar mis manos… Síííí. Quiere vencer la distancia que le separa del delicioso néctar que fluye donde su sedienta necesidad quiere aliviar su sed.
Mis brazos junto a los suyos van descendiendo a ambos lados de mi cuerpo, entrelazando nuestras manos. De este modo, evita soltarme para poder llegar a su objetivo y seguir manteniéndome donde él quiere. La cercanía de su boca, el roce de su cuello en esa parte tan sensible, incita a sentir desesperación... Su lengua continúa descendiendo por mi pubis hasta encontrar el principio de mi hendidura, donde se detiene a jugar. Poco a poco, su boca conquista de nuevo su deseo, ese que tanto anhela y que comienza a disfrutar complaciéndome en todo momento. Doblo mis piernas para que tenga mejor acceso a mi sexo, facilitando el juego excitante de su lengua, que recorre sin pausa cada recoveco y cada pliegue de mi vagina. Disfruto como una loca cada vez que succiona y pervierte a mi sobrestimulado clítoris. El placer es brutal. Los jadeos y suspiros que nacen de nuestras gargantas, y sobre todo de la garganta de Carlos, me confirman que está disfrutando tanto como yo. No puede estarse quieto, no para de moverse entre mis piernas.
Cuando quiero darme cuenta, me suelta las manos y empuja hacia un lado mis piernas que están flexionadas para que me dé la vuelta. Boca abajo y con los brazos colocados sobre la almohada, se tumba sobre mí entrelazando de nuevo nuestras manos. Su erección me mantiene desconcertada. El calor ardiente que desprende su cuerpo, su olor y su boca pegada a la mía… Deseo de una vez por todas sentirle dentro.
—Todo tiene su momento, Marian. Me gusta ver lo agitada que estás. Te excita tanto como a mí.
—Carlos, por favor. Acaba con este tormento. Quiero sentirte dentro, que me hagas tuya, que me poseas… —digo casi extenuada por la elevada excitación a la que me tiene sometida.
—Esto es un juego, Marian. Te lo recuerdo. Me voy a cobrar con creces lo que me has negado —dice con voz sensual y penetrante, alarmándome.
Sin esperar un segundo más, una de sus manos recorre mi espalda hasta llegar a mis redondeados glúteos. Se detiene a jugar, a clavar suavemente sus dedos en la turgente carne, continuando por el pliegue y perdiéndose entre mis piernas, suave caricia que me hace estremecer y desear que estas se vuelvan más intensas. Sin demorarse, sus dedos se deslizan en mi interior acelerando, aún más si cabe, mi respiración, agitando mi cuerpo y enardeciendo el deseo. No puedo evitar elevar ligeramente mis caderas facilitándole el acceso a todo lo que quiera de mí. Una dolorosa sensación de deseo tensa todo mi cuerpo obligándome casi a gritar. Hundo mi boca en la almohada intentando sin éxito silenciar un afligido alarido. La sangre bulle por mi cuerpo sin descanso, no hay tregua. Saca sus dedos y los desliza con lentitud por toda la hendidura, de arriba abajo y de abajo arriba. Mi cuerpo tiembla sin parar, a la vez que escucho como respira con dificultad. Es una sensación muy excitante y un deseo tremendamente poderoso. Él tiene el poder y es consciente de que posee la llave del paraíso al que me quiere llevar.
—Por favor… Por favor…
—Lo sé, Volvoreta. Lo sé…
—No puedo más. Quiero tocarte, abrazarte, tenerte dentro de mí ¯suplico.
Tras mis palabras solo se escuchan nuestras turbadoras respiraciones. Sin pensárselo dos veces vuelve a penetrarme con sus dedos, haciendo que mis caderas se eleven agitadas por la inesperada invasión. No puedo parar de moverme. Mi cuerpo busca y busca ser resarcido de una vez por todas. Si no me da lo que quiero lo voy a buscar con mi cuerpo. Mis caderas siguen moviéndose al ritmo que él marca, pero no me importa, voy a buscar de una vez por todas mi placer.
Al notar que mi cuerpo comienza a temblar saca los dedos de mi interior sin ningún tipo de contemplación, dejándome al borde del abismo, dejándome al borde de la frustración. Me rebelo e intento darme la vuelta, pero él, muy hábil, se tumba sobre mí obligándome a permanecer quieta.
—Ya está, Marian… —murmura en un tono más que provocador.
Sin más demora, busca con su sexo la entrada a mi cuerpo, al templo de su deseo…
La unión se hace firme y resiste, pese a que mis caderas se mueven con furia. Trata de calmarme.
