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IV Verano de 1999 Memphis, Tennessee

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Mi madre, soltera y con dos trabajos, me enviaba todos los años a Memphis para que me quedara con mi abuela durante la segunda mitad del verano. Los adolescentes consumen electricidad, neveras llenas, despensas y paciencia, y mi madre no se podía permitir esos gastos cuando yo no iba al colegio.

Durante esas visitas de verano, mi abuela me llevaba a la Iglesia Bautista Ebenezer todos los domingos. Me presentaba ante sus amigas como «Saeed, mi nietecito de Texas». Ellas se agachaban mientras se sujetaban los sombreros extravagantes que se ponían para ir a la iglesia y, con la otra mano, me daban un caramelo de fresa. Solían decir: «Muchacho, te conozco desde antes de que tu madre pensara en tenerte», o a veces solo «Muchacho, te conozco de toda la vida». Adoraba escuchar esa frase tan a menudo.

Pero en el verano de mis trece años, algo cambió. Mi abuela empezó a ir a una iglesia nueva, una con una vena evangélica muy fervorosa. Dejó de presentarme como su nietecito y empezó a decir: «Este es mi nieto, Saeed. Su madre es budista». La primera vez que lo oí, pensé que estaba de mal humor, que tal vez el calor le había arrebatado parte de la calidez que siempre oía en su voz. Después volví a escucharlo una y otra vez… Ese mismo tono seco y monótono, como si no supiera, o no le importara, que semejante frase pudiera levantar ampollas en el santuario de cualquier iglesia del sur.

Mi madre llevaba practicando el budismo desde los veintipocos, mucho antes de que yo fuera siquiera una idea, de modo que resulta complicado explicar por qué todo cambió aquel verano. Hasta ese momento, sus diferencias religiosas no me habían parecido motivo de tensión real en la familia. Mi madre era budista; mi abuela y mi tío eran cristianos. En Texas, iba a reuniones budistas con mi madre; en Memphis, iba a la iglesia con mi abuela. La primera vez que escuché «Su madre es budista», observé a mi abuela por el rabillo del ojo, intentando leerle la mente. No vi nada. Era como leer un código desconocido. Yo, por otro lado, era todo mayúsculas. Quizás me hubiera pasado el verano así de todas maneras. Con los brazos cruzados, esperando algún motivo por el que poner los ojos en blanco, y con una mano que siempre encontraba la forma de llegar hasta la cadera.

Una tarde, sentado en el salón, mi abuela me miró desde la otra punta de la habitación y retomó una conversación que yo ni siquiera era consciente de que había empezado.

—Mundanal. Así es tu comportamiento últimamente —anunció. Después siguió con su novela de Pat Robertson. La palabra había permanecido en su lengua como una gota de ácido—. Mundanal.

Un cura evangelista visitó la iglesia de mi abuela durante aquel verano y predicó sus sermones con asiduidad durante gran parte del tiempo que estuvo en Memphis. Parecía que lo único que decía era que teníamos —¿teníamos?— que salvar a tanta gente como fuera posible de las llamas del infierno. La sangre de todos nuestros seres queridos que no consiguiéramos salvar mancharía nuestras manos el día del Juicio Final.

En vez de ir a la iglesia solo los domingos, como antes, mi abuela y yo íbamos tres o cuatro veces a la semana. Al principio, de camino, nos pasábamos por casa de mi tío para recoger a mis primos, que iban a la misma iglesia. El tío Albert era un hombre de Dios. A veces lo observaba mientras hablaba con su mujer y sus hijos y juro que lo veía relacionar sus decisiones con los versículos exactos de la Biblia por los que se guiaba. Admiraba ese sentido de la determinación, pero al mismo tiempo me parecía, bueno, bastante agotador. Aunque me caía bien, por norma general intentaba mantenerme alejado de Albert, ya que por entonces ya sabía yo que encontraría el modo de no estar a la altura de todos esos versículos de la Biblia.

