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— II —

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¡Ea, pues, postillón! ¡Agita el látigo!

Hieran los fogosos caballos con su duro casco la tierra humedecida por las primeras lluvias del otoño.

Sienta yo sobre mis mejillas el aire de otras montañas, en tanto las ruedas del carruaje se deslizan con sordo rumor por caminos desconocidos y errantes.

Vea yo nuevos campos, nuevas ciudades, que pueda dejar al otro día sin lanzar un solo suspiro, ni derramar una sola lágrima.

Que no pesen sobre mi corazón más que afecciones ligeras, de esas que nacen y mueren a impulsos de la voluntad.

Que las impresiones que reciba mi alma se disipen fácilmente, como se disipa en el fino acero el templado hálito con que se pretende empañarle.

¡Aprisa…, aprisa, postillón!, el crujido del látigo agita mi sangre. Él me recuerda que huyo de la casa que tanto tiempo he tenido que habitar bajo el poder de un padre amado, pero que esclavizaba mi espíritu.

¡Aprisa, postillón! Todo el espacio que ocupa la tierra no basta a llenar mi ambición de libertad.

La vida del hombre sin libertad no es vida.

El día en que me abandones, ¡oh, libertad!, permita el cielo que el soplo de la última caricia resbale sobre mi sepulcro.

Flavio

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