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Reencuentro conmigo

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París, 2010

Me he caído de la cama. Durante la noche sentí calor, este calor húmedo tan habitual en agosto. Arrastrando la sábana con mi cuerpo, he llegado al suelo. El golpe me ha despertado. Aunque sigo medio entredormida, algo atontada, aquí, al pie de la cama, voy tomando conciencia. Entra una vaga luminosidad del amanecer por las persianas.

El vuelo sale dentro de unas horas. Cuando deje esta habitación, me despediré de París. Es preciso comenzar de nuevo. Fedora, mi cocker spaniel tan querida, me echará de menos, pero se acostumbrará a vivir con Julie. Le dejé, apresurada, una lista con las cosas que le gustan a Fedora. A veces, trocitos de pechuga de pavo, las manzanas verdes y, de vez en cuando, un brownie. Julie se quedó algo sorprendida con mi viaje precipitado. No quise dar demasiadas explicaciones. Un mes en San Petersburgo. Un encuentro de traductores. Largas caminatas por los lugares que recorría Anna Ajmátova cuando la ciudad se llamaba Leningrado.

Una carta para Gerard con pocas frases. Sé que no se sentirá dolido por mi partida, aunque estoy segura de que no se la espera. Con casi cincuenta años, tomar estas decisiones parece bastante raro. En un film de Bergman, una mujer de sesenta dejaba a su marido. Había llegado a la conclusión de que no se amaban. Recordé esa escena y pensé que era posible. Sé que el amor a esta edad tiene que ser más calmo, sereno, pero para mí debe tener ternura y afecto. Y eso desapareció hace tiempo con Gerard, hace diez años o quizás más. Nuestra relación se basaba en los arreglos en la casa, el cambio de muebles o cortinas, los recibos por pagar, si teníamos que llevar a Fedora al veterinario por unas diarreas, cosas así. También compartíamos los almuerzos de domingo. Durante la semana, no. Gerard tenía mucho trabajo. Su estudio de arquitectura y sus clientes. Y almorzaba cerca de allí. Siempre ocupado. Siempre volviendo tarde a casa. La convivencia se fue reduciendo a dormir juntos en la misma cama. Y yo en casa, con mis traducciones, los autores rusos, especialmente los poetas. Siempre me apasionó hacerlo. Ir desentrañando el sentido y trasladar el verso a otra lengua y luego leer el poema terminado, casi como un misterio, una epifanía de la lengua. Por ese amor a mi trabajo, no presté atención a que todo se había secado, que mi interior era una llanura árida, con poca vegetación. Contaba con la compañía de Fedora, de mis libros y mi portátil. También esos pocos amigos con quienes quedaba para ir al cine una vez cada quince días. Otras mujeres toman estas decisiones ante un engaño, una infidelidad. Yo no. Tal vez soy egoísta. Lo cierto es que ya no siento nada por él.

Si una pudiera determinar el día y la hora en que todo cambia, su una pudiera decir a partir de tal instante me volví una mujer seca, casi vacía, sin relieve. Pero no es así. La cotidianeidad lo devora todo, hasta la conciencia de mi propio yo. Gerard dejó de interesarse por mí hace diez, doce años. Las fechas no son exactas. Somos gentiles, no discutimos, los días transcurren sin sentirlo, incluso a veces me da el beso de las buenas noches, aunque yo ya esté dormida y sienta que llega desde otro mundo. Mi cuerpo… Mi cuerpo me era ajeno. Lo duchaba, le ponía leche corporal, lo vestía, peinaba mi pelo, pero casi ignoraba las sensaciones de este cuerpo fuera del frío o el calor. Ahora toco mis axilas y mi pecho y siento el sudor que despertó la noche, reconozco el tacto de la sábana húmeda, siento la aspereza de la alfombrilla en los dedos del pie.