A medida que pasaban las semanas, me di cuenta de que mi abuela y yo éramos los únicos que llenaban el banco de la iglesia, día tras día. Ni mi tío, ni mis primos. Ahora lo veo claro. Yo necesitaba ir a la iglesia de un modo distinto al de mis primos. Yo era la sangre que manchaba sus manos.


Una noche, al volver de la iglesia, fui a bañarme en la piscina comunitaria que había frente al parking del apartamento de mi abuela. Estaba oscuro, por lo que no había niños pequeños chapoteando. Salvo por los pocos adultos que bebían cerveza alrededor de las mesas del jardín, tenía toda la piscina para mí. Me pasé casi todo el tiempo agarrado al borde de la parte honda mientras me estiraba y movía las piernas. Me hacía sentir largo. Cuando se puso el sol, me di la vuelta boca arriba para poder contemplar las estrellas.

Cuando mi abuela me llamó por primera vez, creí que ya era la hora de la cena. Pero cuando me llamó por mi nombre completo —el primero, el segundo y el apellido—, salí del agua de golpe. Venía a paso rápido desde el apartamento hacia la piscina.

—Sedrick Saeed Jones —gritó de nuevo, estirando las sílabas hasta convertirlas en algo que solo mis oídos podían reconocer como mi propio nombre. Jadeaba cuando llegó a la verja—. Sal de la piscina y métete en casa. Ahora mismo.

Los adultos que bebían en el jardín dejaron escapar una risita. Mientras me enrollaba la toalla alrededor de la cintura y caminaba hacia la puerta, los engranajes de mi cerebro giraban como los de un reloj roto, intentando adivinar en qué lío me había metido y qué tenía que decir para salir de él. Cuando llegué a la puerta de la zona de la piscina, se dio la vuelta sin dirigirme ni una sola palabra y se encaminó de nuevo hacia la casa conmigo detrás.

Entré en el apartamento y cerré la puerta trás de mí. Al darme la vuelta, me encontré a mi abuela en el pasillo con el recorte de una revista arrugada en un puño que no dejaba de temblar. No podía apreciarlo en detalle, pero no me cabía la menor duda de lo que era. Antes de marcharme de Lewisville, había hojeado la pila de ejemplares de Vogue de mi madre y recortado todas las imágenes de hombres sin camiseta que había encontrado. Mi recorte favorito pertenecía a una retrospectiva de anuncios de Calvin Klein icónicos en la que aparecía una fotografía enorme de Mark Wahlberg apoyado contra un muro de ladrillos y en la que solo llevaba una gorra de béisbol y unos Calvin Klein blancos. Pensaba que había sido listo al guardar los recortes dentro del libro de mitología griega.

—¿Y esto? —dijo. Era una pregunta que sabía que era mejor no responder—. No. No. No. —Las palabras provenían de algún lugar profundo de su ser. Cada una de ellas más parecida a un rugido que a una palabra—. No. No. No. No.

Vi que hacía una bola con los recortes y la arrojaba a la papelera. Entró dando pisotones en el salón, se detuvo frente a la mesa de centro, me cogió de la mano y tiró de mí hacia la moqueta, a su lado.

—No quiero nada mundanal en esta casa. Vamos a rezar ahora mismo.

Me arrodillé a su lado, junté las manos, mojadas y arrugadas, y cerré los ojos con fuerza. Tenía la cabeza repleta de pensamientos, y ninguno de ellos era una disculpa.


Un par de veranos antes había tenido un encontronazo con mi abuela. En retrospectiva, podría parecer un disparo de advertencia. Estábamos paseando por el centro comercial Southland cuando, de repente, se dio la vuelta y me dijo que dejara de sujetar los libros «como una chica». Ni siquiera me acuerdo de por qué llevaba una pila de libros, pero ahí estaban, tres libros delgados que tenía apretados contra el pecho, protegidos por mis brazos cruzados.

—Bueno, pues dime cómo llevan los chicos los libros —le discutí. Y, sin darse la vuelta para mirarme, ni detenerse, mi abuela me cruzó la cara con el dorso de la mano. Recuerdo sentir el aire vibrar entre nosotros. Las puertas automáticas que teníamos delante se abrieron con un zumbido y con la repentina mezcla del aire acondicionado del centro comercial y el calor pegajoso del exterior. Las atravesó y se detuvo en el borde de la acera, esperándome bajo la fulminante luz del sol.

