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Barcas en el lago Lemán

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Suiza, 1967

Antoine

Nada de lo que yo haga conseguirá arrebatarla de su mutismo. Uno no llega a explicarse cómo el hecho de un instante puede despojarnos de la calma y la felicidad. Porque esto que vivimos no es calma. Cada hora posee el peso del acero, los minutos pasan como si el tiempo llevara colgadas pesadas cadenas. A veces me parece que los relojes se inmovilizan y los dos quedáramos detenidos, congelados en un cubo. Como si este salón se volviera vítreo y solo se moviera la gente que pasa fuera de este ventanal.

Cuando no estoy trabajando en la Bolsa, le hago compañía. Leo el diario, miro las acciones, la evolución de los mercados y sigo con las noticias políticas. Me gusta el diario del domingo que trae comentarios de novelas. Cuando éramos novios, Catherine y yo comenzamos a compartir el entusiasmo por cada nueva novela que leíamos… Y luego, ya casados, cuando vinimos a vivir a este piso de Lausana, nos regalábamos libros y nos íbamos a la cama, cada uno con su novela. Ella marcaba fragmentos para que yo los leyera después. A veces me leía en voz alta los párrafos señalados. Yo huía de mi mundo de números y cotizaciones y me sumergía en esas tramas que me hacían existir en una vida paralela, totalmente de ficción. Y me gustaba oírla. Ahora ya no lee. Le traigo libros de regalo, pero veo que se van apilando. No siente entusiasmo por casi nada. Como si su bienestar consistiera en estar dentro de sí misma recordando tres años, esos tres años en que fue inmensamente feliz. Después, todo eso se interrumpió con el accidente. Y yo me refugio en aquellos años en que leíamos a Camus y a Sartre, años en que éramos existencialistas y a ella le encantaba Todos los hombres son mortales, de Simone de Beauvoir y, tan jóvenes e inconscientes, hablábamos sobre el valor de la muerte, que una persona que viviera eternamente, como Raymundo Fosca, al cabo de los años no hallaría sentido a nada. Catherine decía que ser mortal nos permite valorar cada instante de nuestra vida porque esos instantes son irrepetibles. Me parece aún oírla pronunciando esas palabras o revindicando su condición de mujer después de devorar el ensayo sobre El segundo sexo. Aún no pensábamos que la muerte se metería en nuestra vida para mostrarnos que las ideas que defendíamos se volverían palabrería inútil y un instante, así como nos daba el gozo, podía traernos la más dura infelicidad.

El gozo era cierto cuando hacíamos el amor, hundidos en la cama llena de libros. Ahora todo aquello me parece lejano. Era hermoso verla marchar de casa cada mañana cuando iba a dar sus clases de literatura al instituto de Montreal o cuando yo volvía a la noche a cenar, deseando olvidarme de los mercados y las acciones, y encontrar que había dejado una hoja de libreta con una frase de Antonín Artaud o el fragmento de un poema de Jacques Prévert debajo de mi plato, como un obsequio, como una gratificación.

Así, yo a veces finjo leer el diario, pero me sumerjo en esos recuerdos. Pasan una y otra vez por mi cabeza aquellos momentos e intento recordar las frases que Catherine marcaba en una novela u otra. Y no sé qué hacer para arrancarla de su mutismo. Toca con un solo dedo la nana que antes cantaba. Oigo el sonido de las teclas y es como una acusación velada. Sé que no lo hace deliberadamente. Creo que no tengo demasiada entidad para ella. Su ensimismamiento es más fuerte que el mundo que la rodea, ese mundo donde existo yo. Compartimos durante horas este silencio y espero que tal vez ocurra algo que transforme la impasibilidad y la quietud en un nuevo destello de vida. Mientras espero ese acto mágico, sigo leyendo el valor de las acciones…

Catherine

Y si… Y si… Y si… Todas son frases condicionales. Posibilidades de que no hubiera ocurrido. Volver al instituto. A veces pienso que tal vez, si vuelvo a dar clases… Pero no. Nada me quitará esta desgana. Ni siquiera el piano. Aquellas horas de la tarde que pasaba tocando unas variaciones de Mozart o alguna Polonesa de Chopin. Creo que ya olvidé cómo se toca el piano. Simplemente repito la melodía de la nana sencilla y torpe. Fuera de los momentos en que compartimos la casa, casi no me doy cuenta de que Antoine existe. Le duele. No lo dice, pero le duele. No puedo evitarlo. Es como si mi interior estuviera cubierto con muchos abrigos, como si hiciera mucho frío en esta habitación, como si nada pudiera hacerme entrar en calor. Lo esencial es no pensar. Dejar las frases condicionales. Aceptar que las cosas son así y nada puede cambiarlas. El pasado es de granito. Un pedernal pesado y definitivo.

