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— III —

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Y quedó abandonado el viejo palacio, triste y abatido como el anciano que solo puede contemplar en su último hijo el fruto maldecido de una juventud coronada de sacrificios.

Cada hombre que pasa dirige una mirada melancólica a la abandonada vivienda, recordando su historia, o procurando adivinarla a través del musgo sombrío que cubre sus ennegrecidas paredes, y el labrador que un tiempo hizo resonar alegremente su voz en el interior de aquellos bosques, va a sentar a la puerta solitaria, y las aves nocturnas hacen sus nidos en las cornisas de las ventanas sin temor a que vengan a inquietarlas ningún humano ruido, y lanzan tristes graznidos posadas sobre las veletas enmohecidas, que a su vez parecen gritar con voz lastimera cuando el viento fuerte de las tormentas las hace voltear sobre sus goznes.

Y aparecerá la aurora, y llegará la hora del anochecer, sin que se escuchen en el palacio ni el canto del gallo, ni el ladrido del perro, ni el relinchar de los caballos.

El silencio, ese dios que habita las grutas y las selvas, ha dejado su retiro para ir a extender sus dominios en el palacio solitario, y los desiertos salones, los parques umbrosos, los floridos jardines, yacerán, de hoy más, bajo su influjo poderoso y sombrío.

¡Oh! ¡Con qué tintas tan melancólicas cubre el olvido todo aquello sobre lo cual extiende sus alas hermanas de la muerte!

Esas mismas murallas que se conservan erguidas, despreciando las injurias del tiempo, y que parecen desafiar a las tormentas que retumban bajo las ruinosas bóvedas, desahogan también su dolor en las verdosas gotas que destilan de cada losa y que dejan resbalar lentamente hasta la tierra que las enjuga. Todo tiene sus lágrimas, y ese humor verdoso y amargo que brota como un manantial de cada piedra que contiene un recuerdo, del que ya nadie hace memoria, es el llanto de las ruinas, el único compañero de su amarga soledad.

¡Ay! Bien pronto el palacio que vio nacer a Flavio, y todo lo que existe en él, se revestirá de ese tono severo, que nos sorprende tristemente, cuando tocamos el polvo con que los años han cubierto objetos por largo tiempo abandonados.

Muy triste es, en verdad, a la hora del crepúsculo contemplar aquel vasto edificio, en el que no se siente el ruido más leve, destacándose sobre un cielo sereno, al cual parece demandar justicia por la amarga soledad a que le ha condenado el último de sus habitantes. Los árboles parecen gemir con el viento, en el silencio de la noche; los cristales de las ventanas despiden un brillo melancólico reflejando la luz de la luna, que ilumina débilmente algunas de las solitarias habitaciones, y a la mañana, cuando la aurora baña la tierra con su luz virginal, los pajarillos revolotean, cantando en vano, a sus puertas, esperando el grano que Flavio les repartía y que ellos llevaban al nido de sus pequeñuelos.

¡Ya todo es tristeza y soledad, menos para el que ha nacido en él, y que se aleja de su abrigo cariñoso sin derramar una sola lágrima ni volver atrás la cabeza para decirle adiós!

Pero corramos un velo.

El tiempo pasa así sobre las cosas, como sobre los hombres, y los marca tristemente con su mano de hielo; mano terrible aquella, que nos señala la senda que conduce al sepulcro.

¡Feliz ese lugar que habitan los bienaventurados, en donde ni existe el tiempo ni se cuentan las horas, ladronas descaradas que nos dicen sin compasión, y a su antojo, que se nos llevan la vida!

Flavio

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