Yo me quedé plantado en la entrada del centro comercial, boquiabierto, con los libros apretados contra el pecho. Ese mismo año había aprendido a revestir mis frases con sarcasmo y tenía respuesta para todo. Pero en aquel momento no me salían las palabras. Ni siquiera podía farfullar.

La bofetada me había pillado desprevenido; aquello no era propio de mi abuela, que a menudo me parecía demasiado callada para su propio bien. ¿Me equivocaba al pensar que la conocía? ¿De qué otro modo podía explicarse el escozor que sentía en el lado izquierdo del rostro?

Levanté la mano, me toqué la mejilla y sonreí ligeramente, como un chiflado. Al darme cuenta de que no iba a pedirme perdón, y de que tan solo podíamos permanecer allí unos pocos segundos más antes de que la gente empezara a mirarnos, eché a andar de nuevo. Las puertas automáticas se abrieron y caminé a su lado mientras nos adentrábamos en el calor.


El día después de que mi abuela me obligara a ponerme de rodillas para rezar con ella, tomé una decisión. Mi abuela llamaría a la puerta en cualquier momento para anunciarme que era la hora de prepararse para ir a la iglesia. La misa de los miércoles por la noche empezaba a las 18:30, y ella querría evitar el atasco de la hora punta. Por eso, era cuestión de tiempo que viniera a despertarme de la siesta. Yo ya estaba despierto, pero me había dado la vuelta, dándole la espalda a la puerta, confiando en que pensara que seguía dormido y me dejara tranquilo.

Un compañero de clase me había dicho que las personas respiran más despacio cuando duermen, de modo que aguanté la respiración, intentando controlarla. Estaba tan concentrado que la sangre se me subió a las orejas. Oía mi propio pulso. Lo oía todo: los petirrojos del álamo que crecía junto a la ventana, los niños que chapoteaban en la piscina, a mi abuela fregando los platos, a mi abuela guardando los platos, a mi abuela apagando la televisión, a mi abuela caminando hacia el cuarto de invitados en el que yo fingía estar dormido.

Abrió la puerta sin llamar.

—Hora de levantarse, Saeed —pronunció las palabras con un suave canturreo. La sentía de pie junto al marco de la puerta, observándome. Sabía que estaba fingiendo.

—Saeed, levántate. —Ya no canturreaba.

Sin darme la vuelta, sin apartar la mirada de la ventana, le dije:

—No voy a ir.

Le había dado unas cuantas vueltas. «No quiero ir» habría quedado como un lloriqueo. «No me obligues a ir» habría quedado como una súplica. Quería que me tomara en serio, así que pronuncié las palabras con la mayor lentitud y firmeza posibles.

Cambió el peso de un pie a otro. No recordaba si de verdad había pronunciado las palabras en voz alta o si solo lo había hecho en mi cabeza, así que las repetí. Esperaba que, por una vez, cuando abriera la boca, surgiera de ella la voz de un hombre:

—No voy a ir.

Se acercó a la cama y se quedó de pie a mi lado.

—Sal de la cama.

Hice todo lo que pude para decirlo sin que me fallara la voz, sin lloriquear:

—No.

Con un movimiento ágil, mi abuela agarró las sábanas y las arrancó de la cama. Como si se tratara de un mago que retiraba el mantel sin que se cayera la vajilla de la mesa. Me di la vuelta para mirarla. Teníamos el mismo brillo en los ojos.

Y supe que aquello era el fin. Iría a la iglesia. Me sentaría a su lado. No nos miraríamos. Yo apretaría los dientes al oír la voz del cura. Pondría los ojos en blanco al escuchar las oraciones de mi abuela.

Me observó mientras salía de la cama e iba hacia el armario. Me vestí en silencio. Mi abuela no abandonó la habitación hasta que tuve los zapatos puestos.