Hay días en que cojo de la estantería alguna nueva novela, de estas que Antoine me trae de regalo. Pero no puedo… No consigo sumergirme en ninguna trama. Todo me parece banal. La realidad supera la ficción. Esta frase que dije tantas veces en las clases. Hay días en que, a la mañana, me obligo a dar un paseo, pero no quiero ir al lago. Paseo por Lausana. Miro los escaparates de las tiendas. Me compro un vestido para justificar la caminata. Sé que no lo usaré, que quedará guardado en el armario como todos los otros. Ya no quiero salir. Si Antoine propone ir al cine, le diré que no y él aceptará mi negativa. No volverá a insistir.

Me siento aliviada cuando vuelvo del Bois-de-Vaux. Me parece haber estado cerca de él por una hora. Rezo unas oraciones y luego camino por entre los setos tan bien alineados. Parece que ponen cierto orden en mi mente. El cementerio es un consuelo.

Si no me hubiera quedado a dormir en casa de mamá aquel sábado… Su eterna migraña. Se metió en la cama. No quise dejarla sola. Me resisto a recordar los hechos, pero vuelven una y otra vez. Quise quedarme a cuidarla. La llamada telefónica a Antoine y su respuesta. «Quédate con ella, no hagas el camino de Berna a Lausana a esta hora. Mañana vuelves. Yo me encargo de Domi. No te preocupes. Iremos a ver las barcas al lago. En el periódico dice que será un domingo de sol».

Me sentí tranquila. A Domi le encantaba salir con Antoine. Iba dando esos pasos tan seguros siendo tan pequeño. ¿Por qué quise quedarme en casa de mamá? Ella me decía que no me necesitaba, que la migraña se le pasaría en una hora, que mi hijo y mi marido me esperaban en Lausana. Me despreocupé de todo. Me daba alegría atender a mamá, prepararme una pizza para cenar y dormir en mi cuarto de soltera. El destino me esperaba. «Duerme tranquila —me decía—, que mañana te daré el golpe de gracia». Aunque dicen que las madres siempre presienten lo que les ocurre a sus hijos, no intuí nada.

Recuerdo que dormí bien y aquel domingo mamá se levantó de buen humor. La migraña había desparecido. Desayunamos juntas. Y ya está. No quiero seguir pensando. Vienen imágenes reconstruidas a partir del relato que tantas veces repitió Antoine. Domi se soltó de su mano. Corrió hacia el muelle atraído por unas barcas. Antoine hablaba con un compañero de trabajo que iba a salir a navegar con su barca. No sé los detalles. Todo se vuelve confuso. Resbaló. Cayó. Imagino círculos en el agua. Su cabeza golpeó contra una barca. Tan pequeño. Y el viaje de regreso apresurado. Antoine trató de calmarme. No me dijo nada claro. Cuando entré en casa, me abrazó fuerte y lloró. Lloró y tartamudeó. No quiero volver a la imagen del cuerpo pequeño e inmóvil. No quiero pasar casi nunca por el lago, pero es inevitable. Me pareciera sentir las aguas del lago dentro de mí, engullendo a mi criatura. Y las ondas concéntricas y el oleaje cuando sopla viento…

Antoine

Lleva unos días con vómitos. Me tomé la tarde del jueves para llevarla al médico. Tal vez se dé ese acto mágico que invoco cada atardecer, cuando la veo tocar las teclas del piano. Hubiera preferido que el lago me arrastrara a mí, solo a mí. Llevo quince meses acusándome de mi descuido. Cuento los días, me digo que en el mes veinte desaparecerá el complejo de culpa, pero sigue allí. Tal vez otro podría arrancarla de su ensimismamiento. Sé que no la dejaré, aunque me ignore, aunque me acuse en silencio, porque el duelo lo vivimos juntos. Es una herida que compartimos. Deseo que un día, en el futuro, la herida se cierre y volvamos a ser como antes.

Catherine

No lo deseo. No quiero volver a ilusionarme. No quiero volver a cambiar pañales. No quiero vivir con el terror de que un instante maldito me lo arrebate. Y sigo con los vómitos. Me parece que hay algo que crece dentro de mí. No podré vivirlo con la alegría de la primera vez. Algo se cortó en mi interior. Definitivamente. Aunque desearía que no fuera así. Sobre todo, por Antoine, que sigue a mi lado, esperando que un día yo despierte de este sueño de más de un año.

Hoy quise ir al Bois-de-Vaux, pero algo me frenó. Intuí que tal vez ya no encontraría placer en caminar entre los setos. Estas tardes en que Antoine está en el trabajo, me siento libre, pero también me siento sola. Si llega otro, ¿qué nombre le pondremos? No quiero pensarlo. Quizás sea una niña. Me he puesto a hojear partituras. Hoy tengo ganas de tocar una polonesa de Chopin.

Room in New York

Innecesarios e imprescindibles

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