—Shhhh. Tranquila…
Su boca busca mi nuca y se pasea por ella dejando un reguero de atenciones que azotan con contundencia mi afán por culminar, pero me queda la frustración de no poder abrazarle, de no tocarle con mis manos y de acariciarle con mi boca…
De nuevo, nuestros cuerpos empapados en sudor tiemblan al unísono. Sin más, su calor vuelve a alimentarme de sensaciones divinas y ante lo que evidentemente se avecina… decide parar, darme la vuelta y colocarse sobre mí. La emoción es brutal y más cuando vuelve a penetrarme. Poder abrazarle, tocarle, besarle… No soy capaz de explicarlo con palabras, solo se puede sentir. Nuestros cuerpos se fusionan y se mueven al mismo ritmo. Él entra y sale de mí haciéndome arder en su infierno, en su deseo. Las caricias no cesan y los suspiros acaban siendo gritos ahogados por nuestras bocas al juntarse. El estallido de placer es bestial. Y bárbara es la última envestida en la que culminamos el juego.
Envueltos en sudor, jadeantes y extenuados, yacemos en la cama.
Carlos levanta la venda de mis ojos y las lágrimas comienzan a brotar sin remedio. Nuestras miradas se buscan y se encuentran.
—No quiero que llores, Marian.
—No lo entiendes… —le digo con voz débil.
—Lo que no entiendo es cómo te he podido hacer llorar —dice con mirada triste.
—Lloro por amor, Carlos. Porque necesitaba sentirte, sentirme tuya. Necesitaba ver que seguimos siendo… los mismos.
—Lo entiendo. Yo… —dice mientras aparta la mirada sin poder sostener la mía—. Quería demostrarte que somos los mismos, que venero tu cuerpo, tu piel, tus labios, tus ojos… ¡Dios! Me es más fácil demostrarte lo que siento hacia ti con caricias y besos que con palabras.
Se me escapa una sonrisa al escuchar sus palabras y más cuando nuestros ojos se vuelven a encontrar.
—Ya lo veo. Estabas loco por…
—Loco por tenerte entre mis brazos, por sentirte y hacerte sentir lo que nunca habías sentido. Te he encontrado más relajada y dispuesta.
—Había necesidad, Carlos.
—Los dos necesitábamos que nuestros cuerpos hablaran por nosotros.
—¡Ja, ja, ja! Tú has hablado perfectamente por los dos. Cogiste el mando y… solo existía tu voluntad.
Reímos de nuevo.
—La verdad es que… no había negociación posible. A muerte con hacer que tu cuerpo saltase en mil pedazos de placer.
—Gracias. Lo conseguiste.
—Me alegro —dice profundizando con su mirada en mi timidez—. Te entregaste al juego sin reservas.
Avergonzada vuelvo hacia un lado la cabeza.
—No estoy en condiciones de negarte nada.
Al escuchar mis palabras su cara se transforma. El morbo más absoluto aparece en su rostro. Sus manos buscan entrelazarse con las mías. Las besa con dulzura y las lleva a la altura de mi cabeza.
—Me gustaría tomarme esa licencia. Esa en la que dices que no estás en condiciones de negarte y sí de…
No puede continuar. Sus labios se estiran levemente al pensar. Sí, tiene licencia para hacer conmigo lo que quiera.
—Te conozco bien. Una cosa es lo que quieres y otra bien distinta hasta dónde eres capaz de llegar. Al fin y al cabo, sabes que soy tuyo, que mi entrega no pone condiciones, no pone límites, tan solo los que tú pongas.
—Estoy segura de ello, Carlos.
—Hablas bajo el efecto de la euforia del momento que hemos disfrutado. Tu mente se abre y está predispuesta a cosas que… No serías capaz de dejarte llevar fácilmente, Volvoreta.
Me muerdo el labio inferior reconociendo sus palabras y suspirando por lo que siento y por lo que me hace sentir. Ante mi silencio, él me besa en la boca y yo le recibo agradecida por humedecerla. Sus besos son intensos y profundos y mi cuerpo comienza a calentarse de nuevo y más cuando suelta mis manos y le vuelvo a abrazar.
—Ey, quietecita… que tienes que dormir.
—No puedo estarme quieta. Me apetece hacerte travesuras.
—Veamos… Mañana trabajas y tienes que descansar un poco.
—No quiero —digo enfurruñada.
—Venga, quieta —dice sujetándome las manos.
Comenzamos una pelea. Quiero enredar y él no quiere. Nos reímos sin parar. Quiero tocarle, ver cómo se excita de nuevo, pero no me consiente. Le muerdo en el cuello y después en las manos para que me suelte, pero no puedo con él. No dejamos de reír y forcejear.
—Quieta, Marian… Tienes que dormir.