Aquella noche, al terminar la misa, el cura se bajó del púlpito y extendió los brazos. No veía su sonrisa. Le veía la grasa de la nariz y las perlas de sudor en el cuello. Siempre hacía lo mismo. Se quedaba de pie con los brazos abiertos hasta que alguien, sollozando en alto, se acercaba a él.

—Acercaos al púlpito y recemos juntos.

Habló con el mismo tono que había empleado durante las últimas semanas, tres noches por semana. Intentaba que todo aquello pareciera espontáneo, como si hubiera estado ahí de pie y, de repente, hubiera sentido nuestra necesidad de rezar.

Había empezado a cogerle un gusto extraño a aquel momento porque implicaba que la celebración estaba a punto de terminar. Pronto, mi abuela y yo estaríamos en el coche de vuelta a casa. Nuestras miradas se encontraron, y me di cuenta de que le brillaban los ojos, como si estuviera a punto de llorar. Tenía la mano apoyada sobre la mía. Me estaba dando la mano. Pensé que iba a acercarse y a disculparse. Le sonreí.

Tiró de mí para ponerme en pie. Me ardía todo el cuerpo y me quedé paralizado. Estábamos caminando hacia el frente de la sala. La gente estiraba el cuello para vernos cuando pasábamos por su lado. Aplaudían y decían amén. Intenté apartarme, pero mi abuela no me soltaba.

Cuando llegamos al púlpito, el cura estaba limpiándose el sudor de la cara con un pañuelo. Se arrodilló, y mi abuela tiró de mí hacia el suelo para que lo imitásemos. Volví a sentir ese mismo sobrecogimiento con el que, años atrás, me había llevado la palma de la mano a la mejilla escocida. En esta ocasión, sin embargo, ese sentimiento se convirtió en una nueva especie de calor. Podría haber incendiado la habitación entera.

—Este es mi nieto Saeed. Su madre es budista.

El cura asintió con la cabeza, como si aquello fuera lo único que necesitaba saber sobre mí: no que agarraba los libros como una chica, ni que era mundanal, ni que coleccionaba imágenes de hombres desnudos del mismo modo en que antes coleccionaba piedras. Empezó a rezar en voz alta para que toda la iglesia pudiera escucharlo.

—Dios santo, escúchame rezar por uno de tus corderos. Su madre ha elegido el camino de Satanás y ha decidido arrastrarlo con ella.

Me estaba mareando. Me sentía como si todas las luces de la habitación estuvieran dirigidas hacia mí. No dejaba de pensar en qué aspecto tendría, de espaldas, para la gente que estaba sentada en los bancos de la iglesia. Con la cabeza inclinada, seguro que parecía que estaba llorando. Quería darme la vuelta y gritar que yo no era culpa de mi madre.

—Contraataca, Dios. Haz que esa mujer sufra.

Me impactó oírlo decir «esa mujer». Deseé poder controlar el fuego que me abrasaba y aferrarme a él durante el tiempo suficiente para gritarle a ese señor: «¿Quién coño te crees que eres? ¡Más te vale no hablar de mi madre!». Pero no pude. Mantuve la cabeza gacha, aturdido y callado. Sentí que me temblaban las rodillas, como si estuviera a punto de caerme.

—Que recaigan sobre ella todas las dolencias y enfermedades posibles, hasta que se derrumbe bajo el peso del Espíritu Santo.

Giré un poco la cabeza y observé a mi abuela. Mi madre tenía problemas de corazón. Cuando yo tenía cincos años, mi madre estuvo en una lista de espera para un trasplante de corazón. Mi abuela era consciente de todo eso. Conocía el corazón de su hija. Mantenía la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Tenía el ceño fruncido, pero no sabía si era por mí o por él. Por el hombre que estaba maldiciendo a su hija. ¡A su hija! El cuerpo que unía el suyo con el mío.

—Muéstrale tus plagas y salva a este niño. Amén.

—Amén.