Los detalles que nos hacen tomar conciencia de una anomalía son a veces nimios e inesperados. Todo comenzó con el pinzamiento de mis vértebras dorsales. Demasiadas horas sentada en una mala posición ante la pantalla del portátil. El traumatólogo me recomendó diez sesiones de fisioterapia y así llegué a las manos de Bruno y él no solo abrió mis ojos, sino también mis poros. Me quedaba como dormida y me dejaba llevar por sus manos sin pensar en nada. Simplemente sentir. Bruno pasaba las manos por mis hombros, presionaba las vértebras, acariciaba mi cintura con un aceite con aroma de almendras. Y trabajaba allí despertando, no deseo, sino sensibilidad. Sin quererlo, simplemente haciendo su trabajo, Bruno me devolvió el cuerpo y sus sensaciones. Había algo hacia el final de la primera sesión que me encantó. Tiró mi cabello hacia atrás y puso sus manos en mi cuello, simplemente sosteniéndolo. Como si lo sopesara, como si mi cabeza fuera una joya preciosa. Luego colocó las palmas en mi frente y dejó que el calor de sus manos penetrara allí donde estaba mi conciencia dormida. En esa primera sesión empezó el redescubrimiento: tenía una cabeza, un cuello y un cuerpo lleno de sensibilidad. ¿Dónde habían dormido esas sensaciones durante tantos años? ¿En qué lugar de mi interior se hallaban ocultas?

Después de esa primera sesión, volví a casa. No quise demorarme en la calle. Estaba sola. Una traducción esperaba en mi mesa de trabajo, pero Bruno también me había devuelto mi libertad. Todo eso podía esperar. Yo estaba primero. Me di una ducha caliente y luego me estiré en la cama. Fui reconociéndome con una crema de aloe vera que despertaba calideces y escalofríos. Me tomé toda la tarde para conocerme. Gerard no iba a volver hasta tarde. Fue la comunión con los poros, la celebración del reencuentro, el acercamiento a mi yo dormido, la reunión con mis sentidos. Me miraba como quien mira el cuerpo de una desconocida. Me lamía los brazos para identificar esa transpiración que era mía. Escuchaba las palpitaciones en mis puños, por momentos acelerados por el gozo. Olía la crema de aloe vera como Fedora olfatea un trozo de pastel dulce que nunca antes ha probado. Y sobre todo me acariciaba, cohabitaba conmigo misma, me ponía de acuerdo con mi yo después de tantos años ignorándolo. Y al final, cansada con tan poco, me fui quedando dormida con un gesto de felicidad en los labios.

Deseé cada una de esas sesiones con Bruno. Él me iba acercando a mí misma. La molestia en las vértebras desapareció, aunque esencialmente por primera vez en mucho tiempo experimenté una rara sensación de felicidad. Hasta Bruno me lo dijo. Se la ve muy recuperada. Tiene otra cara. Cuando llegamos a la décima sesión, no sabía cómo agradecerle su tratamiento. Le llevé de regalo un juego de pequeñas tazas para beber sake. Busqué algo sencillo y que pudiera gustarle. Lo agradeció sin entender quizás que yo estaba mucho más agradecida que él.

Y tal vez en la quinta o sexta sesión de fisioterapia surgió como un estallido en mi mente el recuerdo de la escena del film de Bergman y esta decisión que me tiene hoy en este hotel, esperando la hora de partir. Puedo seguir traduciendo desde allá. Dejar lo habitual —los libros, los objetos que me rodean, el paisaje conocido de la ciudad, los amigos—. Parece muy difícil, pero ahora siento que no echaré de menos todo lo que queda atrás.

Vuelvo a la tierra de mi madre y de mi abuela. Ellas huyeron de San Petersburgo durante la Segunda Guerra. Mamá despertó en mí una intensa pasión por esos grandes narradores y poetas: Dostoyevski, Tolstoi, Gogol, pero también Anna Ajmátova y Marina Tsvetáyeva, mujeres que tanto sufrieron y que me regalaron una literatura que vive dentro de mí. Repito de memoria una estrofa de Anna que siempre me acompaña:

Hay en la intimidad un límite sagrado

Que trasponer no puede aún la pasión más loca

Ni siquiera si el amor el corazón desgarra

Y en medio del silencio se funden nuestras bocas.

Después de la decisión me sentí tranquila, como esos que deciden suicidarse o recomenzar su vida. Escribí la carta a Gerard. No pude dejar de decirle que le agradecía tantos años de compañía, de justificarme por no haber podido darle un hijo y de pedirle perdón por mi abandono, pero dentro de mí la decisión estaba tomada.

Ahora me ducharé, recogeré la maleta y el portátil, dejaré el hotel y saldré a desayunar. Esta noche caminaré por la Perspectiva Nevski y seguiré el curso del río Nevá esperando la noche blanca donde siempre se ve la luminosidad del sol desde algún ángulo, porque ahora es así de luminosa mi existencia. Y sobre todo intentaré no perder este cuerpo tan mío. Desde hace unos días lo quiero con todas mis fuerzas.

Summer interior

Innecesarios e imprescindibles

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