El cura terminó y mi abuela le dio las gracias en voz baja. Yo no sabía qué decir, así que me quedé mirándola con la boca y los ojos muy abiertos, desconcertados, punzantes. Me cogió de la mano y me dio unas palmaditas, y después, poco a poco, se puso en pie. Le costó un poco levantarse —nunca olvidaré ese ligero tambaleo—, así que la ayudé a incorporarse. Durante un instante, mi abuela volvió a transformarse en ella misma; volvió a ser tan solo una anciana negra, afable, mansa, incluso. Entonces se rompió el hechizo. Buscó algo en el bolso, encontró las llaves y se bajó del púlpito sin siquiera mirarme. Vi como, uno tras otro, todo el mundo le daba palmaditas en la espalda y le estrechaba la mano mientras recorría el pasillo y se dirigía hacia la salida.

No recuerdo haberla seguido. En ese instante, el recuerdo empieza a titilar como un rollo de película roto. Se quema hasta quedarse en blanco y luego aparecemos en el coche de mi abuela.

Íbamos con las ventanas bajadas porque el aire acondicionado llevaba todo el verano roto. Una corriente se infiltró en el coche y se marchó como si supiera que le convenía dejarnos a solas. Yo no apartaba la mirada de la carretera que teníamos delante; las líneas amarillas se sucedían mientras me aferraba a lo único esperanzador de aquella tarde: que el verano terminaría y que yo me marcharía de Memphis. Que nunca volvería allí, que nunca volvería a pasar un verano con mi abuela. Era un hecho tan palpable como el silencio que nos envolvía.


Al echar la vista atrás, creo que ella también era consciente de la velocidad a la que me estaba alejando de ella. Es posible que lo hubiera sentido durante todo el verano y que las visitas a la iglesia fueran un último recurso desesperado para aferrarse a mí, a su «nietecito de Texas», que ahora se había vuelto «mundanal». Ojalá hubiera sabido que, en realidad, de un modo u otro, las cosas iban a ser siempre así entre nosotros. Precisamente porque mi abuela me quería —me quiere—, intentaba mantenerme bien agarrado hasta que me dolió tanto que no tuve más remedio que liberarme de ella por la fuerza.

Las personas no somos como somos porque sí. Sacrificamos versiones anteriores de nosotros mismos. Sacrificamos a las personas que se atrevieron a educarnos. La identidad parece no existir hasta que puedes decir «Ya no te pertenezco». Mi abuela y yo, sin saberlo, seguíamos al pie de la letra un guion que alguien ya había escrito para nosotros. Una mujer educa a un niño hasta convertirlo en todo un hombre, amándolo con tal intensidad que su dedicación termina por resultar repulsiva.

Callado, al lado de mi abuela, en ese viaje en coche de veinte minutos que habíamos recorrido en tantas ocasiones a lo largo del verano, sentía que la distancia entre nosotros aumentaba, pero en ese momento no era capaz de entenderlo. En su lugar, un sentimiento de certeza enraizó en mí.

Me prometí a mí mismo: aunque para ello tuviera que convertirme en un extraño para mis seres queridos, aunque tuviera que guardar secretos, tendría mi propia vida.

Es posible que, a pesar de todo, mi abuela tuviera razón sobre mí. Mundanal: «Perteneciente o relativo al mundo como sociedad humana, con sus placeres y vanidades».

Pues claro que quería ver mundo, experimentar al máximo todo lo que nos ofrece. Quería ser una parte auténtica de él, en vez de la sombra pasajera que me sentía a menudo. Quería comerme el mundo.

Me quedé sentado, ardiendo por dentro, intentando comprender esa nueva identidad radiante y siniestra. Me sentía peligroso, perverso, incluso.

Si esta era la sensación de la que hablaba mi abuela, no estaba seguro de poder sobrevivir a ella, después de todo.

Pero no podía contar con mi abuela —ya no— para ponerle nombre a lo que fuera que se estaba abriendo camino en mi interior. Así que seguimos conduciendo, una anciana y su nieto, juntos y aislados, pasando una última tarde de verano preciosa en Memphis.

Cómo luchamos por nuestras vidas

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